martes, 23 de diciembre de 2014

Venezuela: la revolución sigue





Marcelo Colussi

“En Venezuela no faltan dólares. Lo que está en juego es el destino de la renta petrolera”

Claudio Katz (citando a Modesto Guerrero)


Con este epígrafe, tomado de dos agudos conocedores de la realidad venezolana, pretendemos dar el talante del presente escrito: es un intento de aportar en el análisis del proceso que allí se está desarrollando sin ocultar, por supuesto, la simpatía para con el mismo.

Decimos esto como primer punto para que quede claro el sentido de lo que se presentará: estamos ante un proceso de transformación social muy sui generis, con connotaciones a veces sumamente complejas de comprender, que no deja de ser una provocación para repensar la situación de las izquierdas, de la revolución socialista, y si se quiere: del panorama actual del mundo. La Revolución Bolivariana que se está llevando a cabo en el país caribeño es un laboratorio del que se pueden sacar muchas conclusiones.

¡Y del que no se puede estar indiferente!

Por diversos motivos (un proceso que vuelve a poner el socialismo en la palestra luego de la caída del socialismo real en tierras europeas, un líder carismático como pocos en la historia que lo impulsó por muchos años, una ventana de esperanza que se vuelve a abrir), lo que sucede hoy en Venezuela a nadie deja de importar. Si bien no es una revolución socialista con las características de otros procesos transformadores acaecidos en el siglo XX, en Venezuela hoy día se habla abiertamente de socialismo. Para las izquierdas esto es una invitación a debatir qué significa en la actualidad algo así: ¿se puede seguir levantando un ideario socialista?, ¿cómo construir una opción socialista en este mundo post Guerra Fría?, ¿qué funcionó y qué debería superarse de las primeras experiencias socialistas?

Para las derechas –la venezolana y la internacional– el proceso en curso encendió sus alarmas. Si bien es cierto que dentro del esquema económico del país no se produjeron expropiaciones ni confiscaciones en sentido estricto, la dinámica de los hechos confiere cuotas de poder a los sectores populares que siguen mostrando que la lucha de clases está presente, más allá del grito triunfal del neoliberalismo propinado por el japonés-estadounidense Francis Fukuyama al proclamar el supuesto “fin de la Historia”. Venezuela, a su modo, devolvió cuotas de esperanza al campo popular y a las luchas por el cambio político-social.

Nada de lo dicho hasta ahora en el presente texto es nuevo; el debate sobre el “socialismo del siglo XXI” inició hace ya algunos años, y las renovadas esperanzas que todo esto trajo alteraron el panorama político latinoamericano reciente. Pero más aún: no sólo despertó esperanzas en los pueblos y en la militancia de izquierda sino que propició transformaciones reales en las relaciones políticas del subcontinente, con la creación de nuevos centros de poder e influencia, como el ALBA, Petrocaribe, la CELAC, UNASUR, Telesur y Radio del Sur, entre otras novedades.

Claramente las aguas se partieron: nadie puede, ni dentro ni fuera de Venezuela, dejar de ser “chavista” o “antichavista”. Forma, quizá, bastante particular de seguir demostrando que las luchas de clase continúan, tan al rojo vivo como años atrás, con o sin Guerra Fría, con o sin sindicatos y organizaciones populares politizadas. ¿Por qué habrían de desaparecer? Sucede que la marea neoliberal –asentada en sangrientas represiones de años atrás– y el grito triunfal del fin de la Historia, pudieron llegar a hacer creerlo. Pero sin dudas, ahí están.

Escribo esto no tanto para analizar esta historia –muy bien analizada ya por otros, como recién decía– sino casi como un ejercicio personal, como refrescamiento y nueva inyección de esperanza que puede dar energías para continuar la lucha. De ahí que lo titulé: “La revolución sigue”.

Viví en la República Bolivariana de Venezuela algunos años, aún en vida el presidente Hugo Chávez. En su momento no ahorré críticas ¡constructivas! a lo que allí sucedía, siempre viéndolo desde una óptica de izquierda; pero al mismo tiempo apoyé el proceso, por considerarlo una fuente de esperanza. Vuelvo ahora con motivo del Encuentro del X Año de la Red de Intelectuales, Artistas y Movimientos Sociales en Defensa de la Humanidad, de la que surgiera una muy elocuente Declaración Política. Ese contacto después de más de cinco años de lejanía permite ver varias cosas que me parece importante señalar. Si lo hago –al menos así lo entiendo conscientemente y creo no traicionarme en lo que digo– en modo alguno es para criticar con altanería desde fuera del campo de juego sino para, con toda la modestia del caso, aportar en esa gran obra que se está llevando a cabo. Si además del apoyo levanto una crítica seria y responsable, como diría Martín Fierro: “no es para mal de ninguno sino para bien de todos”.

Rápidamente aclaro esto porque me parece imprescindible: lo que sigue es producto no tanto de esa Declaración Política o de intercambios con académicos e intelectuales en un hotel de lujo donde fuimos albergados por varios días, sino del reencuentro con compañeras y compañeros de colectivos populares con los que trabajé años atrás, del recorrer calles, barrios y espacios públicos en la ciudad de Caracas, de hablar con ciudadanos de a pie en el metro o comiendo una cachapa, todo con la intención de tener un barómetro más real de la verdadera situación.

1.    Hay una imagen distorsionada de Venezuela desde fuera del país

La prensa comercial de todo el mundo sigue una matriz determinada, fijada por grandes poderes mediático-políticos visceralmente anti-chavistas, cuyos intereses ven en todo el proceso bolivariano un peligro. La idea, obviamente, es presentar una sensación de “catástrofe” en que viviría el país, para desprestigiar la Revolución en curso. Sin quitarle peso real a la terrible guerra económica que la derecha vernácula –con apoyo encubierto y abierto del gobierno de Estados Unidos– está llevando a cabo, no es real que la población esté en una situación de crisis, de insolvencia absoluta, de situación pre-golpe de Estado al modo del Chile de 1973 donde apareció un Pinochet dando el toque final a un proceso que se venía desmoronando (o mejor dicho: que había sido calculadamente desmoronado) en un buen tiempo de gestación, con desabastecimiento y mercado negro.

En Venezuela no se vive eso, en absoluto. La inflación y el desabastecimiento existen, y por supuesto son odiosos, molestos, dañinos. De todos modos, la presencia del Estado a través de sus programas sociales por medio de las numerosas Misiones existentes (hoy día alrededor de 30) intenta complementar esos desajustes.

