domingo, 22 de mayo de 2016

Defender a Venezuela es defender la dignidad



Marcelo Colussi

Venezuela está bajo asedio. Todas las fuerzas de la derecha conspiran contra la Revolución Bolivariana. Los acontecimientos están tomando un giro que puede desencadenar en algo trágico (guerra civil con intervención de fuerzas extranjeras). Pero ¿por qué?

Podrían apuntarse dos elementos: uno nacional, otro internacional (totalmente interconectados el uno con el otro): tanto para la oligarquía venezolana como para la clase dirigente de Washington, la aparición de un gobierno que habla un lenguaje populista y que se permitió reflotar ideas socialistas (“socialismo del siglo XXI”), constituyeron siempre una insoportable afrenta.

Por otro lado –quizá esto es determinante– el país caribeño alberga inconmensurables reservas de petróleo, de momento las más grandes conocidas del mundo. Para la geoestrategia del imperio esos hidrocarburos son vitales; que estén bajo un subsuelo que no es el propio es casi un accidente: tarde o temprano querrán apropiárselos.

La combinación de esos factores (gobierno “díscolo” para la visión de derecha y fuente petrolera fabulosa) han puesto las cosas al rojo vivo estos últimos años.


Venezuela viene viviendo desde 1998 un proceso bastante especial: sin ser una revolución socialista ortodoxa, con la llegada de Hugo Chávez al poder político comenzaron a darse una serie de cambios importantes en las correlaciones de fuerzas sociales. El “pobrerío” empezó a experimentar sustanciales mejoras en sus niveles de vida, y el país en su conjunto entró en un período de transformación, de movilización político-social. Los altos precios internacionales del petróleo permitieron esos movimientos.

La aparición de Chávez y la Revolución Bolivariana (quizá confusa, ambigua en su definición ideológica, pero con una clara intención popular) permitió la sobrevivencia de Cuba, que venía sufriendo su tremendo “período especial”, y alentó la propagación de gobiernos de relativa centro-izquierda en Latinoamérica. A partir de ella, fue ganando fuerza la idea de una nueva integración de la región por fuera de los marcos del salvaje neoliberalismo. Así fue como la propuesta del ALCA (Área de Libre Comercio de las Américas) –un gran tratado de libre comercio para todo el continente liderado por Estados Unidos– fue desechado, reemplazándoselo por ideales de una nueva integración más progresista. Ello no impidió que Washington pudiera poner en marcha, no obstante, tratados comerciales binacionales, pero no pudo avanzar el proyecto original que convertía a todo su “patrio trasero” en una virtual colonia, controlada militarmente por más de 70 bases desplegadas en la región con tecnologías bélicas de punta.

Esa “piedra en el zapato” que representó la Revolución Bolivariana para los planes geoestratégicos de la gran potencia del Norte marcaron las relaciones de la Casa Blanca con todos los gobiernos progresistas de la región, pero especialmente con Venezuela: tales experiencias quisieron ser barridas desde el inicio porque constituían un “mal ejemplo” para otros pueblos.

Dicha tensión imprimió su sello en las relaciones políticas estos últimos años, siendo Venezuela el principal enemigo a vencer. Intentos para detener el proceso bolivariano hubo innumerables, desde golpe de Estado a paros petroleros, manipulación para movilizar a sectores antichavistas a “calentar la calle”, llamados a la desobediencia civil, provocaciones varias, escaramuzas militares en la frontera con Colombia, difusión de la imagen del presidente Maduro como un tonto intrascendente, generación de climas de ingobernabilidad. Desde algún tiempo, la guerra económica fue la principal arma. El mercado negro y el consecuente desabastecimiento generalizado así como la inflación inducida han marcado el ritmo del gobierno de Nicolás Maduro. De ese modo la economía cotidiana se ha visto profundamente trastocada, haciendo cada vez más difícil del día a día de los venezolanos. Ello, obviamente, complica las cosas. Y las complica mucho. El objetivo es lograr la desesperación de la población, para forzar salidas igualmente desesperadas (algo así se hizo en Chile en 1973, durante la presidencia de Salvador Allende, preparando las condiciones para el sangriento golpe de Estado de Augusto Pinochet).

Con la salida de Cristina Fernández viuda de Kirchner en Argentina reemplazada por el conservador Mauricio Macri y con el golpe palaciego dado en Brasil contra la presidenta Dilma Roussef para sacar del medio las propuestas progresistas del Partido de los Trabajadores, el camino comienza a despejarse para acometer de lleno contra la Revolución Bolivariana. Ahora el discurso de la derecha se siente ganador: “las izquierdas están derrotadas”, es su canto triunfal. Se está preparando el aislamiento internacional del gobierno de Maduro, presentándolo como un dictador enfrentado al Congreso, mientras aparecen voces que llaman a la intervención de la OEA para detener este presunto “estado calamitoso” del país.

De acuerdo al documento “Operation Venezuela Freedom-2” del Comando Sur de Estados Unidos, firmado por su titular el almirante Kurt Tidd, filtrado recientemente y aquí presentado en su traducción española (http ://misionverdad.com/la-guerra-en-venezuela/operacion-venezuela-freedom-2-el-documento ), la injerencia de Estados Unidos es total en este plan de desestabilización.

