domingo, 24 de agosto de 2014

Los medios de comunicación ya no son el “cuarto poder”



Marcelo Colussi

Los medios de comunicación y su influencia en la vida cotidiana

De acuerdo a nuestra tradición occidental la realidad es una, dada desde siempre, puesta ahí en forma indubitable a la espera que el ser humano se contacte con ella. La realidad, en definitiva, existe independientemente del sujeto que se relaciona con ella. En ese marco, la verdad, siguiendo las enseñanzas aristotélicas y los teólogos medievales, es la “adecuación del sujeto que conoce con la cosa conocida”. La cosa, la realidad, está siempre ahí a la espera que el sujeto se dirija a ella para aprehenderla, para conocerla a través de sus sentidos y la razón. Esa fue la idea dominante por dos milenios en nuestra tradición cultural, y es la concepción que sigue prevaleciendo en el sentido común. El peso está puesto en la realidad objetiva.

En el Renacimiento, con el cambio de paradigmas que comienza a tener lugar en ese momento histórico de la humanidad, la noción de la realidad va variando. Con el mundo moderno que se empieza a construir a partir del nuevo ideal de ciencia copernicana, la realidad va a pasar ser “construcción”, es decir: producto de la forma en que el sujeto se relaciona con la cosa. La realidad deja de ser una, única, inobjetable. Llegados a nuestros días con un pensamiento cada vez más centrado en el sujeto, interesa fundamentalmente el proceso de “construcción” de esa realidad. Los datos de las distintas ciencias sociales y de una epistemología que rompe vínculos con la tradición aristotélica ponen el énfasis en la relatividad de la realidad: la misma pasa a ser entendida como construcción histórica, por tanto cambiante, variada, siempre relativa. El peso, ahora, está puesto en el sujeto y en las relaciones que establece con la cosa. Así como una botella está medio vacía o medio llena, según el punto de vista, así comienza a entenderse esta nueva visión de la realidad. La verdad deja de ser un absoluto.

Todo esto nos sirve para entender que la realidad de la que queremos hablar en términos político-sociales es una realidad “construida”, no absoluta, no terminada. Lo político, en tanto la esfera donde se juegan las relaciones de poder entre grupos humanos, no es una realidad dada de antemano, única e indubitable. Esa realidad política es producto de una historia, y por tanto, es cambiante, dinámica, en perpetuo movimiento. En esa construcción, más allá de la bienintencionada idea de paz y rechazo de la violencia, el conflicto juega un papel determinante. La historia, la realidad política en definitiva, es producto de una conflictividad estructural. La realidad política tiene que ver con el juego de los poderes que se van estableciendo, los cuales están en continuo cambio. La forma en que percibimos esa realidad no es nunca ni ingenua ni neutra. Lo que sabemos de esa realidad política –que es una realidad social, por tanto determinada por factores sociales, económicos en principio, así como culturales en sentido amplio– es siempre una construcción hecha desde el ejercicio de poderes. Lo que pensamos, sabemos, decimos de esa realidad, es lo que quien detenta la mayor cuota de poder social piensa.

El pensamiento político es el reflejo de las luchas de poder que estructuran toda sociedad, y que le dan su dinámica. Este pensar, en general, ha sido patrimonio de un pequeño grupo de pensadores –en general plegados a los poderes dominantes– que piensan, organizan y dan forma a lo que luego las grandes mayorías repiten. En relación a esto, algo inédito en la historia y que viene marcando una tendencia cultural ya desde inicios del siglo XX es el papel que juegan los modernos medios masivos de comunicación. Lo que la gran mayoría piensa, o más correctamente repite en términos políticos-ideológicos, cada vez más proviene de esos medios comunicacionales: prensa escrita primero, luego radio, después la televisión con una fuerza arrolladora, actualmente toda la diversidad de medios audiovisuales: internet, videojuegos. Estos llamados “mass-media” han ido creciendo hasta convertirse en una especie de nuevo medio ambiente creando una inversión que hace que para muchas personas ya no haya otra realidad relevante que la que esos medios producen.

Según una publicación de la empresa encuestadora Gallup, estadounidense y para nada sospechosa de pensamiento crítico con ideología de izquierda, el 85% de lo que un adulto urbano término medio “sabe” hoy día de su realidad política proviene de esos medios masivos de comunicación, de la televisión ante todo. Es ya sabido, es una frase hecha –pero no por ello menos importante– aquello de “si no está en la televisión no existe”.



Esa es nuestra realidad política actual: los medios de comunicación, tradicionalmente el “cuarto poder”, han subido drásticamente de categoría. Hoy día son uno de los factores del poder mismo, construyendo la realidad político-ideológica a escala planetaria. Muy buena parte de nuestras apreciaciones sobre esa realidad son los productos prefabricados que esas usinas culturales elaboran, cada vez con mayor sutileza, con mayor esmero.

La evolución de los medios de comunicación ha estado siempre asociada a las distintas revoluciones tecnológicas, así la imprenta precedió al motor de vapor, la radio a la televisión, el ferrocarril a los automóviles, el telégrafo al teléfono, etc. De igual forma la expresión oral precedió a los manuscritos mediante el pergamino que podía mostrar texto y miniaturas ilustradas. Primero se transmitían sonidos, luego sonidos e imágenes. Hasta llegar al nuevo medio de transmisión de información, a saber: internet. Ha sido un medio que empezó transmitiendo sólo texto, luego imágenes, sonido, hasta llegar al lugar que ocupa en la actualidad.

La televisión: un ejemplo de “diosa todopoderosa” en la comunicación

Para entender este poder que detentan los medios, nos vamos a permitir hacer un pequeño recorrido por el medio de comunicación que más ha impactado a escala global en la población: la televisión. Sin dudas, ella es uno de los inventos que más ha influido en la historia de la humanidad. Su importancia es tremendamente grande, dado que influye en los cimientos mismos de la civilización: es la expresión máxima de los medios masivos de comunicación, por tanto es parte medular de la cultura, de esta sociedad que llamamos ahora “sociedad de la información y la comunicación”. Lo es, de hecho, en forma cada vez más omnipresente, más avasallante. Sin temor a equivocarnos podemos decir que el siglo XXI será el siglo de la cultura de la imagen, de la pantalla, cultura que ya se entronizó en las pasadas décadas del siglo XX y que, tal como se ven las cosas, parece afianzarse cada vez con más fuerza sin posibilidad de retroceso. El “¡no piense, mire la pantalla!” parece haber llegado para quedarse. Hoy día esa pantalla ya no es sólo la televisión; ahí tenemos también la de los teléfonos celulares, la de las agendas electrónicas, las sofisticaciones de plasma líquido que nos invitan por todas partes a quedar anonadados. En definitiva: la imagen nos va envolviendo cada vez más siguiendo el modelo televisivo.

