jueves, 29 de diciembre de 2011

Guatemala: 15 años de ¿paz? Muy poco para festejar


29 de diciembre 1996-2011
Guatemala: 15 años de ¿paz? Muy poco para festejar


Marcelo Colussi

El 29 de diciembre se cumple el decimoquinto aniversario de la Firma de la Paz Firme y Duradera. Quince años han pasado desde que los comandantes del movimiento armado (la URNG: Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca) y el gobierno del por entonces presidente Álvaro Arzú estamparan solemnemente sus firman para dar así por terminada la segunda guerra civil más prolongada del continente, luego de la colombiana.

Ya quince años de paz…. ¿De paz? Las interrogantes que se abren son muchas más que las respuestas.

Se dice y repite hasta el hartazgo que "la paz es mucho más que la ausencia de guerra". Verdad rotunda, sin dudas. En Guatemala ello se hace patéticamente evidente. Formalmente en el país hace ya una década y media que terminó el enfrentamiento bélico, pero muy lejos se está de la paz. Es cierto que ya no existe un clima de militarización con fuerzas armadas ocupando todos los espacios (los geográficos y también los sociales), enfrentamientos armados, zonas tomadas por la guerrilla e impuestos de guerra, estrategias contrainsurgentes con desaparición forzada de personas y campañas de tierra arrasada. Todo eso quedó en el pasado. Ahora el país, formalmente al menos, vive en "democracia". Ninguno de los dos contrincantes antaño enfrentados en el campo de batalla puramente militar ha vuelto a desarrollar acciones bélicas contra el otro; el cumplimiento del cese al fuego ha sido celosamente respetado por ambas partes, y sus fuerzas desmovilizadas se han integrado a la vida civil. De ello pueden dar fe una larga lista de observadores y acompañantes internacionales del proceso de paz. Pero la paz, si es cierto que ella es más que la ausencia puntual de guerra, es una realidad muy lejana en la cotidianeidad de la sociedad guatemalteca.

El país sigue presentando índices de pobreza y exclusión social alarmantes. Según datos de Naciones Unidas, ocupa el primer lugar en América Latina y el sexto a nivel mundial en desnutrición crónica (UNICEF, 2011). Por otro lado, dada la catástrofe medioambiental que se vive, el cambio climático lo coloca en cuarto nivel a escala global en orden a la vulnerabilidad derivada de los desequilibrios ecológicos, que golpean básicamente a los sectores pobres. El analfabetismo sigue siendo una dura realidad, con un 25% de su población que no lee y escribe (ya no digamos analfabetas digitales, donde apenas un 10% del total de sus habitantes se conecta a internet); el 51% de los guatemaltecos se encuentra por debajo de la línea de pobreza (2 dólares diarios de ingreso), las diferencias entre lo urbano y lo rural continúan tajantes, con población de origen maya siempre excluida, sin mayor representación política (8 diputados mayas sobre un total de 158), condenada a los peores y más mal pagados empleos, y para una buena parte de la juventud en general, maya y no maya (70% de la población tiene 30 años o menos) la única salida posible es marchar como inmigrante irregular a Estados Unidos en búsqueda de mejores horizontes. En otros términos: las causas estructurales que encendieron la mecha de la guerra civil en la década de los 60 del siglo pasado siguen vigentes.

Para completar el paisaje social donde la paz es, ante todo, una dudosa declaración discursiva, podría agregarse que hoy por hoy, a partir de una compleja sumatoria de motivos, la situación de inseguridad ciudadana coloca a la sociedad en un clima de zozobra perpetua, donde la criminalidad campea impune y la sensación de indefensión de la población civil, aunque por distintos motivos, no es tan distinta de la vivida años atrás en los momentos más álgidos del conflicto armado interno.

No cabe ninguna duda que hoy ya no se respira un agobiante clima dictatorial, que no hay retenes policiales ni militares a cada paso, que existen garantías constitucionales desconocidas algunos años atrás. Si se quiere hacer una lectura optimista de todo ello, sin dudas se puede concluir que hoy la guerra es algo del pasado, y el 15 º aniversario de la firma de la paz da para festejar mucho. Pero quedarse sólo con eso puede ser un tanto miope…, o malintencionado.

Hoy no hay guerra, eso es una realidad. No hay 20 muertos diarios producto de las acciones bélicas, no hay censura en los medios de comunicación, cualquiera puede expresar bastante libremente sus ideas sin temor a los servicios de inteligencia que lo estarán persiguiendo, se puede circular sin mayores restricciones por cualquier parte del país…, pero la paz no ha llegado. Y tal como van las cosas, nada indica que ande cerca, aunque se festeje quizá con cierta pompa un nuevo aniversario (u otros más en el futuro inmediato, porque nada indica que en el breve plazo vaya a darse un nuevo conflicto bélico interno).

Dos cuestiones importantes a destacar entonces. Por un lado, si bien hoy no existe una dinámica de guerra, un abierto clima bélico con combates, atentados y emboscadas, la sensación de inseguridad generalizada así como la cantidad de muertos diarios por hechos criminales colocan a Guatemala con tasas de violencia como si se tratara de un país en guerra. De hecho, está entre los más violentos del mundo (en el momento de festejar este nuevo aniversario, la cantidad de muertos diarios por hechos violentos ronda las 15 personas, con una tasa de homicidios de 45 por cada 100.000 personas al año, considerada altísima según los patrones internacionales). Junto a ello, abonando también al clima de violencia generalizada, como fenómenos directamente ligados a la cultura militarizada de la post guerra se da una serie de hechos altamente cuestionables y preocupantes: la cultura de violencia y desprecio por la vida que legaron tantos años de guerra está incorporada en la normalidad cotidiana. De ahí que puedan verse como hechos cotidianos los linchamientos, la "limpieza social" de "indeseables" (rateros, pandilleros, travestis), la proliferación de violentas pandillas juveniles con lógicas de acción y armamentos militares (lo que puede hacer pensar en agendas ocultas tras de ellas), el asesinato con posterior descuartizamiento de las víctimas, el feminicidio en curso (asesinato selectivo de mujeres con marcado sadismo, lo cual comporta mensajes políticos), y el consecuente pedido de "mano dura" por parte de la población para terminar con esta explosión de violencia que se presenta como incontenible. Por lo pronto, en las recién pasadas elecciones quien acaba de ganar la presidencia es un general retirado que justamente prometía endurecimiento contra esta inseguridad, y fue lo que le llevó a triunfar en la justa electoral, asentándose en el temor de la población, urbana en mayor medida.

Junto a esta primera consideración, no puede dejarse de mencionarse como otro elemento especialmente importante que conspira contra la paz, la expandida cultura de impunidad que barre toda la sociedad. En realidad, todos estos elementos se interconectan, y combinadamente son los que tornan tan difícil –cuando no imposible– hablar seriamente de una genuina paz en Guatemala: a) la pobreza crónica como común denominador con diferencias irritantes entre los más ricos y los más excluidos (el país tiene el promedio más alto del mundo en tenencia de automóviles Mercedes Benz per capita, así como de avionetas particulares, junto a índices de pobreza escalofriantes, como Haití o como países del áfrica sub-sahariana), combinado con b) los efectos que dejó la guerra (armas en manos de civiles por doquier, legales y no legales; agencias de seguridad privada que superan en número en un 600% a los efectivos policiales nacionales; aceptación normal de salidas violentas para resolver todo tipo de conflictos, estructuras del aparato contrainsurgente que no se han desmantelado y continúan manteniendo cuotas de poder, muchas veces enquistadas en el mismo Estado), todo lo cual se da sobre c) un mar de fondo de absoluta impunidad (según lo reconoce el mismo sistema de justicia oficial, 98% de los crímenes no llega jamás a condena; con algunos centavos, o con un buen matón a sueldo, cualquier juez se "ablanda", con lo que el mensaje dominante es, entonces, que la justicia no funciona).