“Es indispensable destacar que la responsabilidad en la elaboración, planeación y ejecución parcial (sobre todo en esta fase-2) de la Operación Venezuela Freedom-2 en los actuales momentos descansa en nuestro comando [Comando Sur de los Estados Unidos: SOUTHCOM], pero el impulso de los conflictos y la generación de los diferentes escenarios es tarea de las fuerzas aliadas de la MUD [Mesa de la Unidad Democrática, la oposición de derecha] involucradas en el Plan, por eso nosotros no asumiremos el costo de una intervención armada en Venezuela, sino que emplearemos los diversos recursos y medios para que la oposición pueda llevar adelante las políticas para salir de Maduro”. (…) “Para arribar a [la] fase terminal, se contempla impulsar un plan de acción de corto plazo (6 meses con un cierre de la fase 2 hacia julio-agosto de 2016); como señalamos, hemos propuesto en estos momentos aplicar las tenazas para asfixiar y paralizar, impidiendo que las fuerzas chavistas se pueden recomponer y reagruparse. Hay que valorar adecuadamente el poderío del gobierno y su base social, que cuenta con millones de adherentes los cuales pueden ser cohesionados y expandirse políticamente. De allí nuestro llamado a emplearnos a fondo ahora que se vienen dando las condiciones. Insistir en debilitar doctrinariamente a Maduro, colocando su filiación castrista y comunista (dependencia de los cubanos) como eje propagandístico, opuesta a la libertad y la democracia, contraria a la propiedad privada y al libre mercado. También doctrinariamente hay que responsabilizar al Estado y su política contralora como causal del estancamiento económico, la inflación y la escasez”.

Más claro: ¡imposible! Se habla incluso de plazos concretos, el próximo julio o agosto. El plan está en marcha desde hace largo tiempo. Ya en el 2013 un informe del Director Nacional de Inteligencia de Estados Unidos, James Clapper, lo enunciaba palmariamente: “Explotar la alta inflación del país, la carencia de alimentos, la escasez de energía y los galopantes índices de delincuencia.” Algunos años después vemos los efectos de estas iniciativas. Sin dudas la población (incluso la chavista) está desesperada. La escasez, la inflación, la falta de energía eléctrica o de agua potable no dan tregua. No sabemos qué vendrá ahora exactamente, pero los tambores de guerra no auguran nada bueno. Más aún si vemos las inmediatas reacciones de Rusia y China brindado apoyo militar al gobierno bolivariano en el medio de estas provocaciones. Es evidente que la Guerra Fría nunca terminó.

Por una cuestión de dignidad mínima, debemos oponernos enérgicamente a esta maniobra de la derecha, más internacional que venezolana. Si cae la Revolución Bolivariana podemos asistir a un baño de sangre dentro del país, y ni se diga si el conflicto se expande fuera de sus fronteras. El odio de clase acumulado y las revanchas políticas pueden estallar en una horrible carnicería de proporciones desconocidas dentro de Venezuela. Por ello mismo no podemos permanecer callados ante lo que se está fraguando.

Pero por otro lado el intervencionismo extranjero es un nefasto mensaje para los pueblos del mundo: ratifican que el gran capital manda omnímodo y hace lo que le plazca (en este caso llenándose la boca con las altisonantes palabras de “libertad” y “democracia”… y quedándose las empresas privadas con el petróleo venezolano). Pero por último, y peor aún, si esos planes de desestabilización sucedieran, la derecha podrá cantar victoriosa mostrando que el socialismo es un “experimento fracasado”, con lo que una vez más podría reeditar aquello de “la historia ha terminado”, no dejando alternativas al campo popular.


Por todo ello, en defensa de los más elementales principios de dignidad humana, opongámonos rotundamente a estas arteras maniobras y denunciemos los planes de desestabilización que se gestan contra la República Bolivariana de Venezuela.

miércoles, 18 de mayo de 2016

Los políticos, ¿son unos enfermos? Política profesional y psicopatía



Marcelo Colussi
mmcolussi@gmail.com 
https://www.facebook.com/marcelo.colussi.33

Al principio, sonríe y saluda a todo el que encuentra a su paso, niega ser tirano [léase: el político profesional], promete muchas cosas en público y en privado, libra de deudas y reparte tierras al pueblo y a los que le rodean y se finge benévolo y manso para con todos [...] Suscita algunas guerras para que el pueblo tenga necesidad de conductor [...] Y para que, pagando impuestos, se hagan pobres y, por verse forzados a dedicarse a sus necesidades cotidianas, conspiren menos contra él [...] Y también para que, si sospecha de algunos que tienen temple de libertad y no han de dejarle mandar, tenga un pretexto para acabar con ellos entregándoles a los enemigos [...] ¿Y no sucede que algunos de los que han ayudado a encumbrarle y cuentan con influencia se atreven a enfrentarse ya con él, ya entre sí [...] censurando las cosas que ocurren, por lo menos aquellos que son más valerosos? [...] Y así el tirano, si es que ha de gobernar, tiene que quitar de en medio a todos éstos hasta que no deje persona alguna de provecho ni entre los amigos ni entre los enemigos.

Platón (Politeia)


Normalidad (neurosis), psicosis y psicopatía

La cría humana, para humanizarse y llegar a ser un adulto más de la serie, bien integrado –lo que llamamos un “normal”–, debe pasar por un largo y complejo proceso. El mismo, nunca falto de tropiezos y que no tiene asegurado el “final feliz”, puede tomar diferentes vericuetos. Eso es la socialización. Por cierto, no es un camino fijado naturalmente por el instinto. Como dijera Jean Laplanche: “el instinto está “pervertido” transformado, tocado, enredado por lo social”.