Cuando la televisión se masificó se inició también el debate sobre si, por fin, este medio encarnaría el sueño de educación al alcance de toda la población, información veraz y objetiva sobre la realidad mundial, cultura para todos, programas de debate, aporte a las ciencias y a las artes. Pero ya con varias décadas de desarrollo parece que ninguno de estos ideales se ha realizado (quizá a través de ningún medio sucedió, pero con la televisión menos aún).

A medida que pasa el tiempo la televisión es más criticada pero, al mismo tiempo, más consumida. Prácticamente desde su aparición misma no fue un medio informativo y educativo sino que se constituyó en objeto de entretenimiento para terminar siendo el centro de todo hogar moderno. De la misma manera en que no se piensa dos veces si se compra una cocina o una cama cuando una pareja de recién casados estrena residencia o cuando un joven se independiza, tampoco se puede dejar de pensar en comprar un televisor. Hoy día, incluso, en los hogares de clase media ya es “obligado” más de un aparato. Este objeto se ha convertido en una parte esencial de la vida de todos los seres humanos, ricos y pobres, urbanos o rurales, varones o mujeres, jóvenes o adultos. Se calcula que actualmente están funcionando no menos de 2,000 millones de aparatos televisivos, y la tendencia es seguir creciendo.

La televisión construye un mundo virtual muy especial. La fuerza de las imágenes hace que a menudo reciban un estatus de realidad superior a la realidad misma. En las modernas sociedades masificadas, aglomerándose enormes cantidades de seres humanos pero estando paradójicamente muy separados unos de otros dados los patrones de individualismo y consumismo hedonista que la sociedad actual ha impuesto –“es más fácil para la mayor parte de la gente encontrar un dinosaurio que un vecino”, dijo sarcásticamente Alain Touraine[1]–, al mirar todas esas personas las mismas imágenes en forma simultánea, la televisión consigue ser el referente más potente de validación y estandarización de la realidad. El punto de partida para entender esto es la dificultad que el sistema nervioso en su conjunto tiene para distinguir las imágenes de la realidad de las imágenes virtuales o de representación de la realidad. Por eso lloramos viendo una película de ficción o nos emocionamos con los anuncios de bebidas. El cerebro ha ido evolucionando en los organismos más complejos, incluida la especie humana, basándose en la credulidad de lo que ve. Todo el mundo sabe que añadir una imagen a una noticia cualquiera le confiere un carácter de más veracidad. Las informaciones icónicas producen en el cerebro la sensación de ser algo intrínsecamente creíble. A lo largo de la evolución no ha sido necesario desarrollar la capacidad de discriminar las imágenes virtuales de las reales, puesto que las primeras no existían o eran poco relevantes (espejismos, reflejos en el agua). La aparición de la realidad virtual cambió en muy buena medida la historia humana.

La memoria aún tiene más dificultades para distinguir la procedencia de las imágenes mentales que posee. ¿De dónde me viene la idea que tengo de la nieve viviendo en el trópico, de mi experiencia o de las películas que he visto? Y la idea de la Edad Media, ¿de mi imaginación, de los textos que he leído o de las imágenes que he visto? ¿Y la idea de un sindicalista? ¿La de los indígenas? ¿Y la de la guerra? ¿Cómo llegamos a los conceptos de los “buenos” y los “malos”? (los primeros, siempre blancos; los segundos: negros, indios, musulmanes). Es necesario insistir en esto: la televisión influye más sobre la humanidad que todo el arsenal nuclear. La televisión crea la realidad cultural en la que nos desenvolvemos, hoy día con más fuerza que la familia, las iglesias o la escuela formal.

La dificultad para distinguir entre imágenes reales y virtuales, junto con el aislamiento social y la cantidad de tiempo dedicado a ver la televisión (en promedio: dos horas diarias un adulto y cuatro horas y media un niño) borra las fronteras entre realidad y ficción e invierte el referente para conocer quiénes somos, cómo es la realidad y cuál es el mundo deseable. Por supuesto, a los círculos que detentan el poder esto les viene como anillo al dedo. Por eso, seguramente, se dio el crecimiento exponencial de la televisión como pocos, o como ningún otro avance científico del siglo XX. Y en esa línea se hallan todos los dispositivos audiovisuales; el internet ya se perfila como, sino que ya es, uno de los núcleos principales en torno al que se tejerá la vida para el siglo XXI.

Para mantener la atención, el negocio televisivo transforma todo lo que trata en espectáculo, en show, para decirlo en la lengua dominante. El discurso político, el conocimiento, el conflicto, el temor, la muerte, la guerra, el sexo, la destrucción pasan a ser fundamentalmente espectáculo, comedia, show farandulesco. El espectador es acostumbrado a ver el mundo sin actuar sobre él. Al separar la información de la ejecución, al contemplar un mundo mosaico en el que no se perciben las relaciones, se crea un estado de aturdimiento, indefensión y modorra en el que crece con facilidad la parálisis social. Como tecnología de implantación de imágenes en el sistema nervioso central, la televisión permite hablar directamente al interior de la subjetividad de millones de personas y depositar en ella imágenes (que difícilmente se pueden modificar) capaces de lograr que la gente haga lo que de otra manera nunca hubiera pensado hacer. (No olvidemos la ley de Galbraith (1958): “se publicita lo que no se necesita”[2]). ¿Cómo conseguir suprimir las numerosas maneras diferentes de comer que había en los distintos territorios y culturas y sustituirlas (en una tercera parte del planeta) por unas hamburguesas o un vaso de bebida gaseosa? Sólo una tecnología como la televisión es capaz de lograrlo con la eficacia mostrada en el escaso margen de pocas generaciones, cosas que no logró ninguna iglesia ni ningún partido político. Aunque la televisión se inventó en los años 20 del pasado siglo, se desarrolló como tecnología de implantación masiva de imágenes coincidiendo con el período de mayor bonanza y acumulación capitalista tras la segunda guerra mundial, liderada por la gran potencia hegemónica de ese entonces: Estados Unidos.

Hacia una cultura de la imagen

La cultura audiovisual que la televisión, y hoy día los otros medios digitales (videojuegos, internet), han ido creando una cultura donde se invierte la evolución de lo sensible a lo inteligible, alterando la relación entre entender y ver, distorsionando en buena medida la comprensión del mundo, dificultando la capacidad de abstracción, y por tanto, de actuar sobre la realidad. La humanidad no es “más tonta” desde que ve televisión, sin dudas; pero es más manejable, más manipulable. El primado de la imagen lo permite.

