miércoles, 14 de diciembre de 2016

De Estados Unidos a Guatemala ¿Quién manda? ¿Los funcionarios de gobierno o los empresarios? ¿Y la población?



Marcelo Colussi 
mmcolussi@gmail.com, 
https://www.facebook.com/marcelo.colussi.33

“Poderoso caballero es Don Dinero”

Francisco de Quevedo

I

En las democracias representativas, supuesta panacea universal para todos los problemas sociales de la Humanidad, se repite hasta el hartazgo que el “pueblo es el soberano”. Aunque, a juzgar por la cruda realidad, parece que es más “ano” que otra cosa. 

Manda, sí…, pero solo a través de sus representantes. O sea que, inmediatamente formulada la que pareciera una fórmula mágica, viene la mediación (¿el engaño?) Para muestra, véase el Artículo 22 de la Constitución de la República Argentina (solo como ejemplo: el mecanismo se repite exactamente igual en cualquier democracia representativa): “El pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por esta Constitución”.

En otros términos: el pueblo manda (¿manda?) el día que va a votar (al menos, así nos dicen). Después, hasta varios años más tarde, no se dedica a mandar sino a obedecer (o, más precisamente, a producir para otro, y a consumir). Si esa es la democracia representativa, mejor busquemos otra cosa, pues así parece que jamás se resolverán las penurias de los pueblos.

Ahora bien: analizadas las cosas en profundidad, parece que el pueblo no manda nunca. Ni cuando va a votar (ahí es víctima de una monstruosa manipulación de mercadeo político, y termina “eligiendo” la mejor campaña publicitaria), ni mucho menos en la cotidianeidad del día a día, entre elección y elección. ¿Quién manda entonces? ¿Los representantes de la democracia representativa? ¿Esos señores encorbatados o esas señoronas muy bien maquilladas y con tacones, siempre en medio de periodistas y guardaespaldas, que hacen parte de los elencos gobernantes?

Esos “políticos profesionales” son los que hacen marchar la máquina estatal: los que hacen las leyes, quienes desarrollan las políticas públicas, quienes negocian en nuestro nombre. Pero… ¿mandan?

II

Permítasenos presentarlo a través de algunos ejemplos puntuales. Un par quizá, suficiente para demostrar la falacia en juego. 

En los países latinoamericanos que, con las dificultades del caso, vinieron desarrollando políticas populares estos últimos años, redistributivas, con algún criterio social, sus gobiernos fijaron impuestos considerables a las empresas extranjeras que explotaban sus recursos naturales. Por ejemplo, tanto en Bolivia con la explotación gasífera o en Venezuela con la extracción de petróleo, las compañías deben pagar un 50% de regalías a los Estados de esos países. Podría discutirse si allí efectivamente “manda el pueblo”; lo que queda claro es que hay allí gobiernos populares, y que la población se ve bastante beneficiada. Si los pueblos no mandan directamente, está claro que mayoritariamente respaldan a sus gobiernos, pues reciben los beneficios de esas administraciones. 

En Guatemala –insistamos: tomamos ese país solo por poner un ejemplo; la situación es similar en cualquier democracia representativa, sea Noruega, Estados Unidos, Egipto o Sierra Leona– hace 30 años que se vive dentro de esto que llamamos “democracia”, y su población continúa tan pobre y postergada como siempre, excluida del desarrollo económico-social. La gente vota y elige a sus representantes. ¿Manda la gente con su voto? ¿Mandan los representantes, el presidente, los ministros, los diputados? Pero ¿quién da las órdenes entonces?

Mientras en la República Bolivariana de Venezuela o en el Estado Plurinacional de Bolivia se retiene un 50% como impuestos a las ganancias de las empresas extranjeras que explotan sus recursos naturales, en la democrática Guatemala ese porcentaje es de apenas el 1%. Como el porcentaje suena a bochornoso, y ante la presión popular, el Congreso de la República, según el Decreto Legislativo 22-2014, aumentó esas regalías a un 10%. Para ello modificó un artículo de la Ley de Minería, estableciendo puntualmente:

