viernes, 28 de abril de 2017

Tres meses de Donald Trump: más de lo mismo



Marcelo Colussi

Ya pasaron más de tres meses de la asunción de Donald Trump como presidente de la primera potencia capitalista del mundo: Estados Unidos de América. Nada ha cambiado. Si alguien había pensado que algo podía cambiar con su llegada a la Casa Blanca, se equivocaba de cabo a rabo. ¿Por qué habría de cambiar?

En todo caso, el discurso que levantó el magnate durante su campaña presidencial pudo hacer pensar –equivocadamente, por supuesto– en algún cambio coyuntural. Ante la actual crisis que vive la economía estadounidense, su propuesta apuntaba, al menos en la declamación, a un intento de renacimiento de la alicaída industria nacional.



Pero ahí viene el espejismo. Lo que está alicaído es el poder adquisitivo de la clase trabajadora estadounidense: sus empresas siguen prósperas, muy saludables, manejando el panorama con perspectivas de futuro. Si bien es cierto que, en términos técnico-contables, la producción bruta de China ha superado a la de Estados Unidos, el país americano sigue siendo aún el líder mundial, económica, política, tecnológica y militarmente.

De las más corpulentas empresas a nivel global, las once más grandes tienen su casa matriz en territorio estadounidense, siendo 54 de ese origen las más capitalizadas entre las primeras 100 de todo el planeta. Siguen manejando todos los dominios: petróleo (Exxon-Mobil, Chevron-Texaco), tecnologías de la comunicación (Apple, Microsoft, Google, Facebook, Hollywood), banca (Wells Fargo & Co, JMorgan Chase, Berkshire Hath-A), química (Johnson & Johnson, Procter & Gamble, Pfizer Inc.) y, por supuesto, industria militar (Lockheed Martin, Boeing, BAE Systems, Northrop Grumman, Raytheon, General Dynamics, Honeywell, Halliburton, General Motors, IBM. Todos estos capitales del complejo militar-industrial registraron ventas en 2016 por casi un billón de dólares, teniendo además incrementos desde 2010 de un 60%, por lo que para ellos, claramente, no cuenta la crisis económica).

Hay decadencia, y como ha sucedido con todo imperio en la historia, parece haber llegado ya al pico máximo de su expansión, habiendo comenzado su lento declive. Pero lejos está de ser un imperio derrotado: sigue marcando el ritmo en infinidad de aspectos. Inmediatamente después de terminada la Segunda Guerra Mundial, el país americano era la gran potencia capitalista dominadora de la escena. Única nación con poder nuclear en ese entonces, aportaba el 52% de todo el producto bruto mundial. En este momento ya no detenta el monopolio de la bomba atómica (al menos Rusia y China son sus rivales en paridad), y su aporte a la producción global ha descendido al 18%. Sin dudas, no sigue en expansión, tal como sucedió desde mediados del siglo XIX y durante todo el XX. De todos modos, aunque ya comienza a ser puesto en entredicho, su moneda: el dólar, sigue siendo en buena medida la divisa universal. Y el inglés, aún hoy, la lingua franca obligada. Hollywood, mal que nos pese, es el referente cultural del planeta, tanto como la Coca-Cola o el Mc Donald’s.

El proceso de globalización neoliberal, comenzado hacia la década de los 70 del pasado siglo, reconfiguró el mundo, y obviamente, también al sistema capitalista. La producción y la comercialización se hicieron absolutamente planetarias: una misma mercancía puede ser elaborada en cualquier parte del mundo con la misma tecnología y distribuida por todo un expandido mercado mundial. Los capitales privados aprovechan así las ventajas que le ofrecen los países más pobres, donde los salarios son más bajos y donde gozan de ciertos privilegios, como la exención impositiva, la debilidad o falta de regulaciones medioambientales y la escasa o nula organización sindical de los trabajadores. De esa forma, una empresa oriunda de un país rico y desarrollado abandona sus instalaciones allí para establecerse en alguna llamada “zona franca” del Tercer Mundo; así, abarata los costos de producción, pero no abarata el precio final del producto terminado. Y dicho producto ya no se comercializa solo de fronteras adentro en el país productor, sino en un mercado mundial. A partir de ese esquema, quien pierde es la clase trabajadora del país originario de los capitales. Los capitales no pierden sino que, por el contrario, ganan más aún.