El video-dependiente término medio, de televisión o de las nuevas tecnologías que entronizan la imagen –es decir: cada vez más gente en el planeta– tiene menos sentido crítico que quien no depende casi exclusivamente de las imágenes como fuente de conocimiento, de quien lee y piensa reflexivamente, críticamente. Es mucho menor el esfuerzo de ver que el de leer. Consideremos cómo es dejarse llevar por imágenes: se suceden unas a otras, el orden está fijado, se trata fragmentariamente cada tema y no hay espacio para reflexionar (es decir: para darle vueltas al asunto, para examinar el contexto global en que se produce un acontecimiento, integrarlo con otros aspectos de la realidad con los que interactúa, darse el tiempo para pensar en futuras acciones en relación al material recibido por los sentidos). Pero de todos modos es incorrecto achacar nuestros males y esta cultura “light” del “no piense y mire pasivamente” al avance tecnológico. Las nuevas tecnologías modelan las problemáticas y perfilan cambios en la constitución subjetiva, sin dudas; sin embargo el poder de creación, de innovar, de formar y participar en los procesos de transformación social sigue siendo exclusivamente responsabilidad nuestra, y como siempre, el vínculo interpersonal es el factor determinante en el desarrollo y uso de las potenciales capacidades intelectuales. La tecnología nos condiciona, pero el proyecto antropológico de base (“político”, si preferimos decirlo de otro modo) es el que decide cómo y para qué se usa ella. En otros términos: la ciudadanía sigue siendo lo fundamental, más allá de la tecnología que se utilice.

Vale aclarar muy enfáticamente que la “culpa” de los males del mundo no es de la televisión ni de los medios de comunicación en general, de esta tendencia al consumo de imágenes, de los medios digitales (televisión y toda la parafernalia que le sigue, el internet, la pantalla de los teléfonos celulares inteligentes y de los medios que podrán venir en un futuro en esta línea). También ellos, como instrumentos de enorme penetración, pueden servir para otros fines: para ampliar nuestro conocimiento, para mejorar nuestra condición. También la televisión, o los medios de comunicación en general, pueden ser un arma liberadora. De todos modos, las experiencias conocidas hasta la fecha abren algunos interrogantes.

Esto nos lleva a replantear la cultura de la imagen que está en la base de toda esta proliferación de medios masivos que cada vez van imponiéndose más. Como dijo Zbigniew Brzezinsky (1968)[3]: “En la sociedad actual el rumbo lo marca la suma de apoyo individual de millones de ciudadanos incoordinados que caen fácilmente en el radio de acción de personalidades magnéticas y atractivas, quienes explotan de modo efectivo las técnicas más eficientes para manipular las emociones y controlar la razón”. En otros términos: los medios de comunicación al servicio de los proyectos dominantes, de los poderes fácticos.

La humanidad no es más tonta desde que ve televisión, se decía más arriba, pues el núcleo del problema no está en el consumidor sino el productor. Lo que se busca enfatizar ahora es que ese productor de imágenes es cada vez más también un gran poder político. En los años 60 del pasado siglo el padre de la semiótica, el italiano Umberto Eco, decía que “quien detente los medios de comunicación detentará el poder”[4]. Evidentemente, viendo cómo marchan las cosas actualmente, no se equivocaba.

Vale la pena aquí recordar lo dicho por el nazi Joseph Goebbels, padre de la manipulación mediática moderna: “¿A quién debe dirigirse la propaganda: a los intelectuales o a la masa menos instruida? ¡Debe dirigirse siempre y únicamente a la masa! (...) Toda propaganda debe ser popular y situar su nivel en el límite de las facultades de asimilación del más corto de alcances de entre aquellos a quienes se dirige [¿niño de seis años?]. (…) La facultad de asimilación de la masa es muy restringida, su entendimiento limitado; por el contrario, su falta de memoria es muy grande. Por lo tanto, toda propaganda eficaz debe limitarse a algunos puntos fuertes poco numerosos, e imponerlos a fuerza de fórmulas repetidas por tanto tiempo como sea necesario, para que el último de los oyentes sea también capaz de captar la idea”[5].

No hay ninguna duda que la inmediatez y unidireccionalidad de los mensajes audiovisuales, de los que la televisión es el principal exponente, junto al cine, la foto, el internet o los videojuegos, generó una cultura de la imagen que hoy pareciera muy difícil, si no imposible, revertir. En la dinámica humana la conducta reiteradamente repetida termina creando hábito (“algunos puntos fuertes poco numerosos se imponen a fuerza de fórmulas repetidas” enseñaba el ministro de Propaganda del Tercer Reich. Igual que la intuición de Eco, tenía razón). La cultura de la imagen que hace años viene repitiéndose con fuerza creciente ya creó un hábito en todas las capas sociales en estas últimas generaciones, y hoy por hoy pareciera imposible desarmarla. Pero en esa cultura anida un límite intrínseco, quizá imposible de ser franqueado: no importa el tipo de programa televisivo que se presente, siempre el mirar la pantalla no permite una actitud crítica como sí posibilita, por ejemplo, la lectura. De todos modos, esa cultura de la imagen no parece que vaya a desaparecer. Por el contrario, llegó para quedarse, y ya ha formado un nuevo sujeto, que será con el que habrá que contar de aquí en más.

La actual cultura mediática (audiovisual en lo fundamental) es la que cada vez más viene condicionando el pensamiento político. Por eso el comunicador social tiene una cuota de poder tan importante en sus manos: sépalo o no, es un vehículo de capital influencia por el que se va creando la ciudadanía, la opinión pública, la ideología. “Pensamos” política e ideológicamente en términos pasivos lo que el “espectáculo mediático” nos presenta, sin mayores cuestionamientos: que “los musulmanes son todos unos fanáticos terroristas”, que “los narcotraficantes constituyen el nuevo demonio que mueve la política en nuestros narco-Estados latinoamericanos”, que “las “temibles” maras son el principal problema de Centroamérica”, que “Osama Bin Laden manejaba buena parte del mundo desde una tenebrosa cueva en las montañas de Afganistán”, que estamos mal porque “los políticos corruptos se roban todo”. Y también, sin formulaciones críticas al respecto, que “la democracia” es un bien en sí mismo, que los países exitosos son tales porque han abrazado la democracia. Nuestro pensamiento, recordémoslo una vez más, muchas veces se moldea por poderes hegemónicos que imponen “lo que se debe pensar”. En el ámbito académico eso es descarnadamente cierto también, aunque debería ser el lugar de la crítica por excelencia. La cultura de la imagen lo barre todo: el “copia y pega” pareciera haber llegado para quedarse. ¿Y no son sino eso los noticieros que nos llenan la cabeza de “información”: copia de lo que se muestra en las pantallas de los dispositivos digitales y repetición acrítica?