Sin negar las dificultades de la vida cotidiana –por ejemplo, el acceso a divisas, con un dólar paralelo por las nubes, hasta 10 veces por arriba del precio del oficial y todo lo que esa economía subterránea pueda traer aparejada– la preconizada “crisis” no afecta sustancialmente la vida cotidiana. Hay un intento de crear un clima de zozobra, logrado fundamentalmente en la población no-chavista –clase media y alta–, manipulada y acicateada en forma continua con los fantasmas del “castro-comunismo” (“te van a poner otra familia a convivir dentro de tu casa”, y pamplinas por el estilo que, aunque cueste creerlo y hagan recordar los risibles estereotipos de la fenecida Guerra Fría, siguen presentes). Los sectores populares, mayoritariamente comprometidos con la Revolución, no se sienten en crisis. De hecho: no lo están. Por otro lado, la voraz furia consumista de la época navideña lo que menos muestra es retracción en las compras sino, por el contrario, centros comerciales atestados. Hay largas colas… ¡para comprar!

Siempre en relación a esa matriz mediática que barre el mundo, otro mito tejido fuera de Venezuela es la situación de absoluta inseguridad que se vive en las ciudades, con una delincuencia desbocada. La constatación in situ muestra una realidad diametralmente opuesta: el manipulado tema de la violencia callejera no es, ni por cerca, preocupación para los venezolanos de a pie. Hay muertos, y no pocos, en enfrentamientos entre bandas juveniles, nada distinto a lo que sucede en cualquier capital o gran urbe latinoamericana, básicamente en los sectores “rojos”, que por supuesto no faltan, pero ello está totalmente lejos de ser el cáncer que presenta la prensa antichavista.

Como último dato para intentar dar la verdadera imagen de lo que acontece en el país, fuera de la tergiversación de las industrias de la desinformación, está la figura del presidente Nicolás Maduro. La tónica dominante es presentarlo como un tonto, un inepto que cada vez que abre la boca dice una sandez. ¡Nada más absolutamente alejado de la realidad que eso! Maduro es un militante sindical que viene de la izquierda política, muy bien preparado y siempre a la altura de las circunstancias que le tocó vivir. De hecho la población chavista lo respeta mucho y nadie osa verlo como un improvisado, como la “pesada” herencia que dejó Chávez al que hay que soportar. Por el contrario, es todo un estadista que se sabe manejar con gran tino respecto a su pueblo.

2.    Sigue el acoso a la Revolución por distintos medios

Sin que esto sea justificación de nada, y asumiendo que hay muchas tareas que una revolución socialista debería acometer con mayores cuotas de autocrítica o de profundidad, de espíritu clasista incluso, construir una nueva sociedad en medio de un continuo bloqueo y ataque no es tarea nada sencilla.

El actual gobierno bolivariano, en todos sus niveles, está sometido al furioso bombardeo mediático de la prensa de derecha. Además, como se anticipa más arriba, el mercado negro y el manejo de divisas no está bajo el control del Estado, por lo que esos temas terminan convirtiéndose en una molestísima urticaria que corroe la vida cotidiana.

Quizá en esto no hay mucho que abundar y una corta estadía en el país no aporta nada especialmente nuevo, porque de nadie es desconocido que desde que asumió la presidencia, Nicolás Maduro ha debido soportar una presión mayor a la que le tocara resistir a Hugo Chávez. Por lo pronto, en los primeros meses del año 2014 las fuerzas políticas de la derecha nacional, siempre bajo financiamiento y asesoramiento directo de Washington, arreciaron de un modo brutal sus protestas, con el saldo final de 43 muertos y cuantiosos daños materiales. Ello, si bien no logró parar el avance del proceso bolivariano, mostró que la oposición sigue siendo tan beligerante como siempre, y está dispuesta al uso de cualquier medio para lograr su cometido: terminar con la Revolución.

Insistimos con la idea: aunque el escenario no es el mismo que el de Chile de 1973, el agio y el mercado negro son constantes en la vida económica cotidiana. El contrabando hormiga a través de la frontera con Colombia, en muchos casos de gasolina venezolana, causa enormes pérdidas a la economía nacional, valoradas en miles de millones de dólares.

En complemento a esta desestabilización económica, también debe considerarse la no menos dañina provocación militar a la que se ve sometida la Revolución, con infiltraciones continuas de paramilitares colombianos, con acciones violentas encubiertas, con sabotajes, con el siempre mantenido intento de ganar cuadros de las fuerzas armadas para proyectos contrarrevolucionarios.

Lo dicho más arriba respecto a la imagen que se crea de Venezuela tanto dentro de sus límites como a escala planetaria, es parte también de ese acoso: los medios de comunicación cada vez más deciden la vida política. Por tanto, la creación de esas matrices de opinión furiosamente antirrevolucionarias, satanizando y denigrando lo que realmente sucede, ayuda a mantener: 1) en lo interno, una población enfrentada en forma irreconciliable, dividiendo a la ciudadanía de un modo un tanto absurdo, siendo presa de ese visceral odio “antichavista” sectores de clase media que incluso se benefician de los programas sociales; y 2) en lo externo, preparando condiciones para aislar al país y tenerlo demonizado, justificando de ese modo cualquier posible acción “en defensa del mundo libre” (léase intervención militar, por ejemplo).

Complementa el acoso arriba mencionado una movida política que no es poca cosa y debe vérsela con mucha preocupación: la actual caída de los precios del petróleo.

Venezuela, por una sumatoria de causas, sigue aún después de 15 años de Revolución, dependiendo en un 80% de la venta del oro negro. Se llegó a hablar, incluso, de “socialismo petrolero”. Esto abre otro debate, en el sentido que es imposible edificar algo sólido en este mundo globalizado y manejado por grandes corporaciones capitalistas a partir de la venta de un recurso natural no renovable. Si bien hay reservas petroleras hasta fines del presente siglo (la reserva del río Orinoco es la más grande del mundo, y aún se la explota en pequeña escala), la falta de diversificación productiva es una bomba de tiempo. Si no se tiene asegurada la producción de alimentos (la Revolución sigue comprando alimentos en el exterior), si tecnológicamente se depende de terceros en relaciones comerciales capitalistas, el pronóstico a futuro es incierto.

En relación a eso, y como una clara maniobra desestabilizadora para los tres países que, hoy por hoy, son una pesadilla para la lógica imperial de Estados Unidos y para el gran capital global (Rusia, Irán y Venezuela, con grandes reservas petroleras e intentando negociar ese bien ya no con dólares sino con nuevas monedas), la caída de los precios en el barril de petróleo es una maniobra política que intenta cortarle el ingreso de recursos a esas economías, obviamente para ahogar sus respectivos proyectos de países independientes y soberanos.

Incluso –valga esto como hipótesis– el probable embargo que se le levantaría a la Revolución Cubana puede tener como uno de sus objetivos hacer que la isla deje de depender de los petrodólares venezolanos para aislar políticamente a Caracas, dejando sus iniciativas de integración latinoamericana muy reducidas, o detenidas.

En otros términos: el acoso está por todos lados y convivir con él se torna sumamente complicado. Aunque todos sabemos que hacer una revolución es enfrentarse a esos demonios, decirlo es fácil. Soportarlo, no tanto.