En general, la gran mayoría de seres humanos, independientemente del medio cultural donde nos desenvolvemos, cumplimos con ese proceso, y con las dificultades del caso debidamente superadas, terminamos integrados a nuestro entorno. Eso, en definitiva, es ser un buen neurótico (que significa: “un buen normal”). Es decir: en términos estructurales, lo que predomina en cualquier cultura son sujetos funcionales a la misma, que la pudieron captar, procesar, viven en ella y la pueden reproducir. 

En otros términos, fuera de la noción vulgarizada que asimila “neurótico” con un tipo de “enfermo mental”, vivir como neurótico significa haber podido cumplir con el pasaje por los canales que nos impone la civilización donde nos movemos, asumiendo esas pautas y haciéndolas nuestras. En un determinado lugar se come carne vacuna; en otro, carne de serpiente: ninguno es “más” civilizado, “más” normal que el otro. Son, simplemente, posibilidades que el ser humano ha ido abriendo. Integrarse a cada respectivo colectivo sintiéndose parte de él (con carne de vaca o de serpiente, etc., etc.): eso es la normalidad. Ser un “normal” equivale a decir: ser un neurótico. Dicho en otros términos: poder aceptar y reproducir los códigos culturales que nos sobredeterminan, que nos hacen ser, entrar en un marco de reglas sociales de convivencia (los colores del semáforo, la prohibición del incesto, la propiedad privada o la adoración de determinada deidad, para poner algún ejemplo al azar).

Como dijimos: ese proceso ni es fácil ni está libre de problemas. Las inhibiciones varias, los síntomas de los más variados, la angustia como una posibilidad siempre presente, son elementos que hacen a la llamada normalidad. La Psiquiatría se apura a hacer de todo esos “desajustes” el listado justificatorio de las exclusiones: el que no entra en los cánones “normales” puede ir a parar al loquero (o, en la actualidad, ser excluido con métodos más sutiles). Con una visión más amplia de las cosas, puede verse que la normalidad es una construcción histórica, por tanto: cambiante.

Lo cierto es que la amplia mayoría de mortales entra en esas reglas. Pero por diversas razones, alguien no puede hacer ese proceso. Para ejemplificarlo: alguna vez una pareja de padres se ufanaba ante el psicoanalista de “haber tenido una sola relación sexual en su vida matrimonial, de lo que salió esta porquería” (señalando a su hijo psicótico, un adolescente que presentaba delirios y alucinaciones). ¿Por qué ese joven no pudo hacer el paso por los códigos normales y ser uno más? ¿Por qué se hizo psicótico? Su historia subjetiva, escrita con esos padres (¿quién “normalmente” mantiene una sola relación sexual en toda su vida con su pareja vanagloriándose de ello?, ¿quién ve una “porquería” en su hijo?), y no algún determinante bioquímico o alguna malformación a nivel de sistema nervioso central podrá explicar su actuar. Lo que hoy la ciencia psicológica puede decir es que para ser “normal” hay que adecuarse, entrar, integrarse a un código simbólico preexistente. Esas son las tres posibilidades que nos esperan en ese complejo proceso: en general somos neuróticos que podemos respetar las normas (el 99.9% de la población). Quien no puede cerrar ese tránsito es un psicótico. O un psicópata. De estas dos estructuras, los porcentajes son mínimos.

El psicótico vive en su mundo, cerrado en su delirio o en su alucinación. En su propia dimensión, el otro no existe; no puede establecer relación afectiva con el otro de carne y hueso. Dicho de otro modo: el sujeto psicótico vive en su mundo cerrado, impenetrable, más allá de toda norma social. Por eso podemos ver esas “sátiras”, esas “imágenes degradadas” de humanos que son los psicóticos, haciendo cualquier cosa por fuera de la normativa social: hablando solos, comiendo heces fecales, mostrándose desnudos sin ninguna preocupación. Es decir: haciendo “locuras”, cosas “extraviadas”.

Pero junto a quienes se integran (neuróticos) y quienes viven toda su vida en su mundo propio (psicóticos), existe un tercer grupo, que es sobre el que ahora se quiere llamar la atención: los psicópatas (o sociópatas, caracterópatas o perversos). Es decir: aquellos que se integran siempre a medias a la normativa social, quienes con un pie caminan sobre los códigos constituidos mientras que con el otro los transgreden. Dicho en términos descriptivos: son aquellas personas que viven sin sentido de culpa, viendo en el otro solo un instrumento útil para sus propios intereses. En ese sentido, la personalidad psicopática puede convivir “normalmente” en su entorno humano, en general usando al otro como su “herramienta”, dejando ver en cualquier momento conductas reñidas con toda prohibición social: pueden asesinar, violar, robar, estafar, mentir, engañar, torturar sin sentirse jamás culpables. De hecho, nadie con estas características se siente enfermo. 

Esta estructura, las psicopatías, son las que nos servirán para entender lo que presentaremos a continuación: los políticos profesionales.

¿Los políticos son todos psicópatas?

