lunes, 15 de octubre de 2018

Guatemala Caso Baldetti: muerto el perro ¿muerta la rabia?




Marcelo Colussi

Acaba de conocerse la sentencia en uno de los cuatro casos en que está siendo enjuiciada la ex presidenta Roxana Baldetti. La condena fue categórica: 15 años y medio de prisión. Ello es una buena noticia para la sociedad guatemalteca: evidencia que la justicia puede cumplirse.

Pero, analizado en detalle el asunto, no deja de abrir preguntas: ¿existe verdaderamente justicia en Guatemala? ¿Se está llevando efectivamente a cabo una lucha contra la corrupción? Más aún: ¿es posible en verdad terminar con la corrupción sin tocar la estructura económico-social de base que la posibilita? ¿No hay mucho de cosmético en lo que está sucediendo?

Todo esto no pretende aguar la fiesta ni constituirse en un absurdo abogado del diablo buscando “cuestionamientos” allí donde no los hay. Y, de más está decirlo, mucho menos busca defender a la condenada. Pero sí es necesario plantearse interrogantes.

Mientras que para el descomunal desfalco llevado a cabo por la ex vicemandataria se pidieron 15 años y 6 meses de cárcel, para un luchador social de base como el maestro Bernardo Caal Xol, quien lidera una lucha contra las hidroeléctricas en el departamento de Alta Verapaz, la justicia pide 14 años de prisión. No parecen guardar proporcionalidad las penas: o demasiado poco para la ex vicepresidenta, o excesivamente duro para el líder comunitario para un “delito” que, en realidad, no es tal.

Más aún: es sabido que toda la fenomenal cruzada anticorrupción que parece haberse desatado en el país desde el 2015, tenía agenda establecida. En otros términos: no es tanto un real combate contra esa lacra sino un montaje bien organizado por el Departamento de Estado de Estados Unidos, manejado en el terreno por el entonces embajador Todd Robinson, conducente a sacar de en medio a gobernantes que no era útiles en ese momento a la geoestrategia regional de Washington.



Ni Otto Pérez Molina ni Roxana Baldetti constituían peligro para la política estadounidense; eran, en todo caso, piedras en el zapato en función de su proyecto de un Triángulo Norte de Centroamérica “democrático” y bien presentado. La operación que los sacó del poder fue una maniobra experimental, que les permitió posteriormente implementar exitosamente esa “lucha contra la corrupción” en otros contextos (Brasil, Argentina). Antes de abril del 2015, momento en que comienzan las manifestaciones sabatinas anticorrupción (plagadas de vuvuzelas pero sin dirección política), el entonces vicepresidente norteamericano Joe Biden había llegado al país exigiendo la continuidad de la CICIG y prácticamente sellando la condena de la vicepresidenta. De hecho, en forma abiertamente cortante, no se reunió con Baldetti en un claro mensaje, casi sentenciándola.

Además de ello, a inicios de 2015 se conocieron declaraciones de personal diplomático estadounidense en Guatemala que ya mencionaba la posibilidad de extradición de Pérez Molina y Baldetti por narcotráfico. “Casualmente” para esa época es juzgada como narcotraficante en Miami Marllori Chacón Rossell, involucrando a Baldetti en el narconegocio.

Insistamos: ¡por supuesto que es una buena noticia la condena a la rea de marras!, quien en todo momento utilizó las más inimaginables argucias para demorar y complicar su juicio. La innúmera cantidad de mensajes que poblaron las redes sociales burlándose de su sentencia deja ver el odio contenido en la población. El tema de la corrupción –tema moral, que toca principios– sin dudas mueve mucho. Entre otras cosas: mueve morbosidades.

No caben dudas que el morbo misógino está en juego en todo esto. La población también espera el enjuiciamiento del “amigo íntimo” de la Doctora Honoris Causa por la Universidad de Taiwán, el general Pérez Molina. Pero el grado de odio desatado por Baldetti no es similar al que despierta el ex presidente. Incluso se suaviza su situación, pudiendo llegar a tener arresto domiciliario. ¿Del árbol caído todos hacen leña? Quizá el refrán no se equivoca.