Así considerado el mecanismo en juego, Estados Unidos se empezó a empobrecer relativamente: sus trabajadores se empobrecieron, porque en muchos casos se quedaron sin empleo. Las empresas siguen ganando monumentalmente. Ya vimos los datos de la industria militar: cada vez hay más guerras, por tanto, más armas. Y Estados Unidos provee la mitad global de esos equipos. Por tanto, no hay crisis para esas megaempresas.

Digámoslo con un ejemplo: lo que fuera la meca del automóvil, la ciudad de Detroit, en el estado de Michigan, para 1960 llegó a tener tres millones de habitantes, la mayoría ocupada en la producción automotriz. Con el proceso de reubicación, esas grandes empresas estadounidenses se trasladaron a innumerables puntos del globo en los cinco continentes. La clase obrera industrial de Detroit quedó en la ruina (esa es una ciudad casi fantasma al día de hoy, con apenas 300.000 habitantes), pero las megaempresas automovilísticas del país: General Motors, Ford, Chrysler, siguieron sus negocios. ¿Quién se empobreció? La clase trabajadora.

A partir de esa situación de empobrecimiento de la masa trabajadora (los votantes), el discurso efectista de Donald Trump durante su campaña levantó expectativas. Habló –como todo candidato en campaña que vende fantasías, pirotecnia verbal– de cambiar esa situación, haciendo que la industria retirada de suelo estadounidense volviera a territorio patrio. Sin dudas, esas encendidas promesas lograron su cometido: contrario a todos los pronósticos, Trump ganó las elecciones. Pero las empresas no volvieron… ¡ni van a volver!

En muy buena medida, su “caballo de batalla” para la campaña fue una encendida xenofobia, con promesas de expulsión de tantos “hispanos que vienen a robar puestos de trabajo”. La construcción del muro (de la cuarta parte que falta, porque, de hecho, esa valla ya está construida en la frontera con México) y la deportación de miles de indocumentados latinoamericanos tiene, básicamente, un efecto propagandístico. La economía estadounidense sigue muy próspera para los capitales, pero para sus trabajadores difícilmente mejore. En realidad: no puede mejorar, porque el ciclo de crecimiento capitalista de Estados Unidos ya pasó. Ahora su consumo supera con creces a su producción, por lo que el país en su conjunto (población y Estado) viven del crédito. Son las divisas chinas y japonesas las que mantienen a flote el presupuesto federal de Washington; y son las tarjetas de crédito (con una deuda promedio de 5.000 dólares por ciudadano) las que mantienen las economías domésticas. ¿Quién se beneficia de eso? Obviamente no los tarjeta-habientes, los trabajadores, sino la banca.

Como todo discurso efectista de un candidato presidencial en campaña que vende “espejitos de colores”, también Donald Trump dijo que no se involucraría en la guerra con Siria, y que enfriaría el siempre candente conflicto con Rusia, supuesto preámbulo de una nueva guerra mundial (para el caso: nuclear, por lo tanto, posiblemente la última).

Pero a poco tiempo de su asunción, vemos cómo el complejo militar-industrial sigue decidiendo las cosas. Los 59 misiles crucero disparados sobre una base militar en Siria o la “madre de todas las bombas” arrojadas recientemente en Afganistán, lo evidencian.