“LEY DE AJUSTE FISCAL. CAPÍTULO I. REFORMAS Al DECRETO 48-97 DEL CONGRESO DE LA REPÚBLICA Y SUS REFORMAS, LEY DE MINERÍA. Artículo 61. Se reforma el artículo 63 del Decreto Número 48-97 del Congreso de la República y sus reformas, el cual queda redactado de la siguiente manera: "Articulo 63. Porcentaje de regalías. El porcentaje de las regalías a pagarse por la explotación de minerales y materiales de construcción serán del diez por ciento (10%). De la recaudación resultante de dicho porcentaje, el monto correspondiente a nueve puntos porcentuales (9%), serán parte del fondo común y el monto correspondiente a un punto porcentual (1%) se asignará a las municipalidades; y, cuando se trate de las 'explotaciones de los materiales a que se refiere el artículo cinco de esta ley, los diez puntos porcentuales (10%) se asignarán a las municipalidades. Se exceptúa de esta disposición, las regalías correspondientes a la explotación de níquel, la cual pagará el cinco por ciento (5%), y las de jade que pagará el seis por ciento (6%). De la recaudación resultante de ambos casos, el monto correspondiente a un punto porcentual (1%) se asignará a las municipalidades y el resto al fondo común.”

Hasta allí, eso parece una medida popular, de beneficio para la población; en otros términos: habría más recaudación fiscal, por tanto, mayor capacidad de inversión social. Llevar el impuesto del 1 al 10%, si bien no es de gobierno con talante socialista como los de Venezuela y Bolivia, significa un aumento considerable en la recaudación fiscal, y por tanto, una merma en los ingresos de las empresas mineras (¡que, por supuesto, no quebrarán!).

Pero ahora viene lo importante: la normativa legislativa fue impugnada por determinados círculos de poder (¿los que realmente mandan?) –léase: alto empresariado organizado en sus cámaras– y tiempo después, el 17 de septiembre de 2015, la Corte de Constitucionalidad (¿mandan ellos?) dejó sin efecto el aumento a las regalías mineras. Por tanto, esa tasa impositiva sigue siendo del 1%. 

Las compañías mineras, en nombre de la hoy día a la moda “responsabilidad social empresarial”, voluntariamente llevaron ese aporte a un 2%. ¿Encomiable?

Valga aclarar que quienes forman la Corte de Constitucionalidad son magistrados democráticos, no electos por voto popular sino en oscuras y cuestionables negociaciones palaciegas, pero “firmes defensores de la constitucionalidad democrática” en definitiva (o, al menos –aunque hagan exactamente lo contrario– así lo declaran). Ahora bien: ¿por qué estos dignos y egregios funcionarios de justicia dieron marcha atrás con el aumento, que realmente favorecía a los sectores populares?

“A buen entendedor, pocas palabras”, reza el refrán. ¿Cómo, después de cosas así, seguir creyendo en la democracia formal?

III

Si lo anterior no fue suficiente para empezar a abrir una crítica a la democracia representativa e impulsar la pregunta sobre cómo se articulan los verdaderos circuitos de poder, el siguiente ejemplo puede terminar de demostrarlo.

La empresa Minera Montana Exploradora de Guatemala S.A., subsidiaria de la transnacional canadiense Goldcorp, es propietaria del proyecto minero Marlin, la mina de oro y plata a cielo abierto más grande del país, ubicada en el Departamento de San Marcos (municipios de San Miguel Ixtahuacán y Sipakapa), zona indígena maya-mam. Dicha empresa inició exploraciones mineras en el 2005 con licencias ilegales, dado que no se realizó una consulta ciudadana para consensuar el proyecto en cuestión, tal como lo estipula el artículo 15.2 del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo –OIT–, que es ley guatemalteca desde el 24 de junio de 1997, y que obliga a hacer un referéndum para tomar este tipo de decisiones. 

La operación de la mina genera 170 barriles de desechos mensuales (una tercera parte son desechos orgánicos), con una estimación total de 23 a 27 millones de toneladas de residuos al cierre de sus operaciones. Parte de los deshechos de la mina van a parar a los ríos Cuilco y Tzalá y sus afluentes, que son las principales fuentes de agua de la región para consumo y actividades de subsistencia. A partir de su contaminación, aparecen los problemas de salud. La población afectada por esta situación es de aproximadamente 10.000 habitantes. 

