lunes, 29 de agosto de 2016

Una libertad nada libre



Marcelo Colussi

I

Durante los años de la Guerra Fría se hablaba del “mundo libre”, opuesto al ¿mundo de las tinieblas? que quedaba más allá de la “oprobiosa e infame” Cortina de Hierro. El Muro de Berlín fue, quizá, su ícono por excelencia.

La propaganda de Occidente (eufemismo por decir “mundo capitalista”) pregonaba insistentemente que más allá de esa frontera ideológica (¡y militar!) que dividía el mundo, reinaba la más completa falta de libertad y desasosiego, mientras que, por aquí, teníamos el reino de la bonhomía y la prosperidad. Pero más que nada: ¡de la libertad! ¿Alguien se lo habrá creído? Seguramente sí. En eso consiste, justamente, la ideología. El manejo de las mentes no es algo nuevo; el ejercicio del poder va siempre de la mano de ello. “Pan y circo” decían los romanos hace dos mil años; la historia no ha cambiado mucho.

Hoy por hoy asistimos a una compleja y muy bien estructurada tecnología del manejo de las mentalidades colectivas; del circo, dicho en otros términos. De hecho, se habla de una guerra de cuarta generación, término acuñado por el estratega militar estadounidense William Lind en 1989 para referirse a este tipo de lucha donde no hay un enfrentamiento directo entre dos cuerpos combatientes regulares, sino que se trata de dominar al oponente por medio de todo tipo de ardid, entrando allí el manejo de lo mediático, de la psicología colectiva, de la verdad. En otras palabras, se retoma aquella máxima de los nazis de “Una mentira repetida mil veces termina haciéndose una verdad”. En la guerra la primera víctima es la verdad, se ha dicho. No caben dudas que la guerra social sigue, aunque nos habían dicho que las luchas de clases ya habían terminado (aunque nunca nos dijeron exactamente cuándo y de qué modo).

En ese marco de mentiras bien urdidas, se nos dijo hasta el cansancio que nosotros éramos el “mundo libre”. Ahora el mundo ya no está dividido en estos dos grandes bloques. El socialismo murió (o, al menos, eso es lo que se nos dice). ¿Viviremos todos, entonces, en el reino de la libertad? Bueno, quedan islas de oprobio aún, según se nos sigue diciendo. Cuba y Corea del Norte, por ejemplo. Pero nosotros nos podemos dar por contentos porque estamos del lado de la libertad.


II

Un niño de nueve años me preguntó los otros días qué es la libertad. ¡Pregunta por demás difícil de responder! ¿Cómo explicarlo convincentemente? Se me vino a la imaginación esto del mundo dividido en los “libres” y los “no libres”. ¿Esclavos habría que decir, con mayor precisión? Siguiendo esa lógica, si somos libres, obviamente no somos esclavos.

Pero ahí empezaron los problemas: vivimos en países libres, pero ¿libres de qué? De poder elegir, pensé rápidamente. ¿Elegir qué? Si es a las autoridades de gobierno, eso es tan relativo que no me atreví de manifestárselo a mi infantil interlocutor. Uno elige a quienes lo van a gobernar por un cierto tiempo, entendiendo que ellos son nuestros representantes.

¿Lo son? ¿Me representan? Lo reflexioné seriamente, y no me atreví a mentirle a mi inquisidor. Nuestras autoridades gubernamentales no nos representan en lo más mínimo, por supuesto. ¿Cuántas veces por mes, o por semestre, o por año -bueno…, digámoslo claramente: ¿cuántas veces en la vida?- un funcionario electo por voto popular nos consulta algo para luego, supuestamente representándonos, transformarlo en una acción de gobierno? Creo que nunca. Es por ello que no pude decirle a mi joven demandante que allí había libertad. Podemos elegir libremente a un mentiroso que manejará las palancas de la estructura estatal, y terminado su período no habré cambiado en mucho. ¿Eso es libertad: ir a votar? No me pareció correcto decir eso.

Quise enfocar la respuesta, entonces, por el lado económico. Soy libre, claro, de “hacer dinero” si lo deseo. Onassis lo hizo en su momento, o Bill Gates, según nos cuenta la historia. Pero… ¿es cierto eso? La gran mayoría, inmensamente grande mayoría, no sale de pobre, aunque trabaje y se esfuerce toda la vida. Por lo que se ve, no somos tan libres. ¿Dónde está la libertad entonces?

¡En lo que consumimos! Ahí pude encontrar ese nivel de libertad con el que tanto se nos bombardea. “Estamos condenados a ser libres”, había dicho Jean-Paul Sartre. Por tanto, parece ser que con esto de comprar lo que me plazca podemos encontrar la verdadera libertad. Aunque pensándolo bien… ¿es cierto eso? ¿Por qué consumimos lo que consumimos?

Si lo profundizamos, no parece muy libre todo esto. Consumimos ¿enfermizamente? una cantidad creciente de productos solo porque nos lo imponen. ¿Para qué tomamos bebidas gaseosas? ¿O por qué cambiamos los modelos de aparatos de la industria moderna cada cierto tiempo? (refrigeradoras, teléfonos móviles, hornos a microondas, automóviles, computadoras, y una larga, casi interminable lista de productos). Me pregunto seriamente: ¿alguien decide con libertad el modelo de teléfono que hay que usar, por ejemplo? Pareciera que no. Las modas, la presión de la publicidad, la corriente que nos arrastra, nos fuerza en casi todas (¿en todas?) las decisiones de compra de algún bien o servicio.

Pero algo más profundo aún: ¿de dónde salió eso que compramos lo que queremos, con total libertad? En todo caso, en los opulentos países del Norte (que albergan apenas el 10% de la población planetaria), existe un alto poder de compra. En los del Sur (¡el grueso de la Humanidad!), a duras penas se sobrevive. Como alguien expresó alguna vez: “en el Norte se discute sobre la calidad de vida; en el Sur…, sobre su posibilidad”. Por más que los escaparates estén llenos de mercaderías y tenga toda la libertad del mundo para comprar lo que quiera, el bolsillo me dice que eso no es así. La libertad, una vez más, queda en entredicho.

¿Entonces: qué es la libertad? Se me hacía difícil encontrar la respuesta adecuada para mi joven interrogador. ¡Pero la encontré!

III

¡La libertad de locomoción! Podemos irnos libremente de un lugar a otro. Esa es la libertad que tenemos. Y reflexioné que en los países aquellos de la ignominia, de la noche eterna donde no había libertad, los que estaban detrás de la “bochornosa Cortina de Hierro”, su población tenía que escapar si quería la libertad. Aquí, en nuestros países libres, podemos irnos de un lado para otro cuando queramos. ¡Eso es la libertad!

Aunque…, bien pensado: eso no es exactamente así. En los países pobres de lo que antes se llamaba Tercer Mundo (pero que ahora, aunque no se les llame así, siguen siendo pobres), la gente no puede viajar con tanta facilidad precisamente. Comprar un boleto aéreo es cosa seria, muy seria. Averigüé un poco, y en nuestros pobres países del Sur (que son la amplísima mayoría del mundo) muy buena parte de sus habitantes nunca subió a un avión. En todo caso, si viajan, en general lo hacen como migrantes irregulares a los países más prósperos. Y así vemos corrientes monumentales de pobres que se van arriesgando su vida, cruzando mares o desiertos en condiciones de alto peligro, para buscar el “sueño” de algún país tentador. ¿Eso es la libertad?

La verdad, no me atreví a decirle a mi interlocutor que eso es la libertad, porque me pareció muy frágil la respuesta. Se decía que de Cuba escapaba la gente por la “dictadura comunista” que los encerraba. Me informé, y encontré que en la actualidad 30 personas por día abandonan la isla, con una población de 11 millones y medio de habitantes. Lo comparé con Guatemala, que no está muy lejos; allí, con una población de 15 millones de personas, no menos de 200 salen diariamente con rumbo a Estados Unidos. En el país centroamericano hay libertad, pero se va más gente (en realidad: huye de la pobreza crónica) que de Cuba.