Ningún presidente de Estados Unidos –como ningún presidente en ningún país capitalista en ninguna parte del planeta– es el que decide finalmente las cosas. Grandes poderes le susurran al oído (o le gritan) lo que debe hacer. Esos poderes tienen nombre y apellido concreto: son esos megacapitales que se mencionaban más arriba. Y más aún: en la gran potencia americana, desde mediados del pasado siglo esos megacapitales están constituidos por lo que se llamó el complejo industrial-militar, la principal actividad económica actual de Estados Unidos (25% de su producto bruto). George Kennan, politólogo clave de Washington durante la Guerra Fría, dijo en 1997: “Si la Unión Soviética se hundiera mañana bajo las aguas del océano, el complejo industrial-militar estadounidense tendría que seguir existiendo, sin cambios sustanciales, hasta que inventáramos algún otro adversario. Cualquier otra cosa sería un choque inaceptable para la economía estadounidense”. El día que un presidente osó querer detener la guerra de Vietnam, John Kennedy, como toda respuesta de esos “mandamases” recibió un certero balazo en la cabeza. Y la guerra de Vietnam, por supuesto, siguió adelante. Los 60.000 soldados estadounidenses caídos no se comparan con las ganancias obtenidas por ese complejo militar-industrial.

Ese adversario que debe ser inventado, por cierto, no deja de aparecer de continuo: el “terrorismo islámico”, el “narcotráfico”, o cualquier nuevo demonio que pueda darse en el futuro (los Estados canallas, las maras, los mosquitos transmisores del dengue, como en el Acuífero Guaraní en la triple frontera argentino-paraguaya-brasileña, la “dictadura castro-comunista de Venezuela”, etc., etc.). La industria militar, que ocupa directa o indirectamente a uno de cada cuatro trabajadores estadounidenses, no se detiene.

Las fantasiosas declaraciones de Trump previo a sentarse en la Casa Blanca hablaban de una “tranquilización” en la actual no declarada –pero real y efectiva– nueva Guerra Fría (35.000 dólares por segundo gastados en armamento a nivel mundial). Las recientes operaciones militares en Siria y Afganistán muestran la realidad.

Es de esperarse que no lleguemos nunca a una nueva guerra mundial con armamento nuclear. En tal caso, solo las cucarachas podrían contar qué sigue (si es que sobrevive alguna). Los capitales que dirigen el mundo son voraces, pero no locos. Seguramente se seguirá manipulando a la opinión pública, aterrorizando a las poblaciones y mostrando imágenes apocalípticas de un probable enfrentamiento atómico, aunque nunca se lleguen a oprimir los fatídicos botones del pandemonio. Pero la necesidad de “estar preparados para la hecatombe”, según la bien aceitada industria comunicacional capitalista, hace que la máxima romana siga vigente: “si quieres la paz, prepárate para la guerra”. Y el complejo militar-industrial ganando millonadas.


¿Por qué Donald Trump iba a ser distinto? Quizá tiene un estilo distinto, diferente a la corrección política de sus antecesores; pero con tres meses ya quedó por demás de claro cómo son las cosas: ¡más de lo mismo! Así de simple. O de patético…

jueves, 20 de abril de 2017

Venezuela y Estados Unidos: pulseada por el petróleo



Marcelo Colussi

Estados Unidos es, por lejos, el país de todo el mundo que consume la mayor cantidad de petróleo. Entre su enorme parque industrial, la inconmensurable cantidad de vehículos particulares y medios masivos de transporte que movilizan a su población y el monumental aparato militar de que dispone (más su reserva estratégica, calculada en 700 millones de barriles), su consumo diario de oro negro ronda los 20 millones de barriles. Quien le sigue, la República Popular China, llega apenas a la mitad de esa cifra: unos 10 millones de barriles diarios.