Tal como esa población lo preveía, aparecieron problemas sanitarios; concretamente: hidroarsenicismo. Esta es una enfermedad ambiental crónica, cuya etiología está asociada al consumo de aguas contaminadas con sales de arsénico, tal como el proyecto minero utiliza para sus operaciones. En algunos estudios clínicos, a esta patología se le llama por su acrónimo HACRE o HACER. El hidroarsenicismo crónico endémico provoca alteraciones cardíacas, vasculares y neurológicas, repercusiones en el aparato respiratorio y lesiones hepáticas, renales e hiperqueratosis cutánea, que avanzan progresivamente hasta las neoplasias o cáncer. Casos graves de trastornos dermatológicos y neurológicos pueden encontrarse ya en pobladores de la región, muy probablemente producto del contacto con aguas contaminadas. 

A partir de los graves daños sufridos, la población se movilizó, entrando en pugna abierta tanto con la empresa como con el Estado, defensor a rajatablas de la compañía y no de los pobladores. La lucha contra la minería depredadora pasó a ser una de las principales reivindicaciones de la población campesina maya, dado que en sus territorios ancestrales se fueron asentando las industrias extractivas a lo largo de todo el país, como en el caso de Sipakapa y San Miguel Ixtahuacán, produciendo enormes perjuicios. Esas luchas populares llegaron hasta la Comisión Interamericana de Derechos Humanos –CIDH– de la Organización de Estados Americanos –OEA–. 

El 20 de mayo de 2010, la CIDH otorgó medidas cautelares a favor de los miembros de 18 comunidades del pueblo indígena maya. Según la solicitud, varios pozos de agua y manantiales se habrían secado, y los metales presentes en el agua como consecuencia de la actividad minera han tenido efectos nocivos sobre la salud de miembros de la comunidad. La Comisión Interamericana solicitó al Estado de Guatemala que suspenda la explotación minera del proyecto Marlin y demás actividades relacionadas con la concesión otorgada a la empresa Goldcorp / Montana Exploradora de Guatemala S.A., e implementar medidas efectivas para prevenir la contaminación ambiental, hasta tanto la Comisión Interamericana de Derechos Humanos adoptara una decisión sobre el fondo de la petición asociada a esta solicitud de medidas cautelares.

La CIDH solicitó asimismo al Estado adoptar las medidas necesarias para descontaminar las fuentes de agua de las 18 comunidades beneficiarias, y asegurar el acceso por sus miembros a agua apta para el consumo humano; atender los problemas de salud objeto de estas medidas cautelares, en particular, iniciar un programa de asistencia y atención en salubridad para los beneficiarios, a efectos de identificar a aquellas personas que pudieran haber sido afectadas con las consecuencias de la contaminación para que se les provea de la atención médica pertinente; adoptar las demás medidas necesarias para garantizar la vida y la integridad física de los miembros de las 18 comunidades mayas en cuestión, y planificar e implementar las medidas de protección con la participación de los beneficiarios y/o sus representantes.

Con la demanda se esperaba que se dieran reformas a la Ley y Reglamento de Minerías y el Código Municipal, a fin de que se armonicen con el Convenio 169 de la OIT. Igualmente, que se decrete una moratoria de permisos para las mineras y se elimine el ya extendido a Montana. Asimismo, que la minera resarza los daños ambientales e indemnice a las personas y comunidades afectadas de San Miguel Ixtahuacán y de Sipakapa. 

Pero el 9 de diciembre de 2011, contrariando la voluntad popular, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, obviamente por presiones recibidas de parte de la empresa, modificó las medidas cautelares que había otorgado el 20 de mayo de 2010. Por lo pronto, suprimió la solicitud de suspensión de las operaciones de la mina Marlín, de descontaminar las fuentes de agua y de atender los problemas de salud.

Una vez más: ¿quién manda efectivamente? ¿Los funcionarios democráticos de la OEA –Ministerio de Colonias de Estados Unidos, había dicho en su momento el Che Guevara– o las empresas transnacionales?

IV

Y por si quedara alguna duda de cómo se dan estos mecanismos, observemos lo que sucede en la gran fuente universal de la democracia, el paladín más encumbrado de su defensa: los Estados Unidos de América.