Es importante resaltar que la impunidad no es sólo un efecto de los años de guerra; el enfrentamiento armado la dejó ver de un modo evidente, pero en realidad puede llegar a decirse que el mismo conflicto bélico vivido por 36 años y la modalidad que el mismo tomó fueron consecuencia de una impunidad crónica que marca toda la historia del país. Desde la constitución del Estado-nación moderno, en 1821, la unidad nacional no dejó de ser pensada y manejada como gran finca, con una aristocracia agroexportada mirando siempre hacia el extranjero (Europa o Estados Unidos), que basó su desarrollo económico en una inmisericorde explotación de la mano de obra desorganizada y barata, indígena en su mayoría. La cultura de impunidad recorre de cabo a rabo la formación de la sociedad guatemalteca, haciendo posible que un finquero fuera amo y señor de su tierra, disponiendo de un modo casi feudal lo que sucedía en su propiedad. A modo de ejemplo, valga decir que durante la dictadura del general Jorge Ubico, entre 1931 y 1944, existía una ley que legitimaba abiertamente esta impunidad permitiendo al finquero cometer cualquier tropelía contra el empleado díscolo, eximiéndolo de toda responsabilidad penal. Tiempo en que se vendían las fincas con "todo lo clavado y plantado, indios incluidos". Es decir: impunidad que marca la vida cotidiana en todos sus aspectos, haciendo que las asimetrías entre poderosos y desposeídos sean abismales, con un Estado que no hizo sino legitimar históricamente esas diferencias, siempre pensando en la agroexportación llevada a cabo por una escasa élite, multinacional muchas veces, y de espaldas a las grandes mayorías, rurales en lo fundamental. Impunidad que se expresa en todos los aspectos de la vida; valga como muestra la relación entre géneros, donde hasta hace algunas décadas la mujer que deseaba trabajar fuera de la casa necesitaba el consentimiento de su padre, esposo o tutor, o donde el varón que violaba a una mujer menor de edad, según una normativa jurídica nacional aprobada constitucionalmente, si ésta lo aceptaba luego como esposo, quedaba libre de toda responsabilidad criminal, ley que fue derogada recién después de la Firma de los Acuerdos de Paz.

Todo esto significa que la impunidad como norma es la matriz con la que se desenvolvió la sociedad guatemalteca a través de los años, de los siglos. La guerra civil que enlutó al país dejando una cauda de 200.000 muertos y 45.000 personas desaparecidas y de cuya finalización ahora se celebra el 15 º aniversario, expresa la brutalidad impune con que siempre se han manejado las cosas: el silencio y la resignación como norma, y cuando se pretende protestar, represión feroz, sabiéndose que quien reprime no tendrá consecuencias (de hecho, después de terminad la guerra y con la cantidad enorme de violaciones de derechos humanos registrada, no hay prácticamente ningún juicio que condene a los responsables de estos abusos –más de 600 masacres de aldeas campesinas, por ejemplo–, salvo algunos ocasionales "chivos expiatorios" (algún militar de bajo rango, algún agente de policía o algún patrullero civil, pero nunca alguien de la jerarquía castrense). Dicho en otros términos: la impunidad es la ley imperante.

Terminó la guerra, es cierto, pero las causas estructurales que la provocaron persisten, y la cultura de impunidad reinante hace que lo que se firmó 15 años atrás no haya podido, y como van las cosas, no vaya a poder concretarse nunca. Es decir que, tal como está la  situación real, los Acuerdos de Paz no pueden dejar de ser letra muerta para pasar a constituirse en hechos efectivos de la vida político-social en Guatemala. Los poderes reales del país (los grupos aristocráticos tradicionales ligados a la agroexportación o ligados a las nuevas economías globales, o las nuevas aristocracias emergentes, ligadas en muchos casos a economías no muy "santas" –narcotráfico, lavado de dinero, contrabando–, así como los llamados "poderes ocultos" que siguen manejándose con la lógica contrainsurgente de años atrás), si bien aceptaron la firma de la paz, nunca se comprometieron realmente con la misma. Lo que fijan los Acuerdos de Paz no es vinculante: nunca pasaron a ser texto constitucional. Se cumplieron a cabalidad los acuerdos que fijaban la desmilitarización concreta, la desmovilización de efectivos del ejército y del movimiento guerrillero con su correspondiente reasentamiento y opciones para la reinserción a una vida no militar. Pero todos aquellos acuerdos que fijaban –al menos en el papel– modificaciones reales a la estructura de poder en el país (tenencia de la tierra, tributación fiscal, políticas sociales) no pasaron de las buenas intenciones.

Podría decirse que en el único campo donde se registraron algunos reales avances es en la presencia cultural de los pueblos mayas. Hoy día el racismo no ha desparecido de la sociedad guatemalteca; ni siquiera eso se plantea seriamente con políticas públicas sostenibles. Pero sí es cierto que las nuevas agendas abiertas luego de la Firma de la Paz en 1996 visibilizaron bastante la situación de los pueblos originarios. No cambiaron en lo sustancial, pero al menos hoy tienen una presencia nueva con la que no contaron en la historia pasada. Esa es, quizá, la faceta más visible como cambio social en estos 15 años. De todos modos es preciso destacar que en ese cambio cultural hay mucho de cosmético, de espectáculo preparado en términos de "corrección política" y en el que cuenta mucho el apoyo económico de la comunidad internacional: se les permite y reivindican sus ceremonias religiosas ancestrales, por ejemplo, pero su situación económica real no cambia. Hace ahora un año en que se produjo un accidente donde un camión cargado de "indios" (80, para ser exactos) volcó, provocándose la muerte de alrededor de 20 de ellos. Era un camión que llevaba población maya a un corte de café igual a como se hizo históricamente, transportándolos de sus lugares de origen a las fincas de producción en las peores condiciones: el accidente dejó ver lo que continúa siendo la realidad social de los pueblos originarios, más allá de algunas transformaciones mas cosméticas que sustanciales: la mano de obra barata acarreada como siempre, aunque se alienten oficialmente sus ritos religiosos en un país de tradición católica a morir.

Ahora bien, si nada ha cambiado, si incluso puede pensarse que "poderes ocultos" siguen manejando metodologías contrainsurgentes fomentando el actual clima de inseguridad pública ("en río revuelto, ganancia de pescadores"…): ¿por qué se firmó la paz entonces? Eso hay que entenderlo en el contexto regional, pero más aún, en el concierto internacional. La guerra estaba empantanada desde hacía ya un buen tiempo antes que se sellara la histórica firma el 29 de diciembre de 1996. Técnicamente ninguno de los dos contendientes podía derrotar en forma abierta al otro; de todos modos, las estrategias contrainsurgentes seguidas por las fuerzas armadas habían desmovilizado ampliamente a las bases populares, campesinas en su mayoría, creando un clima de terror que no permitía el crecimiento político de la propuesta revolucionaria. De esa cuenta, la guerrilla no crecía, y mucho menos podía imponerse. Y para la derecha guatemalteca, si bien la convivencia con la guerra no le era cómoda, tampoco le era especialmente incómoda, dado que seguía adelante con sus negocios (siempre lo más importante en la lógica de acumulación del capital), en tanto las fuerzas armadas –dominantes de la escena política– habían conseguido un espacio económico que la guerra misma no le impedía, o más bien favorecía. Si se firmó la paz fue porque la composición del escenario internacional, dominado por la hegemonía estadounidense, no la alentaba, o dicho de otro modo: ya no necesitaba de estas guerras regionales en Centroamérica.

La Guerra Fría había tocado a su fin y los grupos armados ya no tenían mayor espacio para seguir moviéndose. En Nicaragua, caída la revolución sandinista por vía electoral en 1990, para la geoestrategia imperial ya no era necesario seguir manteniendo a la Contra en el plano militar. Ese reacomodo de fuerzas y los aires de "pacificación" que se fueron imponiendo para la región, hicieron que la guerrilla salvadoreña –el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, FMLN– no pudiera seguir adelante con su lucha, llegando a una paz negociada políticamente en 1992. El escenario no permitía tampoco la continuidad del proyecto revolucionario por vía armada en Guatemala, con un campo socialista ya desintegrado y con Cuba atravesando su terrible "período especial", dificultándosele cada vez más el apoyo a los procesos transformadores en el área. La paz, entonces, fue más producto de la imposibilidad de seguir adelante con una guerra que ya no tenía reales posibilidades de triunfo por parte de la URNG que por un proceso genuino de transformación que superara las diferencias históricas que la habían iniciado casi cuatro décadas atrás.