Esa cantidad monumental de hidrocarburos la produce el mismo país en su subsuelo: aproximadamente el 60% de ese petróleo sale del mismo Estados Unidos. De hecho, es uno de los más grandes productores mundiales de ese producto. Pero tanto es su consumo, que el 40% de lo que quema diariamente proviene de fuentes externas. Contrariamente a lo que la percepción generada por los medios de comunicación puedan hacer creer, de este total de petróleo importado, la mayor parte no viene de Medio Oriente y el Golfo Pérsico (que aporta un 35% de las importaciones) sino del Hemisferio Occidental (65%): Canadá, México, Colombia, Brasil, Ecuador y Venezuela. De hecho, este último provee alrededor de un 12% de lo que se consume en la potencia norteamericana.

El interés prioritario del gobierno de Estados Unidos por mantener bajo control el Medio Oriente, África y Latinoamérica radica en las reservas petrolíferas que allí se encuentran (más otras reservas estratégicas, como gas, agua dulce, determinados minerales, biodiversidad de las pluviselvas tropicales). Venezuela, para su desgracia, posee las más grandes reservas petrolíferas del mundo, al menos de las conocidas hasta ahora.

¿Por qué para su desgracia? Por dos motivos: el primero (que no es el del interés prioritario en el presente análisis, pero que no puede soslayarse), porque durante todo el siglo XX la existencia de esta riqueza llevó a impulsar un capitalismo rentista que impidió un desarrollo armónico, equilibrado y sostenible en el tiempo. De hecho, este recurso natural generó una aristocracia petrolera que vivió parasitariamente por décadas, sin producir ninguna otra cosa que burocracia, al lado de grandes mayorías paupérrimas, quitándole al país la posibilidad de impulsar una industria propia, e incluso un agro autosuficiente.



Esa cultura rentista-urbana ayudó a despoblar las áreas rurales creando ciudades como Caracas, verdaderos monstruos urbanísticos que dieron cobijo a miles y miles de desplazados internos que venían en busca del paraíso de esta supuesta bonanza económica que traía el “dinero fácil”, pero que no sirvió más que para crear un sociedad bastante disfuncional, plagada de Miss Universos y adoración por Miami y el despilfarro, pero sin base de sustentación genuina más allá de los petrodólares, junto a barriadas populares paupérrimas añorando alguna migaja del famoso “derrame”. Esa cultura rentista que se extendió por décadas, hedonista incluso, dio como nefasto resultado no producir más alimentos sino contentarse (¿enorgullecerse?) con importarlos. La seguridad alimentaria es una condición mínima e indispensable para la autonomía de un país; y Venezuela, tierra tropical sumamente fértil, pese al flujo interminable de divisas provenientes del petróleo, nunca la logró. Años de proceso bolivariano no han conseguido terminar con la dependencia del oro negro (aproximadamente la mitad de su ingreso sigue siendo la cuenta petrolera).

Pero el segundo motivo por el que hablar de desgracia para la suerte de los venezolanos es el estar asentados sobre una reserva fabulosa. Por lo pronto, los petróleos bituminosos de la Franja del Orinoco aseguran abastecimiento, al ritmo mundial actual de consumo, por lo menos para 50 años más.

La estrategia imperial de Washington sabe que necesita petróleo para el mantenimiento de su “american way of live” (léase: consumo desenfrenado, que no cesa a pesar de la crisis que se vive desde el 2008). Ese consumo necesita en forma creciente del petróleo. El capitalismo, pese a saber de la catástrofe ecológica que este modelo de desarrollo suscita, no puede parar en su voracidad, dado que en su arquitectura interna necesita del oro negro como savia vital. Así como los gobiernos de los Estados Unidos [y otras potencias capitalistas] necesitan las empresas petroleras para garantizar el combustible necesario para su capacidad de guerra global, las compañías petroleras necesitan de sus gobiernos y su poder militar para asegurar el control de yacimientos de petróleo en todo el mundo y las rutas de transporte” (James Paul, en el informe del Global Policy Forum).