La condena a la susodicha hace pensar en un ajusticiamiento público en la plaza durante el Medioevo europeo, plagado de entusiastas y morbosos mirones. Se juzga a la Línea 1. ¿Y la Línea 2? La corrupción no se acaba con el espectáculo mediático montado contra esta muchachita de barrio con aspiraciones arribistas devenida nueva rica. El CACIF en pleno, en su momento, pidió airado la renuncia de la vicepresidenta. Pero… ¿el CACIF no constituye la Línea 2?

martes, 9 de octubre de 2018

El capitalismo financiero global: nuevo amo




Marcelo Colussi

Es delito robarse un banco, pero más delito aún es fundarlo”.

Bertolt Brecht


El capital no tiene patria”, decían Marx y Engels hace 150 años. No se equivocaban. El desarrollo del capitalismo mostró la profundidad de esa verdad. El capital (que no es sino trabajo acumulado) se desenvuelve más allá de nacionalismos, sentimentalismos o preferencias subjetivas. Lo mueven leyes propias basadas en la acumulación y su reproducción, por lo que su tendencia “natural” es expandirse. Ahí no hay patriotismos que valgan: sus reglas de juego son frías relaciones de oferta y demanda, de pérdida y ganancia. Las pasiones nacionalistas salen sobrando.

Así, de ese modo, el inicial capitalismo europeo –surgido en el Renacimiento y que toma su mayoría de edad con la Revolución Industrial inglesa y la Revolución Francesa de 1789– nunca dejó de crecer y expandirse. Primero, globalizando el mundo con la llegada a América y la acumulación originaria (esclavos negros trabajando en el “Nuevo Mundo”, robando sus materias primarias para elaborar productos industriales en Europa para un mercado ya mundial, comercializados por doquier en las modernas flotas mercantes). Luego, transformándose en imperialismo. Las dos grandes Guerras Mundiales fueron la expresión sangrienta de ese desarrollo, masacrando millones de seres humanos y repartiendo el planeta entre pocas potencias.

Pero ahora, desde la icónica caída del Muro de Berlín –que marcó el fin de la experiencia socialista soviética–, el mundo se presenta absolutamente globalizado. Decimos “absolutamente”, remarcando la tendencia, porque el proceso de globalización comenzó mucho antes, con la llegada europea a América, y no en 1989: La tarea específica de la sociedad burguesa es el establecimiento del mercado mundial (…) y de la producción basada en ese mercado. Como el mundo es redondo, esto parece tener ya pleno sentido [por lo que ahora estamos presenciando]”, anunciaba Marx en 1858. Hablar de “globalización” hoy día es decir, casi como grito triunfal, que el socialismo fue derrotado y que no hay alternativa: o capitalismo… ¡o capitalismo! El proceso, sin embargo, va de la mano del sistema mismo; de ahí que los clásicos podían afirmar un siglo y medio atrás que “el capital no tiene patria”.

Y efectivamente: no la tiene. El capital busca lucrar, nada más. Su esencia es esa. Con el advenimiento de la industria moderna, creó mercados nacionales cada vez más grandes, transformando toda la vida cotidiana en mercadería para vender, inventando nuevas necesidades, promoviendo un consumismo desaforado, llegándose al absurdo contrasentido de una obsolescencia programada. De ese modo acumuló ingentes cantidades de dinero. Pero el proceso de acumulación nunca frenó, y desde hace varias décadas asistimos a un crecimiento exponencial del ámbito financiero.




El mundo obviamente no puede prescindir de la producción material; y ahí está el proceso de industrialización fabuloso que creó el capitalismo –sin controles medioambientales, provocando la catástrofe ecológica actual–, lo cual dio lugar a imperios que se disputaron el planeta en búsqueda de materias primas y mercados. El ganador de esa contienda fue el capitalismo estadounidense. Europa y Japón quedaron como socios menores, no sin tensiones intracapitales. El Plan Marshall que siguió a la Segunda Guerra Mundial estableció compromisos y entrecruzamientos entre los capitales, de modo tal de asegurar que nunca más volvería a haber enfrentamientos armados entre los grandes Estados nacionales dominantes (porque el poder de fuego alcanzado solo serviría para la aniquilación mutua).

Sucede, sin embargo, que desde hace varias décadas el capitalismo productivo fue dando lugar a un capitalismo basado crecientemente en la especulación financiera. El mundo del dinero especulativo fue desplazando en su desarrollo a la industria, así como la industria dieciochesca desplazó a la producción agropecuaria –fuente principal del modo de producción feudal– en tanto dominadora de la escena sociopolítica. Hoy día esos capitales financieros tienen una preponderancia definitoria, marcan el rumbo planetario.