Me empecé a encontrar sumamente contrariado por no poder darle una respuesta convincente y bien fundamentada a quien me había interrogado. Pero ¿es que no somos libres de nada entonces? ¡Y finalmente creí haberlo encontrado!: ¡el suicidio!

Yo, y solamente yo, puedo decidir lo que hago con mi vida. Suicidarse es el más alto indicador de libertad. Había encontrado la respuesta, y estaba ya casi listo para dársela a quien me había preguntado..., pero siempre hay un aguafiestas.

Por un lado, me dijo un sacerdote amigo que no es de buen católico suicidarse, que dios no desea eso, y que quien lo hace -contrariando la voluntad divina, que es la única instancia que puede disponer de nuestras vidas- no va al cielo sino que arderá eternamente en el infierno.

¡Y no solo eso! Otra amiga, psicoanalista ella, me dijo que no es cierto que esa es una decisión voluntaria. “La sombra del objeto ha caído sobre el Yo”, me explicó para fundamentar el suicidio. Fórmula, por cierto, que no entendí bien, pero que se me aclaró cuando me dijo que, según Freud, el iniciador del psicoanálisis, “nadie es dueño en su propia casa”. Es decir: que nuestras aparentes decisiones voluntarias no son tales. Y me puso como ejemplo para graficarlo el nombre propio: algo que nos hace ser lo que somos, que nos acompaña toda la vida, lo más propio que tenemos, no lo elegimos nosotros. ¡Patético! ¿no? Nuestros actos, nuestras conductas, nuestras decisiones más personales, aparentemente libres, no son tales; continuamente hay una vida psicológica que, aunque digamos racional, no depende de nuestra voluntad: ¡es inconsciente! Y me explicó que eso lo vemos en los sueños, en los actos fallidos, en el chiste, pero fundamentalmente en los síntomas, las inhibiciones y las angustias que nos acompañan. No soy libre de decidir mi vida…, ni mi muerte.


Llegado a ese punto, ya no supe qué decirle a mi amiguito. Pero como no podía dejarlo en ascuas, le contesté con algo que, quizá, le resultó incomprensible, pero él es libre de tomarlo o no: la libertad es una estatua francesa obsequiada al gobierno estadounidense que se encuentra a la entrada de Nueva York. 

martes, 23 de agosto de 2016

La historia no había terminado, se rectifica Fukuyama



Marcelo Colussi

 

"Lo que demonizó a Carlos Marx e hizo de él un adversario formidable, no fue haber predicado la revolución, sino haber demostrado su inevitabilidad, aunque tal vez ocurra de manera diferente a como lo soñó."

Jorge Gómez Barata

 

"Defiendo la construcción del Estado como uno de los asuntos de mayor importancia para la comunidad mundial, dado que los Estados débiles o fracasados causan buena parte de los problemas más graves a los que se enfrenta el mundo: la pobreza, el sida, las drogas o el terrorismo". Esta idea jamás podríamos asociarla al pensamiento neoliberal, que se caracteriza por una apología de la libre empresa y de la reducción del Estado. Pero curiosamente es lo que dice Francis Fukuyama en su libro "Construcción del Estado: gobierno y orden mundial en el siglo XXI", del 2004.

 

Fukuyama, funcionario del gobierno estadounidense, se hizo famoso cuando en 1992 (acompañando la desintegración de la Unión Soviética y la reversión de todo el campo socialista de Europa del Este) pronunció el grito triunfal en su libro El fin de la historia y el último hombre: "la historia ha terminado". Pero en realidad lo dicho por él ni es pensamiento profundo, ni encierra ninguna verdad. ¡La historia no había terminado! ¿A quién se le podría ocurrir tamaño dislate? Es más que obvio que eso es una visceral manifestación ideológica, un grito de fanático atolondrado más que una serena reflexión de un acendrado académico.

 

A inicios de los ‘90, caído el muro de Berlín y derrumbado el campo socialista europeo, el capitalismo se sintió exultante, triunfal. Todo parecía indicar que la economía planificada no llevaba a ningún lado, y que el mercado se imponía como modelo único e inevitable. Coadyuvaba a esta visión la idea de democracias parlamentarias como más "civilizadas" y dando más respuestas a los problemas sociales que las "dictaduras" del proletariado de partido único. La misma población rumana, por ejemplo, se encargó de fusilar a un Ceauscescu con la misma saña que lo hicieran anteriormente los italianos con Mussolini. La derrota del experimento socialista, al menos presentada por la prensa capitalista, parecía total.

 

Fue tan grande el golpe –y en buena medida, el golpe mediático que el capital supo implementar al respecto– que el discurso dominante inundó toda la discusión. La izquierda misma quedó perpleja, sin argumentos. Parecía cierto que la historia nos dejaba sin respuesta. Pero la historia no había terminado. ¿Puede terminar acaso? ¿De dónde saldría esa monumental taradez?

 

El término "globalización" se adueñó de los espacios mediáticos y del ámbito académico, pasando a ser sinónimo de progreso, de proceso irreversible, de triunfo del capital sobre el "anticuado" comunismo que moría. Y nos lo hicieron creer. La siempre mal definida globalización pasó a ser el nuevo dios; según se nos dijo –Fukuyama fue uno de sus principales difusores– la misma traería desarrollo y prosperidad para todo el planeta. La historia había terminado (mejor dicho: el socialismo había terminado), y el término que lo expresaba con elegancia –por no decir con refinado sadismo– era globalización. No se podía estar contra ella.

 

Levantar los "viejos, anticuados, antidiluvianos" planteos del socialismo, del "defenestrado" marxismo, condenaba al ostracismo. Eran solo quimeras de nostálgicos trasnochados. O, al menos, eso fue el discurso dominante, que buena parte de la izquierda terminó aceptando. A tal grado lo aceptó, que en muy buena medida esa izquierda fue cooptada por la ideología del posibilismo, de la resignación. De ahí que, ante tanto golpe recibido, algunos años después la aparición de izquierdas "light" (encabezadas en muy buena medida por Hugo Chávez en Venezuela con la propuesta de un renovado socialismo del siglo XXI -nunca definido hasta el día de hoy-) encendieran tantas esperanzas.

 

Para los años 90 del pasado siglo el optimismo triunfalista del neoliberalismo en boga campeaba sobre el mundo. Después de las fracasadas experiencias socialistas (bueno, habría que discutir más eso del "fracaso"), o mejor dicho: después de la presentación mediática que hacía el capitalismo victorioso de los acontecimientos que marcan estos años, no parecía quedar mayor espacio para las alternativas. Con fuerza irrefrenable, las políticas neoliberales barrieron el planeta. Según nos aseguraban sus mentores, por fuerza traerían la paz y la felicidad. Se quitaban así del medio, de un plumazo, los inconmensurables logros que habían traído todas esas experiencias socialistas, en cualquiera de sus expresiones: en la Rusia bolchevique, en la China con Mao Tse Tung, en la Cuba revolucionaria, en Vietnam, en la Nicaragua sandinista (cuando Daniel Ortega era comandante guerrillero y no empresario como es ahora). En todas esas experiencias, no hay que olvidarlo nunca, se terminó con el hambre, con la desnutrición crónica, con el analfabetismo, con la exclusión de los por siempre excluidos. En todas esas experiencias -¡no hay que olvidarlo jamás!- el poder popular fue un hecho, las mujeres mejoraron sustancialmente su condición de eternas oprimidas, no hubo niños de la calle, el deporte y la cultura pasaron a ser política de Estado, y los logros científicos (Premios Nobel a granel) brillaron rutilantes. Ningún país que fue intervenido con planes neoliberales (léase: capitalismo despiadado sin anestesia) logró algo de eso; por el contrario, en todos (¡en todos!, tanto del opulento Primer Mundo como entre los pobres del Sur) creció alarmantemente la pobreza, aunque hubieran supermercados abarrotados de productos maquilados en el Tercer Mundo.