El actual mundo globalizado, la “aldea global” como se le ha dado en llamar (McLuhan), en forma creciente es regido por un pensamiento único, en muy buena medida vehiculizado por los medios masivos de comunicación, y en especial los audiovisuales. En términos políticos –o dicho de otro modo: en términos de ciudadanía– esa globalización viene a uniformar puntos de vista, a tener parámetros universalmente compartidos. Ahora bien: si se habla de “globalización” debe entenderse bien de qué se trata.

Retos actuales ante el nuevo escenario de la comunicación digital y global

Se entiende por “globalización” el proceso económico, político y sociocultural que está teniendo lugar actualmente a nivel mundial por el que cada vez existe una mayor interrelación económica entre todos los rincones del planeta, por alejados que estén, gracias a estas tecnologías que han borrado prácticamente las distancias permitiendo comunicaciones en tiempo real, siempre bajo el control de grandes corporaciones multinacionales. En realidad, la globalización propiamente dicha comienza con la expansión del naciente capitalismo de Europa cuando sale a “conquistar” el mundo, allá por inicios del siglo XVI. Ahí verdaderamente comienza a hacerse global, mundial, planetario en sentido estricto, todo el sistema económico, y por tanto, su impronta político-cultural. Conquistadores europeos, con mano de obra esclava africana, sojuzgan a pueblos americanos, sentando las bases para una homogenización de toda la “aldea global”. Pero es recién ahora, con el final de la Guerra Fría, que el sistema capitalista puede sentirse abiertamente triunfador y dueño de toda la escena mundial. Ahora es cuando puede decirse que la globalización triunfó.

Esa globalización que se vive actualmente (económica, política y cultural) es el caldo de cultivo donde las nuevas tecnologías de la información y la comunicación son el sistema circulatorio que la sostiene, haciendo parte vital de la nueva economía global centrada básicamente en la comunicación virtual, en la inteligencia artificial y en el conocimiento como principal recurso, todo lo cual permite el nuevo capitalismo financiero, hiper concentrado en poquísimas manos, superando a los Estado-nación modernos.

Las nuevas tecnologías digitales, más allá de la explosión con que han entrado en escena y su consumo masivo siempre creciente, no benefician por igual a todos los sectores. “En América Latina la presencia o el desarrollo de una SIC [sociedad de la información y la comunicación] está más ligada a la consolidación de grandes consorcios multinacionales del audiovisual que a la incorporación de la convergencia a los procesos productivos. Esto último se ha polarizado en un sector capaz de desmaterializar la economía, en tanto que sobrevive otro gran sector que permanece al margen de los cambios tecnológicos y continúa trabajando dentro de un esquema de producción clásico, ayudado de herramientas que también podríamos definir como clásicas. En nuestros países sólo un sector de la población (muy probablemente el que acumula el consumo tecnológico de distintas generaciones), es la que se ha incorporado efectivamente al proceso de producción ligado a la información y el conocimiento”[6].

La repetida insistencia en relación a las maravillas de las nuevas tecnologías digitales de la información y la comunicación, en realidad puede tener mucho de espejismo manipulado desde los grandes centros de poder que se benefician de ellas, de su comercialización y de su uso como mecanismo de control a escala planetaria. El hecho de que en cierta forma la utilización de las tecnologías de la información y la comunicación pueda facilitar las cosas en ciertos aspectos para las grandes mayorías, no es efectivo si no se terminan con los problemas estructurales, con las brechas sociales enormes que siguen siendo el paisaje cotidiano: el hambre, la exclusión crónica, el analfabetismo, las enfermedades curables, el racismo. Pese a este portento de las tecnologías de la inteligencia artificial, el hambre sigue siendo uno de los principales problemas del mundo. ¡Siglo de la hiper tecnología… y nos seguimos muriendo a causa del hambre! Simplemente bochornoso.

No está demostrado que por el hecho de utilizar alguna de las nuevas tecnologías digitales se elimine automáticamente la exclusión social o se termine con la pobreza crónica. De todos modos, sabiendo que estas herramientas encierran un enorme potencial, es válido pensar que no disponer de ellas propicia la exclusión, o la puede profundizar. Visto que la red de redes, el internet, es la suma más enorme nunca antes vista de información que pone al servicio de la humanidad toda una potente herramienta de comunicación, no acceder a él crea desde ya una desventaja comparativa con quien sí puede acceder. De todos modos, el desarrollo propiamente dicho, el aprovechamiento efectivo de las potencialidades que abren las nuevas tecnologías comunicacionales, no se da por el sólo hecho de disponer de una computadora, de hacer uso de las redes sociales o de un teléfono celular de última generación, o de una consola de videojuegos, tan a la moda hoy día. Los videojuegos, valga agregar, que cada vez comienzan a ser jugados desde las más tempranas edades (2 o 3 años), bastante poco amigables para los adultos –los que no han crecido en esta cultura cibernética– funcionan como “verdaderas propedéuticas informales para el acercamiento amistoso y lúdico a los aparatos electrónicos. […] Ese tiempo invertido los acerca sin reparos mayores a la manipulación de aparatos de tecnología digital”[7]. Después de varios años de “acostumbramiento”, ya desde niños, los jóvenes encuentran como algo absolutamente natural, y más aún: imprescindible, el mundo de las tecnologías de la información y la comunicación. El consumismo está ya puesto en marcha, y la obsolescencia programada hará que cada cierto tiempo haya que reemplazar el equipo en cuestión. Obviamente todos estos aparatos podrán ser “bonitos”, pero no dejan de ser instrumentos, útiles, herramientas. La diferencia fundamental no la hacen los instrumentos, sino los sujetos que los utilizan.

Lo que sí hace la diferencia es la capacidad que una población pueda tener para aprovechar creativamente estas nuevas formas culturales. Si el internet “ha transformado la vida”, como tan insistentemente dice cierto pensamiento dominante (desde una perspectiva más mercadológica que crítica, terminando por constituirse en “mito”, en manipulación mediática), ello permite descubrir el porqué de esa tenaz repetición: está claro que alimenta muy generosamente a quienes lucran con su comercialización.

En realidad, con el comercio expandido por todo el orbe nació la globalización. Hoy asistimos a su entronización cultural, basada en muy buena medida en tecnologías que unen el mundo a velocidades vertiginosas, pero como se dijo en alguna ocasión: la globalización comenzó la madrugada del 12 de octubre de 1492, cuando Rodrigo de Triana pronunció su grito de ¡tierra!