3.    Continúan las discusiones en torno a la construcción del socialismo

Algunos años atrás, cuando vivía en suelo venezolano, era un debate permanente entre militantes, cuadros de la izquierda, dirigentes comunitarios, sindicalistas y activistas varios el rumbo que debería tomar la Revolución. Asumiéndose que lo vivido en Venezuela no es comparable con otros procesos de transformación social (Rusia, China, Cuba, Vietnam, Nicaragua), dado que aquí la Revolución no nació de una insurgencia popular ni de la lucha armada sino que vino desde un líder carismático que, sorprendiendo a propios y extraños, fue radicalizándose poco a poco desde la casa de gobierno, la discusión respecto a cómo pasar de esa fase a una profundización socialista estaba en el día a día. En un momento, incluso, se propuso casi como una exigencia teórica definir qué era este nuevo socialismo del siglo XXI.

El tiempo pasó, el líder ya no está, y la discusión sigue abierta. Los sectores más radicales siguen viendo una gran lentitud en el proceso. Es innegable que la Revolución tiene un tiempo muy propio, muy “caribeño”, podría decirse, para usar un eufemismo que no lastime a nadie y diga mucho. En otros términos: tiene mucho de pintoresca.

La cultura rentista y consumista amasada en décadas de bonanza petrolera no han desaparecido. Más aún: la Revolución no ha encarado un trabajo realmente fuerte y sostenido buscando modificar eso. Si bien se habla continuamente de valores socialistas, de una nueva ética, de una batalla contra la corrupción, la imagen de una Miami plástica y adoradora del despilfarro sigue presente en la conciencia colectiva; de ahí que la Miss Universo sigue siendo un símbolo nacional (por la calle, el ciudadano común puede preciarse de ser el país del mundo con mayor cantidades de títulos de belleza).

No cabe la menor duda que la construcción de una alternativa nueva, en cualquier sentido, es tremendamente difícil. Una cosa es tomar el poder político, el asalto a la estructura del Estado (que sigue siendo capitalista). Otra muy distinta es derrumbar esos esquemas y edificar algo nuevo. Eso –la experiencia de los distintos socialismos desarrollados en el siglo XX lo enseñan a sangre y fuego– toma generaciones. E implica, por fuerza, enormes esfuerzos, cambios de mentalidad, luchas a muerte contra viejos valores. Todo eso es una agenda pendiente aún en la Revolución. Pero lo importante es que, al menos, no deja de estar en discusión.

Quien capitanea el rumbo político del país es el Partido Socialista Unido de Venezuela, el PSUV. Pero esto no ha pasado de ser una bien aceitada maquinara electoral. No es, como sucede en otras organizaciones de izquierda, un partido de cuadros. No hay mayor, o casi no hay ningún trabajo de formación política con sus militantes.

No caben dudas que existe hoy día en el país un nuevo talante antiimperialista, que la idea de socialismo (aunque no se sepa con exactitud qué es el socialismo del siglo XXI) está presente, que las discusiones en torno a todo esto están abiertas. No puede dejar de mencionarse que las posiciones más “suaves”, más moderadas (llegándose a hablar de conciliación de clases, por ejemplo) parecieran ser las dominantes. Los grupos más radicales que piden profundización revolucionaria y socialismo con mayúscula, en general son marginales. La conducción política del proceso se hace más en clave de moderación que de profundización, pero ello no quita que un espíritu nuevo de debate, de conciencia política, de valores socialistas, impensable décadas atrás antes de la aparición de Hugo Chávez, domine toda la escena política.

Ese debate, al menos da esperanzas: las cosas se siguen moviendo.

No puede dejar de mencionarse en esta suerte de comentario/análisis la presencia omnímoda de Chávez. Hoy día ya pasó a la categoría de mito. Eso puede ser importante para tener un punto de convergencia de distintos sectores, un elemento que une, que congrega. Hugo Chávez ya pasó a ser Comandante Supremo y Eterno. Pero ello también abre alguna pregunta (¡que alguna vez hay que comenzar a formularse, y más aún: a responderse!) respecto a qué se construye con tamaño endiosamiento. Pregunta, sin dudas, que lleva a indagarnos por qué en todos los grandes procesos revolucionarios del socialismo ha existido siempre la figura de un gran líder carismático (heroico, siempre masculino por cierto): Lenin, Mao Tse Tung, Ho Chi Ming, Fidel Castro, Che Guevara, Chávez, Yasser Arafat. ¿Para construir enormes cambios se necesita de esas figuras colosales? Se podría dejar abierta la interrogación en relación a lo religioso que hay en juego en todo ello: ese culto a la personalidad, ¿no pasa a tener un valor religioso? (religión, de religare, en definitiva es “lo que une, lo que amarra a una sociedad, lo que la mantiene unida”).

Pero un planteo socialista –propiedad colectiva de los medios de producción y poder popular– no necesita de un pensamiento mágico-religioso centrado en la adoración de ningún ícono, sino más bien que debe tomar distancia de él. Y eso, con la veneración casi desmedida que pareciera tener la figura del extinto presidente, no pareciera estar planteándose en la Venezuela actual. Tamaño culto a la personalidad podría entenderse –beneficio de la duda– como un momento necesario en un largo y complejo proceso. Es posible. Pero no debe dejar de considerárselo como algo no menor.

4.    La Revolución sigue, y si algo da esperanzas es el poder popular

Como se dijo más arriba, pese a lo lento del proceso, a la falta de profundidad socialista de muchas medidas –la propiedad privada de los grandes capitales no se ha tocado, por ejemplo, ni la banca, sector clave que puede definir toda la Revolución– es alentador ver que el proceso está en marcha. Quizá la misma provocación continua de la derecha con sus numeras formas de ataque obliga a mantener la guardia muy en alto. Si es así, de momento puede decirse que la contrarrevolución lo que ha logrado es armar mejor la respuesta del movimiento bolivariano.

Hablamos del Chile de 1973 con Salvador Allende y su triste final con el golpe de Estado del general Pinochet. En Venezuela, hoy por hoy eso no puede pasar, por dos motivos: las fuerzas armadas, sin negar que habrá algún quinta-columna escondido esperando la orden de “la Embajada”, son una garantía para la continuidad del proceso bolivariano. Pero más aún, mejor y más fiable garantía, es el poder popular que se viene construyendo.

Sin caer en excesos triunfalistas, sin ver lo que uno quiere ver (lo cual es, en definitiva, pura imaginación, fantasía extinguible), es real que estos años de proceso bolivariano, aún con los defectos y contradicciones que pueda tener, ha ido construyendo una red de poderes populares locales, comunales, territoriales, que ya pasaron a ser una considerable fuerza político-social. La idea de “empoderamiento” (permítasenos utilizar este discutible término) ha cobrado real fuerza en la experiencia venezolana.