El capitalismo, por supuesto, no es un sistema monolítico, unívoco. En su interior, además de la contradicción fundamental con la clase trabajadora, anidan otras contradicciones. Así, la producción de bienes reales no siempre es una aliada de la especulación financiera. Por el contrario, pueden chocar. Eso es lo que está pasando ahora en la principal potencia capitalista: Estados Unidos, donde su presidente Donald Trump aboga por una revitalización del alicaído parque industrial (llevado fuera del territorio nacional dadas las ventajas comparativas de países con mano de obra mucho más barata), chocando con los sectores financieros, que intentan su derrocamiento como mandatario y continuar con su inalterable plan especulativo.

Y hay un choque también entre esos capitales especulativos con el impetuoso desarrollo de economías productivas como la china o la rusa, con planteos capitalistas también (China con su peculiar “socialismo de mercado”, con presencia de capital privado dentro del marco de una planificación estatal socialista –la cual controla el 51% de su producto bruto–), bregando por un desarrollo centrado en la producción física y no en las finanzas.

Lo cierto es que esos capitales financieros globalizados no tienen patria, en absoluto. Se mueven a velocidad vertiginosa, no teniendo su casa matriz en ningún Estado. Se puede hablar, en tal sentido, de una oligarquía financiera global, sin rostro, sin nación. El capitalismo, en su fase inicial primera, e incluso cuando se hace imperialista, estuvo siempre centrado en un determinado Estado nacional. La bandera de alguna potencia era la que se imponía: a su tiempo Flandes, o Gran Bretaña, o Francia. Posteriormente Estados Unidos, Japón, Alemania (que llegó tarde al reparto del mundo y quiso recuperar el terreno perdido con su loca aventura nazi). Pero el actual capital financiero global no tiene bandera. Las acciones de un banco son lo más impersonal que pueda haber. Ya no hay patrón capitalista visible: hay clase dominante global, que puede vivir en distintos lugares, ya no solo en Manhattan, o en algún exclusivo barrio de una capital europea.

La riqueza de esa casta se basa en la especulación, en los mercados absolutamente desregulados que imponen las políticas neoliberales a partir del triunfo omnímodo de los organismos crediticios de Breton Woods (Banco Mundial y Fondo Monetario Internacional), y también en la industria de la guerra. Si algo produce este capitalismo, es destrucción. He ahí otro gran negocio: destruir países para luego reconstruirlos.

Dar créditos impagables es su otro gran ejercicio de acumulación. “Los imperios económicos están interesados en promover el endeudamiento de los gobiernos. Cuanto más grande es la deuda, más costosos son los intereses. Pero además pueden exigir al presidente de turno privilegios fiscales, monopolios de servicios, contratos de obras, etc. Si este gobierno no acepta, provocarán su caída, promoviendo disturbios y huelgas que al empobrecer a la nación los obliga a claudicar ante sus exigencias”, tal como perfectamente lo dijera el historiador estadounidense Carroll Quigley.

El negocio de la guerra no está desunido de estos monumentales capitales, así como otras actividades no muy santas: el lavado de activos no importa cuál sea su procedencia es algo sumamente redituable. Así, la narcoactividad encuentra en los paraísos fiscales una sana y limpia salida. Y de eso se nutren estos megacapitales: el dinero es siempre dinero, no importa de dónde provenga.

Estos megacapitales tienen una presencia cada vez más determinante en la arquitectura del sistema global. Son transnacionales, se mueven a velocidades de vértigo, invierten en lo que dé ganancias, no tienen sentimientos ni espíritu solidario (¿acaso el capitalismo podría tenerlo?). Manejan sectores cada vez más crecientes del mundo, invirtiendo muchas veces en el aparato productivo de bienes fácticos –la industria, los servicios, el comercio– controlando integralmente los circuitos capitalistas (materias primas, elaboración, distribución, mercadeo), siendo quien aporta las grandes sumas de dinero necesarias para generar la producción en su conjunto.