 

Pero hoy, dos década y media después de este grito de guerra proferido por Fukuyama y respaldado por el "No hay alternativas" de la Dama de Hierro Margaret Tatcher, la realidad nos muestra algo bastante distinto a paz y felicidad planetarias. El capitalismo creció, sin dudas, pero a condición de seguir generando más pobreza y devastando el planeta. La riqueza se reparte cada vez en forma más desigual, con lo que puede decirse que si algo creció, es la injusticia. Y las guerras no sólo no han desaparecido sino que pasaron a ser un elemento vital en la economía global; de hecho, en la dinámica de la principal potencia, Estados Unidos, es su verdadero motor, ocupando alrededor de un cuarto de todo su potencial y definiendo su estrategia política tanto interna como internacional. Pero peor aún: las estrategias bélicas siguen domiando el panorame político mundial, teniéndose la posibilidad de un enfrentamiento con armas nucleares como una circunstancia real, lo que traería la peor tragedia para la Humanidad. Por tanto: la historia no había terminado. ¿Podemos quedar impasibles ante tamaña estupidez intelectual? ¿No debemos reaccionar ante esa fanforrenería académica y levantar nuestra voz? La historia sigue, y aunque la escriban los que ganan, ahí está devorando seres humanos, cambiando, transformándose continuamente, haciéndonos ver que junto a la "oficial" hay otra historia: la verdadera.

Después de unos primeros años de impactante conmoción, tanto el campo popular como el análisis objetivo de los hechos fueron saliendo del estado de shock, haciéndose evidente que este momento de euforia de los grandes capitales era un triunfo coyuntural, enorme sin dudas, pero no más que eso: un triunfo puntual (una batalla) en una larga historia que sigue su curso. ¿Por qué iba a terminar la historia?

"Siéntate al lado del río a ver pasar el cadáver de tu enemigo", enseñó hace dos mil quinientos años el sabio chino Sun Tzu en el Arte de la Guerra. Parece que este oriental entendió mejor el sentido de la historia que este moderno oriental americanizado, Fukuyama. La historia no termina.

Después de observar los desastres que ocasionó el retiro del Estado en la dinámica económico-social de tantos países siguiendo las recetas (impuestas, por supuesto) de los organismos financieros internacionales de Bretton Woods (Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial) en esta ola neoliberal absoluta, también hay gente pensante que reacciona. Este desastre –con éxodos imparables de inmigrantes desde el Sur hacia el Norte, con niveles de violencia creciente, con brotes desesperados de terrorismo– torna al mundo cada vez más problemático, más invivible. Y ahí aparece nuevamente Francis Fukuyama.

En realidad, en el libro citado del año 2004 no se desdice radicalmente de lo dicho años atrás, pero lo matiza. Lo cual, en otros términos, no es sino expresión de una inconsistencia intelectual enorme. Un grito de guerra no es teoría. Y lo que años atrás se nos presentó como formulación seria y sesuda –que la historia había terminado– no pasa del nivel de pasquín barato de pueblito de provincia, mal redactado y mucho peor pensado. No hay en juego ningún concepto riguroso: sólo hay fanfarronería ideológica. Si luego Fukuyama debió apelar a esta revalorización del papel del Estado, ello es lisa y llanamente porque la historia le demostró la inconsistencia del show propagandístico que nos lanzó años atrás. Además, pone el acento en el Estado y no en las relaciones estructurales que el mismo expresa. El problema no está en el Estado, si debe ser fuerte o débil: el problema siguen siendo las luchas de clases, la estructura real de la sociedad, de la que el Estado es su expresión. ¿Acaso terminaron las luchas de clases? Si así fuera, ¿para qué los centros de poder siguen almacenando armas y denostando al marxismo como su peor enemigo?


La historia no ha terminado, porque la matriz misma del ser humano es eso: la historia, el devenir, el fluir. Ser y tiempo (historia), dijo Heiddeger. "No podemos bañarnos dos veces en un mismo río", sentenció Heráclito de Efeso hace dos milenios y medio en la Grecia clásica. No se equivocaba: la historia pasa, fluye, no se detiene. El capitalismo –exultante, victorioso, lleno de glamour y de gloria en la actualidad, pero que hace agua por doquier– es solo un momento de esa historia. Nada es eterno. ¡Sí hay alternativas!, habría que responder. En tanto haya injusticias, habrá quien levante la voz y se oponga a las mismas, aunque hoy día se amarre la protesta, se la criminalice y se la intente reemplazar por espejitos de colores. ¡Esa lucha interminable es nuestra historia como especie! 

domingo, 21 de agosto de 2016

ANASTASIA SOMOZA




Por Juan Gaudenzi

El demócrata Jimmy Carter (presidente de Estados Unidos entre 1977 y 1981) fue una pieza clave para terminar con la dictadura somocista tras casi 40 años en el poder en Nicaragua.


Primero suspendió la ayuda militar al último de la sangrienta dinastía, Anastasio Somoza Debayle (“Tachito”). Después, cuando fracasaron sus intentos para detener la marea insurgente del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) mediante la intervención de una fuerza interamericana de paz, convenció al dictador para que renunciara, en 1979.



Treinta y siete años más tarde otra demócrata estadounidense, la aspirante a la Presidencia Hillary Clinton, cuenta entre sus colaboradores con una joven llamada Anastasia Somoza ¿Coincidencia? En absoluto. Se trata de la sobrina nieta del feroz ex mandatario nicaragüense, ajusticiado por un comando guerrillero argentino en Paraguay, su país de exilio, el 17 de setiembre de 1980.



Anastasia es hija de Gerardo Somoza Urcuyo, uno de los siete hijos de Luis Somoza Debayle, hermano mayor de Anastasio.



Después del asesinato de Anastasio Somoza García (a) “Tacho” – en la cumbre del poder político y militar durante 16 años gracias al apoyo estadounidense – el 21 de septiembre de 1956, a manos del poeta Rigoberto López Pérez, lo sucedió Luis Somoza Debayle, abuelo de Anastasia y uno de los hombres más ricos del continente, quien gobernó con puño de hierro hasta 1963.





Al asumir el cargo el Cardenal de Nueva York, Francis Joseph Spellman, le envió un mensaje diciéndole: "Estoy seguro que su padre hubiera estado muy complacido de saber que usted será su sucesor".



Entre la gestión de Luis y la de su hermano “Tachito” gobernaron dos incondicionales de la familia Somoza: René Schick Gutiérrez, probablemente asesinado en agosto de 1966, y Lorenzo Guerrero Gutiérrez, responsable de la represión de una manifestación opositora al somocismo, con un saldo de entre mil y mil quinientos muertos.



Luis Somoza Debayle murió el 13 de abril de 1967 por un ataque al corazón, siendo sepultado en la cripta de los oficiales de la Guardia Nacional al lado de los restos de su padre en el Cementerio General (u Occidental) de la capital Managua.



La estrecha relación de los Somoza con el poder estadounidense es de larga data. Como el muro fronterizo con el que actualmente Donald Trump amenaza a México, pretendiendo que sea este país quien lo pague, a principios de los años 30´s Washington retiró a los marines con los que había intervenido en los enfrentamientos internos de Nicaragua y los reemplazo por una Guardia Nacional que ese país debía sufragar. Para ello el entonces presidente Juan Bautista Sacasa tuvo que desviar fondos destinados a la educación pública. Anastasio Somoza García quedó al frente de la nueva fuerza armada y por medio de ella logró lo que las tropas estadounidenses no habían podido conseguir: el asesinato del patriota y líder de la resistencia contra el invasor: Augusto Cesar Sandino. El comando de la Guardia Nacional también le permitió a Somoza derrocar a Sacasa y desde la Presidencia convertirse en el principal aliado del demócrata Franklin D. Roosevelt en la región.