Si algo de novedoso tiene este mal definido socialismo del siglo XXI es la explosión de participación popular. Las medidas de fondo, es cierto, las sigue tomando la conducción política, que está sentada en el Palacio de Miraflores. Pero todos estos embriones de poder popular que mencionamos (consejos comunales, organizaciones barriales, colectivos de mujeres, fábricas recuperadas bajo autocontrol obrero, grupos de jóvenes, etc., etc.) son un verdadero resguardo del calor transformador. Ahí están las Milicias Populares, trabajando en coordinación con las fuerzas armadas, como una garantía de continuidad revolucionaria.

Sin dudas que la transformación de una sociedad lleva un trabajo fabuloso, monumental. No hay que cambiar sólo relaciones de poder, relaciones económicas: hay que cambiar mentalidades, culturas. ¡Eso es de lo más difícil! Y la única posibilidad para transformar hondamente una sociedad –la experiencia lo afirma– es trasladar el ejercicio del poder a las poblaciones, a la gente real de carne y hueso, más allá de anquilosado mecanismo del voto. En Venezuela eso está sucediendo, y es eso justamente lo que mantiene viva las esperanzas.

5.    Hay que tomar medidas más drásticas en el manejo de los recursos (nacionalización de la banca)

Este es el punto crucial. Es aquí cuando cobra todo su sentido el epígrafe con el que abríamos el presente texto: “En Venezuela no faltan dólares. Lo que está en juego es el destino de la renta petrolera”.

Venezuela en su conjunto, durante todo el siglo XX, no fue un país pobre, dado el aluvión de petrodólares que recibió y sigue recibiendo (en este momento algo reducido por la manipulada caída del precio del petróleo fijada por las Bolsas de Valores de las potencias occidentales). Antes de Chávez, y por supuesto infinitamente más a partir de él, los sectores populares recibían algunos beneficios de esa renta. En otros términos: Venezuela ha sido un país rico, pero lleno de pobres.

Ahora, con la Revolución, las cosas empezaron a cambiar: esa renta petrolera, como nunca antes en su historia, comenzó a llegar a los sectores históricamente más postergados. Es cierto que llegó con forma de programa asistencial (“Chávez me dio la casa”), pero ese fue un inicio. De lo que se trata ahora es de ir más allá en la construcción de un nuevo modelo, un modelo socialista y participativo, donde la gente sea la que no sólo recibe algunos beneficios (cultura asistencial) sino que decide el destino de sus vidas, y por tanto, del colectivo. Pasar de la cultura rentista –y si Chávez “da” la casa, no se superó la cultura rentista-asistencial– a la apropiación popular, al socialismo real donde el pueblo manda, es la tarea siguiente. Aquello de “mandar obedeciendo” del zapatismo es para pensar seriamente. ¿Se podrá, o hay que tomar todo el poder, sin miramientos, para proponer cambios?

Pero mientras se discute esto, ¿quién maneja esa entrada de petrodólares? (que, aunque mermada, sigue siendo muy grande). Ese es el cuello de botella de la Revolución.

El Estado venezolano invierte mucho en los distintos programas sociales. Ello ha traído como consecuencia un mejoramiento sustancial en la calidad de vida de los sectores más pobres y olvidados. Salud, educación, vivienda, servicios básicos, transporte, alimentación, son todas esferas que cada vez más la Revolución viene atendiendo con logros indubitables. De ahí que, en una apreciación muy pacata y corta de vista, la conciencia clasemediera ve el “peligro” que representa este pobrerío ahora puesto de pie, sintiéndose poder, representado por una figura intocable como la de Hugo Chávez, ocupando espacios que antes le estaban absolutamente vedados. “¿Los pobres entrando al Teatro Nacional?”. ¡Efectivamente! Eso es un símbolo de lo que significa revolución. Y eso está sucediendo en Venezuela.

Pero el mantenimiento de ese Estado y su posibilidad de seguir invirtiendo en programas sociales encuentra un terrible límite: las divisas que trae el petróleo van a parar al sistema financiero. Y ese sistema financiero es patrimonio de la empresa privada. Ahí está el tope.

La República Bolivariana de Venezuela, más allá de las reales transformaciones que está llevando a cabo, no deja de ser un país capitalista, que se mueve en la lógica del capital, y cada vez más, del capital financiero. Hoy por hoy, con este capitalismo especulador y mafioso que se ha venido construyendo en estas últimas décadas a escala planetaria, toda la Humanidad está en dependencia de los grandes centros bancarios que van controlando las finanzas mundiales, y por tanto la política así como la ideología y la cultura. En otros términos: la vida. La actual baja de los precios del petróleo –o su eventual subida cuando así lo deciden en algún lujoso lobby unos cuantos hiperpoderosos– lo permite ver de modo palmario. Hoy por hoy, el mundo lo manejan los grandes bancos y no los presidentes de los países.

El Estado revolucionario de Venezuela dispone de los petrodólares, de eso no caben dudas. Y más allá de las medidas que intenten aislar al país e impedirle salirse del campo del dólar como divisa de transacción, sin dudas la renta, en mayor o menor medida, seguirá asegurada por un buen tiempo, por unas décadas quizá. La cuestión básica estriba en ver cómo se maneja esa renta. Y si la misma termina finalmente en las arcas privadas de estos especuladores de poder global, la capacidad de maniobra de la Revolución no es muy grande precisamente.

Con Chávez vivo, genial estadista sin ningún lugar a dudas, los juegos de poder y las tensiones se dirimían (un poco al menos) a partir de su fenomenal carisma, de su muñeca política. Pero la vida de un país o de una Revolución es más complejo que eso. Los grandes poderes globales como la banca no se pueden enfrentar sólo a base de talento personal.

No contar con un sistema financiero propio de la Revolución obliga a esta dependencia mortal de un circuito que 1) sigue haciendo negocios como siempre, o como nunca antes, pero que pese a ello 2) es enemigo irreconciliable del proceso, por su carácter objetivo de clase enfrentada a muerte con una opción socialista.

Por todo ello la nacionalización de la banca se impone como principal tarea revolucionaria inmediata. No hacerlo es seguir en esta situación de dependencia, ofreciéndole al enemigo los propios recursos de una manera ignominiosa. No hacerlo, es quedar a su merced, sin posibilidad de poder invertir para crear una sólida base industrial que permita despegarse del rentismo petrolero, y lo peor: es quedar en sus manos para que –tal como lo está haciendo ahora– ahogue la Revolución con sus deleznables manipulaciones financieras.

6.    ¿Qué pasa si se pierde la próxima elección presidencial?

Entiendo que en Venezuela es necesaria hoy una revolución dentro de la revolución. Es decir: si el proceso avanza con lentitud, si la banca –talón de Aquiles de todo el complicado panorama– no se ha tocado, si estamos en la disyuntiva de construir un castillo de naipes (dólar manejado por el sistema financiero privado) o una fortaleza inexpugnable (asegurada por el poder popular desde abajo, armas en mano incluso), entonces es preciso dar un salto adelante. Se podrá atacar esto diciendo que es expresión de “izquierdosos intelectuales trasnochados”. Puede ser. De todos modos, reitero lo dicho más arriba: la crítica apunta a ser “no para mal de ninguno sino para bien de todos”.

