jueves, 20 de septiembre de 2018

La OEA y la invasión militar en Venezuela




Marcelo Colussi

Los tambores de guerra vuelven a sonar en relación a la República Bolivariana de Venezuela. El gobierno de Estados Unidos, que es igual a decir las multinacionales estadounidenses del petróleo, tienen puestos sus ojos en la mayor reserva de oro negro del planeta, que justamente está en la tierra de Bolívar, y todo indica que no van a detenerse en su intento hasta conseguirla. Aunque la quema de hidrocarburos como energéticos constituye la principal causa del calentamiento global, mientras haya petróleo en el planeta estas rapaces empresas parecen dispuestas a seguir quemándolo (¡y vendiéndolo, obteniendo fabulosas ganancias!). Las reservas probadas que yacen en el subsuelo venezolano permitirían seguir contaminando el planeta (y dando mucho dinero), de mantenerse el actual consumo, al menos por casi dos siglos más.

La Organización de Estados Americanos –OEA– es, como dijera hace años el Che Guevara, el “ministerio de colonias” de Washington. Aunque eso resulte patético, ayer como hoy es una triste verdad. Para muestra, lo que está sucediendo en este momento con el papel jugado por su Secretario General, el chileno (¿estadounidense?) Luis Almagro.

Siguiendo muy de cerca la situación venezolana, convirtiéndose de hecho en el vocero oficioso de Washington y de sus multinacionales petroleras, Almagro viajó recientemente a Colombia desde donde pidió, con el mayor descaro y violando todos los protocolos diplomáticos, la opción militar para acabar con la Revolución Bolivariana. “En cuanto a intervención militar para derrocar a Nicolás Maduro creo que no debemos descartar ninguna opción”. Según su decir, dado que las múltiples reuniones elucubradas por él desde la OEA pidiendo sanciones contra Venezuela, o abiertamente su expulsión de ese organismo regional, no dieron los resultados esperados, ahora “el tiempo se agotó”.

¿Qué tiempo se agotó?, podríamos preguntarnos. ¿La paciencia de la Casa Blanca será?, la cual probó numerosísimas variantes para desplazar al gobierno venezolano –ayer con Hugo Chávez, hoy con Nicolás Maduro–, siendo que ninguna de ellas le resultó. Ni golpes de Estado, paros patronales, guarimbas, sabotajes, mercado negro, hiperinflación inducida, desabastecimiento, provocaciones varias, pudieron torcer el rumbo del proyecto nacionalista que hace ya cerca de dos décadas se viene desarrollando en Venezuela. La intervención militar foránea se ve ahora como, quizá, la única opción posible para detener el proceso político en curso.

Decir “intervención militar” es decir invasión de fuerzas extra nacionales capitaneadas por Estados Unidos, que tiene preparada esta opción como un recurso final para recuperar esas cuantiosas reservas petroleras, hoy nacionalizadas y manejadas por un Estado con compromiso social. De ahí la cantidad de bases militares con alta tecnología bélica, todas norteamericanas, que atenazan a Venezuela (7 en Colombia, 1 en Curazao, 2 en Honduras), más el posible accionar de ejércitos nacionales de algunos países latinoamericanos bajo el manto de la OEA, todos bajo el liderazgo militar de Washington.




El pedido formulado por el Secretario Almagro representa un fiel reflejo de la caracterización dada por el Che Guevara: es una grosera intromisión del organismo regional en los asuntos internos de un Estado miembro (la metrópoli ordenando qué hacer a sus colonias). Con esta petición se viola flagrantemente el artículo 19 de la Carta de la OEA. Esa no intromisión que establece el documento fundacional, estipula que no deberá ejercerse injerencia en ninguna forma, ni militar ni bajo ningún otro aspecto: político, diplomático, económico. Si la OEA considera que “el tiempo se agotó”, pareciera que eso no responde a una sana y sopesada actitud diplomática de diálogo sino a la febril mentalidad de un invasor ávido de robar lo que no le pertenece.

Claramente, el artículo 21 de dicha Carta indica en forma tajante que el territorio de un Estado miembro es inviolable, no pudiendo ser objeto ni de ocupación militar ni de ninguna otra medida de fuerza tomada por otro Estado ni por el organismo, así sea en forma temporal.

Por otro lado, el artículo 22 estipula que ningún Estado de la organización podrá acudir al uso de la fuerza, salvo en caso de legítima defensa repeliendo una invasión.

De hecho, lo que plantea ahora la OEA a través de su cabeza visible Luis Almagro –vocero encubierto de la Casa Blanca– constituye una abierta ilegalidad en términos de derecho internacional. Es, en concreto, un llamado a la violencia, incitando a la desestabilización de un gobierno democráticamente electo. Es un llamado a la guerra, lisa y llanamente. Si se quiere decir de otro modo: un absoluto absurdo en términos diplomáticos, pues la organización que debería velar por la paz regional, está haciendo una apología de la violencia.

Esta conducta injerencista de Almagro trajo como respuesta inmediata del gobierno venezolano una denuncia presentada ante la Organización de Naciones Unidas –ONU–.

Sin dudas la situación actual del país caribeño es difícil, sumamente difícil. Los ataques solapados –y no tan solapados– que el gobierno de Estados Unidos, junto a las oligarquías de distintos países de la región latinoamericana, viene realizando contra Venezuela, han dejado graves secuelas. El descontento en la población no es poco, pues la vida cotidiana se ha venido deteriorando cada vez más en estos últimos años, a partir de la presidencia de Nicolás Maduro. Pero queda claro que el problema no es tal o cual presidente: es la voracidad de las compañías petroleras del país del norte que no desean perder su botín, junto a otras innumerables riquezas que presenta el territorio venezolano: agua dulce, gas, minerales estratégicos, oro, diamantes, biodiversidad de su selva amazónica.