Todos o casi todos los miembros de la familia-mafia somocista estudiaron en Estados Unidos y algunos de ellos pasaron por la Academia Militar de La Salle en Oakdale (Nueva York) y West Point. “Tacho” hablaba mejor el inglés que el español. En su libro “Los Somoza; una estirpe sangrienta”, Pedro Joaquín Chamorro, propietario y director del periódico “La Prensa”, asesinado por órdenes de Anastasio Somoza Debayle el 10 de enero de 1978, relata como las torturas que sufrió durante sus encarcelamientos e interrogatorios fueron lecciones bien aprendidas por la Guardia Nacional de sus asesores estadounidenses.



Los nexos políticos, económicos, militares y criminales entre Managua, Washington y Nueva York impiden considerar casual que el presidente Bill Clinton haya elegido el aula a la que asistía la entonces niña Anastasia para escuchar de ella un dificultoso pedido de ayuda para que su hermana menor (igualmente discapacitada) también pudiese estudiar.



Desde entonces la carrera de Anastasia fue en continuo ascenso hasta terminar, hace algunos días, compartiendo el podio con Hillary Clinton en el cierre de la Convención Demócrata.



Estas son sólo algunas de sus actividades y logros dentro de un extenso curriculum:



Apoyó la postulación de Hillary para el Senado y su campaña presidencial del 2008.



Entre abril del 2008 y septiembre del 2012 se desempeñó como tutora bilingüe en alfabetización, matemáticas y comunicación no verbal para jóvenes y adultos con y sin discapacidad.



 En el 2010 se incorporó como voluntaria a la Fundación de William J. Clinton y desde allí respondió los correos electrónicos recibidos después del terremoto en Haití, además de encargarse de tareas administrativas adicionales.



En el 2013 y 2014 trabajó en la promoción y recaudación de fondos para la Iniciativa Global Clinton destinada a la Educación para Padres y Centro de Recursos para niños con discapacidades en China.



En el 2015 participó como panelista en un congreso del Education Center Training, en Beijing, con una ponencia sobre la discapacidad de una mujer con parálisis cerebral.



Con su historia familiar y su incapacidad a cuestas Anastasia ha logrado transitar exitosamente por el mundo de la política, las ONG’s, la academia, etc. Ella no es responsable ni de la monstruosidad de sus antepasados ni de su enfermedad. Está claro que ha luchado frontalmente contra esta al punto que en lugar de un obstáculo parece ser un estímulo para superarse a sí misma y ayudar a otros. El interrogante consiste es saber cómo puede lidiar con su nombre y con unos padres que la bautizaron así en homenaje a uno de los seres más siniestros de la historia.



Puede especularse con que, dada su incapacidad, Anastasia ignora todo sobre sus ancestros o que, como los padres adoptivos de los hijos de asesinados o desaparecidos por la dictadura militar argentina, los suyos optaron por el silencio o la mentira. Pero, ¿y los Clinton? Ellos conocen perfectamente sus orígenes ¿Qué los motivó entonces a ayudar y promover a Anastasia? En la más ingenua de las hipótesis: el mismo razonamiento de que los hijos o nietos no tienen por qué pagar las consecuencias de la maldad de los mayores.



Quienes piensan que los sentimientos tienen poco que ver con la política consideran otra posibilidad mucho menos inocente. Cuando en 1984 la enmienda Boland en el Congreso estadounidense acabó con la ayuda a los contrarrevolucionarios nicaragüenses (“la contra”) algunos de los funcionarios más cercanos al presidente Ronald Reagan organizaron una compleja red de financiamiento y abastecimiento ilegal con dos fuentes principales de alimentación: el dinero generado por la introducción masiva de drogas en Estados Unidos y el proveniente de la venta de armas a Irán (por entonces en guerra con Irak).



Para el primer propósito el aeropuerto de Mena, en Arkansas, pasó a tener una importancia estratégica. ¿Y quién era el entonces gobernador de Arkansas? Bill Clinton, sospechoso de hacer la vista gorda al desembarque de toneladas de narcóticos procedentes de Colombia y México y el embarque de armas y pertrechos para la contra. A cambio de esto Clinton habría recibido fuertes sumas de dinero para el financiamiento de su campaña presidencial por parte de los principales dirigentes somocistas ansiosos por recuperar el poder. La cadena de favores mutuos bien podría haber incluido la ayuda a las hijas discapacitadas de Gerardo Somoza Urcuyo

lunes, 8 de agosto de 2016

Agosto: aniversario de las bombas atómicas en Japón Aún seguimos esperando las disculpas



Marcelo Colussi

Olvidar es repetir

Inscripción en la entrada del Museo del Horror de Auschwitz

Todos los imperios son detestables. Todos, absolutamente todos por igual. Lo son no sólo porque impongan a los dominados su cultura, su modo de vida, su cosmovisión, porque los expolien económicamente, porque los degraden en términos humanos. Son detestables, además, porque basan su dominio en la fuerza bruta. En ese sentido ningún imperio se diferencia de otro. Su mensaje es violento, y la violencia engendra más violencia: círculo vicioso del que es muy difícil salir.

¿Es Estados Unidos más malvado que el Imperio Romano? ¿O que la Confederación Inca en su expansión por medio continente sudamericano? ¿Quiénes fueron más despiadados: el católico reino de España en su conquista de América o las hordas de Gengis Khan en Asia Central? En definitiva, ¿no estaban alentados por similar ansia de poder los faraones egipcios que la "raza superior" de los nazis? Entramos al tercer milenio de ¿civilización? y la fuerza bruta sigue siendo la que marca la diferencia entre los pueblos. En ese sentido: ¡el tamaño sí importa! Continúa imponiendo las condiciones, igual que en la época de las cavernas, el que detenta el garrote más grande. Lo patético es que hoy ese garrote se llama energía nuclear, y con eso estamos eternamente ante un barril de pólvora, siempre listos para la catástrofe atómica que puede extinguir a la Humanidad en su conjunto y toda forma de vida sobre la faz del planeta.


La diferencia con el imperio actual radica únicamente –lo cual no es poco– en las características de su poderío. El poder destructivo que acumuló la sociedad estadounidense no tiene parangón en la historia. Como todo imperio seguramente también caerá. Pero por ahora, aunque va perdiendo el dinamismo de décadas pasadas, no. Al contrario, como gigante malherido, está dispuesto a tornarse cada vez más violento, a defender cada vez en forma más brutal sus privilegios. Por lo pronto, su capacidad bélica es desmedida: la mitad de los gastos militares del mundo se hacen ahí. Un 25% de su economía está dedicada a la industria de guerra, y si bien terminó formalmente la Guerra Fría, la agresividad belicista no termina.

Para dejar en claro que no cederían un milímetro en su creciente dominio planetario, la dirigencia de este país hizo algo que ninguna otra sociedad se ha atrevido a hacer hasta ahora: usar armas nucleares contra población civil no combatiente.

Llenándose la boca con altisonantes palabras como "democracia", "libertad", "derechos humanos", su agresividad no tiene comparación. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial son, sin ningún lugar a dudas, la super potencia capitalista; en modo alguno era necesaria la carnicería de Hiroshima y Nagasaki para evidenciar su poder. Pero el poder es así: impune.

Vencida ya la Alemania nazi y a punto de capitular el gobierno de Japón, la suerte de esa gran contienda que enfrentó prácticamente a toda la humanidad ya estaba sellada para agosto de 1945. Arrojar armamento nuclear no cambiaba en nada la resolución militar. Fue, en todo caso, una amenaza. Tal como hoy día lo es, en buena medida, la hiper militarización del mundo. La paz no se construye de esa manera: los misiles nucleares de Corea del Norte son "malos". ¿Los de Washington son "buenos"?

