martes, 28 de octubre de 2014

La lectura: ¿una práctica en extinción?



Marcelo Colussi
https://www.facebook.com/marcelo.m.colussi

“Temo el día en que la tecnología sobrepase nuestra humanidad. El mundo solo tendrá una generación de…perdidos/desconectados”

Einstein

Reivindicar la lectura y abrir una crítica contra las tecnologías audiovisuales, abrumadoramente dominantes hoy día y no propiciadoras de la lectura precisamente, podría parecer retrógrado. Sin dudas, hacer una crítica contra cualquier tecnología que nace, corre ese riesgo. Pero en este caso, aun sabiendo que podemos ser tildados de “vejestorio anti-modernización”, preferimos la posibilidad de la denigrante etiqueta. Lo que se quiere hacer notar es un peligro en ciernes que, hoy por hoy con esta ideología de la fascinación por la novedad (impuesta por un capitalismo vorazmente consumista), pareciera que se va dejando de lado con demasiada liviandad.

“Es lindo estar frente a tu pantalla. Te resuelve la vida. Uno ya no estudia, no tiene que pensar. La tecnología te lo hace todo. Aunque uno quede embobado frente a lo que ve, aunque nos demos cuenta de eso, que nos volvemos cada vez más haraganes, no deja de ser cómodo”, se expresaba con la honestidad del ingenuo un joven a quien entrevistaba vez pasada con motivo de una investigación sobre estos temas. La lectura, lenta pero irremediablemente, pareciera ir cediendo lugar ante las nuevas tecnologías audiovisuales. El “¡No lea (¿no piense?, ¿no se haga preguntas?) y limítese a mirar la pantalla!” pareciera ser el dictado que se nos impuso.



“La televisión sin dudas es muy instructiva, porque cada vez que la prenden me voy al cuarto contiguo a leer un libro”, dijo alguna vez, sarcástico, Groucho Marx. Cada vez más se constata que la lectura está en retirada y los medios audiovisuales van ocupando su lugar.

Sin caer en visiones apocalípticas ni en moralinas de “viejo regañón”, es un hecho que las nuevas tecnologías digitales centradas en lo audiovisual tienen un peso fenomenal. ¿Pueden competir un profesor con su clase magistral, o un libro, contra el atractivo de una imagen colorida y en movimiento aunada a un mensaje sonoro? El resultado está a la vista: la imagen va reemplazando a la lectura. Si bien cada año se publican cantidades industriales de libros, téngase en cuenta que lo que más se vende son, nada más y nada menos, que libros de autoayuda (con letras enormes y poco texto en cada página). Es decir: asistimos a un negocio fabuloso en el ámbito editorial, pero eso no significa que la lectura avance; al menos, la lectura crítica (¿qué podríamos decir de esta moda de la “autoayuda”?). Por el contrario, en vez de preferir la lectura analítica, la tecnología audiovisual, tal como lo decía nuestro joven entrevistado, “es linda”, “emboba” (fascina, hipnotiza) porque, además de hiper penetrante, es muy cómoda: “Te resuelve la vida”. ¿Te la resulve?

La Organización de Naciones Unidas para la Ciencia y la Cultura -UNESCO- afirmó que en pocas generaciones más el maestro de carne y hueso irá pasando a ser pieza de museo, porque la mayor parte de la educación formal se hará a través de medios audiovisuales. Seguramente, para allí vamos. Pareciera que los nativos digitales, que cada vez se amplían más y más, ya vienen con el teléfono inteligente o la tablet incorporados. El futuro que se visualiza ahora tiene ribetes que, además de abrir esperanzas, pueden aterrorizar.

“La lectura cansa. Se prefiere el significado resumido y fulminante de la imagen sintética. Esta fascina y seduce. Se renuncia así al vínculo lógico, a la secuencia razonada, a la reflexión que necesariamente implica el regreso a sí mismo”, se quejaba amargamente Giovanni Sartori[1]. ¿Triunfó entonces la imagen sobre el discurso crítico, sobre la lectura? Parece que sí. La lectura serena y reflexiva no desapareció, pero está seriamente enferma. ¿Quién lee hoy una novela de 500 páginas? Son (somos) especie en extinción.

La especie humana es inteligente y realiza cosas maravillosas, sin dudas. Haber inventado estos ingenios tecnológicos que recrean virtualmente la realidad o permiten conectarnos con cualquier parte del planeta en tiempo real, es fabuloso. Pero eso no quita que en muchos aspectos, como especie biológica, permanezca muy cerca de sus antepasados. Al igual que sus parientes no tan lejanos, los insectos voladores, la fascinación por la imagen deslumbrante es evidente. Las “luces de colores” atrapan, al igual que el bombillo eléctrico lo hace con un insecto volador. Lo prueba nuestra actual civilización basada en la imagen: televisión, videojuegos, cine, internet, pantallas de celulares, tablets. ¿Qué tiene esta tecnología de lo iconográfico que cautiva tanto?