En el mundo moderno basado en la industria capitalista, el Estado pasó a ser una pieza clave; su complejidad y división especializada de funciones necesita, cada vez más, de tecnócratas eficientes. Para eso están lo que podríamos llamar “políticos profesionales”. En ese sentido la política fue pasando a tener un lugar preeminente en la modernidad, constituyéndose casi en una casta cerrada con su lógica propia. Salvando las distancias entre “corruptos” políticos del Sur y ¿transparentes? del Norte, pareciera que todos están cortados por la misma tijera. Es decir: responden a la caracterización del perfil psicológico descrito más arriba en relación a las psicopatías: manipuladores, mentirosos, aprovechados, maquiavélicos, no confiables…. por decir lo menos. “A veces la guerra está justificada para conseguir la paz” dijo Barack Obama al recibir el Nobel de la Paz (¡!). ¿Qué diferencia sustancial hay entre eso y cualquier promesa de campaña de cualquier político del Sur? Repitámoslo: manipulación, mentiras, justificaciones maquiavélicas; esas son las características distintivas del discurso político.

Debería partirse por no identificar mecánicamente político profesional con “enfermo psicópata”. Por supuesto que en el gremio de los “políticos” hay de todo (como en todo gremio); pero justamente por las características antes apuntadas existe una relación que no es poca cosa.

¿Qué es hoy la “política profesional”? En otros términos: ¿qué significa esa casta de burócratas que hace funcionar las palancas del Estado moderno? En esta lógica, la política, según sarcástica –pero más que aguda– definición de Paul Valéry, es “el arte de hacer creer a la gente que toma parte en las decisiones que le conciernen”. Sin que eso sea ni remotamente cierto, debería agregarse. O sea: se presentifica el modelo manipulador, mentiroso, aprovechado y maquiavélico al que se hacía alusión (que tiene algo, o bastante, de psicópata). 

Más allá del interesado espejismo creado en relación a que es la casta política la causante de los males sociales, la verdad es muy otra: son las condiciones estructurales las que producen riqueza y bienestar para unos pocos sobre la base de la explotación y marginación de las grandes mayorías. Los políticos de profesión no hacen sino administrar ese estado de cosas, ratificándolo, haciéndolo funcionar aceitadamente. Piénsese en cualquier país, rico o pobre: más allá de la administración de turno, la situación de base no se modifica. Cambian los “gerentes” (los políticos profesionales), pero la distribución de la riqueza no cambia. Eso es lo que demuestra a sangre y fuego que el Estado es un mecanismo de dominación. Y el político, su empleado a sueldo. 

En este sentido el término “política” ha quedado indisolublemente ligado a la práctica desarrollada por ese grupo de burócratas servidores del sistema. Con el Estado moderno, defensor a ultranza de la sociedad capitalista, sus funcionarios más encumbrados, esos que se renuevan con el voto popular haciéndonos creer que “el pueblo decide”, representan por antonomasia lo que hoy entendemos por “política”. Pero la política es algo más que eso: no es solo práctica mañosa, corrupta, mentirosa y manipuladora. Es la posibilidad de que todos y todas, la comunidad en su conjunto, se involucre realmente en la toma de decisiones de los problemas que le conciernen. (Hay que aclarar rápidamente que eso solo funciona, muy puntualmente, en algunas experiencias asamblearias del socialismo. La preconizada “democracia” occidental, presunto “gobierno del pueblo”, tiene que ver con la artera manipulación donde la gente no tiene idea de las decisiones que definen su vida).

Ahora bien: ¿por qué todos los políticos profesionales tienen aproximadamente el mismo perfil?; es decir: son mentirosos, manipuladores, embaucadores, tramposos y demás bellezas por el estilo. Porque el ejercicio del poder, en cualquiera de sus formas, comporta una actitud psicopática.

Dicho de otro modo: la relación que se establece entro los humanos cuando se trata del poder (cualquiera sea: político, relaciones de género, relaciones intergeneracionales, etc., etc.) es siempre una relación instrumental: quien ejerce el poder “usa” al otro en tanto instrumento, en tanto palanca que le permite conseguir un fin.

Lo ejercido por los funcionarios del Estado moderno, capitalista en su versión globalizada actual, con cuotas de poder inconmensurables que asientan en los más descomunales ejercicios represivos (armamento nuclear, por ejemplo) y/o de control (guerra de cuarta generación, guerra mediático-psicológica), es un manejo del otro increíblemente sutil, profundo, absoluto. El otro (para el caso: la población) no tiene casi margen alguno para decidir, más allá del espejismo en que se le hace creer que “decide su destino”. 

Si la profesión de la política actual apela a esos manejos fabulosos, nunca faltará el sujeto particular que, por sus propias características psicológicas, se adecua a esa tarea. La gran mayoría (neurótica) no tiene esa avidez insaciable de poder que sí tienen algunos. Los que se dedican a la política “profesional” (esa práctica que requiere de saco y corbata, o tacones y buen maquillaje, y una enorme dosis de cinismo e hipocresía) tienen ese perfil –esas características, ese talante se podría decir– que un manual de Psiquiatría presentará como “psicopatía”.

Concluyendo: los políticos profesionales no son “enfermos mentales”, no son psicópatas, pero la política como quehacer humano especializado, como modo de administración de la cosa pública en sociedades tremendamente complejas, echa mano de un talante “psicopático” que permite engañar, manipular, tergiversar la realidad. Como corolario, permítasenos cerrar con una cita de un ideólogo estadounidense que pinta de cuerpo entero este proceder: “En la sociedad tecnotrónica el rumbo, al parecer, lo marcará la suma de apoyo individual de millones de ciudadanos incoordinados que caerán fácilmente en el radio de acción de personalidades magnéticas y atractivas, quienes explotarán de modo efectivo las técnicas más eficientes para manipular las emociones y controlar la razón”. (Zbigniew Brzezinsky). 

domingo, 8 de mayo de 2016

¿Por qué caen los gobiernos de izquierda en Latinoamérica?