De algún modo puede decirse que no habiendo podido triunfar en el plano militar, el movimiento revolucionario plasmó en el papel de los Acuerdos buena parte de su ideal de cambio para sentar las bases de una nueva sociedad. Ahora bien: si la derecha nacional, incluidas sus fuerzas armadas –y por supuesto con el aval de Washington– aceptaron esa firma, fue porque la correlación de fuerzas políticas se lo permitía: se firmaba algo sabiendo que luego, en la práctica, nada cambiaría. Al día de hoy es poco lo cumplido de esos históricos acuerdos. Y lo que no se cumplió en 15 años, ya muy difícilmente pueda cumplirse de aquí en más. El gobierno entrante del general Otto Pérez Molina, que asumirá el próximo 14 de enero del 2012, no augura para nada una profundización de esos acuerdos, sino por el contrario su paulatino olvido.

15 años después, la maniobra es evidente: se puso fin a un proceso militar que, sin ningún lugar a dudas, era contraproducente para muchos sectores pues no ofrecía salidas, pero el genuino espíritu de cambio (paz y justicia) que imponían los Acuerdos está muy lejos de haberse materializado. Se podrá decir ahora, quizá con cierta grandilocuencia, que efectivamente no hay guerra, que se silenciaron las armas y que el clima democrático prevalece. Aunque eso es muy relativo, muy engañoso incluso: no hay guerra formal, pero sigue habiendo 18 muertes diarias por inanición, por hambre, en un país productor de alimentos.

Las luchas sociales siguen. No hay, en todo caso, un proyecto claro y definido desde la izquierda; el movimiento guerrillero, ahora reconvertido en partido político, no encuentra su espacio, y su actuación electoral es bastante pobre. Por otro lado, los movimientos sociales están desperdigados, sin haber instancias que aglutinen todo el descontento que flota en el aire. Es cierto que no hay acciones armadas, pero la conflictividad está a la orden del día expresándose de una y mil maneras. La violencia delincuencial que azota al país es una expresión (en muy buena medida manipulada desde las sombras) que funciona como mecanismo de control social. Por supuesto, los beneficiados de todo ello no son los ciudadanos de a pie que la experimentan día a día.

No hay guerra, es cierto, pero sigue habiendo muerte, sufrimiento, pobreza extrema, desesperanza y desmovilización. Si se quiere ver con objetividad: no hay guerra en términos formales, pero el país no está en paz ni remotamente. Por tanto, es poco lo que puede festejarse este 29 de diciembre.

martes, 20 de diciembre de 2011

Navidad en rojo y blanco, los colores de la Coca-Cola





Marcelo Colussi


mmcolussi@gmail.com






Imagen de Lukáš Vrtílek






Para estos días prácticamente todo el mundo occidental se inunda de imágenes, virtuales y corpóreas, de un señor obeso, de larga barba cana y vestido con una inconfundible indumentaria color rojo y blanco. Santa Klaus o Claus, Papá Noel, San Nicolás, Viejito Pascuero o Colacho son algunos de los nombres con los que se conoce al personaje de marras.






Según la tradición, es él quien trae regalos a los niños para la noche del 24 de diciembre, día en que se evoca el nacimiento de ese famoso predicador judío que tres siglos después de su muerte fue ascendido a la categoría divina en un importante acuerdo político tomado en el Imperio Romano durante el Concilio de Nicea, en el año 325.






Todo indicaría que la actual práctica cultural que encontramos omnímoda para estas épocas de frenética comercialización y representada por ese personaje ataviado de rojo y blanco, infaltable en cualquier centro comercial, se emparenta con la figura de un obispo cristiano que viviera en el siglo IV en lo que hoy es Turquía, en la zona de Licia más específicamente. Nicolás era su nombre (Nicolás de Mira, por haber sido esa ciudad donde ejerció como obispo, o Nicolás de Bari, dado que en la basílica de esa ciudad italiana descansan actualmente sus restos), personaje sumamente venerado durante el medioevo europeo, a tal punto que hoy día es el santo patrono de Grecia, Turquía y Rusia.






La tradición que pone a Nicolás como dispensador de regalos se basa en una leyenda que dice que alguna vez, a pedido de un padre desesperado, pobre, que no podía casar a sus tres hijas por falta de dinero para la dote, hizo que el santo llegara alguna noche a la casa de esta familia y, entrando por la ventana, dejara monedas de oro para cada una de ellas dentro de sus calcetines que colgaban secándose sobre la chimenea. Por lo pronto, San Nicolás gozó de gran popularidad durante todo el medioevo extendiéndose su fama por toda Europa, erigiéndosele numerosos templos en su honor. Su esencia fue, desde tiempos remotos, la de dador de regalos.






La leyenda de un ser que ofrece presentes a los niños se popularizó por toda Europa, y de la mano de los holandeses llegó a tierra americana para el siglo XVII, cuando se afianzaba la conquista de estos territorios por parte de los europeos. A inicios del siglo XIX el escritor estadounidense Washington Irving escribió una historia de la ciudad de Nueva York donde recoge a este personaje mítico que regala a los niños, lo cual sirvió de inspiración para que en 1823 Clement Clarke Moore fuera dándole forma al que pasaría a ser el mito moderno, habiéndose modificado el nombre holandés de Sinterklaas por el anglicismo Santa Klaus.






Dado que Estados Unidos ya venía marcando el ritmo de la nueva sociedad industrial que se abría paso con fuerza avasalladora, también esta creación cultural la impone por el resto del mundo como un bien de consumo más. El nuevo personaje, que hasta ese entonces era un gnomo vestido de verde, pasa a tener una forma más humana, la misma que hoy día se le conoce comercialmente. Es ya entrado el siglo XX, en 1931, cuando la empresa Coca-Cola da el toque definitivo. Toda la tradición que mencionamos arriba, de un personaje obsequioso que va por allí repartiendo dones emparentada con el San Nicolás antiguo, estaba representada por un hombre verde, expresión de una siempre renovada esperanza en el renacer, en el reverdecer. Es con las estrategias de mercadeo de la Coca-Cola que la nueva leyenda, diseñada para el caso por el pintor de origen sueco y radicado en Chicago, Habdon Sundblom, toma sus actuales colores rojo y blanco –los mismos del conocido refresco–. Gracias a la campaña publicitaria montada sobre el obsequioso Santa Klaus ataviado de rojo y blanco, el gigante de las bebidas gaseosas levantó su perfil en un momento en que arreciaban las críticas por su presunta toxicidad (80 años después las cosas no han cambiado mucho al respecto), entronizando la figura de este nuevo “duende” moderno, ícono del consumo navideño. Tan grande es su popularidad que no es exagerado decir que para muchas generaciones Navidad pasó a ser sinónimo de este señor obeso vestido con los colores de la Coca-Cola invitando a comprar y comprar, perdiéndose el origen religioso de la fecha.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Matrimonios homosexuales: una pregunta abierta

Matrimonios homosexuales: una pregunta abierta







Marcelo Colussi


mmcolussi@gmail.com






Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio






Albert Einstein






Las uniones matrimoniales entre personas homosexuales (varones y mujeres), lenta pero ininterrumpidamente, comienzan a ser legalizadas por distintos Estados. No son casos puntuales sino que parecieran marcar una tendencia, lo cual habla entonces de un cambio sociocultural en ciernes, cambio del que no sabemos aún su magnitud ni sus consecuencias.






Si bien la legalización de los matrimonios homosexuales es algo muy reciente, la homosexualidad no es nada nuevo en la historia. La constitución misma del sujeto humano abre esa posibilidad en el ejercicio de su sexualidad, junto a otras. En realidad la especie humana es un abanico casi infinito de posibilidades, en el sentido más amplio, pero cada individuo particular no es infinitamente creativo y amplio. Por el contrario, nuestras posibilidades como sujeto están más o menos acotadas, limitadas. Más aún –y tal como enseña el psicoanálisis– la repetición signa nuestras historias. Pasamos la vida repitiendo (modelos, mitos, valores, ideología), y es muy difícil romper los ciclos que nos anteceden y constituyen. De ahí el surgimiento de los prejuicios, que no son sino las matrices que nos constriñen a seguir repitiendo “lo que debe ser”, lo que se supone ha sido, es y, por tanto, deberá seguir siendo. Claro que, en medio de esa dialéctica, también se abre la posibilidad de la transformación.