"Aquí mandamos nosotros, y eso no se discute". Ese, solo ese, fue el mensaje que enviaron las dos explosiones atómicas. Una advertencia al mundo: a las otras potencias capitalistas, y al incipiente campo socialista.

Pero el mundo ya no es el mismo. Hoy día Estados Unidos no tiene el monopolio nuclear. El mundo cambia, y aunque el campo socialista ha sufrido últimamente duros reveses, la reacción de las grandes masas humanas que siguen viviendo con penurias no ha terminado. La historia la escriben los que ganan; en este caso, sobre los hongos nucleares que costaron miles de vidas. Pero la historia no ha terminado.

¿Pedirán perdón alguna vez los dirigentes estadounidenses por esa inmoral masacre cometida en Japón en 1945? Es lo mínimo que se podría esperar de un país civilizado.

En complemento:

domingo, 7 de agosto de 2016

Jóvenes latinoamericanos: “¿sospechosos?”



Marcelo Colussi

El 80% no se mete. Hay jóvenes invisibles, son la mayoría: viven escondidos para evitarse problemas.

Joven de una barriada pobre de Guatemala

En el que ahora parece muy lejano año 1972 –lejano no tanto por la distancia cronológica sino por otro tipo de lejanía– decía el en ese entonces presidente de Chile socialista, Salvador Allende, que “ser joven y no ser revolucionario es una contradicción hasta biológica”.

Hoy, casi cuatro décadas después y habiendo corrido mucha –¿quizá demasiada?– agua bajo el puente, esa afirmación parece fuera de contexto. ¿Se equivocaba Allende en aquel momento? ¿Cambiaron mucho las cosas en general? ¿Cambió la juventud en particular? Y si cambió, ¿por qué se dio ese fenómeno?

Por lo pronto, hablar de “la” juventud es un imposible. De hecho, “juventud” es una construcción socio-cultural, por tanto sujeta a los vaivenes de los juegos de fuerza de la historia, de los entrecruzamientos de poderes, cambiante, dinámica. Como mínimo, habría que hablar de distintos modelos de juventud, situándolos explícitamente: ¿juventud urbana, rural, de clase alta, pobre, marginalizada, varones, mujeres, estudiante, trabajadora, desocupada? ¿Juventud que emigra a los Estados Unidos? ¿Juventud rural emigrada a la ciudad viviendo en zonas precarias y marginales? ¿Juventud que practica golf y piensa en su doctorado en Harvard? El rompecabezas en cuestión es complejo. ¿De qué “juventud” hablamos? Para muchos –en las áreas rurales fundamentalmente– a los 30 años ya se es un adulto consumado, con hijos, quizá con nietos, mientras que en ciertas capas urbanas –minoritarias por cierto– a esa edad, siguiendo patrones del Norte del mundo, aún se vive lo que podríamos llamar “adolescencia tardía”, sin trabajar, disfrutando aún la condición de estudiante y el dulce pasar que trae la falta de carga familiar. En toda Latinoamérica este rompecabezas adquiere mayor complejidad aún si consideramos el tema étnico: ¿juventud indígena?, ¿juventud no-indígena? Más allá de la edad, no hay muchos elementos en común entre tantas y tan diversas realidades.

Las sociedades latinoamericanas en general tienen un perfil especialmente joven. O “joven”, al menos, para los parámetros que imponen las visiones dominantes, que no son las nacidas en estas latitudes precisamente. Es algo así como la noción de belleza: se es “bello” o “bella” siguiendo esquemas eurocéntricos; el hueso que atraviesa la nariz, el poncho o los ojos color castaño no gozan de la mejor reputación en este ámbito, y la belleza va de la mano del modelo de “conquistador blanco”. Dicho de otro modo: el esclavo piensa y reproduce la cabeza del amo. ¿Por qué es atractivo para los “morenitos” del Sur teñirse el cabello de rubio? La ideología dominante es la ideología de la clase dominante, sin dudas.

A partir de esa cosmovisión hegemónica que concibe expectativas de vida superiores a, por lo menos, 60 años, puede decirse que las categorías niñez, adolescencia y juventud comprenden, sumadas, más de la mitad de la población total de la región latinoamericana. Es decir: son colectivos jóvenes, con tasas de natalidad muy altas. A diferencia, por ejemplo, de Europa –donde la población envejece sin recambio generacional– en América Latina, con índices de crecimiento demográfico elevados, la población total se viene duplicando a gran velocidad en estas últimas décadas, lo que hace que el grupo etáreo menor de 30 años crezca muy rápidamente. Y justamente ahí, en ese gran segmento, se encuentran problemas crónicos que no están recibiendo las respuestas adecuadas.

Las poblaciones jóvenes de las mega-ciudades que cada vez se expanden más en la región (donde se encuentran algunas de las urbes más grandes del mundo, con alrededor de 20 millones de habitantes, y que siguen recibiendo sin parar inmigrantes internos que huyen de la pobreza crónica del campo), por una compleja sumatoria de factores, en vez de verse como el “futuro” del país, en muy buena medida esos grupos poblaciones constituyen un “problema”. Problema, claro está, para el discurso dominante. ¿Por qué problema? Porque los modelos de desarrollo económico-social vigentes no pueden dar salida a ese enorme colectivo, y lo que debería ser una promesa hacia el porvenir, una “semilla de esperanza” –para decirlo en clave de político en campaña proselitista– en muy buena medida es una carga, un trastorno para la lógica del poder que no encuentra salida digna para tanta gente.

Por lo pronto vemos que no hay “una” juventud, sino situaciones diversas, con proyectos disímiles, antagónicos en muchos casos. Pero hay un común denominador: en ningún caso está presente esta figura que evocaba Salvador Allende. La vocación revolucionaria de la juventud parece haberse extinguido; o, al menos, está muy adormecida. ¿Qué pasó? ¿Tanto se equivocaba el presidente chileno, o tanto han cambiado las circunstancias?

Según puede leerse en un análisis de situación sobre la realidad de los países centroamericanos –extensible a otros de Sudamérica también– formulado por una de las tantas agencias de cooperación que trabajan la problemática juvenil (en este caso, la estadounidense USAID), “la falta de oportunidades de educación, capacitación y empleo limita severamente las opciones de los jóvenes y la mayoría se ven obligados a ser trabajadores no calificados antes de los 15 años. Esto es particularmente grave entre los jóvenes del área rural. Desesperados, muchos de ellos emigran a las ciudades y otros países en busca de trabajo y un número cada vez mayor cae en el “dinero fácil” provisto por el crimen organizado y las pandillas juveniles”.

Es evidente que para la visión dominante hoy día la juventud, o buena parte de ella al menos, ha pasado a ser un “problema”; de esa cuenta, rápidamente pude “caer en el dinero fácil”, en los circuitos de la criminalidad, en la marginalidad peligrosa. En ese sentido, es siempre un peligro en ciernes. Sin negar que estas conductas delincuenciales en verdad sucedan, desde esa óptica de cooperación a que nos referimos, “juventud” –al menos una parte de la juventud: la juventud pobre, la que marchó a la ciudad y habita los barrios pobres y peligrosos, la que no tiene mayores perspectivas– es intrínsecamente una bomba de tiempo. Por tanto, hay que prevenir que estalle. Y ahí están a la orden del día las sacrosantas campañas de prevención.

¿Prevención de qué? ¿Qué se está previniendo con los tan mentados programas de prevención juvenil? ¿Cuáles son los supuestos implícitos ahí?