El futuro primer mandatario de este país, Donald Trump, ganó la presidencia con un encendido discurso de campaña. Pero no tanto por su furioso racismo, su acendrada xenofobia o su repulsivo machismo sexista, sino porque levantó un discurso ultra nacionalista que encendió esperanzas en la clase trabajadora estadounidense.

Está claro que este país dejó de ser la super potencia que fuera una vez terminada la Segunda Guerra Mundial, cuando aportaba el 52% del producto bruto mundial. Su moneda, el dólar, que por décadas fue el patrón monetario universal obligado, y el dinamismo de su industria, basado en una fabulosa expansión científico-técnica, ya no brillan como antaño. Quizá ya nunca vuelvan a brillar así. Sus trabajadores –proletariado industrial urbano y sectores medios más ligados a los servicios– están en caída libre. Con la relocalización de muchas empresas en otros países donde la mano de obra es más barata, se han perdido millones de puestos de trabajo en su propio territorio. El patriotismo no parece preocupar a los capitales (“El capital no tiene patria”, había expresado ya Marx en el siglo XIX), y si la instalación de plantas industriales en otros puntos del planeta aumenta su ganancia aún a costa de la pauperización del ciudadano estadounidense medio, ello no parece inquietar a los que realmente deciden la marcha de las cosas. 

Los puestos perdidos en suelo de Estados Unidos difícilmente se recuperen. Pero la campaña proselitista de Trump, ganadora en las elecciones finalmente, prometió repatriarlos. ¿Lo logrará? Esto sirve para demostrar quién manda realmente en las llamadas democracias. 

¿Cómo podrá el futuro presidente de esta gran nación forzar a que los megacapitales diseminados por todo el mundo (¡eso es la globalización neoliberal!) regresen a suelo patrio? Ya se está viendo cómo: eximiendo de impuestos. Esas fueron las negociaciones emprendidas para cumplir con la reinstalación en suelo americano: ¿se le habrá consultado eso a la población? Exención de impuestos para las grandes empresas: ¿quién lo habrá impuesto? Los trabajadores desocupados, seguramente no. ¿El futuro presidente, o los representantes de esos megacapitales?

Seguramente Estados Unidos no volverá a ser la potencia dominante de varias décadas atrás, pero el discurso político (siempre mentiroso, embustero, manipulador, en cualquier democracia en cualquier parte del mundo) hará creer a la clase trabajadora (el Homero Simpson término medio) que desde la presidencia se logró repatriar inversiones. Y por supuesto, habrá que inventar algo para mostrar que la desgravación impositiva era necesaria. 

Todo lo dicho y estos pocos ejemplos (para el caso funcionan igual una gran potencia imperial como un país del Tercer Mundo, un banana country) sirven para demostrar que los funcionarios de gobierno son simples empleados de los capitales (para el caso, incluyendo a Donald Trump, que a su vez es parte de esos grandes millonarios, de un modo bastante excéntrico por cierto, de ahí que lo que vendrá en la política estadounidense puede deparar sorpresas). Y sirve también para demostrar que la gente en su conjunto, la población de a pie no decide absolutamente nada. ¿A quién se le consultó para decidir no aumentar las regalías mineras, o para dar marcha atrás con las medidas cautelares contra una mina que contamina y mata, o para eximir de impuestos a las grandes empresas? ¿Cuándo las poblaciones toman parte en esas discusiones? Las decisiones finales, ¿las toman realmente esos encorbatados funcionarios, o se acerca más a la realidad el epígrafe de Francisco de Quevedo?

Por tanto, si esta democracia representativa no sirve a las grandes mayorías populares, habrá que ir buscando otras formas. Ahí está la democracia de base, la democracia real, directa, participativa, esperándonos. ¿No fue eso la Comuna de París en 1871? ¿No fueron eso las Comunidades de Población en Resistencia –CPR– en Guatemala durante los años de la guerra? Otra democracia donde la población efectivamente sí elije es posible. ¿Cuándo comenzamos a construirla?

sábado, 3 de diciembre de 2016

Regalos navideños y cambio social*



Marcelo Colussi
mmcolussi@gmail.com, 
https://www.facebook.com/marcelo.colussi.33

Ya ha pasado cerca de un año desde la asunción del nuevo gobierno, y las promesas de cambio han sido solo eso: promesas. ¿Habrá que esperar que Santa Klaus traiga esos cambios como regalo navideño?