En el campo de lo sexual, punto culminante y siempre problemático en el proceso de humanización, de aculturación, del triunfo de lo simbólico sobre la biología –los animales se mueven por instinto, los humanos no tanto (“el instinto está «pervertido»”, dijo Jean Laplanche, por eso es posible la homosexualidad) los prejuicios están a la orden del día. “Prejuicios” en el sentido de “juicios previos”, de claves simbólicas que nos anteceden y nos condicionan/determinan la vida.






Si bien un estudio del investigador canadiense Bruce Bagemihl, “Exuberancia biológica: homosexualidad animal y diversidad natural” (1999), muestra que el comportamiento homosexual –que no se corresponde en forma directa con actividad sexual teniendo que ver más con el orden de la dominación– ha sido observado en casi 1.500 especies animales, desde primates hasta parásitos intestinales, y está bien documentado para unas 500 especies, ello no funciona del mismo modo que en el ámbito humano: los individuos con “prácticas homosexuales” no son excluidos por los heterosexuales, discriminados, hechos a un lado.






No hay campo de lo humano donde lo simbólico, y por tanto los prejuicios, se muestren con tanta virulencia como en el orden de la sexualidad. Más allá que desde una posición casi militante se levante hoy la idea que la identidad sexual es una “opción”, ello no se trata tanto de una cuestión de elección voluntaria cuanto de constitución subjetiva, histórica, producto de la repetición inconsciente de un sujeto en que sus fantasmas (el modo en que se procesa el complejo de Edipo y la castración, según nos enseña el psicoanálisis) deciden la estructura de personalidad. No se “elige” ser heterosexual, ni homosexual, ni bisexual, ni se “opta” por ser sado-masoquista, o paidofílico, o travesti, ni se llega a aceptar el voto de castidad o la poligamia por simples “decisiones personales” impulsadas por un presunto libre albedrío, así como no se es esquizofrénico, paranoico o neurótico obsesivo por voluntad propia. “No es loco el que quiere sino el que puede” decía Jacques Lacan. Antes bien, todas estas posibilidades que presenta el mosaico humano vienen amarradas a historias subjetivas que preceden y deciden a cada sujeto individual. En tal sentido, la “normalidad” es sólo cuestión de consenso.






La homosexualidad es tan vieja como el mundo. Lo que, por ejemplo, para los aristócratas varones de la Grecia clásica era un lujo (podían tener su mancebo, junto a su mujer con la que dejaban hijos), para la Iglesia Católica actual es un pecado, y hasta hace unos pocos años para la Organización Mundial de la Salud –OMS– era un trastorno psicopatológico, llegándose hoy día a la idea de “opción” comenzándose a aceptar legalmente los matrimonios homosexuales. Pero ¿qué es en definitiva la homosexualidad?






El “Elogio de la sodomía” fue escrito por Giovanni Della Casa, arzobispo de Benevento, dedicado a su compañero homosexual, el papa Julio III, quien ejerciera su papado entre 1550 y 1555. Es decir: la homosexualidad no es algo nuevo y desconocido en la historia. ¿Es privilegio de aristócratas, práctica tolerada socialmente, “vicio”, trastorno psicopatológico, decisión personal? De hecho, la Organización Mundial de la Salud la eliminó de su listado de la Clasificación Internacional de Enfermedades en 1990. ¿Hasta ese año era una “enfermedad” y ahora no entonces? No podría pasar lo mismo con la varicela, el cáncer o los juanetes.






Todo esto muestra que la cuestión en juego no es sencilla, que toca las fibras más sensibles de los seres humanos. Y muestra también que no es una simple cuestión de elección voluntaria: evidencia que la sexualidad, más que ningún otro ámbito humano, está transida por la cultura. ¿Cómo, si no, una “enfermedad” puede ser legalizada hoy día por un juez que firma un acta de matrimonio, o en otro contexto lleva a su eliminación en campos de concentración junto a judíos, gitanos y comunistas, por indeseables?






Sin dudas la homosexualidad es un tema polémico. Por lo pronto, es generalizado el uso de ese término para referirse a la práctica homosexual masculina, y no así al lesbianismo. Pareciera que ni aquí estamos libres del machismo. Pero más allá de esta consideración, cualquier forma de homosexualidad es altamente polémica. En algunos países se condena al castigo público a quienes la practican; en otros, aunque oficialmente eso no suceda, no dejan de aparecer con regularidad travestis asesinados (¿“limpieza” social?), y son ya históricos los desprecios y acosos que sufren los y las homosexuales. Estudios serios indican que hasta un 25% de los varones alguna vez en su vida tiene algún tipo de contacto homosexual. Por cierto: ¿qué personas atiende esta masa siempre creciente de travestis que pulula por las calles de prácticamente todas las ciudades occidentales? ¿A mujeres? No, definitivamente. Los “clientes” son varones. ¿De dónde viene entonces esa repulsión tan grande por los homosexuales que presentan los varones de nuestra cultura “normal”?






Como sucede con todo lo que pensamos, creemos y opinamos: no somos muy originales. En general, repetimos lo que heredamos culturalmente. Y en un mundo machista no podríamos dejar de repetir –en general en forma acrítica– los patrones que se vienen reproduciendo desde tiempos inmemoriales: un varón bien nacido no hace esas “asquerosidades”.






En el documento “Consideraciones acerca de los proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales”, preparado por la Congregación para la Doctrina de la Fe en el 2003 y firmado por el entonces Prefecto Joseph Ratzinger (ahora Papa Benedicto XVI), se dice que “La homosexualidad se trata, en efecto, de un fenómeno moral y social inquietante” (…) “El hombre, imagen de Dios, ha sido creado «varón y hembra»”, agrega citando el Génesis, 1, 27. “Ninguna ideología puede cancelar del espíritu humano la certeza que el matrimonio en realidad existe únicamente entre dos personas de sexo opuesto, que por medio de la recíproca donación personal, propia y exclusiva de ellos, tienden a la comunión de sus personas”. Pese a contar entre sus filas una buena cantidad de sacerdotes homosexuales, la posición oficial del Vaticano no duda en considerar esta inclinación sexual como “objetivamente desordenada”, viendo en ella “pecados gravemente contrarios a la castidad”. Por eso concluye que “reconocer legalmente las uniones homosexuales o equipararlas al matrimonio, significaría no solamente aprobar un comportamiento desviado y convertirlo en un modelo para la sociedad actual, sino también ofuscar valores fundamentales que pertenecen al patrimonio común de la humanidad”. De ahí el encendido llamado que hace a los gobiernos de los distintos países a no promover leyes que acepten estos casamientos.






Saliendo del closet






No hay sexualidad “normal”. El apareamiento entre un macho y una hembra de la especie humana en vistas a dejar descendencia es algo que sucede a veces, ocasionalmente. Pero las relaciones amorosas que unen los géneros, o las relaciones amorosas en general, no tienen como fin último “normal” la búsqueda de establecer nuevas crías; si no, por cierto, no se hubieran ideado todos los dispositivos de contracepción que existen. Por el contrario, la sexualidad da para todo: la genitalidad es parte, pero no la agota; y de hecho es tan sexual el llamado “coito normal” (¿posición del misionero?) como el uso de un vibromasajeador, un beso, acariciar una prenda interior, buscar una muñeca inflable o la posición más absurda, o erótica, que propone el Kamasutra.






Los prejuicios regulan la vida. Es más: quizá no pueda vivirse sin ellos, en el sentido que son las matrices culturales, los moldes ideológicos que nos preparan nuestras respuestas. Pero más que modelos arquetípicos que nos orientan, a veces son un estorbo para las relaciones abiertas y solidarias. Si vemos el mundo desde ellos, en buena medida ya está acotada nuestra actuación; de ahí la necesidad perpetua de desarmarlos, de no quedar atrapados en ellos.