Es evidente que cierta juventud (la que no tiene oportunidades, la excluida, la que se encuentra en los grandes asentamientos urbanos pobres –que, dicho sea de paso, alberga a una cuarte parte de la población urbana de Latinoamérica–) constituye un “peligro” para la lógica de las élites dominantes. Hoy el peligro no es, como festejaba casi cuatro décadas atrás Salvador Allende, ser “joven revolucionario”. Pareciera que la sociedad bienpensante ya se sacó de encima eso; el peligro de la revolución social y las expropiaciones salió de agenda (al menos por ahora). En estos momentos la preocupación dominante respecto a los jóvenes –a estos jóvenes de urbanizaciones pobres, claro– es que puedan “ser un marginal”, caer en las pandillas, buscar el “dinero fácil”.

La idea de prevención en ciernes pareciera que apunta a prevenir que los jóvenes delincan, ¡pero no que no sean pobres! Este último punto pareciera no tocarse; lo que al sistema le preocupa es la incomodidad, la “fealdad” que va de la mano de lo marginal: ser un pandillero, ser un asocial, no entrar en los circuitos de la buena integración. Lo que está en la base de este pensamiento es una sumatoria de valores discriminatorios: ser morenito, estar tatuado, utilizar determinada ropa o provenir de ciertas áreas de la ciudad ya tiene un valor de estigma. Como dijo sarcásticamente alguien: “la peligrosidad de los jóvenes está en relación inversamente proporcional a la blancura de su piel”. ¿Por qué tanta policía de “gatillo fácil” ensañada con cierta juventud? ¿Qué es lo que se busca prevenir entonces cuando se hace “prevención” con los jóvenes?

Las causas por las que se dan determinadas conductas –las delincuenciales para el caso– no se tocan allí; la prevención, en esa lógica, es ese mecanismo aséptico que apunta a los síntomas, a lo visible, lo superficial. Se busca cosméticamente que no se vea la punta desagradable del iceberg; pero la masa principal se desconoce. ¡Y ahí está justamente lo más importante! ¿Por qué ahora hay un imaginario que liga en muy buena medida juventud con peligro? Porque ese sector, ese enorme colectivo, el que años atrás se movilizaba y, rebelde, emprendía la crítica al sistema –tomando las armas en más de un caso, con una mística de abnegación que hoy parece haberse esfumado– hoy día está pasando cada vez más a ser un problema para el equilibrio sistémico en tanto el capitalismo se empantana cada vez más no pudiendo asimilar cantidades crecientes de población que buscan incorporarse al mercado laboral y a los beneficios de la modernidad. Ante ello, ante esa cerrazón estructural del sistema capitalista, la masa crítica de jóvenes en vez de verse como “promesa de futuro” termina siendo una carga. Al no saber qué hacer con ella, y siempre desde autoritarios criterios adultocéntricos, termina identificándola en gran medida con la violencia, con el consumo de droga, con el alcoholismo y la haraganería; en definitiva, con todo lo que pueda ser negativo, reprochable. Si años atrás la policía podía detener a un joven por “sospechoso de guerrillero subversivo”, hoy día puede hacerlo por sospechoso de ¿“violento”?, de ¿“pobre”?, simplemente de ¿“joven”?

Ahora bien: el sistema también genera antídotos, prótesis que le permiten seguir funcionando. Si bien es cierto que la juventud dejó de ser ese fermento “biológicamente revolucionario” (y molesto para la dinámica dominante) de años atrás, y en buena medida hoy es sinónimo de “sospechosa”, paralelamente aparece otro modelo, nuevo sin dudas: el joven “comprometido”. Pero no con un compromiso como puede haber sido el de aquel modelo de juventud politizada de algunas décadas atrás, sino un compromiso mucho más “light”, para decirlo con términos que ya nos marcan el ámbito cultural dominante: globalización neoliberal triunfante, individualismo, ética del sálvese quien pueda, fin de las ideologías, pragmatismo y lengua inglesa como insignia del triunfo en juego: el “number one” como aspiración, para no ser un looser.

Cultura “light”, actitud “light” … ideología “light” por lo tanto. Eso pareciera que es lo que está en juego, y buena parte de la juventud, la que no es sospechosa de peligrosidad, la que no remeda la pandilla, ahora presenta este perfil. Hablamos de una juventud comprometida, pero no como lo era en otro momento histórico, lo cual la llevó en muchos países latinoamericanos a tomar actitudes radicales –que, no olvidar, se pagó con la propia vida–. Pareciera que esta juventud actual que se “compromete” con su entorno no pasa de participar en actividades de voluntariado social, ayudando a sus congéneres en servicios que, si bien no son llamadas “caritativos”, no están muy lejos de ello. ¿Qué son, si no, todos estos voluntariados que surgen cada vez más con más fuerza? El compromiso llega hasta ir a atender niños pobres en un orfelinato un fin de semana, o viejitos en un geriátrico. Loable, claro… pero ¿qué significa eso? ¿No es eso lo que siempre han hecho los Boys Scouts o las Damas de Caridad? ¿Eso es el “compromiso” social?


Aunque dicho demasiado esquemáticamente quizá, hoy pareciera que la juventud en América Latina básicamente discurre entre estos modelos: o se es sospechoso (por ser pobre, por estar excluido, por portar los emblemas de la disfuncionalidad –tatuajes, cierta ropa, provenir de una barriada pobre y marginal, el color de la piel, etc.–) o se es un joven “comprometido” desde estos nuevos esquemas de participación: compromiso light, despolitizado, en sintonía con la idea de responsabilidad social empresarial. Aunque, claro está, la realidad es infinitamente más compleja que eso: la juventud, retomando lo dicho por Allende, no puede dejar de ser rebelde. Y eso, guste o no guste, es un eterno fermento de cambio, aunque se la disfrace de lo que se quiera. 

Impunidad en Guatemala: el monstruo anda suelto



Marcelo Colussi

I

La impunidad define en muy buena medida la historia del país. Desde la época de la conquista este ha sido un territorio marcado por la violencia donde, pareciera, se puede hacer cualquier cosa sin consecuencias. “Vinimos aquí para servir a su Majestad, para traer la fe católica y para hacernos ricos”, afirmaba con total soltura uno de los primeros conquistadores y cronistas de estas tierras, Bernal Díaz del Castillo. Siglos después, durante la dictadura del general Jorge Ubico, el dueño de finca podía matar legalmente a quien “levantara la voz” dentro de su feudo, afirmándose así la impunidad histórica: “El que manda, manda; y si se equivoca… vuelve a mandar”. Guatemala, entrado el siglo XXI, si bien presenta un porcentaje de 1.4 de teléfonos móviles por persona (¿eso será el desarrollo?), sigue más atada al siglo XVI y a la figura del señor feudal que a la modernidad. La impunidad sigue siendo una constante.

El derecho de pernada (ius primae noctis, derecho de la “primera noche” que tenía el señor feudal en la Europa medieval con relación a las doncellas de su heredad), si bien no existe oficialmente, en fincas de los departamentos más alejados sigue funcionando. Pero junto a eso, cualquier conductor de automóvil propio o de transporte público puede transgredir la norma que sea seguro que no habrá castigo. Y cualquiera orina en la vía pública, deja de pagar impuestos o contrata un matón para mandar a matar a alguien seguro que no pasará nada.


La Fiscal General anterior, Claudia Paz y Paz, cuando asumió el Ministerio Público en el 2010, dijo que el grado de impunidad reinante permitía que el 98% de los crímenes cometidos quedara impune. Con su gestión, ese porcentaje bajó al 75%, lo cual puede verse como un gran logro, pero que no deja de evidenciar lo catastrófico de la situación: pese a su gestión transparente y claramente orientada a combatir la impunidad, la misma siguió siendo lo dominante: 3 de cada 4 ilícitos queda impune.