Independientemente de errores que pueda haber cometido el gobierno bolivariano, es un imperativo ético primordial condenar enérgicamente cualquier intento de injerencia en sus asuntos internos. Los problemas de los venezolanos los deben arreglar los venezolanos. Lo demás es, pura y abiertamente, una vil invasión.

Guatemala. 2015: vuvuzelas. 2018: movilización popular




Marcelo Colussi

En el 2015 Guatemala se vio conmocionada por una gran crisis política que terminó con el encarcelamiento del por entonces binomio presidencial (Otto Pérez Molina y Roxana Baldetti). El lema de aquel entonces era la lucha contra la corrupción.

Se decía en ese momento, y ahora se puede afirmar con firmeza, que toda esa movilización anticorrupción tenía que ver, fundamentalmente, con un plan finamente trazado por Washington. Dos motivos lo fundamentan: 1) la decisión política de intentar transparentar las mafiosas y corruptas políticas centroamericanas, que tal como están ahora, constituyen una bomba de tiempo que expulsa gente hacia el territorio norteamericano y, al mismo tiempo, representan un peligro de posible “ingobernabilidad” (visto desde la lógica capitalista del imperio, de ahí que montaron el Plan Alianza para la Prosperidad); y 2) ser un laboratorio de pruebas para las recetas anticorrupción con las que, posteriormente, el gobierno estadounidense pudo mover gobiernos díscolos en otras latitudes (Brasil, Argentina, etc.).

El experimento fue todo un éxito. La población, básicamente clase media urbana, se indignó profundamente ante las denuncias aparecidas, y en una demostración de civismo (muy bien manejado con técnicas de manipulación social), una buena cantidad de población salió a protestar a la plaza. La movilización, de todos modos, era bastante limitada (lo cual hacía pensar en quién y para qué movía todo eso): entonar el himno nacional, sonar vuvuzelas, vociferar contra los funcionarios corruptos y volverse a la casa. No había, en sentido estricto, un proyecto político de cambio. Ninguna fuerza popular-de izquierda-revolucionaria pudo aprovechar el descontento para ir más allá, pues toda la iniciativa mostró desde un inicio que no apuntaba a cambiar nada. Puro gatopardismo. De todos modos, esos acontecimientos sirvieron para fomentar un calor popular antes inexistente.



La crisis política abierta ese año se cerró con una elección amañada, donde apareció un candidato a la medida: un actor que personificó el papel de “presidenciable no corrupto”. El circo mediático estuvo bien montado, a tal punto que permitió que Jimmy Morales llegara a la presidencia. Rodeado de militares vinculados a la guerra interna y a grupos mafiosos de oscuro pasado –todos ligados al Estado contrainsurgente y a los negocios sucios que el mismo permitió–, la crisis terminó y todo pareció volver a la “normalidad”.

Pero esa “normalidad” en Guatemala significa explotación, miseria, exclusión. Pasaron las movilizaciones sabatinas con muchas vuvuzelas del 2015 y todo siguió igual en la base: 60% de la población bajo el límite de pobreza, desnutrición crónica (quinto puesto en el mundo), desocupación, salarios de hambre, analfabetismo, racismo y patriarcado, manipulación burda de las grandes masas, valores misóginos, homofóbicos y ultraconservadores. Era obvio que ese montaje anticorrupción funcionó como distractor. Los problemas fundamentales no se tocaron.

Pero la población del país no es solo la clase media urbana que “civilizadamente”, al ritmo de vuvuzelas, se indignó por el robo de algunos funcionarios. Movimientos populares de base, campesinos e indígenas en lo fundamental, siguieron protestando tal como lo venían haciendo desde siempre, sin la caja de resonancia de los medios comerciales de comunicación. Esas reivindicaciones (mejores condiciones de vida, tierra para los campesinos pobres, mejora salarial, servicios básicos decentes, etc.) se continuaron levantando siempre, aunque no inundaran las plazas ni aparecieran en la televisión.

Tanto esas protestas como las investigaciones contra la corrupción llevadas adelante por la CICIG y el Ministerio Público (en tanto parte de la iniciativa estadounidense de transparentar las mafias del Triángulo Norte de Centroamérica), fueron acorralando a la administración de Morales. El llamado Pacto de corruptos (empresarios, clase política, militares, todos moviéndose con criterio mafioso) se empezó a sentir nervioso por ambos motivos. La movilización popular siempre es molesta para las clases dominantes; y si a eso se suma la posibilidad de ser investigada por corrupta, tenemos el cuadro actual: reacciona mostrando los dientes. De ahí que 1) hace lo imposible por evitar las investigaciones cerrando el paso a la CICIG, y 2) comenzó un sistemático ataque a luchadores populares con métodos de la guerra contrainsurgente (van 18 muertos este año, con total impunidad).

Pero la gente no se quedó callada. Hoy existe una movilización popular distinta a la del 2015: hay conducción política producto de la articulación de distintos grupos de base, hay proyecto claro (pedir la renuncia del elenco gobernante y el llamado a una Asamblea Constituyente), y ya no hay el miedo de años atrás.

El escenario no es pre-revolucionario ni por asomo; pero abre posibilidades interesantes para el campo popular.