Todos tenemos prejuicios, esquemas previos que nos marcan, indefectiblemente. ¿Por qué, en lengua española, llamar “gay” al movimiento homosexual si ese término no es español? ¿Habla ello de la preeminencia del inglés dado el imperialismo cultural que los anglosajones imponen hoy por hoy? Seguramente. Si el actual matrimonio “normal” –heterosexual y monogámico– es una institución en crisis que lenta pero inexorablemente muestra una tendencia o a su desaparición, o al menos a su transformación radical, ¿por qué los homosexuales lo buscan tan afanosamente? No hay dudas, más allá de lo justo como derecho civil de esa reivindicación, que anida allí también un prejuicio. ¿Qué se espera de un matrimonio?






Lo que está claro con este paso legislativo de la oficialización de las alianzas de parejas homosexuales es que las sociedades van mostrando, no sin dificultades ni tropiezos, una mayor cuota de tolerancia, de respeto a la diversidad.






Una cuestión que inmediatamente se plantea en relación a esto es el tema de las adopciones de hijos por parte de estos nuevos matrimonios. En más de un caso se ha dicho, incluso gente progresista que intenta ir más allá de sus prejuicios y sin ánimo de ser irrespetuosos, que “entre homosexuales casarse es una cosa, tener hijos ya es más discutible”.






Definitivamente es muy difícil, quizá imposible, prescindir de la carga de prejuicios que nos constituye. Que la homosexualidad, o más aún: la bisexualidad de varones y mujeres, está presente en la historia de todas las culturas, es un hecho incontrastable. De todos modos, hasta ahora al menos, la edificación cultural se ha hecho siempre sobre la base de la célula familiar –mono o poligámica, en general más patriarcal que matriarcal– con la presencia de los progenitores de cada uno de los dos géneros: masculino y femenino. ¿Qué pasa si eso cambia?






Una vez más: hablamos desde nuestros condicionantes, desde nuestros códigos más interiorizados, desde una historia que nos sobredetermina. Por ello es tan “normal” y “esperable” esta reacción, casi de espanto a veces, con respecto a la crianza dentro de otros patrones, para el caso: con dos figuras parentales del mismo sexo.






Para ser absolutamente rigurosos con un discurso analítico que se quiere serio, objetivo, certero, no podemos afirmar en forma categórica qué puede deparar este nuevo modelo de familia homosexual. Quitando los epítetos más viscerales, que no son sino expresión de los ancestrales prejuicios (“es anormal”, “es degenerado”, “vamos hacia la desintegración familiar y social”, “no está bien”, “¡qué asco!”) lo mínimo que habría que pedir es rigor científico para abrir juicios.






Las ciencias sociales (la psicología, la sociología, la semiótica) nos hablan de la constitución del sujeto humano a partir de lo que se puede encontrar en la actualidad, y del estudio de la historia. Pero es un tanto aventurado hacer hipótesis de futuro sin bases ciertas. Quedarse con valoraciones éticas que estigmatizan a priori esos nuevos seres humanos criados en estos nuevos contextos, es discutible.






¿Qué hubiera opinado un pedagogo del siglo XIX si se le decía que la principal fuente de socialización y transmisión de valores del siglo siguiente no iba a ser un ser humano sino una máquina, un aparato que emite sonidos y que reproduce imágenes y que no falta en casi ningún hogar, rico o pobre? Probablemente hubiera reaccionado escandalizado. ¿Cómo reaccionaríamos ahora si nos dijeran que las tres cuartas partes de los futuros seres humanos serán producto de inseminación artificial, y el otro cuarto, producto de clonaciones? ¿Y si nos dijeran que dentro de varias generaciones sería muy raro que la población quisiera tener más de un hijo por pareja, que muchas parejas incluso optarían por no dejar descendencia, y que ya nadie se casaría sino que conviviría unos años en unión libre? ¿Y qué pensaríamos si nos dicen que el sexo cibernético, individual y sin la contraparte de carne y hueso, va tomando cada vez más preeminencia? Esto se asemeja más al escenario actual, que para muchos inquieta, por cierto, pero que, al mismo tiempo, es una tendencia real. ¿Descalificaríamos de antemano a esa sociedad porque no es como la nuestra actual? ¿La tildaríamos de “anormal”?






En todo caso, para ser rigurosos en lo que se plantea y no hablar sólo desde la mediocre cotidianeidad prejuiciosa y superficial (eso es la “normalidad” en definitiva), ¿qué elementos reales tenemos para afirmar que los niños de matrimonios homosexuales serían “anormales”?






Hoy por hoy, acorde a los cambios que, nos gusten o no, van dándose en las sociedades –la humanidad cambia, para bien o para mal, y en general cambia para democratizar más los beneficios del desarrollo social– las uniones matrimoniales homosexuales indican que la moral, aunque muy lentamente, también va cambiando. Siendo rigurosos con la verdad, no podemos caer en la simpleza de decir que una moral es mejor que otra. Los seres humanos necesitamos ordenamientos axiológicos, códigos de ética, y no hay sociedad que no los tenga. Lo que sí podemos saludar hoy como un paso importante en el progreso social es que, no sin tropiezos ni dificultades, vamos comprendiendo que todos por igual tenemos derechos, que todos somos iguales, que el mundo no es de nadie sino de todos y para todos. Que nadie vale más que nadie. Lo contrario justifica los campos de concentración.

martes, 6 de diciembre de 2011

Atenas: 13 Encuentro de Partidos Comunistas

Desaparición forzada de personas en Latinoamérica: efectos que aún persisten


Desaparición forzada de personas en Latinoamérica: efectos que aún persisten

Marcelo Colussi

“Nuestro principal enemigo es el miedo”

Domitila Barrios

La guerra como “catástrofe” humana

De acuerdo al Diccionario de Psicoanálisis de Laplanche y Pontalis, se entiende por trauma psíquico un “acontecimiento de la vida del sujeto caracterizado por su intensidad, la incapacidad del sujeto de responder a él adecuadamente y el trastorno y los efectos patógenos duraderos que provoca en la organización psíquica. (…) Se caracteriza por un aflujo de excitaciones excesivo, en relación con la tolerancia del sujeto y su capacidad de controlar y elaborar psíquicamente dichas excitaciones” [1]. Es decir, cuando la vida de una persona está en riesgo, es altamente probable que queden secuelas psicológicas, en muchos casos crónicas, debido a ese cúmulo de estímulos externos de difícil o imposible procesamiento.
Son diversas las experiencias traumáticas que pueden estar en la base de esa dinámica; por lo pronto, son todas aquellas donde la propia vida está en peligro: accidentes graves, violaciones sexuales, amenazas de muerte. De entre todas estas situaciones, la guerra es una de las peores, de las más dramáticas. Lo es, porque distintamente a lo que puede ser un evento natural que también produce muerte y destrucción –una catástrofe como un terremoto, un huracán, etc.–, o el envejecimiento y la cercanía del fin como proceso natural mismo, no hay en la guerra una explicación racional que pueda dar cuenta de ella, que permita procesarla, asimilarla en el orden de las cosas esperables. La pregunta sobre su porqué tiene siempre un nivel de insondable para quien la padece.
En comparación con las otras agresiones traumatizantes arriba citadas, la guerra tiene características especiales que la hacen más inmanejable, más irracional. ¿Por qué de pronto otro semejante, sin que medie motivo alguno, viene a matarme? ¿Por qué en la guerra se destruye toda obra civilizatoria, se echa abajo lo que costó tanto sacrificio ir edificando con paciencia? ¿Por qué otro humano me hace todo eso sin que siquiera lo conozca? La sinrazón es lo que la define: la guerra, para quien la sufre, no tiene explicación lógica, es una invasión masiva sin sentido.
Los cambios psicológicos a los que debe someterse quien es parte de una guerra son grandes, inmanejables a veces; los paradigmas éticos, el sentido de la vida, la afectividad, todo ello se ve resentido, y muchas veces la magnitud de todo eso tiene un valor de transformación tan enorme que se torna un problema para quien lo experimenta, pues no lo puede procesar.
Matar a otro semejante, según todas las construcciones morales de las distintas culturas, está prohibido en la vida cotidiana. En la guerra, sin embargo, esa interdicción básica cae y la situación fuerza a matar. Es más: la dinámica imperante obliga imperiosamente a hacerlo, porque si no, corre riesgo la propia vida. El otro de carne y hueso se despersonaliza y deja de ser un semejante para transformarse en “el enemigo”. No hay sujeto con rostro humano: hay sólo enemigo amenazador al que hay que atacar. La “normalidad” de las relaciones humanas cambia drásticamente; ahora lo normal, lo aceptado tradicionalmente, se esfuma, cambia de pronto dando paso a nuevos valores. Hacer ese pasaje en términos psicológicos implica un gran esfuerzo, que no siempre se puede cumplir exitosamente.
Toda la configuración subjetiva de la cotidianeidad que se entiende como normal cambia dramáticamente, y el otro no sólo puede ser eliminado sino que, forzosamente, debe ser eliminado. Más aún, durante la guerra cuantos más “enemigos” se eliminen, mejor. Las medallas al honor las reciben los “héroes de la patria”, es decir, quienes más enemigos eliminen, quienes más maten. No hay duda que esos hechos sangrientos no se consideran asesinatos; si así fuera, quienes los comenten serían asesinos, transgresores de una ley. Lo curioso es que durante la guerra nadie es considerado tal sino, por el contrario, un héroe. La guerra premia la acción de matar. Es obvio que el cortocircuito en juego en todo ello no es pequeño, y en general no es fácil salir airoso de esa circunstancia.
Todo lo cual se agrava con lo que sucede una vez terminada la guerra, dado que esa agresividad puesta al servicio del exterminio por el cual se premia y se reciben honores, de buenas a primeras debe clausurarse y nuevamente la muerte del otro pasa a estar prohibida.
Entrar y salir a todas esas reconfiguraciones subjetivas nunca es gratuito, nunca pasa de forma intrascendente. Al contrario: casi con seguridad, deja marcas. Dicho de otro modo: la guerra, el evento más tremendo en donde la propia vida está en juego y en donde caen los paradigmas éticos de los tiempos de paz, en mayor o menor medida, siempre produce secuelas psicológicas. En tal sentido, es un modelo único de trauma, quizá el más trágico, pues la totalidad de la subjetividad se resiente, y siempre en forma duradera.