La imagen tiene un poderoso atractivo fascinante en todo el reino animal; la psicología de la percepción e investigaciones en etología lo confirman: así como los insectos caen en la luz que los subyuga, también nosotros, los humanos, sucumbimos a los destellos luminosos. Pero valga puntualizar que el ser humano es la única especie animal que tiene dificultad para diferenciar una imagen real de una virtual (de ahí que podemos emocionarnos, llorar o erotizarnos con una imagen electrónicamente creada). Ningún animal se “emboba” tanto.

¿Y la lectura crítica entonces? ¿Habrá que aceptar resignadamente que, de verdad, está en proceso de extinción?

Cómo será el ser humano del mañana, no lo sabemos. De lo que no caben dudas es que se está construyendo un nuevo sujeto que -pareciera- puede echar por la borda una actitud crítica y pensante producto de años (siglos, ¿milenios?) de maduración. Las tecnologías sirven cuando son instrumentos que facilitan la vida. Si empezamos a vivir para alimentarlas, si pasa a ser más importante la herramienta que el ser humano que la usa… ¡se hace imprescindible retomar muy en serio lo dicho por Groucho Marx! ¿Cuál es el mejor remedio contra la “embobante” televisión: un hacha…, o un libro?

Por supuesto que siempre deben ser bienvenidas las tecnologías, las que, en definitiva, sirven para mejorar la calidad de vida. Pero hay que cuidarse cuando las mismas terminan sirviendo sólo al interés de quien las produce y las vende. Ahí, más que mejorar la calidad de vida del colectivo, nos encontramos con prácticas cuestionables, horribles ejercicios de poder, imposiciones. Hoy, las tecnologías audiovisuales que van invadiendo todos los espacios, se presentan como la gran panacea universal. Y en verdad, si bien abren posibilidades extraordinarias, también crean una cultura que puede ser cuestionada: ¿debe preferirse la inmediatez algo irreflexiva de la imagen a la lectura crítica? ¿Ese es el modelo de progreso que ambicionamos?

La superficialidad no es ajena a la cultura que va de la mano de estas nuevas tecnologías de la información y la comunicación. Pero hay que apurarse a aclarar que “superficialidad” puede haber en todo, también en la lectura de un libro o en una discusión filosófica. Nos son estos nuevos instrumentos los que la crean. En todo caso, lo cual puede abrir una discusión, la modalidad de estas nuevas tecnologías digitales, su rapidez a veces vertiginosa, la entronización de lo multimedial con acento en la imagen por sobre la lectura reflexiva, podría dejar abierto un interrogante; por tanto debe verse muy en detalle cómo estas tecnologías comportan, al mismo tiempo que grandes posibilidades, también riesgos que no pueden menospreciarse. La cultura de la ligereza, de lo superficial y falta de profundidad crítica puede venir de la mano de esta nueva cultura digital, siendo los jóvenes -sus principales usuarios- quienes repitan esas pautas. Piénsese, por ejemplo, en la práctica hoy tan a la moda del selfie. ¿Qué significa como modelo cultural eso? ¿No debe abrirse una reflexión al respecto? Creer, porque las campañas publicitarias así lo imponen, que el último grito de la moda es siempre “lo mejor”, no deja de ser cuestionable. “Lo que hace grande a este país [Estados Unidos] es la creación de necesidades y deseos, la creación de la insatisfacción por lo viejo y fuera de moda”, manifestó el gerente de la agencia publicitaria BBDO, una de las más grandes del mundo. ¿Lo aceptamos pasivamente? ¿Es cierto que “progresamos” porque compramos el último modelo de teléfono celular, con toda la nueva parafernalia técnica que se renueva a velocidad creciente?

Sin caer en preocupaciones extremistas, no hay que dejar de tener en vista que esa entronización de la imagen y la inmediatez, en muchos casos compartida con la multifunción simultánea, puede dar como resultado productos a revisar con aire crítico: “en términos mayoritarios [los jóvenes usuarios de las tecnologías audiovisuales] adquieren información mecánicamente, desconectada de la realidad diaria, tienden a dedicar el mínimo esfuerzo al estudio, necesario para la promoción, adoptan una actitud pasiva frente al conocimiento, tienen dificultades para manejar conceptos abstractos, no pueden establecer relaciones que articulen teoría y práctica”.[2]

Sin el más mínimo ánimo de negar la potencialidad que contienen las tecnologías mediáticas y digitales -de hecho, el presente texto circula justamente en internet haciendo uso de esos recursos, con varios hipervínculos incluidos, y abierto a ser replicado cuantas veces se desee en la red de redes- nos parece necesario seguir pensando en ese extraordinario invento que es la lectura. Porque, como dijo Don Quijote de la Mancha: “El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho”.