Marcelo Colussi

“Nuestro enemigo principal no es el imperialismo, ni la burguesía ni la burocracia. Nuestro enemigo principal es el miedo, y lo llevamos adentro”.

Domitila Barrios, Bolivia

Introducción

Desde hace largos años, pero acrecentado a partir del 2015, asistimos a un proceso de reversión (roll back) de los gobiernos de centro-izquierda que venían desarrollándose en Latinoamérica. La simultaneidad de esas caídas así como el elemento básico que los pone en jaque a todos por igual –la corrupción– permite deducir que allí se juega una agenda determinada. Esta confluencia de elementos especialmente similares no es tan casual. No deja de llamar poderosamente la atención una serie de procesos más o menos similares, lo que autoriza a sacar algunas conclusiones. Por lo pronto, el que el fenómeno se nombre en inglés –“roll back”, pues así figura en manuales de política internacional de la academia estadounidense al igual que en muchos de sus tanques de pensamiento– deja entrever que allí se juegan políticas que no responden, como mínimo, a hispanohablantes. “El único país que realmente tiene un proyecto unificador coherente para todo el continente es Estados Unidos [que habla en inglés]. Aunque, claro está, no es el proyecto más conveniente para los pueblos latinoamericanos precisamente” expresó sarcástico, y con precisión, el Premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel.

¿Por qué caen o son puestos contra las sogas todos estos gobiernos? Como mínimo habría que apuntar dos grandes causas: 1) el capitalismo global, capitaneado por Estados Unidos, no tolera ningún experimento político-social que se pueda ir de sus manos; y 2) son procesos políticos muy débiles, populistas, con poco arraigo popular real más allá del “amor” amarrado al clientelismo en juego o a un líder carismático.


El capitalismo global, capitaneado por Estados Unidos, no tolera ningún experimento político-social que se pueda ir de sus manos

En estos momentos de la historia, caído el muro de Berlín y revertida dos de las más grandes experiencias socialistas del siglo pasado (la Revolución bolchevique en Rusia y la Revolución china), el capital entona su himno de gloria. El capitalismo salvaje imperante hoy día, que hizo retroceder importantes conquistas sociales históricas para el amplio campo de los trabajadores, se presenta triunfante, sin oponentes a la vista. El fin de la Guerra Fría –ganada por el campo capitalista– y la derechización más absoluta de la vida cotidiana, puso a los trabajadores del mundo en situación de enorme desventaja.

Elementos impensables algunas décadas atrás –que hacen sentirse más en situaciones pre-capitalistas, con trabajo semi-esclavo en algunos casos, que en un mundo marcado por las tecnologías de avanzada– son cotidianos, se han normalizado, no se toman como severas afrentas. Los grados de explotación han subido en forma alarmante, y las posibilidades reales de respuesta ante tantos atropellos parecen ser pocas. Si bien puede haber reacciones ante tal estado de cosas, más viscerales que con proyectos articulados de mediano y largo plazo, no hay propuestas organizadas de cambio. Este desconcierto, esta desmovilización político-ideológica que sufre el campo popular, no es casual ni fortuito. Hay planes para que así suceda. “Nuestra ignorancia fue planificada por una gran sabiduría” (Scalabrini Ortiz), podría resumir perfectamente la actual fragmentación reinante.

El deporte profesional elevado a la categoría de “nuevo dios” (sabemos qué comió hoy Messi, o el color de calcetines que lleva, y desconocemos el plan de gobierno de, por ejemplo, nuestro Ministro de Salud), los cultos evangélicos que recorren Latinoamérica de extremo a extremo (parafernalia bien orquestada que solo sirve para embrutecer a las poblaciones creando fanatismos irreductibles), o el proceso de cooptación de los cuadros de izquierda (los que quedan vivos, claro) por la cooperación internacional con su discurso “políticamente correcto” pero donde desaparecen los articuladores básicos de las reivindicaciones (como, por ejemplo, las luchas de clases), todo ese paquete, debidamente amalgamado, da como resultado una sociedad dócil, manejada, conducida con relativa facilidad.

Esto es lo que está sucediendo en nuestros países desde hace algunas décadas, montándose en los miedos aterrorizantes que dejaron las feroces dictaduras militares y sus miles de muertos, torturados y desaparecidos: la desmovilización, el freno a las protestas populares y la búsqueda de sobrevivencia individual como bien supremo son la tónica dominante. Pero eso no significa que las injusticias terminaron, ni remotamente. Ahí están, como casusas profundas de los pesares de todo el continente (considerado como la región más desigual del planeta, con la mayor diferencia entre quienes tienen todo y los desposeídos). Las injusticias no terminaron, aunque se maquillen y se traten de disfrazar con las ideas de “desarrollo” que nos invaden, algunas tecnologías de punta que se nos obligan a consumir (la telefonía móvil, por ejemplo, para convertirnos en “ciudadanos globalizados”) o la posibilidad de la represión una vez más, que en realidad nunca terminó, sino que hoy adopta nuevas formas (auge desmedido de la delincuencia ciudadana, por ejemplo, que puede funcionar como coartada perfecta para seguir aterrorizando y, llegado el caso, “sacarse de encima” a cualquier “obstáculo molesto” para el sistema).