Si así fuera, vamos mal. Los cambios sociales no dependen nunca, no pueden depender, de una persona. Los cambios sociales son producto de las sociedades, de las grandes masas que hacen la historia, nunca jamás de individuos. El año pasado se nos “vendió” la idea -en el peor sentido de la palabra- que con la llegada de Jimmy Morales a la presidencia cambiaban las cosas. Casi un año después de ese montaje vemos que no cambió absolutamente nada.




De todo esto podemos sacar varias conclusiones. Al menos las cuatro siguientes:

1) Ahora puede verse claramente que las movilizaciones del año 2015 no fueron reales alzamientos populares, espontáneos, nacidos como reacción a una injusticia. Fueron producto de una muy sopesada operación político-mediática impulsada por el gobierno de Estados Unidos. La misma, que podría considerarse como un experimento de guerra psicológica repetido luego en otras latitudes (Argentina, Brasil, Bolivia), consistió en colocar a la corrupción como el principal problema a resolver en la sociedad guatemalteca. Es preciso decir que la corrupción, en sí misma un problema, no es causa sino efecto de problemas estructurales mucho más complejos. Atacar la corrupción es quedarse solo en el síntoma. Y eso es lo que se hizo: sumamente llamativo que el embajador de Estados Unidos se pusiera al frente de estas movilizaciones, por ejemplo. ¿Desde cuándo a ese gobierno le preocupa el tema de la corrupción en Guatemala? “Revoluciones de colores”, se les llamó en Europa del Este. Manipulación de los sentimientos de la clase media urbana, podría decirse aquí. La protesta popular contra la corrupción consistió en ir a cantar el himno nacional en la plaza, y no pasó de ahí. Las verdaderas protestas -las luchas campesinas contra la industria extractiva, las reivindicaciones de los trabajadores- continúan invisibilizadas. 

2) Esas protestas, que evidenciaron un descontento profundo en la población, no fueron más allá de un nivel de indignación que terminó con la salida del Ejecutivo de presidente y vicepresidenta. Eventualmente podrían haber ido más lejos, pero no fue así. Ello deja ver la falta de organizaciones de izquierda que puedan ponerse al frente de las luchas. Los años de represión desbarataron las organizaciones populares, y hoy por hoy no existe un proyecto político alternativo en el que la gente puede confiar. La izquierda está maniatada, fraccionada, cooptada por el discurso de la democracia representativa o por la cooperación internacional.

3) Pasado el calor de las protestas (inducido en buena medida con perfiles falsos desde redes sociales), la salida a la crisis planteada fue manejada por los factores de poder (embajada de Estados Unidos y alto empresariado nacional) “inventando” la figura de un presidente no corrupto que podría funcionar como propuesta de alternativa. Así surgió Jimmy Morales, quien “actuó” de candidato presidencial renovado, apelando a su profesión de comediante. Pasado ya cerca de un año de su mandato, puede verse que está “actuando” un papel -para el caso, el de presidente honesto- sin mayor pena ni gloria. La corrupción no ha desaparecido de la escena política nacional, y nada indica que vaya a desaparecer. Y los problemas estructurales reales del país persisten inalterables: 50% de la población vive en pobreza, la tenencia de tierras está hiper concentrada en pocas manos, la brecha entre quienes más tienen y los desposeídos es de las más grandes del mundo, continúa el hambre (Guatemala es el segundo país en desnutrición en Latinoamérica: 5 de cada 10 niños sufren desnutrición crónica), sigue el analfabetismo, el salario básico cubre apenas una tercera parte de la canasta básica, y la migración en condiciones de absoluta precariedad sigue siendo la única salida para las grandes masas empobrecidas (200 personas diarias parten buscando el “sueño americano”). Es más que evidente que la lucha contra la corrupción no es sino un distractor. 
4) Todo ello demuestra que los verdaderos cambios sociales no pueden venir de un determinado presidente, de una administración. Esas son circunstanciales modificaciones cosméticas, pasajeras. Solo los pueblos organizados cambian la historia. Si pensamos en “regalos navideños” (como puede haber sido la oferta electoral de un supuesto “no corrupto” tal como Jimmy Morales -o cualquier otro para el caso-), no se podrá tener una solución real. Los cambios sociales no son regalos navideños. Además, si esperamos esos dones, no tenemos muchas esperanzas concretas, ya que para este año parece que está en tela de juicio la llegada de Santa Claus, que no tendría cómo venir.