Es cierto que el panorama político internacional actual es tremendamente más complicado para el campo popular que décadas atrás. Hoy no hay Unión Soviética, y la China puede ser aliado táctico, pero hoy funciona como gigante comercial y no otra cosa. Estos últimos años de capitalismo salvaje, eufemísticamente llamado neoliberalismo, asentados en feroces represiones que tiñeron de rojo todo nuestro continente, hicieron retroceder mucho las conquistas de los trabajadores y los ideales socialistas. No están muertos, pero sí bastante golpeados. La aparición de Chávez y todo el proceso que puso en marcha ayudó a recobrar fuerzas, a levantar esperanzas caídas. Ese es el verdadero y más importante legado de la Revolución Bolivariana.

Si hablamos de límites, de fallas, de cosas a rever, ahí tenemos la experiencia sandinista de Nicaragua en 1990. Igual que la venezolana, fue una revolución que se manejó dentro de los parámetros de la democracia representativa capitalista. Al perder una elección, tuvo que retirarse del poder. Y como las estructuras de poder popular se habían ido deteriorando –producto de la guerra, del bloqueo, de errores propios– el abandono del gobierno significó el fin de la revolución. En Venezuela, si se perdiera la próxima elección presidencial en el 2019, ¿pasaría lo mismo?

No se trata de hacer ejercicios de futurología. El presente escrito no tiene ese objetivo, sino abrirse preguntas críticas mostrando los puntos débiles en juego (y saludando efusivamente con fervor revolucionario los reales e incuestionables avances, por supuesto). Pero pensemos en ese escenario: si toda la Revolución asienta en el triunfo electoral, ¿qué sucedería –tal como efectivamente podría pasar– si Nicolás Maduro, o el candidato del PSUV que fuere, no gana en las urnas?

Es ahí donde el poder popular (léase milicias populares en combinación con las fuerzas armadas oficiales), la banca nacionalizada y el calor chavista cohesionado en torno a la figura del líder muerto pero vivo en la conciencia del pueblo y que sigue funcionando como aglutinador, deberían servir como garantía de no retroceso en los logros obtenidos.


No hay dudas que estas cosas se discuten, y mucho, dentro de Venezuela. Quienes apoyamos desde fuera no estamos en el día a día de esos debates, aunque podamos dejar nuestro modesto aporte. El presente texto no es sino eso, así como podría serlo para Bolivia o para cualquier proceso que intente aportar transformaciones. En otros términos: un granito de arena para mantener viva la esperanza en que sí, efectivamente, otro mundo es posible, y que hay que seguir trabajando para darle forma a la utopía.

jueves, 11 de diciembre de 2014

Corrupción e impunidad: enemigos internos







Marcelo Colussi

“¡Hoy es 23 de diciembre, mi amigo!”, dijo altanero el empleado tras su ventanilla. “Para terminarle el trámite… ¡déjese algo!”. ¿Alguien pasó por experiencias similares? Seguramente muchos, o todos los que están leyendo este texto.

La corrupción no es un cuerpo extraño en las sociedades: es el pan nuestro de cada día. Ello no pretende ser una justificación. Por el contrario: pretende partir de su reconocimiento para ver cómo dar un combate con posibilidades reales de éxito. Por supuesto, hay grados de corrupción: lo que pide ese empleado para terminar el trámite no es lo mismo que el 20% que exige un ministro para otorgar una millonaria obra de infraestructura que demorará un año en terminarse. Pero que hay corrupción por todos lados: ¡no hay dudas! Fidel Castro, aún en ejercicio de la presidencia en Cuba hace algunos años atrás, la tuvo que denunciar explícitamente, y eso no significa el fracaso de los valores socialistas.

Reconocer que está entre nosotros, que está instalada como posibilidad cultural de todos los seres humanos, no es declararse rendido ante ella. Que la corrupción existe, que tiene un peso considerable en la dinámica de las relaciones humanas, que ha estado presente en muchas civilizaciones a través de la historia según se desprende de su estudio, todo ello debe ser nuestro punto de arranque. La cuestión es ¿qué antídoto le anteponemos? O más aún: ¿es posible combatirla? ¿Hay antídoto?

Partimos de la base de dos premisas: 1) la corrupción es detestable, es negativa, destruye en vez de construir, aunque sea una práctica común y que puede hallarse por todos lados; 2) es posible combatirla y quitarle espacio, y hasta quizá vencerla totalmente. Si no creyéramos firmemente en esas premisas, de nada valdría plantearse trabajar el tema.

La corrupción, dicho muy rápidamente, tiene que ver con la evitación de las normas, con su transgresión. Aunque no cualquier transgresión: sin duda se trata de un delito, como cualquier salto a las normas, a las leyes establecidas. Pero si algo tiene como particularidad distintiva es la impunidad. Los actos corruptos dañan a terceros, sin dudas, si bien tienen la singularidad de estar integrados como parte de la cultura dominante; es decir: son “normales” dentro de las distintas sociedades, distintamente a otro tipo de crímenes. En ese sentido podemos considerarla como impune, protegida contra el castigo. Es, por tanto, un “mal” que tenemos instalado en la cotidianeidad. No hay sociedad compleja, con aparato estatal ya desarrollado, que no presente una cuota de corrupción. Salvando las distancias, es como las caries respecto a la salud bucal: no son buenas, pero convivimos con ellas y es muy difícil prevenirlas. Y definitivamente, es imposible evitarlas.

Si bien está integrada en lo cotidiano, por supuesto que hay diferencias entre el grado de tolerancia para con la corrupción: sus escalas de incidencia varían en los distintos países así como las respuestas institucionales que se le da. En algunos lados merece pena de muerte (China, Rusia, por ejemplo) –aunque eso no la elimine–; en otros está incorporada a la dinámica cotidiana, es parte de la “normalidad” diaria con mucha mayor naturalidad (África o Latinoamérica, pongamos por caso. Es sabido que muchos agentes públicos “redondean” su salario con el soberno). Y eso está en dependencia de un sinnúmero de factores: hay países “civilizados” del próspero Primer Mundo donde la corrupción es moneda corriente en los distintos niveles de la dinámica social: Italia por ejemplo, mientras hay otros –los nórdicos, Canadá– donde tiene una incidencia mucho menor y es mucho más penalizada. Lo que pareciera un común denominador es que a menor grado de “desarrollo humano”, según los criterios modernos que marca cierta Sociología –o, dicho en otros términos: a menor complejidad de las estructuras sociales y estatales– mayor grado de laxitud en el cumplimiento de las leyes, es decir: mayor corrupción.