La cultura del petróleo, que no es sino decir “el capitalismo”, se alimenta de este producto de manera imprescindible. Van indisolublemente asociados. El Socialismo del Siglo XXI no pudo (no quiso, no supo) cambiar esa tendencia.

La desgracia para Venezuela es que las reservas de petróleo que no están bajo suelo estadounidense, para Washington es como si estuvieran. Dicho de otra forma: la prosperidad de la principal potencia capitalista necesita esas reservas al costo que sea. Eso explica la volatilidad suprema del Medio Oriente, con un Israel que juega el papel de “sucursal hiper armada” de Estados Unidos (con poder nuclear no declarado oficialmente), las continuas e interminables guerras en África sub-sahariana, y la agresividad sin par demostrada contra Caracas. ¿Por qué? Porque ahí está parte del reaseguro de esa forma de vida (irracional e irresponsable) que generó el capitalismo. Que la degradación ambiental generada por los gases del efecto invernadero negativo producto de la quema de petróleo nos estén ahogando, al capitalismo no le importa. Business are business.

Venezuela, con su Revolución Bolivariana iniciada con Hugo Chávez, no es, en sentido estricto, un país socialista donde terminó de una vez el capitalismo. Así como no lo son –o son procesos complejos, confusos a veces– otros modelos sociales populares y nacionalistas que han tenido o están teniendo lugar en Latinoamérica en estos últimos años, que le hacen alguna cosquilla al capitalismo o al imperialismo: Brasil con el PT, Argentina con Kirchner o Fernández, Bolivia con Evo Morales, Ecuador con Correa. En la Franja del Orinoco, en Venezuela y en el medio de la Revolución Bolivariana, siguen operando compañías multinacionales privadas, que repatrían ganancias a sus casas matrices, como las estadounidenses Chevron/Texaco o la Exxon/Mobil, la británica British Petroleum, la anglo-holandesa Royal Dutch Shell, la francesa Total, la argentina Pérez Companc, la española Repsol. De hecho, el gobierno bolivariano fijó en un 50% de lo facturado las regalías que esas empresas deben pagar al Estado venezolano.

Entonces, si las multinacionales petroleras no han cerrado su negocio en Venezuela, y aún con esa alta carga impositiva continúan operando muy felices, ¿por qué esta agresividad tan grande de Washington hacia la Revolución Bolivariana?

El analista político colombiano-venezolano Ramón Martínez lo dice claramente: “Hay una intención de la derecha internacional de detener cualquier proceso de democratización popular, de avance hacia planteos sociales que le den protagonismo a los trabajadores, por lo que se hace cualquier cosa para detener esos cambios, tal como vemos que se está realizando en Venezuela (…). La idea es sacar de en medio cualquier proceso que se plantee soberanía nacional. Sabemos que ninguno de estos son gobiernos socialistas en sentido estricto; no son marxistas en sentido clásico, pero sí impulsan mejoras para las grandes mayorías populares. No son gobiernos que llegaron a través de una revolución socialista, pero sí están en contra de las políticas imperiales. Esto le duele a la derecha, y aquí en Venezuela, aunque las grandes empresas mantienen sus negocios, han salido de la dirección política del país. Eso es algo que no perdonan, y por eso mismo el imperio también reacciona”.

Si algo le preocupa a esa geoestrategia de la clase dirigente estadounidense es que no tiene totalmente asegurado el manejo de esa gran reserva de Venezuela (como pareciera que lo sí lo tiene en el Golfo Pérsico). No contar con un gobierno dócil, que se arrodilla mansamente ante su dictado, es una bomba de tiempo. De ahí la obsesión por detener la Revolución Bolivariana a toda costa, primero con Chávez en la presidencia, ahora con Nicolás Maduro.