Entre los íconos de esta globalización se inscribe también el mercado como punto máximo del desarrollo y “la democracia” como expresión superior de la organización política. Los medios masivos de comunicación, cada vez más globalizados y concentrados, juegan un papel clave en la expansión de este fenómeno y de sus mitos. Hoy día, la ciudadanía (ciudadanía global, ciertamente) es moldeada cada vez más por ellos.

Ese proceso de homogenización político-cultural y el papel que en él pueden jugar los medios masivos de comunicación, se perfilaba ya algunas décadas atrás; así, por ejemplo, el Informe McBride de UNESCO del año 1980 lo expresaba explícitamente: “La industria de la comunicación está dominada por un número relativamente pequeño de empresas que engloban todos los aspectos de la producción y la distribución, las cuales están situadas en los principales países desarrollados y cuyas actividades son transnacionales. (…) Se deben adoptar medidas encaminadas a ampliar las fuentes de información que necesitan los ciudadanos en su vida cotidiana. Procede emprender un examen minucioso de las leyes y reglamentos vigentes para reducir las limitaciones, las cláusulas secretas y las restricciones de diversos tipos en las prácticas de información. (…) Con harta frecuencia se trata a los lectores, oyentes y los espectadores como si fueran receptores pasivos de información”[8].

Sin dudas, el rol de los medios abre interrogantes sobre su aporte a la consolidación de la democracia genuina. Como dice Marcial Murciano: “El papel de árbitro que siempre ha mantenido el Estado en la moderna democracia se reduce y el mercado, ordenado ahora por los nuevos líderes empresariales, no asegura ninguno de los principios redistributivos que la democracia contemporánea debe asegurar al ciudadano que ahora debe situarse en un plano local y mundial al mismo tiempo. Probablemente más que en ningún otro período de nuestra historia reciente se hace necesario abrir un nuevo debate político-cultural sobre la posición de dominio y control de los actores económicos sobre el sistema de los medios, en el nuevo contexto de la democracia participativa y la globalización. Sin dudas son tiempos de nuevas exigencias para las políticas de comunicación democrática”[9].

Más allá de todo el despliegue científico-técnico con que nos movemos como sociedad globalizada que entró en la modernidad –todos tenemos teléfono celular, el internet es un hecho, todos directa o indirectamente consumimos petróleo… ¿es eso el progreso?– en el ámbito ideológico-político seguimos apegados a mitos, a frases hechas, a estereotipos: ¿qué diferencia la creencia de cualquier mito popular (fantasmas, hadas mágicas, personajes mitológicos, etc.) de los mitos en torno a la democracia? Y los medios masivos de comunicación, en vez de ser críticos al respecto, los alimentan generosamente.

La ética del comunicador

Un comunicador social dispone de un acceso y poder de convocatoria sobre la población como no lo tienen otros profesionales. Quiera que no, es un formador de opinión, de ciudadanía. Hoy, con la importancia definitoria de los medios de comunicación en nuestras sociedades masificadas, es un agente vital en la reproducción de pautas socio-culturales. O, también, un agente fenomenal para el cambio de esas pautas.

Si bien es cierto que la actual cibercultura abre la posibilidad de una cierta liviandad, de un pensamiento icónico muchas veces nada reflexivo, también da la posibilidad de acceder a un cúmulo de información y a nuevas formas de procesar la misma como nunca antes se había dado, por lo que estamos allí ante un fabuloso reto.

La cultura digital que ha llegado con una fuerza avasalladora, sin precedentes, presenta un gran desafío: obviamente, en tanto tecnología, no es ni “buena” ni “mala”. Plantearlo en esos términos es sumamente reduccionista. Pero no se puede dejar de considerar cómo funciona, quién la maneja, qué papel juega para los grandes poderes globales como negocio y como mecanismo de control social. O también como contra-mensaje, como contra-poder. La posibilidad de construir ahí un espacio alternativo está servida. Se trata de ver cómo hacerlo.

No debe dejarse de tener en cuenta que se han abierto ciertos canales para una relativa democratización de la información. En cierto sentido, todos podemos dejar nuestra marca en la red de redes, decir, transmitir, denunciar, hacer evidentes ciertas cosas. Pero hay que cuidarse de no caer en la ilusión de creer que los cambios sociales son sólo cuestiones de modernización tecnológica. La tecnología, si no está al servicio de la causa del Ser Humano como especie, sigue siendo un mecanismo de dominación. La comunicación social y todo su creciente arsenal tecnológico deben servir para fomentar desarrollo genuino, para afianzar la democracia de base, para buscar el bienestar para todos, y no estar al servicio de ninguna opresión. Si no es así, se termina convirtiendo en cómplice (¡o en actora principal!) de la explotación. Es por eso que decíamos que los comunicadores ya no son el “cuarto poder”: constituyen uno de los principalísimos poderes dominantes del mundo.

Ahora bien: el comunicador social no es neutro; de hecho, desempeña un papel muy importante en la conformación de ciudadanía, y siempre está tomando partido, tiene una posición, está ubicado con los pies sobre la tierra. Es imposible pedir “objetividad” como generalidad, como un bien en sí mismo. “La objetividad no existe en ningún aspecto de la vida, ni del periodismo de ningún lugar del mundo. En tantos seres sociales formados por una historia, un contexto y una mirada del mundo particular, única e irrepetible, resulta imposible creer que puede haber una mirada objetiva sobre un hecho, acontecimiento o relato”, afirma Natalia Locco[10]. En todo caso, siguiendo a Victoria Camps: “lo que el buen informador debe proponerse, no es tanto ser objetivo cuanto creíble”[11].

Ahí estriba el asunto crucial de su misión profesional: ser serio, ético, tener sentido crítico, saberse agente formador de las grandes multitudes a quien se dirige. El conocimiento técnico, por más excelente que sea, no es ninguna garantía de una buena práctica, de un buen ejercicio profesional. Para ello es imprescindible contar con un proyecto humano, social, político en su sentido más amplio.

En relación a lo anterior Ignacio Ramonet expresa: “En estos tiempos de globalización neoliberal, la información se ha convertido en uno de los problemas principales de la democracia (…) Se puede hacer un paralelismo con lo sucedido con la alimentación. Había escasez de alimentos –y sigue habiendo en algunos países–, luego la revolución agraria permitió producir en abundancia. Hoy sabemos que muchos de los alimentos son tóxicos, pueden envenenarnos (el caso de la "vaca loca" por ejemplo). Lo mismo sucede con la información; está contaminada. Hay que crear una ecología de la información para limpiarla, para que se respete la verdad, para mejorar la calidad informativa y así mejorar la calidad de la democracia”[12].