Podríamos atrevernos a decir que la corrupción ha existido inmemorialmente en las distintas sociedades clasitas. “Todo hombre tiene su precio”, dijo a principios del siglo XIX Napoleón Bonaparte. Es decir: una vez establecida la ley, paralelamente hay un espacio para burlarla. Quizá podríamos concluir que eso es parte de nuestra condición humana: siempre hay un resquicio para jugar a saltar las normas establecidas.

“La corrupción ha acompañado la historia de la humanidad, pero en nuestros días ha alcanzado tales extremos que los hechos derivados de su significado etimológico: descomponer, depravar, dañar, viciar, pervertir, sobornar y cohechar, no parecen suficientes para describir este cáncer de la sociedad, convertido en un antivalor generalizado. La corrupción constituye un fenómeno político, social y económico a nivel mundial. Es un mal universal que corroe las sociedades y las culturas; se vincula con otras formas de injusticia e inmoralidades, provoca crímenes y asesinatos, violencia, muerte y toda clase de impunidad; genera marginalidad, exclusión y miedo en los demás pobres mientras utiliza ilegítimamente el poder en su provecho. Afecta a la administración de justicia, a los procesos electorales, al pago de impuestos, a las relaciones económicas y comerciales nacionales e internacionales, a la comunicación social. Está por igual en la esfera pública como en la privada, y en una y otra se necesitan y complementan. Se liga al narcotráfico, al comercio de armas, al soborno, a la venta de favores y decisiones, al tráfico de influencias, al enriquecimiento ilícito”. Todo esto, con características casi apocalípticas, lo decía la Conferencia Episcopal de Ecuador reunida en Quito en 1988 en su documento “Corrupción y conciencia cristiana”. Hoy día podríamos suscribir uno a uno estos conceptos, con diferentes grados de intensidad sin dudas, pero como algo absolutamente vigente en cualquier parte del mundo.

Los “vendidos”, los favores silenciados, el tráfico de influencias, la “propina para el cafecito” y toda la parafernalia que tiene que ver con los erráticos vericuetos del deseo y el ejercicio del poder son tan viejos como viejas son las sociedades vertebradas en torno a la división de clases. De todos modos, las sociedades modernas, las sociedades masificadas que han venido de la mano del capitalismo, y más aún: las sociedades de la información donde los hechos políticos pasaron a ser parte de la mercantilización de noticias en las cuales más o menos todos saben algo de lo que pasa en el manejo de los Estados, esas sociedades han dado una nueva faceta al tema de la corrupción. Con los medios masivos de comunicación que inundan todo el espacio social difundiendo –aunque tergiversadamente en general– noticias y opiniones que en las sociedades agrarias tradicionales eran impensables, la corrupción pasó a ser una de las “vedettes” de la moderna industria informativa. No para combatirla realmente, sino porque es algo que “vende”. Abrumar de información, en definitiva, también puede servir para desinformar. ¿Cuántos altos funcionarios e incluso presidentes en el mundo tienen en la actualidad procesos judiciales en su contra debido a denuncias de malversación a las que contribuyó la prensa? Sin dudas muchos, infinitamente más que a comienzos del siglo XX, pero ello no termina la corrupción.

Hoy por hoy, sin que esto signifique que la corrupción esté en vías de desaparición, las sociedades saben más sobre los grandes casos de corrupción. Es común que estos ilícitos político-administrativos se denuncien, circulen, se difundan en forma masiva. Y a veces, incluso, dado el peso de las circunstancias, hasta llegan a castigarse. En estos últimos años, sin que ello signifique un mejoramiento real en las condiciones de vida de las poblaciones, ya son más comunes las denuncias sobre hechos notorios de corrupción, la destitución de funcionarios, algún que otro juicio. Ello no mejora la distribución de la riqueza: los pobres y excluidos siguen tan pobres y excluidos como siempre, y los ricos continúan enriqueciéndose. Pero permite la sensación de cierta credibilidad en las instituciones.

Sucede, sin embargo, que la cuestión sigue abordándose como un hecho policial, más dado a la crónica sensacionalista que como un problema de capital importancia para la construcción de sociedades más equitativas. A veces, inclusive, se desliza la idea que la histórica pobreza de las grandes mayorías se debe al robo de algún funcionario inescrupuloso. “Estamos pobres porque los políticos se roban todo” es el prejuicio en juego. Y con ello se escamotea la verdadera naturaleza de la explotación de clase, fundamento de la riqueza y privilegios de unos sobre otros. La corrupción, en definitiva, habla de una cultura generalizada, de una ética, de un modelo de ser humano en juego.

En mayor o menor grado, el capitalismo es corrupto. Si los valores rectores están asociados con la ganancia individual, con el beneficio entendido como posesión material, es absolutamente funcional lo dicho por Napoleón: todos tenemos nuestro precio, todos podemos vendernos por algo. Todo es mercancía; también los seres humanos, nuestra moral, nuestra reputación. La tentación de los bienes materiales que se nos ofrecen es grande, y parece que no es nada fácil resistirse. Pero en realidad no se trata de “resistirse” al más espartano modo de un asceta, o siguiendo la ética guevarista de los 60 de siglo pasado, sin tomar Coca-Cola porque eso es “hacer el juego al enemigo”. De lo que se trata es de construir otra cultura, otra nueva escala de valores donde la corrupción vaya quedando acorralada y haya espacio real para la solidaridad, para la responsabilidad colectiva sin necesidad de ser super héroes. Porque –¡esto es imprescindible dejarlo absolutamente claro desde un inicio!– no existen los super héroes.

Y si de esa construcción se trata, estamos hablando de socialismo.

Como dijo en su ya histórica formulación la incansable luchadora Rosa Luxemburgo: “socialismo o barbarie”. Si seguimos con el puro individualismo del “sálvese quien pueda” que instauran las sociedades clasistas, y en grado sumo el capitalismo, no hay posibilidad de terminar con la corrupción. Porque desde esa lógica es innegable que “todos tenemos un precio”, y tarde o temprano, podemos “vendernos”. En otros términos: la barbarie se impone. La gente común y corriente, la gente real que conforma la humanidad, no son (no somos) ni Jesús ni el heroico guerrillero Ernesto Guevara –más mitos que realidades– y por tanto es mucho más posible que terminemos siendo corruptibles a que resistamos los “suplicios” de las tentaciones terrenales (la Coca-Cola se sigue vendiendo). Aquello de “la carne es débil” encierra mucha verdad, sin dudas.

Ahora bien: ¿hay antídoto contra la corrupción? ¿Es realmente posible terminar con ella? Vale la pena probarlo. Por lo pronto, y como mínimo, podemos apuntar a generar una nueva cultura, una nueva ética de la solidaridad. Es un desafío, y aunque no podamos asegurar el final de la batalla, vale la pena intentarlo. Es más: no sólo vale la pena sino que es imprescindible intentarlo. Si no, no hay posibilidad de cambio real, no hay socialismo.