Se pueden presentar con bandera nacional si es el caso, pero en general actúan como fuerzas más allá de los Estados nacionales. Estos grandes capitales, que juegan a las finanzas, compran y venden empresas rentables (o empresas fundidas para luego levantarlas), que especulan en las bolsas de valores, que influyen/determinan en los precios de los productos primarios (energéticos, alimentos, materias primas varias), que reciben enormes inyecciones financieras de los negocios no muy santos (narcoactividad, redes de ventas ilegales de armas), prescinden de regulaciones y controles estatales. Pero al mismo tiempo necesitan de los “viejos” Estados nacionales para controlar a las poblaciones, hacerles recibir créditos leoninos (en los países pobres, que quedan endeudados y atados a los organismos financieros internacionales) y producir guerras que aseguren el flujo de capitales a través de la industria militar. Y luego, eventualmente, reconstruir los países destruidos.

A lo que se suma la necesidad de contar con esos aparatos estatales para cubrir a los grandes capitales cuando entran en crisis. No son pocos los ejemplos de Estados rescatando las grandes pérdidas de bancos o megaempresas que entran en quiebra (Lehman Brothers, General Motors Company, Merryll Lynch, etc.) En otros términos: los Estados “sobran” para los proyectos sociales (no son inversiones sino “gastos”), pero se hacen imprescindibles para tapar agujeros de los capitalistas. Es decir: se privatizan las ganancias mientras que se socializan las pérdidas.

Por todo lo anterior se torna muy difícil identificarlos como enemigos corporizados donde atacarlos. Los imperialismos estaban más claros: los “yanquis asesinos” eran fácilmente identificables. Quemar una bandera de Estados Unidos fue durante todo el siglo XX una clara expresión de descontento contra un poder visible. Pero ¿quiénes son los amos actuales? ¿Dónde están los dueños del mundo contemporáneo? ¿Quiénes toman las decisiones para hacer subir o bajar acciones en las bolsas, dictaminar el precio del petróleo o la próxima guerra? El Tío Sam ya no es, simplemente, el claro “malo de la película”. La situación se ha complejizado.

La dispersión absoluta y la derrota de los trabajadores a nivel global, y el fracaso de los “socialismos estatistas” del siglo XX (y de los inicios del XXI), acompañada de la crisis de los paradigmas teóricos que sustentaban esas luchas y programas políticos, ha impedido que los “nuevos trabajadores” precarios, precarizados e informalizados que han surgido en todas las áreas de la vida humana, identifiquen con absoluta claridad a ese enemigo mortal y criminal de la humanidad”, expresaba con elocuencia Fernando Dorado. Está claro que el capitalismo y la acumulación capitalista se sigue fundando en la explotación de clase, en la apropiación del producto del trabajo de la gran masa trabajadora mundial a quien se le extrae la plusvalía. Pero el actual desarrollo de los megacapitales hace difícil, cuando no imposible, identificar con claridad dónde está el enemigo. Son los capitales, está claro…, pero ¿quién son sus propietarios?

Los capitales son globales, y se mueven globalmente. ¿Quién es el dueño de tal empresa gigantesca? Quizá un banco que tiene su casa matriz en otro país, donde se depositan impresionantes sumas de dinero (lavado de activos), que nadie sabe con certeza de dónde provienen, y que invierte además en los más variados rubros, dictando maniobras en las bolsas de valores y operando con criterio planetario, mucho más allá de las lógicas nacionales de los capitalismos anteriores.

Ante todo eso a la clase trabajadora mundial se le hace difícil detectar cuál es claramente el enemigo. Sabe que es el capital, pero el mismo no tiene rostro, y ni siquiera bandera. Quizá una gran empresa de un país pobre, del Sur, es accionista de un banco europeo o de capital mixto japonés-estadounidense, que invierte en industrias extractivas (minería a cielo abierto, hidroeléctricas, cultivos para agrocombustibles) en ese mismo país pobre, y las ganancias de esa operación terminan en paraísos fiscales con secreto bancario, o en industrias de armamentos que sirven para que una potencia occidental ataque a ese mismo país, para luego reconstruirlo con créditos impagables. Rompecabezas complicado, por cierto. ¿Contra quién pelear?

Esta es una pregunta que no apunta a aguar la lucha desde el derrotismo y la resignación, sino a hacerla más posible, más efectiva. No busca conformismo, o en todo caso posibilismo, sino claridad. Estas son preguntas claves el día de hoy para pensar cómo construir ese otro mundo posible, que sigue siendo cada vez más necesario, impostergable.

lunes, 1 de octubre de 2018

Mafias, hipocresía y palo




Marcelo Colussi

El Estado contrainsurgente surgido durante la guerra interna no desapareció una vez firmada la paz el 29 de diciembre de 1996. Las estructuras creadas en el transcurso del conflicto se mantuvieron intactas.