La estrategia de Washington no repara en nada para lograr su objetivo. En Venezuela, salvo la opción militar, ya ha probado de todo: intento de golpe de Estado, sabotaje petrolero, violencia callejera, desabastecimiento y mercado negro, caos social, desinformación mediática. Desde hace un tiempo se está intentando crear una “crisis humanitaria” generalizada. En realidad, el país no vive la situación caótica que la prensa comercial presenta, pero es sabido –siguiendo al ministro de Propaganda nazi Joseph Goebbels– que “una mentira repetida mil veces termina transformándose en una verdad”, por lo que la matriz de opinión lanzada al público hace de Venezuela un “desastre inhabitable”.

Venezuela atraviesa un período de inestabilidad significativa el año en curso debido a la escasez generalizada de medicamentos y comida, una constante incertidumbre política y el empeoramiento de la situación económica”, declaró recientemente el Jefe del Comando Sur, Almirante Kurt W. Tidd, en su informe al Comité de Servicios Militares del Senado estadounidense. De ahí que, según la estrategia en marcha, “la creciente crisis humanitaria en Venezuela podría obligar a una respuesta regional”, agregó el funcionario. ¿Habrá que entender eso como “posibilidad de una intervención militar multinacional encabezada por la OEA”? No sería impensable, sabiendo el papel (triste y lamentable) jugado por ese organismo regional, “Ministerio de Colonias de Washington”, como lo llamara el Che Guevara.

Es más que claro que hay un plan trazado en las altas esferas decisorias de Estados Unidos para intervenir en Venezuela, según puede desprenderse de ese largo historial de sabotajes y agresiones, y también según lo que puede leerse en un documento que circula en la red: “Plan para intervenir a Venezuela del Comando Sur de Estados Unidos: Operación Venezuela Freedom-2”, firmado por su titular, el Almirante Kurt W. Tidd, fechado en febrero de 2016. Perder esas estratégicas reservas petroleras no entra en su lógica de dominación.


El supuesto “caos” y la insoportable y vergonzosa “crisis humanitaria” que viviría el país caribeño, en realidad no son tales. Son producto de esa interesada y artera manipulación mediática que prepara condiciones para acciones políticas (¿o militares?). En ese sentido, y con la más absoluta energía, debe denunciarse el plan en juego y pedirse (exigirse) el total respeto a la soberanía de la República Bolivariana de Venezuela. 

martes, 11 de abril de 2017

Tras el triunfo de la izquierda en Ecuador: ¿retrocede la derecha latinoamericana?


Marcelo Colussi

Las recientes elecciones en Ecuador con el triunfo del candidato de la izquierda, Lenin Moreno, son una bocanada de aire fresco para el campo popular, una cuota de esperanza.

Para los ecuatorianos, ello da la posibilidad de continuar con las medidas de corte social iniciadas anteriormente por el gobierno de Rafael Correa. De haber ganado el candidato de la derecha, Guillermo Lasso, esas políticas hubieran sido radicalmente suprimidas, y la sociedad en su conjunto hubiera sido llevada a modelos del más salvaje capitalismo con matices semifeudales, tal como fue por siglos en el país. El triunfo de Moreno mantiene los avances registrados en estos años. En ese sentido: transmite esperanza, es una buena noticia.

Ahora bien: para los trabajadores, los pobres y excluidos de todo el continente latinoamericano, es difícil pensar que esto sea una barrera que frene el capitalismo salvaje imperante, habitualmente conocido como “neoliberalismo”. En todo caso, conviene analizar más en detalle qué se juega ahí, y el escenario en que se dieron las elecciones.