Debe quedar claro que nadie tiene el poder absoluto para cambiar todo un entramado social o para impedir sus cambios en forma terminante. Las transformaciones, las mejoras en la calidad de vida, las mutaciones son procesos complejos, largos, muy arduos. Cada quien aporta su grano de arena al respecto. Quienes abrazan la profesión de comunicar tienen, sin duda, un privilegio especial: su accionar influye de un modo más profundo que otros en ese proceso. Por eso hay que tener muy claro los principios éticos con los que deben manejarse. Más allá de la imperiosa necesidad de trabajar para asegurar la propia subsistencia, la disyuntiva que se plantea es: ¿se trabaja para continuar con este sistema o para proponer otro?

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[12] Ramonet, I. Una reflexión sobre los medios y la democracia. Versión digital disponible en: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=118309

lunes, 18 de agosto de 2014

Menores en riesgo: ¡el mundo en riesgo!


Una mirada desde la Psicología

Marcelo Colussi

“Mi mamá me regaló cuando tenía cinco años; la familia que me crió me pegaba con un alambre.”
Pablo
Doce años después de esa “adopción”:
“Pablo, ¿cuándo fue tu última relación sexual? Ayer; con la mara nos violamos una indita.”

“El mundo no resolverá sus principales problemas mientras no aprenda a mejorar la inversión para el desarrollo de sus niños y niñas.”

UNICEF

I

En nuestro mundo actual, donde se produce aproximadamente un 40% más de los alimentos necesarios para nutrir a toda la Humanidad, cada día 34.000 niños mueren de hambre. Pero muchísimos más, aunque con dificultades, sobreviven; claro que, a veces, a un alto costo: muchos deben trabajar a una corta edad -se calcula en más de 600 millones en todo el globo la cantidad de menores trabajadores, muchos de ellos sin percibir salario-. (Ante cosas así es que cabe cuestionarse cómo es aquello del “trabajo, esencia probatoria del Ser Humano”. ¿Será cierto?). Inclúyase ahí la prostitución infantil, que nos obliga a repensar si eso es un trabajo. Pero todavía estamos hablando de niños que viven bajo un techo; más grave es aún la situación para los 150 millones que viven en las calles de las grandes urbes.

“Los niños primero” suele escucharse. Muy literalmente se entendió esto en la prefabricada guerra de Irán e Irak, entre 1980 y 1988, donde los párvulos iban al frente para detectar las minas enemigas, pisándolas. Pero no: los niños primero no en ese sentido sino como esperanza de algo mejor. Porque a todas luces lo actual puede -¡y debe!- ser mejor (un perrito hogareño del Norte come más carne roja que un habitante del Tercer Mundo.....; uno de los negocios en mayor expansión es la pornografía infantil). ¿La Humanidad se volvió loca, o eso somos?

Menores hambrientos, explotados, marginados; niños víctimas cuando deberían ser privilegiados; niños que mendigan, que no juegan, que no sueñan; chicos que estorban, que sobran, niños-soldados, niños que tienen ya -apenas iniciada su vida- trazado un negro destino. Sin dudas debemos mejorar mucho todavía el cuidado de los menores. Aunque legalmente se supone que todo menor está protegido por derechos constitucionales en cualquier parte del mundo, siguiendo convenciones internacionales que así lo estipulan, la cruda realidad enseña que no son pocos los lugares donde un niño trabaja, no termina su educación académica, padece enfermedades previsibles o se cría en contextos de extrema violencia.

¿Qué significa “menores en riesgo”? Es este un concepto amplio, más descriptivo que operativo; suele hablarse también de “circunstancias especialmente difíciles”. Caen en esta categoría desde niños que viven en zonas de guerra a los hijos de familias disfuncionales (padres alcohólicos o tóxicodependientes, por ejemplo), desde menores de barrios marginales de las grandes ciudades o que se salieron de sus hogares y viven en las calles a huérfanos por los más diversos motivo. Está claro que cualquiera de estas vicisitudes -todas ellas difíciles de sobrellevar por su naturaleza traumatizante- coloca a un ser en formación ante un alto riesgo de afectar su normal desarrollo. A veces se pueden prevenir, y evitar, las circunstancias desfavorables; otras veces, aunque no evitarlas, disminuir los riesgos de su carácter nocivo. Hay ocasiones en que sólo se podrá trabajar una vez consumando algún daño. Estamos, entonces, ante distintos niveles de un mismo e intrincado problema.

La Psicología Clínica es un instrumento definitivamente válido, pero sólo aplicable cuando ya está en curso un trastorno puntual. Ante muchos de los acuciantes problemas de millones de niños en el mundo son, o deberían ser, otros los medios para actuar. El “riesgo” que generan “circunstancias especialmente difíciles” a tantos infantes hay que abordarlo desde otros campos: lo social, lo político.

¿Por qué mueren de hambre tantos niños? ¿Por qué cantidades tan enormes están condenadas a criarse en los límites de la subsistencia?: poca comida, sin agua potable, escasa o ninguna escuela o atención médica. ¿Por qué un niño puede ser regalado o vendido? ¿Acaso alguien elige trabajar a los 6 años de edad? ¿Alguien elige compartir el escaso pan con una docena de hermanos, o soportar los castigos de un padre alcoholizado? No son los niños quienes deciden la guerra.

La estructura económico-social que presenta el mundo beneficia a unos pocos y condena a los más. Esta tendencia se acentúa (uno de cada dos nacimientos se da en una zona urbano-precaria del Tercer Mundo). La Psicología poco tiene que hacer al respecto. Para la lógica dominante la mejor alternativa a la pobreza es detener la proliferación de más bocas que alimentar (¿léase más pobres?). De ahí la insistencia en campañas de contracepción, no precisamente con un ánimo reivindicativo para la mujer. Si ahora a eso se le llama “planificación familiar”-nombre políticamente más correcto- no deja de tener en sus orígenes la idea de “control de la natalidad”, pergeñada por los centros de poder del Norte.

El riesgo que corren millones de pequeños (hay 3 nacimientos por segundo) es sencillamente nacer pobres, nacer marginados; en definitiva: nacer. La única prevención posible para que ese alumbramiento no agregue una cifra más a las estadísticas de menores en condiciones de alta vulnerabilidad no es evitarlo, sino evitar que siga habiendo pobreza. Tal vez todo el mundo sabe que, retomando nuestro segundo epígrafe, la situación de la Humanidad no mejorará mientras no se potencie al máximo el cuidado y preparación de los niños; creo que cada vez va siendo más palmariamente notorio que la riqueza de las naciones es su gente. Pero, aunque se sepa ¿qué impide que se actúe en consecuencia? ¿Por qué, más allá de pomposas declaraciones, la situación no mejora?