Donald Trump: ¿cambios a la vista?



Marcelo Colussi
mmcolussi@gmail.com
https://www.facebook.com/marcelo.colussi.33

“¡Los libros son inútiles! Yo leí un único libro en mi vida: «Matar un ruiseñor». ¡Y no me dio ninguna información sobre cómo matar ruiseñores! Sí, es cierto que me enseñó a no juzgar a un hombre por el color de su piel, ¿pero eso para qué me sirve?”

“¡Televisión! Maestro, madre, amante secreta.”

Homero Simpson

Las recientes elecciones en Estados Unidos, con el triunfo de Donald Trump, han abierto una serie interminable de especulaciones. La presente -quizá, finalmente, una más de tantas- pretende no ser eso sino, antes bien, una afirmación: no sabemos con certeza qué va a pasar. De eso podemos estar seguros: nadie sabe con exactitud para dónde van las cosas.

De haberse impuesto Hillary Clinton, la candidata natural de Wall Street, del gran capital financiero, las petroleras, del complejo militar-industrial y las grandes corporaciones mediáticas, todo se sabría con claridad: seguiría todo igual. Es decir: en lo que concierne a su política externa, los planes neoliberales impulsados por los organismos de Breton Woods (Banco Mundial y Fondo Monetario Internacional), las guerras “preventivas”, la injerencia descarada de Washington en los asuntos internos de casi todos los países del mundo y su voracidad consumista sin límites, no se modificarían. Estados Unidos seguiría siendo la gran potencia, empantanada a partir de la crisis del 2008, perdiendo cada vez más terreno en el ámbito económico, compitiendo geopolíticamente con Rusia y China y coqueteando con la posibilidad de una tercera guerra mundial.

Nada de eso se hubiera modificado en la arena internacional. Y en lo interno, tampoco. Es decir: seguiría el proceso de empobrecimiento de su clase trabajadora a partir de la relocalización creciente de su parque industrial (instalación de sus empresas en otros puntos del mundo aprovechando mano de obra más barata y exenciones impositivas) y de la crisis capitalista que aún no termina, seguirían las deportaciones de inmigrantes indocumentados (con Barack Obama se deportaron 3 millones de “mojados”, la misma cantidad que promete expulsar Donald Trump), y probablemente seguirían ciertas acciones políticamente correctas, más cosméticas que otra cosa, en relación a derechos civiles de los estadounidenses (matrimonios gay, leyes de aborto, legalización de la marihuana para fines recreativos, reivindicación de algunas minorías y un discurso -léase bien: ¡discurso!, no otra cosa- con un talante medianamente socialdemócrata).

¿Qué pasará con Trump en la Casa Blanca? ¿Cambiará todo eso?

Insisto en lo enunciado más arriba: hay mucho de especulación en todo esto, nadie sabe exactamente qué va a pasar con este impredecible magnate en el Poder Ejecutivo de la gran potencia. 

Lo que sí está claro es que, en lo político-ideológico, habrá una involución considerable. El discurso de campaña ya lo preanunciaba: Trump representa una posición conservadora, racista, xenófoba y machista (¿quién, si no, podría ser dueño del Concurso de Miss Mundo promoviendo el más ramplón y agresivo sexismo?). La designación de sus primeros colaboradores para la futura administración lo permite ver con claridad: el discurso “wasp” -avispa- (white, anglosaxon and protestant: blanco, anglosajón y protestante), es decir: la ideología supremacista blanca, machista y de cow boy hollywoodense, va entronizándose. Hillary Clinton también es de derecha, de una extrema derecha belicista, siguiendo fielmente los pasos de lo peor de los ultraconservadores de los Chicago’s boys, pero su discurso era más moderado. La cuestión, en política, no es tanto ver qué se dice sino qué se hace.