Las guerras “sucias”

La guerra, al igual que otras actividades humanas, ha evolucionado a lo largo del tiempo, se ha perfeccionado, ha ido haciendo uso de las tecnologías más avanzadas de su momento. En ese sentido pude decirse que recorrió un camino desde las confrontaciones cuerpo a cuerpo, en igualdad de condiciones y con armas equivalentes (garrote-garrote, arco-arco, fusil-fusil), hasta la que hoy es llamada guerra moderna, guerra total, que es un enfrentamiento asimétrico y no de equivalencias o, como la consideran actualmente algunos teóricos del arte militar: guerra de cuarta generación.
De la mano de los cambios tecnológicos que le dan forma, también sus reglas, enunciados y la ética que la acompaña han cambiado y se han ido adaptando a esos cambios técnicos y a las condiciones y grados de poder de los combatientes. Así, por ejemplo, armas de fuego = guerra en línea; aviones = guerra de trincheras; fuerzas no equivalentes = guerra de guerrillas; guerra de guerrillas = guerra contrainsurgente.
Las primeras confrontaciones entre tribus fueron transformándose en conflictos bélicos entre dos o más grupos que se enfrentaban por razones económicas, políticas o ideológicas, y su objetivo final era vencer al enemigo para adueñarse de sus tierras, esclavizarlos o capturarlos dentro de su área política de influencia o imponer un determinado sistema ideológico-político. Las guerras se desarrollaban en el campo de batalla y se estima que entre el 80 y el 85% de las muertes eran de combatientes, en tanto que sólo entre el 15 y el 20% correspondía a población civil.
Las guerras del Siglo XX fueron cambiando más profundamente, tanto en la forma de hacerla (aspectos técnicos), como –seguramente lo más dramático– en la forma de justificarla. Es en ese contexto que surge aquella idea de “en la guerra la primera víctima es la verdad”. Después de la Segunda Guerra Mundial, las reglas de la guerra tantas veces analizadas y discutidas fueron cayendo en desuso; las formas también se modificaron y, a la par, los enunciados que las promueven y hacen su apología. De esa cuenta, ya llegados a fines del Siglo XX pudo llegarse a la infame locura teórica de “guerras preventivas”.
Veamos tres ejemplos de las guerras modernas: 1) en el caso de la llamada “guerra remota” se trata de enemigos distantes a los que nunca se llega a ver de cerca y que se constituyen simplemente en “blancos” de la acción militar, olvidando su humanidad; 2) en la “guerra preventiva” toda lógica se rompe al determinar que la única forma de prevenir que se haga la guerra es haciendo una guerra previa; y, 3) en la llamada guerra total, guerra contrainsurgente o guerra sucia, se violentan los principios antes expuestos y, más que nunca, se sobreponen los intereses particulares de un grupo sobre el derecho humano a la vida. En esta última modalidad, lisa y llanamente “vale todo”.
Las guerras modernas pueden desarrollarse o no entre dos Estados, pero es cada vez más frecuente que se trate de conflictos entre grupos al interior de un mismo Estado. Si bien las razones del enfrentamiento son las mismas (económicas, políticas, culturales o ideológicas: es decir, reacomodos en torno al poder) ya no se desarrollan en el campo de batalla sino en todos los ámbitos de la vida social. Las cifras que prevalecían para la pérdida de vidas humanas se han invertido; hoy, a partir de las nuevas doctrinas militares, se estima que entre el 15 y el 20% de las muertes son de combatientes, mientras que entre el 80 y el 85% corresponden a población civil, no involucrada directamente en el conflicto.
Si bien la guerra es siempre la negación misma del hecho civilizatorio, de la normal convivencia apegada a normas sociales, la forma que ha ido adquiriendo hacia las últimas décadas del Siglo XX presenta características muy peculiares; si algo la define, es su total y más absoluta deshumanización. Entiéndase bien: las guerras nunca son “amorosas” precisamente; pero lo que vamos viendo en estos últimos años, no como circunstancia azarosa sino como doctrina militar fríamente concebida, académicamente pensada, es una guerra que ya no distingue entre enemigo y población no combatiente, una guerra que echa mano de los recursos más arteros que anteriores instrumentos jurídicos internacionales (las Convenciones de Ginebra, por ejemplo) prohibían. Guerras, en definitivamente, que se fundamentan en ser “tramposas”, tortuosas, engañosas. Guerras “sucias”, básicamente.
Sólo en ese clima de militarización extrema y justificación de todo (léase: fundamentos de la cultura de la impunidad) es que pueden surgir armazones teóricos que promueven la creación de “máquinas de matar”, tales como los grupos élite de los que hoy día van disponiendo las fuerzas armadas de casi todos los países. Grupos preparados para toda tarea, que lo mismo pueden manejar explosivos como una computadora, saber de primeros auxilios o entrenados para resistir las circunstancias más terribles, por ejemplo la tortura. Soldados, valga decir, que son parte de las estrategias que mantienen prácticamente todos los Estados actuales y que tangencialmente –no se tome esto como macabro chiste de humor negro– viene a demostrar que el Estado, cuando quiere, sí puede ser eficiente, contrariando las modernas tesituras neoliberales que lo ven irremediablemente como incapaz.