En ese marco de contención de toda protesta popular, el hecho que aparezcan gobiernos no completamente alineados con la lógica del capital dominante, gobiernos que “osen” levantar (un poco) la voz contra el amo imperial, ya es un peligro en este cuadro de situación. Ninguno de los gobiernos que recorrieron Latinoamérica en estas últimas décadas con talantes más o menos “progresistas” (palabra confusa que da para todo, aunque nunca se especifique qué es), se propusieron cambios estructurales profundos. No se lo propusieron porque las condiciones no dan para ello, como sí pudo haber ocurrido, por ejemplo, en la década de los 60 del pasado siglo, en plena Guerra Fría y con la posibilidad de un reaseguro en la Unión Soviética.

Hoy el escenario es muy otro. Los gobiernos de centro-izquierda que se vienen dando en Latinoamérica (Bachelet en Chile, Mujica en Uruguay, el PT en Brasil, los Kirchner en Argentina, Lugo en Paraguay, Correa en Ecuador, Evo Morales en Bolivia, Chávez o Maduro en Venezuela), si bien no se plantearon en ningún momento medidas radicales (expropiaciones, poder popular con milicias armadas, un Estado realmente socialista con proyectos de transformación a largo plazo, etc.), son una molestia para el proyecto neoliberal en curso.

Estados Unidos, capitaneando esa globalización, impide por todos los medios cualquier iniciativa que pueda cuestionar su hegemonía. Ello, por la sencilla razón de ser potencia dominante que pretende continuar su supremacía durante el presente ello, por lo que necesita de Latinoamérica como un territorio vital (fuente de materias primas indispensables, de petróleo, de agua dulce, de mano de obra barata para llevar allí mucha industria de ensamblaje, como mercado para sus productos, entre otros beneficios). Las oligarquías vernáculas, articuladas a ese proyecto capitalista, hacen las veces de aliados tácticos en esa dominación; de ahí que todas reaccionan por igual ante estos gobiernos “molestos”, con perfil populista.

La actual sucesión de caídas de gobiernos con propuestas reformistas (en Argentina ya “se fue” la “guerrillera montonera” Cristina Fernández viuda de Kirchner, en Brasil no sería nada improbable que pronto termine defenestrada y enjuiciada Dilma Roussef, en Ecuador la posibilidad de golpe palaciego contra Correa es siempre inminente, en Venezuela la Revolución Bolivariana pende de un delgado hilo) muestra una regularidad sorprendente. En todos los casos el “caballito de batalla” de la derecha (nacional o internacional) es la lucha contra la corrupción.

Curioso: un continente marcado por la más absoluta corrupción desde la época de la colonia (española o portuguesa) hasta nuestros días, donde siempre la política ha sido campo de acción de las más deshonestas e indecorosas conductas, levanta ahora esta pretendida cruzada contra lo que se dibuja como una nueva plaga bíblica, el peor de todos los males: la corrupción. El proyecto en ciernes parece bien concebido. Guatemala –como tantas veces en la historia: diversas pruebas biomédicas, desaparición forzada de personas, ahora este nuevo experimento social– es un laboratorio de Estados Unidos para ensayar nuevas técnicas, aplicables luego en otros contextos. La detención de ex presidente y ex vice-presidenta de ese país por actos de corrupción durante el año 2015 con la consiguiente “revolución democrático-ciudadana” que enmarcó los hechos, fue una prueba de fuego para esta nueva táctica. Ahora pareciera que esa monumental lucha contra el flagelo de la corrupción entra en escena con una fuerza descomunal. Ahí tenemos los Panama papers como una demostración de ese nuevo “espíritu de transparencia” que ahora pareciera derramarse sobre el continente, con Washington liderando esa “lucha titánica”, ayudando a nuestras “atribuladas” sociedades a salir de ese cáncer putrefacto. (Valga aclarar que en este “descubrimiento” no hay ninguna empresa estadounidense, maniobra que se podría interpretar como una jugada para intentar capturar los cuantiosos fondos depositados actualmente en paraísos fiscales tendiendo a trasladarlos a la potencia del Norte, ¡que también tiene bancas offshore!!).

Con ese caballito de batalla de la corrupción, los gobiernos “díscolos” de la región comienzan a ser bombardeados, perseguidos, hasta que la política de acorralamiento da sus resultados. ¿Alguien se podrá creer todo este montaje? No importa si el hecho en sí mismo es real o no. En la guerra (y esto es una guerra, absolutamente, sin miramientos: ¿quién dijo que terminaron las luchas de clases?) la primera víctima es la verdad. La corrupción es, al menos hoy día, algo absolutamente “normal” en las prácticas humanas, tanto entre los “fallidos” Estados del Sur como en los ¿bien organizados y respetuosos? países del Norte. Lo cierto es que, tocando fibras profundas de nuestra ética moralista y apelando a una nunca declarada morbosidad –que aunque no se declare, la tenemos–, azuzar estos fantasmas da resultados. Lo dio en Guatemala, lo que le costó el puesto a Otto Pérez Molina y Roxana Baldetti; y a partir de esa exitosa prueba, puede verse que da resultados también en los países “molestos” para la lógica capitalista. ¿Cómo entender si no que la población boliviana, por ejemplo, beneficiada largamente en estos últimos años con el gobierno del MAS dirigido por Evo Morales con un claro talante popular, vote en contra de su reelección por una simple cuestión de su vida personal que a nadie le debería interesar? El trabajo de desprestigio, sin dudas, está muy bien hecho.