De momento no está claro qué hará Trump. Especulaciones hay muchas, muchísimas. Se han dicho las más variadas cosas: desde que es un candidato del presidente ruso Vladimir Putin (¿pagado por el “oro de Moscú”?, como se decía durante la Guerra Fría) hasta que aquí comienza el retroceso de las políticas neoliberales. Diría que nadie sabe a cabalidad con qué se puede salir este impredecible político que habla el lenguaje de la antipolítica. Y las especulaciones siguen siendo eso: especulaciones.

Está claro, sin dudas, por qué el magnate neoyorkino ganó el entusiasmo popular. Por un lado, porque el votante estadounidense término medio habla ese lenguaje: es racista, xenófobo, ultranacionalista, machista, conservador. Dicho de otra manera: Homero Simpson es su ícono por excelencia (de ahí los epígrafes citados). Pero por otro, y quizá esto es lo fundamental, porque Donald Trump levantó al mejor modo del mejor populista un discurso emotivo que tocó la fibra de muy buena parte de estadounidenses golpeados por la actual crisis y por los planes de cierre industrial de estas últimas décadas.

Su promesa es recuperar el esplendor perdido, cuando Estados Unidos era esa potencia intocable de la post guerra del 45: productor, en ese entonces, del 52% del producto bruto mundial, líder en ciencia y tecnología, con un dólar que se comía el planeta, con un american way of life que se imponía presuntuoso por todo el globo, excepción hecha del espacio soviético y con un paraíso de consumo por delante (motores de automóvil de 8 o 12 cilindros, para graficarlo claramente: la personificación del derroche). En otros términos, lo que propone ahora es cerrarse sobre sí mismo como país, desconocer los planes globalizadores, hacer retornar las empresas salidas de territorio estadounidense y levantar el nivel de vida deteriorado.

Por supuesto que para Homero Simpson, a quien lo único que le interesa es tener la refrigeradora llena de cerveza, el automóvil con mucha gasolina frente a su casa y adora a la televisión como su supremo gurú, esas promesas -populistas, chabacanas- lo llenan de expectativa. ¡Por eso este excéntrico outsider del show mediático-político pudo ganar las elecciones!

Ahora bien: ¿es posible cumplirlas? Todo indica que no. No nos atrevemos a decir que radicalmente no, porque nadie sabe con qué as bajo la manga podrá aparecerse Trump. Pero la política no se mueve por caprichos: es la expresión de juegos de fuerza en las sociedades, es expresión de los poderes que mueven la historia. En ese sentido, podemos ver que la línea sobre la que se mueve Estados Unidos como gran potencia no se fija desde la Casa Blanca: hay grupos de poder -las petroleras, el complejo militar, los grandes bancos- que mueven fortunas inimaginables siendo quienes verdaderamente establecen el rumbo del país (pretendiendo también fijar el rumbo del mundo). Esos megagrupos y sus llamados tanques de pensamiento (centros académicos al servicio del gran capital) bregan “por un nuevo siglo americano”, es decir, por seguir manteniendo la supremacía global en lo económico y militar, y no tienen color partidario, demócrata o republicano. Solo tienen el color verde del dólar como consigna, y el rojo de la sangre, cuando es necesario derramarla (la sangre no propia, por supuesto) para asegurar la supremacía del verde. El declamado culto a la libertad y a la democracia es solo complemento del show para consumo de la masa.

En otros términos: ¿quién manda? ¿El presidente desde la oficina oval, o las cosas son algo más complicadas? El neoliberalismo, eufemismo por decir capitalismo ultra salvaje sin anestesia, es una gran plan económico-político-cultural que ha servido para llevar esos megacapitales a niveles inconmensurables, pero también para detener (o demorar, más específicamente dicho) la protesta popular, la reacción de la clase trabajadora. El Amo tiembla aterrorizado delante del Esclavo, sin dejar que se vea ese terror, porque sabe que inexorablemente tiene sus días contados; de lo que se trata es de posponer lo más posible ese cambio. En definitiva el mundo, jamás hay que olvidarlo, sigue estructurado sobre la lucha de clases y la explotación de los trabajadores, únicos creadores de la riqueza humana. ¿Trump toca algo de eso? ¡¡Ni pensarlo!! ¿Por qué habría de tocarlo? 