La impunidad es una constante cultural que atraviesa toda la sociedad. Para muestra, lo recientemente sucedido con el juicio al general José Efraín Ríos Montt. Presidente de facto tras un golpe militar, durante su corto período al mando de la casa de gobierno se llevaron a cabo las peores masacres contra la población indígena del país en el Altiplano Occidental, base social del movimiento revolucionario armado. Más de tres décadas después, luego de innumerables denuncias y testimonios, llegó a los tribunales. En un juicio limpio y contundente, se demostró su culpabilidad como jefe de Estado en la matanza de 1,700 personas de la etnia ixil. Por ello recibió una condena inconmutable a 80 años de prisión, como responsable de delitos de lesa humanidad. La impunidad permitió que pasara solo una noche detenido, y merced a arteras maniobras leguleyas su caso quedó prácticamente archivado (y él en libertad).

Queda claro que la impunidad es ley. El más poderoso hace lo que le plazca, y si bien existen poderes supuestamente independientes como en cualquier Estado moderno, el sistema de justicia no funciona.

II

En Guatemala, como en todo el mundo capitalista, manda el poder económico. La política, las ideologías, las religiones, la academia, son sus subsidiarias. Esa es una verdad inquebrantable.

¿Quién manda en Guatemala? Igual que en todo el mundo: el poder económico. El presidente (el actual al igual que cualquiera otro en la historia) es el administrador de turno. Manda muy relativamente; las decisiones finales se consultan –¿se obedecen?– a agentes fuera de la casa de gobierno.

Como país dependiente, muy poco desarrollado en términos industriales y ligado básicamente a la producción agrícola para el mercado internacional, los dueños reales de la economía (o de la nación) son unos pocos grupos. Algunos de ellos, con larga tradición, están presentes ya desde la colonia: “Vinimos aquí para servir a su Majestad, para traer la fe católica y para hacernos ricos” (y, por cierto, muchos lo lograron. Hay fortunas que arrancan en el siglo XVI con los primeros encomenderos, y se mantienen durante los siglos). Otros grupos van surgiendo en el siglo pasado y se vinculan a negocios modernos con un perfil más urbano (banca, servicios).

Esos sectores, que tienen su propio órgano representativo en las cámaras empresariales (el “sindicato” más fuerte del país, mejor organizado y con mayor poder de incidencia), han dominado la mayor parte de la economía desde siempre.

A este definitorio actor hay que agregar otro elemento de poder determinante, representante de una economía mucho más grande que la guatemalteca, que manda no sólo en el país sino en toda Latinoamérica, y en buena parte del mundo: la clase dominante de Estados Unidos, representada por su gobierno asentado en Washington y con tentáculos por todo el orbe. Esos dos sectores (alto empresariado y embajada estadounidense) son quienes mandan por estas tierras. El “pueblo”, el “soberano” a través de su voto… no es más que un convidado de piedra. La democracia (esto que se llama eufemísticamente “gobierno del pueblo”) no confiere el más mínimo poder de decisión al votante. Cuando el poder real, el de los empresarios y finqueros, se vio cuestionado en décadas pasadas ante el auge de lucha populares y la aparición de un movimiento guerrillero con ideales socialistas, apeló a quienes están para defenderlos: el ejército nacional.

La terminada guerra interna fue la respuesta que estos poderes dieron a quien osara proponer alternativas, transformaciones sociales, nuevos modelos. Está más que claro el resultado de todo eso: 200,000 muertos, 45,000 desaparecidos y la subsecuente despolitización de la protesta popular. La cultura light que actualmente vivimos (llamada “era democrática”) es una de sus secuelas. Lo patético de esa guerra es que se golpeó no sólo al movimiento revolucionario sino, fundamentalmente, a la base social sobre la que el mismo quería incidir. La estrategia de “quitarle el agua al pez” generó una pedagogía del terror que aún sigue vigente.

Pero en el transcurso de esa guerra (eufemísticamente llamada “conflicto armado interno” para restarle trascendencia en términos jurídicos), el poder armado del Estado, el ejército, tomó una dimensión desorbitada. Se le preparó para limpiar el país del “cáncer comunista”, pero en su accionar ese cuerpo militar tomó características especiales. Fenómeno único en toda Latinoamérica, donde igualmente las fuerzas armadas oficiales combatieron las protestas populares y las diversas iniciativas insurgentes que surgieron para los años 60/70 del pasado siglo, el ejército guatemalteco fue adquiriendo una proporción monumental. De hecho, pasó a ser una fuerza económica en sí misma, por tanto con gran incidencia política.

Quizá sin disputarle abiertamente espacios económicos a los poderes tradicionales, ese ejército –y todos los tentáculos que fue desplegando– se convirtieron en una nueva clase económico-social; sus dirigentes se convirtieron en nuevos empresarios/terratenientes. A partir de él, no como institución, pero sí a partir de muchos de sus altos mandos, surgieron poderes que ya nadie pudo dominar.

En cierta forma, el genio se salió de la lámpara. La institución castrense, y el poder desmedido que fue acumulando, sirvió de base para la aparición de poderes que, sin “existir” oficialmente, pasaron a ser actores claves de la dinámica nacional. Aparecieron los así llamados poderes paralelos u ocultos. Es decir: grupos preparados para la guerra contrainsurgente que fueron más allá de la batalla anticomunista, convirtiéndose en sectores independientes, con poder económico y con absoluta impunidad.

III

“La expresión poderes ocultos hace referencia a una red informal y amorfa de individuos poderosos de Guatemala que se sirven de sus posiciones y contactos en los sectores público y privado para enriquecerse a través de actividades ilegales y protegerse ante la persecución de los delitos que cometen. Esto representa una situación no ortodoxa en la que las autoridades legales del Estado tienen todavía formalmente el poder pero, de hecho, son los miembros de la red informal quienes controlan el poder real en el país. Aunque su poder esté oculto, la influencia de la red es suficiente como para maniatar a los que amenazan sus intereses, incluidos los agentes del Estado”[1].

O igualmente: “Fuerzas ilegales que han existido por décadas enteras y siempre, a veces más a veces menos, han ejercido el poder real en forma paralela, a la sombra del poder formal del Estado”[2].

Esa red de poderes tiene presencia muy fuerte, incuestionable, en la dinámica nacional. Según datos aportados por Naciones Unidas, manejan sectores “calientes” de la economía (contrabando, narcotráfico, crimen organizado, tráfico de personas y de armas, tala ilegal de bosques) disponiendo de no menos de un 10% del PBI. Evidentemente, constituyen un poder.

Hoy día, a partir de una geopolítica de Washington (esos grupos son demasiado impresentables y pueden crear problemas sociales a mediano plazo), vemos una avanzada contra estos sectores. Es así que aparece un inusual fortalecimiento de la instancia de Naciones Unidas destinada a combatir la impunidad en el país, hasta el año pasado con un perfil muy bajo: la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG). Y junto a ella, el Ministerio Público cobra un especial protagonismo. Por lo pronto la actual Fiscal General, Thelma Aldana, de derecha, quien reemplazara a la mencionada Claudia Paz y Paz –de izquierda– luego de un sucio movimiento politiquero, pareciera tener un perfil infinitamente más combativo, habiendo mandado a la cárcel a muchos más funcionarios que su antecesora. De hecho, se ha desatado una cruzada anticorrupción en el país. Vistas las cosas en superficialidad, pareciera que estamos realmente ante un combate contra la impunidad.

Ello, en realidad, obedece a una nueva estrategia de Washington, consistente en generar “golpes suaves” contra gobiernos que no son de su conveniencia, utilizando el combate a la corrupción como caballito de batalla para sacar de en medio a gobernantes díscolos. Esa estrategia se probó en Guatemala en el 2015, y por lo que se ve, ha servido luego en otros puntos de Latinoamérica para acometer contra gobiernos no favorables a Washington. Así es como sacaron del medio a Cristina Fernández en Argentina, Dilma Roussef en Brasil, cerraron el camino a Evo Morales en Bolivia y se prepararan condiciones para defenestrar a Rafael Correa en Ecuador y a Nicolás Maduro en Venezuela.