Hoy por hoy la corrupción sigue siendo una actitud estructural en lo humano. Luchar contra ella es más difícil que combatir contra un enemigo externo. Contra un tercero, el enemigo está claro, es externo, está parado delante nuestro; por el contrario, en la lucha contra la corrupción estamos implicados nosotros mismos en nuestra subjetividad, en nuestro ser. De ahí que es tan difícil el combate.

El socialismo real que hemos conocido –el que cayó con el Muro de Berlín, el que todavía pervive en algunos puntos del planeta con experiencias dispares como Vietnam, Cuba, Venezuela o Corea del Norte– nos abre interrogantes sobre todo esto. Ahí, sin dudas, también hay habido (o hay) corrupción. Quizá mucha incluso. ¿Significa eso que fracasó el planteo socialista? Sin dudas: no. Significa que la transformación profunda de las sociedades es un camino que recién ha dado unos primeros y balbucientes pasos. Y por supuesto faltan mucho aún por dar.

viernes, 28 de noviembre de 2014

Racismo: ¿hasta cuándo?



Marcelo Colussi

Un histórico militante del Partido Comunista Italiano cuyo nombre no viene al caso, al saber que su hija andaba noviando con un muchacho de Sicilia, espetó con toda su espontaneidad: “¿¡con un africano, nena!?”

El racismo no es un problema nuevo. La historia humana, para decirlo de una forma muy general, ha sido -y continúa siendo- una sucesión de enfrentamientos. Enfrentamientos diversos, por cierto, entre los que el conflicto étnico es uno más.

Lo distinto, lo que no es como nosotros, lo que sale de nuestro metro cuadrado, puede fascinar -por llamativo, novedoso, exótico- o aterrorizar. Ambas reacciones se entrelazan. Lo distinto puede ser un poderoso llamado a descubrir cosas nuevas, a la aventura. ¿Por qué los seres humanos investigamos lo raro, si no?; ¿Por qué un blanco se “mezcla” con una negra, por ejemplo, o salimos a cruzar el océano en un barquito precario sino por el afán de lo desconocido? Al mismo tiempo, también es posible lo exactamente contrario. Para graficarlo con algo por demás de elocuente: en idioma alemán la palabra “heimlich” significa “familiar”, “lo cercano”; pero si se le antepone el sufijo negativo “un” nos da término “unheimlich”, que significa “siniestro”. En otros términos: lo distinto, lo que no es familiar, lo que está más allá de nuestro metro cuadrado… ¡es siniestro!

Todo esto remite a preguntas que pueden contestarse, o comenzar a contestarse, desde variadas ópticas: social, psicológica, antropológica. Pero queda claro, desde ya, que el ámbito de su esclarecimiento corresponde primariamente al campo de las ciencias sociales; no hay razón biológica que de cuenta de estos fenómenos, o que los justifique en todo caso.

La propia experiencia personal, la observación de conductas cercanas a cualquiera de nosotros, la revisión imparcial de la historia, todo ello nos muestra definitivamente que la convivencia humana no es precisamente un paraíso. Con esto, claro está, no se pretende hacer un panegírico de la violencia ni de la ley del más fuerte; pero una mirada serena a nuestro alrededor nos confronta con esta realidad. Aunque sean expresiones para debatir largamente, el solo hecho que hayan sido formuladas y acuñadas en la cultura muestra que el problema ya está entrevisto largamente y desde hace tiempo: “si quieres la paz prepárate para la guerra”, “el hombre es el lobo del hombre”, “a Dios rogando y con el mazo dando”, etc.

La pretensión de una convivencia armónica, pacífica, de sana y tranquila coexistencia entre dispares, hasta ahora al menos, no pasa de ser aspiración. Lo cual, desde ya, es sumamente importante. Aunque la violencia y la guerra persisten en las sociedades, planteárselas como problema ya es un paso, un enorme paso adelante en relación a un mejoramiento en la calidad de vida. (Huelga decir al respecto que hay infinitamente mucho que hacer todavía).

Hoy día no se queman en la hoguera a los sospechosos o disidentes, o no se mata al mensajero que trae malas noticias; y hasta se toleran (¿aceptan?) reivindicaciones de los derechos homosexuales. En Estados Unidos, donde de ningún modo terminó el racismo (¡las cárceles están llenas, fundamentalmente, de afrodescendientes!) hay un presidente de color negro. Eso no significa que los descendientes de los esclavos negros traídos del África ahora tienen iguales cuotas de poder que los blancos, pero vale como símbolo. La historia humana, en definitiva, es una sucesión de pequeños pasos, de pequeñas mejoras en la condición de vida. Se podría decir que, con grandes dificultades, vamos abriéndonos algunas luces en el medio de la oscuridad. O por lo menos, todas las prácticas discriminatorias pueden encontrar -más que antes- un espacio donde ser confrontadas. Hay la posibilidad de hablar de los derechos universales, de propiciar leyes que los garanticen, de exigir su cumplimiento.

De todos modos, rápidamente conviene aclarar lo siguiente: no por fuerza la Humanidad ha entrado en una fase de definitiva superación de los problemas. Ya no se quema a nadie en la hoguera pero persiste la tortura, hay sistemas jurídicos socialmente establecidos pero continúan los linchamientos y la corrupción galopante, terminó el derecho de pernada o el cinturón de castidad pero no desapareció el acoso sexual. Ha habido cambios en la historia, superaciones, sin lugar a dudas; pero resta aún mucho por mejorar.

Las constituciones políticas de todos los países reconocen y defienden las diversidades étnicas; las cartas fundacionales del sistema de Naciones Unidas -instancia supranacional por excelencia- prácticamente tienen razón de ser en cuanto parten del hecho de la enorme variedad de etnias y culturas que conforman la especie humana, y la más que obvia necesidad de su aceptación y respeto. Pero más allá de toda esta intencionalidad el racismo sigue siendo un hecho. ¿Hay vacuna contra él?

El fenómeno de la discriminación no se restringe a algún país en especial, donde se podría estar tentado de endilgar el fenómeno a “atrasos culturales”. Por el contrario, barre el mundo por los cuatro puntos cardinales. Sociedades llamadas “desarrolladas” dan las peores muestras de intolerancia étnica. En Alemania (uno de los pueblos más educados de Europa) hace apenas unas décadas se persiguió a los judíos por millones, en Estados Unidos el racista y xenófobo Ku Klux Klan, pese a haber un presidente afrodescendiente, sigue teniendo una considerable cuota de poder, en Italia la Liga del Norte proponía hace unos pocos años atrás la separación del sur “subdesarrollado”, y los grupos neonazis están a la orden del día, sólo por dar algunos ejemplos.