Él es un magnate más, quizá no de la misma monta de estos que fijan los destinos del mundo (banca Rockefeller-Morgan, banca Rotschild, los grandes fabricantes de armamentos, etc.), pero uno más de esa clase. Homero Simpson, más allá del chauvinismo circunstancial que los pueda reunir, sigue siendo su esclavo asalariado. Su promesa de campaña es para reactivar el capitalismo, no para negarlo. Que el neoliberalismo de estas últimas décadas haya empobrecido a grandes masas de trabajadores estadounidenses y que el histriónico nuevo presidente prometa reimpulsar la vieja industria hoy alicaída es una cosa; que se plantee ir más allá del capitalismo… ¡es una locura! El problema de fondo no es la globalización neoliberal: ¡es el capitalismo!

¿Puede, entonces, el campo popular de fuera de los Estados Unidos pensar en algo nuevo con este nuevo presidente? En absoluto. ¿Es acaso esto la posibilidad del fin del neoliberalismo y las recetas fondomenetaristas? Nada indica que eso sea posible. Como se dijo más arriba, el ocupante de la Casa Blanca toma decisiones, pero nunca está solo. Los megacapitales, repitámoslo, no son ni republicanos ni demócratas: ¡son megacapitales! El discurso de campaña es una cosa, la realidad política una vez asumido el cargo es otra. Lo llamativo aquí es que Trump, en realidad, no es ni demócrata ni republicano, pese a haber ganado con la etiqueta de ese partido. Eso es lo que complica las cosas y abre interrogantes. Es confuso, si se quiere; los megacapitales no. 

Es probable que se endurezcan ciertas cosas en la cotidianeidad estadounidense. Quizá para los inmigrantes irregulares provenientes de Latinoamérica la situación se torne más problemática. El supremacismo blanco parece ganar fuerza; por lo pronto, el Ku Kux Klan saluda eufórico al nuevo presidente; mala señal, sin dudas. Si bien Trump puede ser un populista para sus votantes: los Homero Simpson blancos, el racismo que transmite es peligroso. “Heil Trump!”, ya se ha dicho por ahí. De todos modos, el muro famoso a construirse en la frontera con México suena más a disparate proselitista que a posibilidad real. 

En la arena internacional, a partir de un posicionamiento pragmático de Trump, es posible que baje la intensidad de una posible guerra nuclear (locura apocalíptica no desdeñable para los halcones de la política real, los que no ocupan cargos públicos pero que dirigen los acontecimientos desde sus pent-houses). De todos modos, nada está escrito. Su apuesta, en principio, apunta a bajar los inconmensurables gastos bélicos para reinvertir en la economía local. Queda por verse si el monumental complejo militar-industrial, verdadero mandamás en la dinámica estadounidense, lo permitirá. 

Como este breve opúsculo está escrito pensando, ante todo, en la clase trabajadora latinoamericana, la inmediata percepción de la situación no nos puede llevar a estar contentos. Quizá tampoco lo estaríamos con Hillary Clinton en la presidencia. Según pregona la gran prensa de las corporaciones mediáticas, ella representaba el equilibrio, en tanto el magnate neoyorkino sería sinónimo de ¿chifladura? Pero seamos mesurados en el análisis, y rigurosos: con una u otro, no hay buenas noticias a la vista para los pueblos del “patio trasero”. 

¿Podrá haber buenas noticias para la clase trabajadora que lo votó? Esa es la expectativa, la esperanza de Homero Simpson. Los trabajadores estadounidenses están bastante golpeados; su situación no va para mejor y la falta de empleos preocupa. Pero que Donald Trump logre salir a) de esta crisis estructural y b) dar marcha atrás con la globalización neoliberal que ha ido cerrando empresas en su propio territorio dejando en la calle a innúmeros asalariados, no parecen tareas fáciles. Antes bien: parecen casi imposibles. 

Que la gran potencia evolucione hacia posiciones de ultraderecha, neonazis, ultraconservadoras, no es un imposible. Que Trump se atreva a oprimir el botón nuclear, no parece lo más posible ahora. Que su economía mejore considerablemente, no se lo ve muy cercano en realidad (eso quizá ya no pueda suceder más). Que los pueblos latinoamericanos seguiremos empobrecidos y, en muchos casos, intentando viajar hacia el “sueño americano” en condiciones precarias, es un hecho. Que esperemos cambios positivos con este representante de la clase dirigente del principal país capitalista, es una absoluta tontera.