martes, 22 de diciembre de 2009

Ricardo Ribera 2009, Y AHORA, ¿QUIÉN PODRÁ SALVARNOS?

Falta un superhéroe que nos resuelva el gravísimo problema de la inseguridad ciudadana. Éste es real y objetivo. Se agrava con la poco responsable actitud de algunos medios noticiosos amarillistas y de cierta oposición política, interesada en generar una imagen de que con el nuevo gobierno todo va peor. Con lo cual, al problema que hay en la realidad viene a agregarse la percepción del mismo entre la ciudadanía, en el imaginario colectivo. Se disipa la poca esperanza que pudiera haber levantado el cambio de autoridades, imponiéndose la desesperación, la angustia y la desesperanza. Urge “hacer algo”, es un clamor ciudadano, que difícilmente podía dejarse sin atender. Aun siendo un problema heredado es a las actuales autoridades a las que les toca enfrentarlo y resolverlo. Pueden pedir tiempo, pero por poco tiempo. De ahí la decisión, a todas luces apresurada y poco reflexiva, de echar mano de la Fuerza Armada como medida inmediata.

Mandar a llamar a alguno de los super-héroes de la cultura de masas hubiera sido igual de efectivo. Desde luego no en el combate real a la delincuencia, pero sí en crear la sensación de que ya se está haciendo algo y alentar la confianza en que las cosas mejorarán. Poniendo más imaginación lo mismo hubiera dado reforzar a la PNC con el Cuerpo de Bomberos. Podría argumentarse que son pocos los incendios que hay que atender, que es un despilfarro gastar tanto en bomberos; ya que no procede disolver tal institución, ponerla a trabajar a la par de la policía; que patrullen con sus hachas y mangueras, que devenguen lo que con nuestros impuestos pagamos todos. Parece una idea loca, pero “algo hay que hacer”.

Nadie ha planteado en verdad tan peregrina ocurrencia. No obstante, la argumentación para involucrar al ejército es bien similar. Es “idea loca” porque de racional tiene bien poco. Sacar a los soldados a las calles y hacer creer que eso puede ser decisivo para enfrentar el auge delictivo, es igual de loco que sacar a los bomberos para al apoyo a la batalla contra la delincuencia.

El único camino racional y efectivo es tan obvio que da rubor tener que explicitarlo: aumentar sensiblemente el presupuesto de la PNC, a ser posible duplicar el actual; duplicar el ingreso a la Academia y por un tiempo acortar a la mitad el período de formación de los nuevos agentes; depurar de inmediato y reforzar las instancias investigadoras del delito, las áreas especializadas, los mecanismos de infiltración, de agentes encubiertos, de informantes, de protección de testigos; darle confianza a la ciudadanía para que aumente la denuncia; reforzar en presupuesto y efectivos la fiscalía; depurar a jueces y fiscales. Varias de estas cosas ya se están emprendiendo, pero tal vez no de manera suficientemente decidida y audaz.

Los efectos se harán sentir hasta un mediano plazo. En lo inmediato debería mejor planificarse el logro de objetivos mínimos, localizados, que por ejemplo permitan declarar “territorio libre de delincuencia” a determinados barrios, colonias o municipios. Aumentar el número de áreas “libres de armas” donde se ha prohibido su portación. En las actuales circunstancias no se puede pedir paciencia a la población. La gente necesita ver que el problema empieza ya mismo a resolverse y que se está en el camino correcto, que con el paso del tiempo se verán más y más resultados concretos.

Esencial es tomar ya medidas contundentes y ejemplarizantes, de impacto, con los “malos elementos” en la policía, fiscalía y sistema de justicia. Ya aparecieron varios nombres de altos cargos sujetos a investigación, incluido un ex-director de la PNC. Es un tremendo escándalo que no nos escandaliza lo suficiente, que habla a las claras de cómo iban las cosas en gobiernos anteriores. Es inaudito que tales funcionarios policiales, “inocentes hasta que se pruebe lo contrario”, sigan en el desempeño de cargos importantes.