El capitalismo como sistema, y su principal exponente: Estados Unidos, no descansan un segundo en su lucha frontal contra cualquier elemento que pudiera cuestionarles. De ahí que, variando estilos –ya no se necesitan golpes militares sangrientos– sigue manejando los destinos de los países con mano de acero, impidiendo a toda costa la organización del pobrerío y las propuestas de cambio. La Revolución Bolivariana no es una revolución marxista; pero es un serio peligro para la dinámica capitalista, porque puede abrir caminos sin retorno (si se radicalizara, por ejemplo), y porque toca intereses estratégicos de Washington, tal como el detentar las reservas petrolíferas más grandes hoy conocidas. Ninguna de las experiencias de centro-izquierda mencionadas son revoluciones socialistas radicales, pero el solo hecho que hagan sombra ya es un peligro para los capitales. De allí esta encarnizada lucha contra la corrupción, que no es más que una lucha contra cualquier posibilidad de distribución un poco (¡apenas un poco!) más justa de la riqueza nacional.

Esta es una de las razones por las que ahora, casi como efecto dominó, vemos caer estos gobiernos. Pero hay más, y quizá más preocupante.

Procesos políticos muy débiles, populistas, con poco arraigo popular real más allá del “amor” amarrado al clientelismo en juego o a un líder carismático

Este es el otro elemento que, quizá de un modo indirecto, contribuye a la caída en serie de estos procesos. Más allá del espejismo de una revolución socialista triunfante que puede haberse tenido del proceso venezolano en estos últimos años, con Chávez vivo o incluso luego de su muerte, similar en algún sentido con lo que pasó en estos países con procesos populares, la realidad muestra que nunca se salió de esquemas capitalistas.

Todos estos países (Argentina, Brasil, Chile, Uruguay, Paraguay, Venezuela, Ecuador, quizá en menor medida Bolivia) siguieron rigiéndose por modelos de mercado capitalista, con oligarquías nacionales dueñas de buena parte de la riqueza, con inversiones privadas multinacionales, y con Estados que siguieron defendiendo la propiedad privada de los grandes medios de producción (capital financiero, agrario, industrial, comercial). En todo caso, lo que pudo apreciarse en estos años pasados, son procesos de redistribución con algo más de sentido social (como puede haberlo sido, extremando las cosas, el gobierno de Manuel Zelaya en Honduras, o el de Álvaro Colom en Guatemala), pero no más. Es decir: administraciones que tuvieron algo más de “conciencia social”, pero que no pasaron de un capitalismo de rostro humano, capitalismo keynesiano si se quiere, con las características propias de la región (donde la corrupción es un hecho cultural enraizado, histórico).

En todos los casos, con diferencias de detalles pero con denominadores comunes, no fueron procesos de revolución popular; todos estos gobiernos llegaron a la casa presidencial a través de elecciones dentro de los cánones capitalistas, respetando su institucionalidad. Esto abre la pregunta sobre cómo construir formas alternativas reales a los marcos capitalistas: está claro –la experiencia de todos estos procesos lo demuestra, incluida la Revolución Bolivariana, supuestamente el más radical de estos estos emprendimientos– que en esos moldes es imposible cambiar algo en la estructura, en lo profundo.

Eso fueron estos gobiernos (o lo son, porque muchos aún se mantienen en el poder): procesos bienintencionados, con reformas superficiales que mejoran en algo las condiciones de vida de las grandes mayorías, pero que no tocan lo esencial en juego: la propiedad privada de los medios de producción. Si se quiere ver desde una perspectiva crítica, ninguno de estos procesos, si no se radicaliza, puede sobrevivir al embate de las fuerzas conservadoras del capital.

Experiencias al respecto hubo muchas a lo largo del siglo XX en diversos puntos del sub-continente latinoamericano. Podría comenzarse con la revolución agraria en México, entre 1910 y 1920, o el peronismo en Argentina, la presidencia de Getúlio Vargas en Brasil, distintas expresiones modernizadoras y progresistas como la de Velasco Alvarado en Perú o la de Omar Torrijos en Panamá. En esa línea, con diferencias si se quiere, pero siempre en el ánimo de un capitalismo con rostro humano y tintes nacionalistas, todos estos actuales presidentes se enmarcan en similares proyectos. El clientelismo político, con bastante de populismo, no falta. ¿Regalar cosas tiene que ver con el socialismo y la construcción de una sociedad nueva?

Ahora bien: ¿es posible construir alternativas reales de cambio con estas propuestas? ¿Se puede cuestionar el sistema desde dentro de él mismo navegando en su institucionalidad? Pareciera que no, porque cuando se intenta ir más allá de lo permitido, la represión aparece. El caso de Salvador Allende en Chile nos lo recuerda patéticamente. Pero ejemplos hay numerosos: Jean-Bertrand Aristide en Haití, o Maurice Bishop en Grenada, el mismo Mel Zelaya en Honduras. Si se pretende ir un poco más allá de lo que el sistema tolera, el sistema se encarga de recordar que no es posible.