En Guatemala podríamos estar tentados de creer que efectivamente corren nuevos tiempos, y que la impunidad comienza a ser acorralada. La oligarquía tradicional, los medios de comunicación, pero más aún la embajada de Estados Unidos, se enfrascaron en esta lucha sin cuartel contra la corrupción y la impunidad. De hecho se asiste regularmente a la captura de algún empresario mafioso, en general ligado a esos poderes paralelos u ocultos arriba mencionados. Pareciera que hay una lucha de poderes entre grandes, donde los grupos de estos “nuevos ricos” van perdiendo la batalla.

Consecuencia de la pulseada, se comienzan a desbaratar algunas de estas redes, como por ejemplo La Línea, y como símbolo de los nuevos tiempos, algunos de los dirigentes de estas redes mafiosas van a parar a la cárcel, tal como sucedió con el ex presidente Otto Pérez Molina y la ex vicepresidenta Roxana Baldetti. Pero los poderes ocultos siguen vivos, operativos. Más aún: la impunidad sigue viva.

IV

La nueva actitud política que pareciera querer abrirse paso: una transparencia democrática no corrupta que va en contra de la impunidad, es algo absolutamente novedoso para el país. El Estado-finca que marcó y sigue marcando la historia nacional, los gobiernos represores y corruptos sin la más mínima sensibilidad social y la impunidad como práctica dominante (¿qué guatemalteco/a que esté leyendo este escrito no dio “mordida” alguna vez, o quién no compró algo de contrabando?, por poner solo algunos ejemplos), todo esto hace a la dinámica “normalizada” del país. Que el poder es corrupto e impune: ¡ni discutirlo! Es raro –¿significativo, hay agenda oculta?– que la embajada de Estados Unidos ahora se preocupe tanto por esto. El trato de banana country para con un país como Guatemala no ha cambiado en lo sustancial, de ahí que resulte llamativa esta cruzada que esa misma representación de Washington ahora impulsa con vehemencia. ¿Se está luchando realmente contra la impunidad y la corrupción, o se trata de las nuevas “revoluciones de colores”, los “golpes suaves” que la Casa Blanca implementa para revertir (roll back) administraciones díscolas y/o no convenientes para su estrategia?

Lo que sí es claro es que para su política hemisférica tener estos grupos delincuenciales al manejo de buena parte de un Estado es una preocupación, porque ello puede llevar a cierta ingobernabilidad, transformando países “gobernables” en pequeños Balcanes, en provincias autónomas manejadas por grupos criminales, pequeños ejércitos locales fueras de control. Algo de eso ya está sucediendo con el narcotráfico y su manejo de ciertas zonas, principalmente las fronterizas, en lo que la potencia del norte considera como su patio trasero, su zona natural de dominio: México y Centroamérica. Tener esta balcanización, este Afganistán tropical en su frontera sur, con todos los problemas político-sociales que ello puede traer aparejado, rompe su esquema de dominio y gobernabilidad. La actual cruzada contra las mafias no responde precisamente a dictados éticos: es parte de políticas de control. Antes apoyaban a dictadores corruptos como, por ejemplo, los Somoza en Nicaragua: “Un hijo de puta, pero ‘nuestro’ hijo de puta”, como dijera el presidente Roosevelt. Este cambio de timón no es azaroso: ¿interesa sinceramente terminar con mafias corruptas como todas las que se generaron en Guatemala a la sombra del Estado contrainsurgente (La Cofradía, El Sindicato, La Oficinita, La Línea, el Clan Moreno), o es pura pirotecnia mediática? ¿O existe real preocupación porque el genio se salió de la lámpara?

La pregunta de base sigue siendo la misma: ¿mandan esos poderes paralelos en Guatemala? No del todo (Pérez Molina y Baldetti están presos, y no los empresarios del CACIF, el Comité Coordinador de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras), pero sin dudas esas mafias no están terminadas. Definitivamente varias décadas de manejo de los aparatos del Estado con una lógica de control total como parte de la guerra contrainsurgente y anticomunista, permitieron al ejército hacerse de importantes cuotas de poder. Del manejo de la seguridad del Estado muchos altos mandos pasaron al manejo de sectores económicos. Pero siempre en su lógica del manejo de lo que fuera, su quehacer se entendió como acción encubierta, como práctica semi-clandestina. La impunidad reinante permitió e hiperpotenció la tendencia. Si así combatieron el comunismo internacional, permitiéndose cualquier cosa, desapareciendo y torturando, ¿por qué abandonarían esas prácticas cuando se trató de “hacer plata”? La economía del Estado-finca no alzó la voz cuando sus guardaespaldas “limpiaban el país de subversivos ateos”. Allí, los manejos violentos hecho a sangre y fuego fueron funcionales. Cuando esos manejos pasaron a mover economías, se tornaron impresentables. No hay que olvidar que las mafias son mafias, siempre y en cualquier lugar. Mandan un poco, pero el Estado “normal”, los países “gobernables” necesitan un orden “civilizado”, donde lo que prima –al menos oficialmente– es la ley, el estado de derecho, y no la violencia criminal.

Está claro que para el campo popular, para el gran pobrerío que sobrevive como puede, con ninguno de estos grupos de poder hay mayor beneficio: ricos tradicionales o nuevos ricos, la pobreza de las grandes mayorías se mantiene inalterable. En todo caso, a lo que se asiste hoy en Guatemala es a una lucha de espacios de poder entre la formalidad legalizada y estos nuevos sectores, hechos a base de plomo y fuego, amparados en una impunidad histórica, y más aún, en la impunidad que confiere el seguir manteniendo espacios dentro de la misma estructura estatal.

Si algo sigue presente sin miras de retirarse, es la impunidad. Eso ya es práctica normal, desde el chofer que atraviesa un semáforo en rojo o el varón separado que no pasa la cuota alimentaria para su hijo, hasta el empresario que evade impuestos o la amenaza de muerte para la Fiscal General por “meterse donde no debería meterse”.

En el medio de este clima de impunidad generalizada e histórica, y de zozobra para el ciudadano de a pie, asistimos al asesinato del capitán Byron Lima, comando Kaibil que participó en la guerra, formalmente detenido en la cárcel de Pavón, pero de quien se sabía manejaba importantes hilos del crimen organizado.

Decir impunidad es decir esto que acaba de suceder: un reo como Lima tenía importantes cuotas de poder, una maquila propia en el centro de detención, influencia política, aspiraciones presidenciales. Pero al mismo tiempo, impunidad es la posibilidad que en una operación comando 20 personas fuertemente armadas con equipo de guerra (fusiles de asalto y granadas de fragmentación) puedan terminar con ese preso. ¿Cómo entró arma de guerra en una prisión? ¿Quién dio la orden? ¡Eso es la impunidad!

¿A quién conviene esa muerte? Aún es muy prematuro decirlo, pero es evidente que allí hay algo más que una mera noticia policial. ¿Lo silenciaron para que no hablara ahora que CICIG y Ministerio Público están haciendo esta cacería de corruptos?

El sistema carcelario del país, dominado hace tiempo por los presos y donde ocurre todo tipo de crímenes ante la mirada pasiva de las autoridades, es un reflejo de lo que sucede en la sociedad: la impunidad manda.

El monstruo anda suelto, y en las actuales condiciones, nadie sabe cómo seguirá la historia. Lo cierto es que, como siempre, el que paga el pato es el pobrerío.



[1]Peacock, S. y Beltrán, A. (2006) “Poderes ocultos. Grupos ilegales armados en la Guatemala post conflicto y las fuerzas detrás de ellos”. Washington: WOLA.
[2]Robles Montoya, J. (2002) “El ‘Poder Oculto’”. Guatemala: Fundación Myrna Mack.