Una cosa es que sigan libres mientras la investigación no avance más allá de los meros indicios. Cosa muy distinta es que, habiendo serios fundamentos para ser sospechosos de complicidad o incluso autoría de delitos, se les mantenga en puestos que deberían ser considerados de confianza. Mejor fuera tomar medidas ya, aun con el riesgo de que más adelante fuera necesario, si se comprobara que las sospechas eran infundadas, lavar su buen nombre y honor, restituirlos en sus cargos o resarcirlos por los prejuicios que se les haya ocasionado. La situación de emergencia justifica medidas disciplinarias fulminantes, indispensables para lograr el fin primordial de recuperar la confianza ciudadana en una institución que para muchos está hoy involucrada con la delincuencia, que se ha vuelto parte del problema y no de la solución.

Involucrar al ejército implica el riesgo de contaminar a la institución, una de las mejor evaluadas por la ciudadanía. Refleja además ciertos prejuicios heredados de los tiempos de dictadura militar, de la guerra civil y de ciertas mentalidades de izquierda. El ejército no es “un mal menor”, ni una institución innecesaria. Tampoco se previenen golpes de estado haciéndolo desaparecer. Pensarlo fuera una ingenuidad.

La Fuerza Armada es una institución esencial del Estado salvadoreño y es una institución clave de la democracia salvadoreña. La postura correcta es reforzarla, como el resto de instituciones democráticas, a fin de reforzar asimismo la democracia. La clave está en la doctrina militar que la inspira, en su respeto a las autoridades civiles, en su real sometimiento a las decisiones de la soberanía que emana del pueblo.

Los acuerdos de paz, que tanta sangre costaron, establecieron claramente las dos funciones que precisa la Constitución: la defensa de la soberanía y del territorio nacional. Nunca más el orden público o la seguridad ciudadana. Sólo excepcionalmente – y por tanto ha de ser con carácter no prorrogable – podrá el Presidente de la República disponer de la institución armada para tareas de seguridad y de orden públicos. No solamente para no distorsionar los acuerdos de paz y lo dispuesto en la Constitución. También para permitir que el ejército atienda debidamente sus funciones constitucionales.

No vivimos en un mundo desmilitarizado. Tampoco nuestra región lo es. Al contrario. Tenemos frontera terrestre con una nación donde hay un régimen golpista, antidemocrático, que ha tomado medidas hostiles a nuestras exportaciones, con la que ya tuvimos una guerra hace cuarenta años. El otro país con el que compartimos frontera terrestre adolece de fuerte desestabilización, con firmes rumores de intentonas golpistas. No es tiempo de pensar en utopías de hacer desaparecer ejércitos, sino de calibrar las amenazas virtuales o reales, potenciales o probables, a nuestra nación y nuestra democracia. En la medida que se avance en hacer de la institución castrense un baluarte de la democracia, el verdadero brazo armado del pueblo, se tornará en institución indispensable y valiosa a los ojos de toda la población.

Es un falso mito pensar que la izquierda tiene tradiciones pacifistas y antimilitaristas. Sólo la doctrina anarquista, en cuanto pretende hacer desaparecer al Estado y sus instituciones, podría reivindicar tal cosa. Tampoco la doctrina cristiana es en su esencia antimilitarista, como lo demuestra la presencia de pastores y capellanes castrenses. Amén de una larga historia de cruzadas y guerras santas, ejércitos papales y persecución de herejes. Si acaso tradiciones orientales, tales como el budismo, o los partidarios de la resistencia pacífica y la desobediencia civil, como Gandhi en la India, podrían proclamarse tales.

Otra cosa es el ideal utópico de un mundo sin armas ni ejércitos, que hasta el presidente Obama podría suscribir, a pesar de que mantiene el mayor gasto militar del mundo. América Latina en su conjunto ha duplicado en los últimos años su gasto militar, justo en un período caracterizado por la consolidación de la democracia y el avance de gobiernos de izquierda. Ése es el mundo real, en el cual la necesidad de una Fuerza Armada no debería ni siquiera ser objeto de dudas.
Democratizarla de manera efectiva ha de ser una garantía para la democracia y no un riesgo. Riesgo es tener una policía sin depurar, una justicia corrupta o una fiscalía indolente e ineficaz. Por eso ojalá que la medida emergente de “sacar de los cuarteles” a la tropa sea una cosa sólo temporal y pasajera, lo mismo que la idea contraria de “acuartelar” a la policía. Puede servir quizás, en lo que las iniciativas de mediano y largo plazo se implementan y vuelven efectivas, para calmar la angustia de la población y responder al clamor histérico del “y ahora quién podrá salvarnos” que amplifican no sin malicia ciertos políticos y algunos medios de comunicación.

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