[1] Sartori, G. (1997) “Homo videns. La sociedad teledirigida”. Barcelona. Ed. Taurus
[2] Estévez, C. (2006) “La comunicación en el aula y el progreso del conocimiento”, en Urresti, M. Ciberculturas Juveniles. Buenos Aires: La Crujía Ediciones.

miércoles, 1 de octubre de 2014

Las iglesias: más política que religión





Marcelo Colussi

Si tomamos whisky con agua, nos emborrachamos; vodka con agua, también; y otro tanto ocurre con el cognac con agua, o el ron con agua. Conclusión: el agua emborracha.
        
Con esa misma lógica, entonces, podríamos decir que si los cristianos tienen dios, los judíos tienen dios, los musulmanes tienen dios, si los bosquimanos, los mayas, los hindúes y los japoneses tienen dios, conclusión obligada: dios existe.
        
Pero el problema que queremos tocar es mucho más que una inconsistencia semántica, una falacia argumental: dios ¿existe? He aquí una de las preguntas que más papel y tinta han hecho circular en la historia de la humanidad. Lo cierto, lo constatable empíricamente es que, si algo existe, son las religiones y las iglesias. Eso nos consta; lo otro es su presupuesto básico. Sólo si existen deidades puede haber una actitud de adoración y una institución que resguarda esa creencia. Como en tantas construcciones humanas, importa más el edificio que sus cimientos.
        
Discutir en términos teológicos sobre la existencia o no existencia de dios es lo más alejado de la intención de este escrito. De hecho esa discusión ya se ha encarado en innumerables ocasiones y con el más estricto rigor; poco aportaría, por tanto, volver sobre lo mismo. Por otro lado, dar argumentos convincentes afirmando o negando su existencia nos lleva a discusiones bizantinas. Pero podemos abordar el problema en forma elíptica: si existe o no…. sólo dios lo sabrá (si se digna existir), mas resulta interesante ver que en toda cultura hay alguna idea al respecto. Y eso mismo nos puede comenzar a dar alguna clave.
        
En una investigación realizada en una universidad argentina (país de tradición católica) se preguntó a los 150 integrantes de un grupo de muestra cómo representaban a dios. El 92 % de los encuestados lo refirió como un anciano varón, incluso de larga barba. Pero un tutsi africano o un sioux norteamericano no darían esa respuesta (y también tienen dioses, y no son atrasados ni estúpidos, aunque nuestro racismo occidental así nos los pueda presentar).
        
Valga citar en relación a esa pregunta lo que decía el anarquista ruso Bakunin a fines del siglo XIX: "El ser humano creó a Dios y luego se arrodilló frente a él. Quien sabe si también se inclinará en breve frente a la máquina, frente al ". Es decir: la idea, la representación que cada colectivo tiene de dios varía mucho, infinitamente: Zeus, Alá, el dios Kosi de las selvas congoleñas, el Odín nórdico, Jehová, Buda, el dios perro Upuaut del antiguo Egipto, la serpiente emplumada Quetzalcóatl, el dios hindú del trueno y del relámpago Indra, el dios taoista Yuan Sih T'ein Tsun…. La lista puede extenderse casi hasta el infinito, y es más que pertinente la acotación de Bakunin (¿qué nuevas representaciones habrá?: ¿la tarjeta de crédito?, ¿el automóvil?, ¿la computadora? En Argentina se fundó recientemente la religión "maradoniana". Diego Armando Maradona, además de futbolista y ahora director técnico, ¿es también un dios entonces?)

Esta babel de dioses nos alerta sobre lo difícil de explicar quién (o quiénes) es (o son). Hasta ahora, desde que se conoce que hay civilización humana, hay adoración de algo sobrehumano: desde el hilozoísmo más ancestral hasta los dioses monoteístas modernos, desde el panteísmo hasta los códigos de ética más severos. Es quizá huero preguntar si existen todas estas "figuras". Obviamente las ideas/representaciones de lo sobrenatural han divergido muchísimo en las distintas culturas por lo que, como mínimo, podríamos decir que no existe un solo dios. Lo que es palmario es que los seres humanos (finitos, mortales, que nos angustiamos, que padecemos la cotidianeidad del hambre, del miedo, del frío, del enamoramiento y la gastritis), en todo tiempo y lugar –al menos hasta ahora– hemos necesitado de estas ideaciones que nos ayudan en el día a día.
        