Desde hace décadas en toda Latinoamérica –en todo el mundo, y por supuesto, también en Ecuador– se han impuesto políticas de un capitalismo extremo, eufemísticamente llamado “neoliberalismo”. Ponemos énfasis en lo de “eufemismo”, porque desde algún tiempo también pareciera que el gran enemigo a vencer –al menos desde el campo popular– es ese neoliberalismo. En otros términos: sería esa “deformación monstruosa” que desde hace años parece haberse enseñoreado del planeta, un capitalismo que prioriza el libre mercado y la empresa privada por sobre el Estado. Ese “malo de la película” representaría el gran problema, la causa de nuestras desventuras, de la exclusión

Estos últimos años, desde fines del siglo pasado aproximadamente, se dio una serie de gobiernos medianamente progresistas en la región latinoamericana. Con la llegada de Hugo Chávez a la presidencia de Venezuela se recuperó un discurso que parecía condenado al museo, hundido al mismo tiempo que la Guerra Fría. En el campo popular volvió a hablarse entonces de revolución, de socialismo, de antiimperialismo. El ideario socialista parecía retornar. Para superar las estreches y estigmas del estalinismo de la era soviética, fue surgiendo la idea de socialismo del siglo XXI.

Es en ese marco que aparecieron procesos populares, progresistas, con distintos grados de participación popular y de avance en las conquistas. El subcontinente sudamericano parecía salir de su letargo, luego de las sangrientas dictaduras militares que prepararon las condiciones para los planes de achicamiento del Estado, privatizaciones por doquier e hiper explotación de la clase trabajadora.



Pero ninguna de esas experiencias (el proceso bolivariano en Venezuela, los Kirchner en Argentina, el PT en Brasil, ex tupamaros en Uruguay, Bachelet en Chile, Lugo en Paraguay, el MAS en Bolivia, el proceso ecuatoriano con Rafael Correa) tenía como objetivo una transformación profunda de las estructuras. Nunca se tocaron los cimientos de la sociedad capitalista. En todo caso, fueron importantes pasos hacia planteos redistributivos con mayor justicia social. Al lado de las dictaduras y de políticas de ajuste monstruosas, con una precarización terrible de la fuerza laboral (en todos los niveles: obreros industriales urbanos, trabajadores rurales, sectores medios de servicios, profesionales), levantar planteos socialdemócratas tuvo un valor de enorme avance. Para los sectores empobrecidos, eso fue un bálsamo. Para las derechas, envalentonadas con el auge del discurso neoconservador, fue un cachetazo.

Lo curioso es que la derecha latinoamericana, y más aún el sector financiero, nunca tuvo un crecimiento económico tan grande como en estos últimos años bajo estos gobiernos populares. Algo no encaja ahí: ¿por qué, si bien es cierto, que el capitalismo latinoamericano creció enormemente en estos años, sataniza de tal manera cualquier gobierno popular?

La explicación hay que buscarla en resortes ideológicos, en muy buena medida impulsados desde la Casa Blanca de Washington. El dominio casi absoluto que comenzó a recuperar el neoliberalismo sobre el campo popular, sobre la masa de trabajadores precarizados y desorganizados, se puso muy tímidamente en entredicho con estos gobiernos populares. Por eso, la sola posibilidad de ver dirigentes que le hablan de tú a tú al pueblo, con un lenguaje campechano y accesible, eso solo ya prendió las alarmas en las usinas ideológicas de la derecha. La creación de fantasmas “castro-comunistas” no demoró en aparecer. Así, todas estas experiencias socialdemócratas fueron ferozmente atacadas. Bombardeadas sistemáticamente desde el ámbito mediático –con el tema de la corrupción como “caballito de batalla”, corrupción que, es preciso decirlo, sí existe efectivamente–, al no ser verdaderos procesos revolucionarios de cambio, y al no contar con una base popular organizada (como sí la hay en Cuba), estos procesos han venido retrocediendo.

Ello marca que el trabajo hecho por las dictaduras de las décadas pasadas, pero más aún las políticas neoliberales de empobrecimiento y sojuzgamiento aún vigentes, desarmaron muy hondamente la protesta popular, la organización, la lucha sistemática. Y más todavía (¡esto es, quizá, lo más importante!), desmantelaron –al menos por un tiempo– el ideario de cambio revolucionario.