A la sombra de ese Estado, nacieron y crecieron estructuras paramilitares encargadas de la feroz represión que, en el marco de la Guerra Fría y la Doctrina de Seguridad Nacional, sirvieron para detener el avance del “comunismo internacional”, representado por los movimientos revolucionarios alzados en armas. Esas estructuras, además de su trabajo policíaco-militar de represión interna, fueron cobrando relativa autonomía, convirtiéndose con el tiempo en un poder económico, y por tanto político. Ligadas a negocios “dudosos” (narcoactividad, contrabando, tráfico de personas, de armas, lavado de activos, tala ilegal de maderas finas en la selva petenera, agencias de seguridad), moviéndose con criterios mafiosos, ganaron cada vez más espacio en la dinámica nacional. Formada originalmente por cuadros castrenses, fueron encontrando diversos aliados en su accionar: empresariado nacional, políticos que le hacían los “favores”, alcaldes ávidos de ascenso social.

Como poder económico en sí mismo (“nuevos ricos” con aspiraciones aristocráticas), esos sectores desarrollaron un poder político significativo. Con el retorno a la democracia en 1986, estos últimos años formaron varios partidos políticos: el Frente Republicano Guatemalteco -FRG- (en el poder con Alfonso Portillo de presidente y Efraín Ríos Montt como presidente del Congreso), el Partido Patriota (en el poder con Otto Pérez Molina en la presidencia), el actual Frente de Convergencia Nacional (FCN-Nación), con Jimmy Morales en la casa de gobierno. Sin dudas, esos sectores ascendentes representan un poder en la dinámica nacional, llegando a mover no menos de un 10% del PBI a través de todas sus ramificaciones comerciales.

No constituyen abiertamente una afrenta a los grupos oligárquicos tradicionales (terratenientes de viejo cuño, sectores industriales y de servicios modernizantes), sino que mantienen una relación de paralelismo con ese poder económico representado en el Comité Coordinador de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras -CACIF-. Hoy día, dado aquello de “money is money” (dinero es dinero), hay un pacto donde confluyen sectores tradicionales de alcurnia con “nuevos ricos” advenedizos, pues empresarios, militares y políticos en definitiva defienden todos por igual el sistema de vida “occidental y cristiano” (léase: capitalismo).

Pero no deja de haber luchas intracapitales, interoligárquicas. ¿Quién dijo que en la derecha no hay problemas internos, peleas a muerte, contradicciones? Eso no es patrimonio de la izquierda, ¡en absoluto! Esos enfrentamientos se ven hoy en la división establecida en torno a si acompañar la agenda de Estados Unidos (agenda interesada, obviamente) de apoyar, o no, la lucha contra la corrupción.



Corrupción e impunidad son constantes en la historia nacional. No nacieron con los gobiernos militares; se remontan a una larga historia que viene de la colonia y de un parasitario y burocrático sistema colonial instaurado siglos atrás por España. Esos vicios se perpetuaron en el tiempo, y hoy están presentes en la dinámica cotidiana. Ellos son los que posibilitaron una guerra interna tan cruenta sin posteriores responsables (impunidad) y estructuras mafiosas que crecieron exponencialmente (corrupción). De hecho, el Estado está hoy virtualmente secuestrado por esas mafias. La persecución establecida por la CICIG y el Ministerio Público solo removió una primera capa superficial; la enfermedad es profunda.

Hoy asistimos a un Pacto de Corruptos donde grupos empresariales, militares y políticos se cuidan mutuamente, siempre como mafias. Las últimas medidas del gobierno evidencian la desesperación por la eventual continuidad de las investigaciones en torno a las prácticas corruptas. De ahí todas las medidas que se han visto estos días, terminando con las acusaciones del presidente Jimmy Morales en el seno mismo de Naciones Unidas contra la CICIG como presunto causante de la inestabilidad política que se vive.

La hipocresía no tiene límites. Como elementos distractores, estos días aparecieron nuevas “controversias”: la lucha contra el aborto, por ejemplo. O el no ingreso de la banda Marduk, por supuesta “influencia satánica”. “Nuestra ignorancia está planificada por una gran sabiduría”, dijo Scalabrini Ortiz. Los distractores (¿“espejitos de colores”?) siguen a la luz del día. Y si no alcanzan, vienen los palazos (20 dirigentes campesinos asesinados estos meses).