Fundamentos de las guerras sucias

La doctrina militar contemporánea en relación a las así llamadas gerras sucias, en Occidente llevada a su punto máximo por las academias estadounidenses, se nutre de lo desarrollado por el francés Roger Trinquier a partir de la experiencia de la tristemente célebre guerra de Argelia, desde donde enunció las tesis de esta modalidad bélica moderna, estructurada sobre los siguientes ejes:

1.      La clandestinidad: La represión se basa en el ocultamiento de los centros de detención, desaparición de personas y eliminación de los cuerpos. Uso de personal militar vestido de civil, formados en comandos y recorriendo de noche los centros urbanos en busca de víctimas o sospechosos.
2.      La moralidad estrecha: La construcción de un “enemigo interno” bajo un marco moral tan rígido y reducido que posibilita la persecución de cualquier acto calificado como desviación o crítica política, y en consecuencia, cualquier desviación debe ser perseguida y eliminada.
3.      La presión psicológica: Concepción por la cual la guerra se hace en todos los ámbitos de la vida social. Los espacios de la vida cotidiana pueden ser invadidos a través de una guerra psicológica que se transforma en una herramienta privilegiada. Se practica para “ganar los corazones y las mentes de quienes están siendo violentados”. Se desata una “guerra preventiva” que pretende influir sobre la “conciencia social”. Los medios de comunicación, en esa lógica, cobran una importancia decisiva.
4.      La ilegalidad: Aunque no enunciado explícitamente, el modelo expone que “cuando el poder político está en peligro, los militares son los únicos que disponen de medios suficientes para establecer el orden y, en una situación de emergencia, la ley es un obstáculo”. En América Latina sabemos amargamente que esto fue una realidad por décadas, costando muertos y desaparecidos en cantidades industriales.

Si se revisan los registros y documentos existentes en varios de los países latinoamericanos que dan cuenta de las guerras contrainsurgentes de estos últimos años, puede observarse cómo la respuesta de los Estados se ciñó, paso a paso, a lo establecido en las enseñanzas de Trinquier. Los actos de desaparición forzada son ejecutados conforme a los pasos del manual: 1) persecución de una persona concebida desde una perspectiva ideológica como un enemigo interno; 2) una detención ilegal; 3) entrega del detenido en algún centro de detención clandestino; 4) ocultamiento ilegal de la víctima; 5) Presión psicológica ejercida sobre la familia, el grupo de pertenencia del desaparecido y el colectivo social a través del discurso oficial estigmatizante e ideologizante y las técnicas publicitarias empleadas. En Argentina, por ejemplo, en el medio de la sangrienta dictadura iniciada con el golpe de Estado de 1976 y ante la ofensiva de los organismos de derechos humanos reclamando por las personas desaparecidas, los militares, además de organizar el Mundial de Fútbol en 1978 como cortina de humo, sacaron el lema los argentinos somos derechos y humanos. ¡Buenos alumnos de las academias estadounidenses!, por cierto.
Cuando se plantea que la guerra debe hacerse “en todos los ámbitos”, para desastre del ser humano, la psicología se transforma en una herramienta más de la guerra. La mente humana es un blanco más al que van dirigidos los mensajes bélicos. Y en ese sentido, la población que recibe los ataques está siempre desarmada, desamparada; más aún: ni siquiera sabe que está siendo blanco de ataque.

La presencia de la guerra hoy: los desaparecidos

Los planes de ajuste estructural que se siguen sufriendo en la región latinoamericana al día de hoy se asientan en el camino que prepararon las dictaduras militares de algunas décadas atrás. La falta de reacción que aún se padece (sin negar que, por supuesto, hay reacciones, muchas y variadas, con experiencias riquísimas sin dudas) tiene que ver con el miedo que aún está instalado en las poblaciones. El estado de derecho, el primado de la ley, después de esa pedagogía del terror y de la impunidad sin límites que fueran las guerras sucias, más allá de la declaración formal de una institucionalidad por lo demás bastante débil que caracteriza las actuales “democracias de baja intensidad”, premia la impunidad. La situación de explotación económica y de precarización laboral que vivimos encuentra en esa pedagogía del terror buena parte de su explicación.
Entre algunas de las prácticas perversas que tuvieron lugar en esos oscuros años de nuestras historias en los distintos países de la Patria Grande, la desaparición forzada de personas fue un mecanismo que aún sigue estando presente en la conciencia de la población, aterrorizando, sirviendo como una perversa escuela y recordatorio de la muerte y del silencio. Los desaparecidos siguen siendo una de las heridas abiertas de las sociedades latinoamericanas. Para toda la región se contabiliza un total de 108.000 personas desaparecidas, siendo Guatemala (con 45.000, el 41% del total) y Argentina (con 30.000) quienes encabezan la lista.
La desaparición forzada de personas es un delito de lesa humanidad; así lo consignan tanto la Asamblea General de Naciones Unidas, en 1992, como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la Organización de Estados Americanos –OEA– en 1994. Por tanto, son delitos imprescriptibles.
En todos los Estados latinoamericanos que durante los años de la Guerra Fría desarrollaron estrategias de guerra contrainsurgente amparados en la Doctrina de Seguridad Nacional y combate al enemigo interno (es decir: sectores de la misma población), la desaparición forzada de personas jugó un papel importantísimo. Sirvió para inmovilizar a las poblaciones civiles, aterrorizándolas, enviándoles mensajes de control y de inocultables llamados a la desmovilización.
En concreto, la desaparición forzada de personas es “un acto de violencia extrema, cometido por agentes del Estado o por personas autorizadas por éste, que se constituye a partir de la captura ilegal, el ocultamiento deliberado de una persona y la consecuente pérdida de su presencia física (o material), sin que exista la posibilidad de establecer con certeza las circunstancias que determinan su “no presencia física”. Las condiciones de persistencia e incertidumbre que la acompañan hacen de ella un sutil instrumento de tortura con las consiguientes secuelas físicas y severas alteraciones a nivel del psiquismo individual y colectivo. La práctica sistemática de la desaparición forzada implica la alteración de los sistemas de relaciones sociales y el implantamiento del terror”.[2]
En cualquier ámbito que tuviera lugar el hecho, urbano o rural, una vez desaparecida la persona su suerte era totalmente incierta. En eso consistía justamente el valor político-ideológico-cultural del mecanismo: enviaba un mensaje a la población absolutamente aterrorizador. Si estas estrategias bélicas pueden ser llamadas “sucias” es justamente por prácticas como esta: son perversas, arteras, siniestras. De hecho, ninguna guerra deja de serlo, pero en esta modalidad lo que se busca fundamentalmente no es tanto eliminar enemigos físicos sino controlar a poblaciones enteras. Las desapariciones forzadas de personas (adultas o de niños, varones o mujeres, eso no importa), son un elemento principal de esas estrategias.
Está demostrado que la desaparición física de alguien sin que se sepa fehacientemente qué suerte corre, sin que aparezca luego su cuerpo confirmando que sí, efectivamente, murió, todo ello produce alteraciones diversas en los allegados (familiares, amigos), que quedan en una espera eterna. El mecanismo en cuestión que utilizan las fuerzas que producen la desaparición, por tanto, es sumamente perverso: sirve para paralizar a toda una población dejándola en una situación de duelo no resuelto eterno.
La desaparición de un familiar/amigo/allegado es altamente nociva para la psicología de quien queda en esa espera enfermiza. Los efectos psicológicos son diversos; sólo a título descriptivo pueden citarse:

·         Sentimientos de culpa por la pérdida (activándose una serie de fantasías de autoincriminación por “no haber hecho lo suficiente por haber impedido el hecho”)
·         Tristeza profunda
·         Episodios de depresión reactiva y/o estados de depresión profunda
·         Duelos patológicamente alterados (duelos que nunca terminan, que sólo pueden finalizar el día que hay una confirmación sobre la suerte corrida por el desaparecido)
·         Trastornos psicosomáticos (problemas gastrointestinales, insomnio, inapetencia, cefaleas, estados de ansiedad difusa)
·         Sentimiento de fatalidad e impotencia
·         En algunos casos, desorganización psicológica (estados confusionales, pensamiento monotemático y recurrente centrado en la figura del desaparecido, eventuales pérdidas de ubicación en tiempo y espacio)
·         En algunos casos, estados de hiper excitación acompañados de hipersomnia.

Pero además, sin quitarle el más mínimo valor a estos efectos sufridos a título individual por los familiares/allegados directos de las personas desaparecidas, hay otro tipo de efectos, que son las consecuencias colectivas, las secuelas transgeneracionales. Es decir: todo aquello que esta estrategia de guerra sucia deja en el imaginario social, en la conciencia colectiva de una comunidad. Dicho en otras palabras: el fomento del terror y la consecuente cultura de la impunidad que ello va generando. Por lo pronto, llamamos “desaparecidos” a quienes en verdad son secuestrados. Esa es una demostración palmaria de cómo actúa esa perversa pedagogía del terror. Nadie desaparece solo, nadie se esfuma: lo desaparecen, que no es lo mismo.