II

Tenemos aquí un primer nivel de acción: trabajar en la estructura económico-social que, por sí, es ya riesgosa para muchos. Trabajo político, sin dudas. Quizá la Psicología, tal vez no la práctica clínica sino su dimensión colectiva, tenga algo que aportar. Al menos si se piensa que hay quienes, desde las actuales condiciones, apelan a ella para perpetuar el estado de cosas. “En la sociedad moderna el rumbo lo marca la suma de apoyo individual de millones de ciudadanos incoordinados que caen fácilmente en el radio de acción de personalidades magnéticas y atractivas, quienes explotan de modo efectivo las técnicas más eficientes para manipular las emociones y manejar la razón” (Z. Brzezinski, asesor presidencial de Carter y mentor de los Documentos de Santa Fe). Aunque duela, eso también es una forma de Psicología; no precisamente la que buscamos, pero sin dudas esa forma de encarar esta ciencia existe, y por cierto da resultados.

Ahora bien: no sólo constituye un riesgo para millones de chiquitos su status material; también lo es la dimensión cultural, los valores y creencias en que se crían. El machismo, la discriminación étnica, la intolerancia, el verticalismo, la negligencia paterna, la impunidad y la corrupción, la cultura de la violencia en su sentido más amplio son otras tantas formas de sembrar problemas en los futuros adultos, por tanto de cosechar problemas en el tejido social.

Son pocos los lugares donde realmente es tenida en cuenta la palabra de un menor, donde alguien puede ir preso por golpear a un niño. Los derechos infantiles no son, de momento, una realidad inamovible; son aspiraciones. La consigna de: “el que manda, manda, y si se equivoca vuelve a mandar” (de algún militar latinoamericano) ocupa aún un lugar de privilegio en la cosmovisión de mucha gente en muchos sitios. Modificar muchos patrones adoptados como normales y que no son objeto de cuestionamiento (que “los pantalones los llevan los varones”, que “los homosexuales son despreciables”, que “a los...... hay que matarlos a todos” -y ahí llénese el espacio en blanco con lo que se desee: negros, judíos, musulmanes, comunistas, drogadictos o vagabundos- que “a golpes se hacen los hombres”) puede ser un poderoso factor protectivo y promover bienestar. La Salud Mental de una comunidad no es la falta de conflictos a su interior sino su madurez para afrontarlos y tratarlos. Quizá no “resolverlos”, como pretende cierta tendencia funcionalista, pero sí procesarlos: poder no matar a nadie por negro, judío, comunista o lo que fuere sino tolerar y respetar las diferencias. Y también tomarse en serio aquello de los derechos de la niñez; o considerar la discriminación femenina no como un problema sólo de las mujeres sino de todos, o tener la valentía como para afrontar tabúes.

Sin dudas es un importante elemento para reducir los riesgos de la marginación (y posterior condena) de cualquier minoría el promover una actitud tolerante (no digamos ya solidaria): reconocer que no hay “escoria” social sino que una sociedad “produce” sus marginales, que todos tenemos que ver con ese asunto. ¿Quién decide lo que sobra? ¿Pero acaso “sobra” alguien?

Como siempre en cualquier orden el eslabón más débil es el primero en cortarse. Cuando hay pocos recursos económicos, cuando se vive al borde de la subsistencia, la vida no vale nada y no existe proyecto de futuro, ese eslabón lo ocupan casi indefectiblemente los niños. En los sectores más sumergidos los primeros en recibir los golpes -en todo sentido- son los menores. Y ser marginado dentro de la marginación no da muy buen pronóstico.

Seguramente el grupo en más alto riesgo psicosocial que pueda encontrarse son los niños que, por distintos motivos, dejaron su hogar de origen y viven en la calle. Ahí el riesgo es casi absoluto: riesgo de morir (en Río de Janeiro, Brasil, los escuadrones de la muerte “limpian” cinco cada día), de tornarse drogadicto, delincuente, prostituirse. Y en general el riesgo de todo esto se materializa.

III
           
¿Puede la Psicología hacer algo al respecto? Como práctica profesional está lejos de actuar sobre los cimientos sociales que producen desigualdad y exclusión. Pero puede ser un importante instrumento para la prevención de prejuicios estigmatizantes, de más violencia. Por otro lado, cuando las condiciones de vida sirven para producir daño en la subjetividad de alguien, cuando asistimos a conductas erráticas o en cortocircuito con lo esperado, a partir de lo que se genera malestar, es momento de intervenir clínicamente.

Un menor criado en contextos desfavorables y donde el peligro de que suceda algo no deseado, traumatizante, desgraciado, ya dio lugar a un problema de disfuncionalidad (porque delinque, o se droga, o es madre soltera, o se callejizó, o porque presenta síntomas psicológicos diversos: desadaptación, mal rendimiento académico, inhibiciones varias) necesita un abordaje clínico. ¿Es un enfermo acaso?, ¿se reconoce él como tal? Lo significativo es que, en general, estos niños no demandan explícitamente tratamiento psicológico, ni sus familias. Tal vez ahí está el meollo: nadie demanda por ellos. ¿Cómo pensar en un sano desarrollo si no hay Otro que vele por el pequeño ser en formación? Puede haber ser humano normal en tanto hay otro (función simbólica de la familia, transmisión de la Cultura, de la Ley). Como dijo Bertolt Brecht: “sólo no eres nadie, es preciso que otro te nombre”.

Todo ser en formación que atraviesa experiencias traumáticas (sea conflicto armado, pobreza extrema, violencia familiar, abuso sexual) presenta secuelas psicológicas asociadas. Las posibilidades de recuperación están en estrecha relación con la estructura profunda y la historia previa. La guerra, una catástrofe natural o un accidente importante dejan marcas, a veces indelebles. Pero hay -la experiencia clínica lo confirma- muchas y buenas posibilidades de superación. Esas agresiones vienen, por así decirlo, totalmente de por fuera de la historia del sujeto. Impactan, con mayor o menor fuerza, sobre una estructura psicológica ya de alguna manera preformada. Eso es lo que hace que puedan ser medianamente absorbidas. Distinto es el caso de agresiones a al integridad subjetiva de un pequeño ser dadas no por aquel tipo de cataclismos externos sino por condiciones estructurales.