Ante esa orfandad y precariedad, propuestas tibias de “capitalismo con rostro humano”, tal como las que se han venido teniendo en Latinoamérica estos años, para la izquierda –nostálgica de otros tiempos, de idearios que hoy no parecieran atraer a nadie– vio en ello un retorno del socialismo. Pero todo indica que no hubo tal retorno.

El reciente triunfo de Lenin Moreno en Ecuador –aunque la derecha troglodita lo vea como un inminente “peligro comunista”, un desembarco de tropas cubanas para llevarse los hijos de familias ecuatorianas a campos de entrenamiento de terroristas y una hiper expropiación de todo lo que se pueda expropiar (los mismos fantasmas de 50 años atrás en plena Guerra Fría)– es una buena noticia para los trabajadores y excluidos del país sudamericano. ¡Pero no es el presagio de la revolución socialista! ¿Se la puede considerar seriamente como un freno al neoliberalismo en la región? ¿Hay, acaso, un retroceso de la derecha en Latinoamérica?

Si bien en la izquierda nos vivimos peleando y fragmentando (por protagonismo, por luchas sórdidas de poder, aunque no se lo acepte en voz alta), la derecha se une mucho más monolíticamente ante los peligros. En eso nunca se equivoca. Se une, porque tiene verdaderamente mucho que perder. Sus privilegios de clase, así de simple. La derecha se une como clase y reacciona ante el más mínimo intento de democratización del poder. Por eso todas estas tibias experiencias de capitalismo moderado (economía mixta, capitalismo “serio”, pacto social, empresa social) pueden ser vistas como “demonio comunista”.

Saludamos y damos la bienvenida al triunfo de Lenin Moreno y a la continuidad de las políticas sociales que se vienen dando desde la administración de Rafael Correa, pero parece un tanto aventurado pensar que esto es un golpe a la derecha. Una mirada objetiva de la realidad latinoamericana nos confronta con la casi totalidad de países capitalistas gobernados por equipos neoliberales con planteos ultraderechistas, con empobrecimiento de la gran masa trabajadora, con auge de la precarización laboral (¡también en todos estos países socialdemócratas!), con inversiones extranjeras centradas en el extractivismo depredador, y con 74 bases militares estadounidenses cuidando celosamente la región. ¿Retroceso de la derecha?

El presente escrito no pretende ser agorero ni aguafiestas. Ni tampoco ubicarse en posiciones ultras. Busca, muy modestamente, tener los pies posados en la realidad. Por allí se dijo que con el triunfo de Moreno el neoliberalismo en la región retrocede, y que tenemos que descorchar champán por esta victoria. ¿Será cierto?

Más humildemente digamos que esto nos muestra que las poblaciones en su conjunto siguen siendo sufridas, golpeadas, excluidas, y que si tienen la posibilidad de expresarse, a veces optan por candidatos populares en esta restringida democracia capitalista (a veces, enfaticémoslo: en Argentina, por ejemplo, optaron por su verdugo, dada la muy bien orquestada campaña anticorrupción contra la presidenta Fernández). El triunfo de un candidato no tan a la derecha como el banquero Lasso es una buena noticia, pero el capitalismo sigue inalterable. Eso no debe olvidarse.

Como conclusión, importantísima para no extraviarnos en esta difícil realidad, entiendo que no debe perderse de vista que el neoliberalismo –si así decidimos llamarle a este salvaje capitalismo hiper depredador y sin anestesia que hace, por ejemplo, de un vendedor ambulante un microempresario que debe pagar impuestos, y de un trabajador explotado un colaborador de la gran familia-empresa (¿?)– es una forma más del capitalismo. Si hacemos de ese neoliberalismo el enemigo a vencer, ¿nos olvidamos del capitalismo? Cuidado con esa falacia.


¡Viva el triunfo popular en Ecuador!, pero esto es solo un pequeño granito de arena. El cambio social profundo (la revolución socialista) sigue esperando.