En Guatemala una mujer indígena -Rigoberta Menchú- se ha hecho acreedora (no sin resistencias locales) a un Premio Nobel. Paso importante, sin dudas. Quizá a principios del siglo XX, o apenas algunas décadas atrás, esto hubiera sido inconcebible (todavía se vendían las fincas “con todo e indios incluidos”). Pero la discriminación étnica no ha desaparecido. ¿Hay forma que desaparezca? Incluso podríamos ser más cáusticos en la pregunta: ¿hay posibilidades reales que desaparezca? ¿Estamos obligados a que lo distinto pueda ser siniestro?

En la forma en que queda formulado el interrogante pareciera que no hay mayores alternativas: ¿será que el racismo está enraizado en la misma condición humana? Por principios diríamos que no, pero ¿por qué es tan frecuente y cuesta tanto eliminarlo? ¿Cómo es posible que un militante comunista reaccione así ante un siciliano? ¿Dónde queda la idea de “internacionalismo proletario” entonces? De todos modos, pensemos en que debe haber alternativas, ¿o es que realmente hay “razas superiores”? El desciframiento del genoma humano nos mostró con total evidencia que no hay ninguna diferencia entre todos los que pisamos este planeta, más allá de circunstanciales variaciones externas -color de la piel, de los ojos, forma del cabello-, explicables en función de la pura adaptación al medio ambiente (un africano tiene en su piel más melanina que un sueco por el sol tropical que debe soportar, o un nórdico tiene ojos claros por la falta de luz en el Polo). Definitivamente, ¡¡no hay razas!! Mucho menos: razas “superiores”.

El racismo, ya está más que dicho y sabido, no es sino una justificación para la explotación económica del otro. Nunca es de doble vía: el blanco discrimina al negro, el conquistador “civilizado” al conquistado “primitivo”, pero no se da la recíproca. Por una cuestión de explotación material, económica, se “arma”, se inventa la idea de superioridad racial. Y siempre, ¡oh, casualidad!, el explotador es el civilizado que explota (civiliza) la bárbaro primitivo.

¿En dónde radica la pretendida “superioridad” de la “raza superior”? Es un puro ejercicio de poder. Trabajar como esclavo es trabajar “como negro”. Creo que esa expresión lo dice todo. “Con perfecto derecho los españoles imperan sobre estos bárbaros del Nuevo Mundo e islas adyacentes, los cuales en prudencia, ingenio, virtud y humanidad son tan inferiores a los españoles como niños a los adultos y las mujeres a los varones, habiendo entre ellos tanta diferencia como la que va de gentes fieras y crueles a gentes clementísimas. ¿Qué cosa pudo suceder a estos bárbaros más conveniente ni más saludable que el quedar sometidos al imperio de aquellos cuya prudencia, virtud y religión los han de convertir de bárbaros, tales que apenas merecían el nombre de seres humanos, en hombres civilizados en cuanto pueden serlo?”, decía en el siglo XVI el español Juan Ginés de Sepúlveda refiriéndose a la población americana. Estamos en el siglo XXI, y en muchas personas esas ideas no han cambiado en lo sustancial: ¿civilizados versus bárbaros primitivos? ¿Razas superiores?

No debemos caer rápidamente en reduccionismos, por más tentador que ello sea. Sería muy fácil colegir de lo que tenemos dicho que el racismo, en cuanto una de tantas expresiones de la agresividad, en cuanto constituyente del fenómeno humano, es inmodificable. Así las cosas, no habría ya mucho por hacer. O ante cada nueva expresión discriminatoria con resignación encogerse de hombros por encontrarnos frente a un hecho supuestamente natural. Pero, modestamente, pensemos que podemos (debemos) apuntar a otras opciones.

Sin pretender entrar aquí en la búsqueda de la “esencia” humana, lo mínimo que podemos decir es que si alguna definición de ella tenemos es que el ser humano es un ser social. Somos lo que somos en relación a otro. Siempre y necesariamente estamos en relación con otros, si no, no somos seres humanos. Ahora bien, esas relaciones no siempre y necesariamente son relaciones de mutua cooperación y solidaridad; estas últimas son posibilidades, tanto como las agresivas, de envidia o discriminatorias (miremos el ejemplo de nuestro itálico camarada). Lo que sí podemos garantizar (o al menos intentarlo al máximo) es fijar normas de relacionamiento entre todos, donde nadie salga desfavorecido, o donde la meta sea no dañarnos, respetarnos.

Las religiones, todas, predican el amor entre los seres humanos. Pero pareciera (la historia lo demuestra) que esto solo no alcanza para asegurar una armónica convivencia. (Valga agregarlo: también hay guerras religiosas -quizá las más crueles-, y la conquista de América se hizo en nombre de la fe católica). Una posibilidad, quizá la única realmente seria, de plantearse un límite a la violencia, a la discriminación, es el establecimiento de normas de convivencia; en otros términos: leyes.

Nadie está obligado a amar al prójimo, pero sí está obligado a respetarlo. La población de una etnia difícilmente establece grandes amistades, o busca su pareja, con gente de otra etnia. Puede suceder, pero no es lo más habitual. Según una formulación de la psicología, se ama en el otro lo similar a mí; quizá por eso es tan difícil abrirse plenamente a alguien muy distinto. Pero aunque esto sea verdad en un nivel, nada autoriza a que se aborrezca al otro por ser diferente (otra lengua, otras costumbres, otra cosmovisión, otro color de piel). Una actitud civilizada, aunque se estrelle a diario con fuerzas jurásicas que ven en el otro distinto siempre una amenaza, debe apuntar a ese ideal de respeto.

No hay vacuna contra el racismo, ni contra las injusticias. Pero hay la posibilidad de establecer leyes que nos permitan respetarnos; y esas mismas leyes felizmente no son definitivas, son perfectibles. “La ley es lo que conviene al más fuerte”, adelantaba ya en la Grecia clásica un sofista como Trasímaco de Calcedonia. No se equivocaba. Las leyes son la legitimación de un estado de cosas. La propiedad privada de los medios de producción no es natural, pero la ley la estable. ¿Quién dijo que las leyes no se pueden cambiar? Si conviene al más fuerte… ¿qué hacemos los débiles? La historia humana es la historia de esos eternos choques. “La violencia es la partera de la historia”, dijo Marx.


Suprimir, eliminar al otro distinto no es el camino. Ello, en definitiva, no es sino alimentar el ciclo de violencia; y eso no tiene fin: hoy niños de la calle, después los drogadictos, después los homosexuales.... ¿Y después? ¿Seropositivos?, ¿habitantes de barrios marginales?, ¿indígenas?, ¿mujeres? ¿Y después gitanos, judíos, negros....latinos, habitantes del Tercer Mundo.....? La lista no tiene fin. Y en algún lado de la lista estamos todos. La idea de racismo, hoy día, debería darnos vergüenza. Pero sigue siendo una triste realidad. Una vez más: pensemos en el ejemplo del camarada italiano. ¿Hasta cuándo eso?