Efectos colectivos aparejados: cultura del silencio, de la desidia

Este es el ámbito donde pueden verse los efectos más profundos en tanto construcción ideológico-política de las guerras sucias, de las estrategias contrainsurgentes que barrieron prácticamente toda Latinoamérica en décadas pasadas. Cada una de las prácticas desarrolladas en estas estrategias de intervención estuvo calculada, buscando generar respuestas a mediano y largo plazo. Guerra psicológica, en definitiva, que con el empleo planificado de acciones que sirven como “propaganda”, como promoción de un mensaje (freno al “comunismo internacional que quería adueñarse de estas tierras”), están orientadas a direccionar conductas colectivas en la búsqueda de objetivos de control social. “Ganar los corazones y las mentes de quienes están siendo violentados”, como decíamos cuando hablábamos más arriba de los fundamentos de las guerras sucias.
Desparecer, secuestrar, mantener ilegalmente a niñas y niños en cautiverio o hacerles adoptar una nueva personalidad, en algunos casos como “botín/recuerdo” de las acciones bélicas (habrá casos incluso donde fueron mercadería para la venta a extranjeros, producto comercializable para adopciones ilegales, etc.), hacer aparecer algunos cadáveres de desaparecidos mutilados dejando ver que fueron torturados, permitirse hacer todo eso no es sino una forma de ratificar la impunidad dominante. A partir del mensaje en juego –“la vida del colectivo está en manos de quienes la dirigen militarmente, quienes obligan a pensar de una determinada manera”– lo que se pretendió buscar desde los grupos que controlaron el Estado durante años fue dejar la sensación que “hay que resignarse, nada se puede cambiar”. La impunidad, en tanto gran marco cultural que engloba todas las acciones de ese Estado contrainsurgente, queda violentamente ratificada como política, como modo de vida de los poderes fácticos. Y ante ello no queda sino la resignación. O, andando el tiempo, el silencio, el desencanto. El ámbito político se denigra, se rebaja. Conclusión: se consigue la apatía de las grandes mayorías.
No está de más recordar que es en este momento cuando comienzan a implementarse en toda Latinoamérica los planes neoliberales, los que, entonces, no habría más que aceptar pasivamente. Es en ese marco cuando una de las cabezas visibles del inicio de esas políticas en todo el mundo, la Primera Ministra británica Margaret Tatcher, pudo decir ampulosa: “no hay alternativas”.
Sin duda, el mensaje buscado se cumplió. O, al menos, se cumplió en un alto porcentaje. Los tejidos sociales fueron desarticulados y el terror como modo de vida quedó incorporado en la psicología de la sociedad latinoamericana, en todos los estamentos: rurales y urbanos, jóvenes y adultos, varones y mujeres. Los planes neoliberales que posteriormente se construyeron sobre este mar de sangre y este terror incorporado, funcionaron y siguen funcionando. La desarticulación de la protesta social se cumplió en muy buena medida.

Pero siemre hay esperanzas

Sin embargo, quedaron espacios para la reconstrucción de lo destruido por la guerra y por las estrategias de fondo que la alentaron. No caben dudas que los planes de capitalismo salvaje que se desataron sobre Latinoamérica en estos últimos años siguen presentes. Quizá hoy ya no se habla tanto de ellos, no se lo visualiza como demoníacoas porque pasaron a ser parte de nuestra realidad: se normalizaron, se institucionalizaron. Decir que fracasaron es, quizá, una exageración. Por supuesto no resolvieron ningún problema para las grandes mayorías, pero obviamente no estaban para eso. Para el gran capital global que los implementó no fracasaron de ningún modo. La precarización en las condiciones de trabajo y el aumento escandaloso de la brecha entre ricos y pobres transformó a la región en la más injusta del mundo, diviendo nuestras sociedades en ghettos cerrados de ultra adinerados –defendidos por ejércitos de guardaespaldas y con vehículos blindados– sobre pobres cada vez más pauperizados.
Esto ya se hizo absolutamente crónico, dejando muy pocas salidas: las luchas sindicales han ido quedando como piezas de museo, y la resignación generalizada hace aceptar condiciones laborales infames. Una de las pocas salidas para innumerables latinoamericanos es la huída de sus países rumbo a la supuesta prosperidad del Norte, Estaods Unidos básicamente, y en estos últimos años también en muy buena medida Europa. Pero esas no son salidas sino sólo reacomodos coyunturales que apenas ayudan a paliar la pobreza.
Los movimientos sociales quedaron bastante golpeados, y aún no terminan de rearticularse. Las izquierdas políticas han tenido que modificar –suavizando– sus idearios revolucionarios de algún tiempo atrás. Su participación en los mecanismos legales del entramado político del sistema ya se aceptó como irrevocable. De hecho, con propuestas siempre light, ha podido llegar a ser gobierno en más de alguna ocasión, propiciando “rostro humano” para supuestos “capitalismos serios”. Definitivamente, la derrota para el campo popular y el pensamiento político de izquierda fue grande. Se le hizo retrotraer varias décadas. Son raras las propuestas abiertamente anticapitalistas. El miedo sigue instalado.
Conclusión obligada de todo esto: las nuevas guerras sucias libradas años atrás con la desaparición forzada como una de las principales tácticas, dio resultados que aún siguen vigentes. Pero la historia no está terminada. Si bien las técnicas militares se refinan día a día y este mecanismo de la desaparición cambió profundamente el sujeto político de estos años volviéndolo apático, la injusticia sigue estando. Y eso, quiérase que no, continúa siendo un motor que lleva a la sublevación. En definitiva, la historia humana, nos guste o no, es la historia de los conflictos sociales. Las luchas de clases, aunque hoy no se hable mucho de ello, sigue estando presente minuto a minuto. La desaparición forzada de personas constituye su sangriento recordatorio.
Si vemos la historia de estos años luego de concluidas las guerras contrainsurgentes de la región, el panorama no es muy esperanzador para el campo popular. Pero de todos modos siempre sigue reaccionando. Quizá sin una clara direccionalidad, sin programa específico, muchas veces sin conducción; pero la protesta sin embargo no ha desaparecido. Se podrá hacer desaparecer gente, más no la injusticia. Y mientras haya injusticia, siempre habrá una cuota de esperanza para transformar esa realidad inequitativa. La historia de la humanidad es ese movimiento perpetuo de reacción contra las injusticias. El fantasma de los desaparecidos sigue asustando, pero la dignidad puede más que el miedo. Como dijo la dirigente indígena de Bolivia Domitila Barrios: Nuestro enemigo principal no es el imperialismo, ni la burguesía ni la burocracia. Nuestro enemigo principal es el miedo, y lo llevamos adentro”.


Bibliografía

·         Bermann Sylvia y otros. “Efectos psicosociales de la represión política”. Córdoba, 1994. Ed. Goethe-Institut.
·         Comisión para el Esclarecimiento Histórico. “Guatemala. Memoria del Silencio”. Recomendaciones y Recomendaciones. Guatemala, 1999.
·         Laplanche, Jean y Pontalis, Jean-Bertrand. “Diccionario de Psicoanálisis”. Barcelona, 1971. Ed. Labor.
·         Martín-Baró, Ignacio. “Acción e Ideología”. San Salvador, 1990. Ed. Universidad Centroamericana Simeón Cañas.
·         Radda Barnen de Suecia. “Restaurando la alegría. Diferentes enfoques de asistencia a la niñez psicológicamente afectada por la guerra”. 1996. Ed. Radda Barnen de Suecia
·         Villagrán, Marina de. “La desaparición forzada. Una aproximación desde la psicosociología”. Tesis de Maestría. Guatemala, 2004.


[1] Laplanche, Jean y Pontalis, Jean-Bertrand. “Diccionario de Psicoanálisis”. Artículo “Trauma psíquico”. Barcelona, 1971. Ed. Labor.
[2] Villagrán, Marina de. La desaparición forzada. Una aproximación desde la psicosociología. Guatemala, 2004.