Un Ser Humano, para conformarse como tal, necesita de un complejo y arduo proceso de humanización. Un nacimiento, en su dimensión puramente biológica, no asegura por sí mismo el futuro de la criatura llegada al mundo en orden a una posición social, una identidad sexual, una aceptación de su entorno. Todo esto implica un recorrido; al final del mismo puede encontrarse, quizá, la normalidad (que es siempre relativa, coyuntural, histórica). Devenir un ser adaptado, uno más de la serie, es algo que se mediatiza a través de la incorporación de la Ley. La Ley como principio ordenador que pone límites y permite la vida social. Eso se juega siempre en una dinámica intersubjetiva que, hoy por hoy y en nuestra Cultura -ni la única ni la mejor- asume la forma de la actual familia exo y monogámica, pater familias a la cabeza. ¿Qué pasa cuando ello falla? Ahí la agresión a la subjetividad tiene un carácter estructurante. Si falla el modo de ingreso a la dimensión de la Ley, si eso no se efectúa como proceso “natural” en el seno de una pareja parental, si la realidad de un pequeño es solamente violencia física, carencia afectiva y ausencia de transmisión de normas (todo lo cual sucede cada vez más frecuentemente en muchos sectores sociales: los más postergados, los excluidos) las consecuencias psicológicas pueden ser fatales: nos encontramos con menores desintegrados de la red social, con todo lo que ello conlleva.

Las políticas neoliberales en curso producen cada vez más exclusión. En todas las grandes ciudades crecen vertiginosamente sus cinturones periféricos (los sin-tierra del área rural deslumbrados por la megápolis). Crece también en forma alarmante la delincuencia juvenil, los niños de la calle (en general son las zona urbano-precarias las productoras de estos fenómenos). La marginación, cruda realidad de nuestros días, aumenta. Los que no están integrados a la normalidad, a la lógica dominante, los que “sobran” son cada vez más. ¿Puede alguien sobrar? Técnicos en economía llegan a hablar de “poblaciones excedentes”. Estar de más es estar por fuera de la Ley, de la norma social. Los barrios marginales están al margen de la Ley (se habla de “asentamientos irregulares”). El riesgo que corren los que allí se crían es quedar al margen de la Ley, en todo sentido; la psicología de un “sobrante” se moldea en relación a ello. Pero, realmente ¿puede alguien “sobrar”, o es eso una patética y perversa construcción social hecha desde asimetrías injustas? ¿En nombre de qué ejercicio de poder alguien puede arrogarse el derecho de decidir quién sobra?

Un niño crecido en esas circunstancias, donde lo posible es, con suerte, la pura subsistencia, donde la violencia de los hechos tiene el fragor de una guerra pero con la diferencia de ser no un acontecimiento extraordinario sino lo cotidiano, ha de manifestar dolorosamente todo lo recibido. Si su condición humana es transgredida día tras día, luego será transgresor.

Nuestra experiencia nos confronta con menores que, crecidos la margen de todo (buena alimentación, familia integrada y funcional, respeto, escolarización, atención médica, afecto) tienen severas dificultades para salirse de su situación de marginales. Son niños expulsados; expulsados de todo: de sus hogares, de la dinámica intersubjetiva de sus familias, de las normas sociales. ¿Niños que “sobran” en sus casas? ¿Niños que “sobran” en poblaciones que “sobran”? Si alguien se siente “de sobra” (“mi mamá me regaló cuando tenía cinco años”), ¿cómo y por qué habría de apegarse a la Ley? La creciente violencia delincuencial de las sociedades latinoamericanas no es sino una expresión de sociedades tremendamente violentas, que violentan a cada instante a las grandes mayorías, hambreándolas, segregándolas, reprimiéndolas cuando intentan levantar la voz.

Con una intervención clínica pueden comenzar, a veces, no todos, a construir una historia nueva. ¿Qué cosa autoriza entonces un acercamiento terapéutico si no hay un pedido expreso al respecto? Tengamos en cuenta, además, que no nos referimos a una aproximación psiquiátrico-forense para “certificar” la “locura” o “desadaptación” de alguien legalizando, desde una pretendida asepsia técnica, su reclusión en un manicomio o en un reformatorio. ¿Por qué, pues, psicología clínica para estos niños víctimas de historias tan abrumadoras, de abuso, violencia, miseria, humillación? Simplemente porque lo necesitan, aunque no puedan decirlo. Nadie dudaría que un desnutrido o un lisiado necesiten una intervención médica. De lo que se trata es de brindar las condiciones necesarias para que esas historias puedan ser puestas en palabras. He ahí el arte de la Psicología Clínica: propiciar la expresión, invitar -y conseguir- que alguien pueda preguntarse acerca de sí, pueda hacerse cargo de su propia historia.

IV

Las instituciones que trabajan con menores en situación de alto riesgo, sean estatales o fundaciones no gubernamentales (obviamente no las hay privadas porque este no es un rubro rentable), con diversas propuestas en su accionar: punitivas (los centros de reorientación públicos) o humanitario-caritativas (en general todas las organizaciones no gubernamentales) no destinan mayores esfuerzos a la intervención clínica. Desde ya -y sería tonto creer lo contrario- los abordajes psicoterapéuticos no son per se la solución para este grupo de población. Pero seguramente (¿por prejuicio, por desconocimiento?) no se los explota todo lo que se podría. Apelar a la buena conciencia, al sermón, al amor incondicional, al saber oficial que indica el camino correcto, pareciera no resolver mayormente los problemas acumulados. Tal vez, y creemos que vale la pena el intento, combinando todo esto con un mayor énfasis en la Psicología Clínica se podría permitir que, quizá, un niño o joven víctima de cualquiera de estas desgarradoras historias (valga como acabada síntesis el primer epígrafe) pueda encontrar nuevos rumbos a sus pesares. Hablar de los propios problemas -y eso se hace en un ámbito de privacidad, donde pueden aparecer las preguntas psicológicas acerca de uno mismo- nunca es malo.

Trabajemos para que no haya injusticia, pobres en el límite de la subsistencia, guerras, tráfico de drogas, niños abandonados; pero si, pese a nuestro empeño, sigue habiendo de todo esto, la Psicología como práctica social (dejemos ahora la discusión en torno a su estatuto epistemológico) puede hacer mucho para remediar sus efectos perniciosos. ¿Por qué pedirle más a un ejercicio profesional? Creo que no son necesarios psicólogos para enseñar que el futuro son los niños.

Por otro lado, y esto es definitorio, debe quedar muy claro que contribuir a arreglar subjetividades es una cosa, importantísima sin dudas, pero que no pasa de eso: una ayuda individual, micro. Los problemas macro no se pueden resolver desde abordajes personales, subjetivos: son temas colectivos, que tocan a toda una sociedad. Los menores abandonados, en riesgo, hambreados, faltos de educación, golpeados, transformados en soldados o en objeto sexual, son problemas políticos, públicos, sociales. Por tanto, las soluciones a todo ello también deben ser políticas. Pero no en tanto acciones técnicas de “profesionales” de la política, sino como preocupaciones de todos nosotros por igual como miembros de una comunidad que nos pertenece por igual a todos.


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