Ninguno de los gobiernos ahora mencionados –nos atrevemos a incluir también a la Revolución Bolivariana, más allá de toda la parafernalia mediática levantada y las esperanzas de renovación con su preconizado (y nunca definido) socialismo del Siglo XXI– produjo un rompimiento real con las estructuras del capital. Obviamente ninguno de estos gobiernos pretendió sentirse revolucionario en sentido estricto. Todos llegaron a través de los canales de la democracia burguesa, sin promesas de cambio revolucionario. ¿Por qué exigírsele algo por el estilo entonces?

Está claro que ninguno de estos procesos cuestionó de raíz a las oligarquías de sus países, o a la cabeza imperial. Por el contrario, en el marco de la actual avanzada financiera que predomina en el mundo globalizado, los grandes capitales bancarios son los que más se han beneficiado, incluidos los de todos los países reformistas (los bancos del sistema nunca ganaron tanto como con estos planteos neoliberales, defendidos finalmente también por los gobiernos de centro-izquierda). Si alguien salió corriendo hacia Miami espantado por el “comunismo que se viene”, fue una timorata clase media, siempre manipulada y mal informada. Ninguno de los grandes grupos económicos de alguno de estos países en estos últimos años (multinacionales en muchos casos, expandidos por toda Latinoamérica y resto del mundo: Telmex o Televisa de México, Odebrecht o AmBev de Brasil, Techint o Arcor de Argentina, Falabella o CMPC de Chile, Grupo Polar en Venezuela, etc.) se vio perjudicado, amenazado de expropiación o enfrentando reclamos de sus trabajadores que hicieran pensar en un próximo paso al socialismo.

¿Por qué ahora van cayendo o pueden estar próximos a caer los planteos redistributivos? Porque se agotó la bonanza económica de algunos años atrás (la crisis capitalista mundial no perdona), y ahora hay menos para repartir. En el caso venezolano específicamente, porque hay proyectos globales para bajar los precios del petróleo, reduciendo de ese modo sus divisas, imponiendo climas de agobio económico. Van cayendo porque desde que nacen, estas iniciativas reformistas tienen sus días contados, más allá de la pasión que puedan mover, las esperanzas que puedan abrir. O se radicalizan, o caen. La experiencia lo demuestra. El único experimento socialista que se mantuvo y se amplió en Latinoamérica, porque realmente se radicalizó, fue Cuba. La Revolución Sandinista de Nicaragua, incluso, en su intento de convivencia pacífica con el imperio fue cediendo cada vez más. Ver dónde está Nicaragua en este momento es indicativo de lo que eso significó (con uno de los índices de pobreza más altos en el continente, aún con un ex comandante guerrillero de presidente).

Hugo Chávez movió pasiones (y las sigue moviendo, en tanto “Comandante eterno”… ¿Comandante eterno dentro de un modelo socialista?, no cuadra, ¿verdad?). Pero no se trata de mover pasiones, de clientelismo político, de campañas asistencialistas. Con eso se puede mantener durante un cierto período la ilusión de cambio, de “preocupación” por los humildes y excluidos…, pero eso tiene sus límites. Incluso, los tiene muy cercanos. De ahí que todos estos procesos, sabiendo que se desenvuelven en el medio de una fabulosa, sangrienta, tremenda guerra llamada “lucha de clases”, no pueden remontar vuelo y proponerse cambios sustanciales si no es tomando distancia de sus raíces, de su pasado histórico.

Hoy pareciera que estamos tan ganados por el omnímodo discurso neoliberal privatista que nos cuesta creer en nuestras propias fuerzas como campo popular. La fuerza de la cooptación, indudablemente, no es poca: nos ha torcido el brazo en muy buena medida, y para algunos tener un gobierno “decente” es ya un avance. Quizá…, pero seguramente podemos ir más allá.

Hacer la consideración de “posibilismo”, de ubicación con “los pies sobre la tierra”, pareciera una forma de justificar el reformismo en ciernes, negador de cambios más profundos. Si seguimos pensando que un cambio real es algo más que lo cosmético, algo más que repartir con alguna equidad las migajas que no consumen los sectores acomodados; si seguimos pensando que, como dijera Marx: “no se trata de reformar la propiedad privada, sino de abolirla; no se trata de paliar los antagonismos de clase, sino de abolir las clases; no se trata de mejorar la sociedad existente, sino de establecer una nueva”, estos pasos tibios son apenas una puerta de entrada. Si pensamos que la dignificación del ser humano es algo más que cobrar un salario “decente”, hagamos nuestra aquella máxima del Mayo Francés de 1968 que reclamaba: “Seamos realistas: pidamos lo imposible”.


Estos gobiernos de centro-izquierda caen, en definitiva, porque no tienen la más mínima posibilidad de imponerse, y más temprano que tarde el sistema tiene cómo sacudírselos. Antes, con golpes militares; ahora, con este nuevo ardid de la lucha contra la corrupción. En Latinoamérica la corrupción nos envuelve culturalmente, por eso es tan fácil señalarla siempre. Por eso, para un cambio genuino, el auténtico enemigo a vencer no es la corrupción, sin la injusticia. Para la construcción de alternativas es bastante evidente que tenemos que ir más allá de la institucionalidad fijada: dentro de estos estrechos márgenes parece que no es posible más que un “capitalismo mejorado, abuenado”. Y eso no lleva muy lejos parece. Una vez más: “Seamos realistas: pidamos lo imposible”.