"Hace tiempo se creía que fenómenos como la vida, la inteligencia o el pensamiento, por ejemplo, sólo podían explicarse por una intervención sobrenatural. Pero la ciencia ha demostrado que no existen los milagros, y que los fenómenos naturales pueden ser explicados por leyes físicas." (…) "La naturaleza es fría e impersonal. En ese sentido, creo que la física nos da una explicación más satisfactoria del mundo que la religión, porque las leyes de esta última son tan rígidas que si las cambiamos apenas un poquito, obtenemos respuestas incongruentes", decía Steven Weimberg, Premio Nobel de Física 1979. Dicho en otros términos: en el mundo conceptual moderno no hay lugar para el milagro, para el misterio. Hasta ahora, en milenios de proceso civilizatorio, los seres humanos nos hemos encontrado que hay muchas cosas inexplicables (que angustian, que atemorizan); y a falta de un pensamiento matemático-racional el misterio, lo sobrenatural, lo mágico, los dioses –y también los demonios– ocuparon el lugar del que hoy los desplazan los conceptos que forja la ciencia.
        
Discutir si las cosas arrojadas al aire caen al piso por obra de la voluntad divina o por la ley de la gravitación universal nos puede llevar a un laberinto; pero no hay duda que para la vida práctica la segunda explicación es más útil. Los vehículos que pueden remontar vuelo (los aviones y helicópteros, los transbordadores espaciales, las estaciones orbitales) fueron posibles a partir de Newton, yendo más allá de Jehová, de Quetzalcóatl o de Indra. De igual manera: ¿qué explica –y permite actuar en consecuencia– más y mejor respecto, por ejemplo, a la compulsión adictiva de un drogadicto, o un deliro psicótico: la idea de un castigo divino o su historia personal a partir de la clave del inconsciente?
        
Y aquí se plantea un nuevo interrogante: si bien es cierto que la ciencia moderna –occidental–, producto de un proyecto antropocéntrico y racional, abre la posibilidad de un mayor y más confortable conocimiento y manejo del mundo, ¿por qué la idea de dios (o dioses, y en general el pensamiento mágico) permanece tan arraigada? Es ahí donde entran a jugar las otras dos dimensiones que apuntábamos en el título del trabajo: las religiones y las iglesias.
        
La presencia de lo sobrenatural se materializa a través de su institucionalización en la forma de religión (que es un cuerpo orgánico, sistematizado, con una lógica interna); y a su vez esta termina por consolidarse en una institución (en general jerárquica, cerrada, con una fuerte presencia social) que se conoce con el nombre de iglesia. Salvando las diferencias de presentación, en todas las culturas aparecen estos dispositivos. Hasta incluso podría decirse que la creencia, en su sentido más estricto, es algo de orden privado, personal: se cree, se tiene una relación espiritual, se vivencia un dios (o varios) tanto como se puede creer en cualquier ámbito de lo sobrenatural, de lo místico, de lo inexplicable (las brujas, los duendes o los visitantes extraterrestres). Eso vale para la vida cotidiana, es individual. Otra cosa son las religiones y las instituciones religiosas.
        
Queda fuera de discusión si los seres humanos podemos prescindir de la esfera mágica, sobrenatural: también los científicos de la NASA pueden ser supersticiosos, usar amuletos y rezar para que no fallen sus misiones (además de usar super computadoras, por supuesto). La incertidumbre, la angustia de cada individuo de la especie humana, sus miedos y sus aspiraciones, eso es lo que define a un ser humano justamente como tal, diferenciándolo de un animal o de un robot. Y esa esfera seguirá estando ahí, más allá de los conceptos matematizables con que la podamos manejar. Ante lo inexplicable, ahí seguirá estando el pensamiento mágico.
        
Las religiones, ya como doctrina, y sus órganos sociales de poder: las iglesias, juegan otro papel en la dinámica humana. Las religiones unen, ligan (eso significa etimológicamente el término, proveniente del verbo latino religare). Las religiones dan homogeneidad a un colectivo, a una masa, por lo que entra a tallar ahí, entonces, la lógica del poder. Las iglesias –cualquier iglesia– se constituyen como organizaciones de poder social; la separación del Estado y de la Iglesia es una noción moderna. En la historia hemos asistido mucho más (y todavía seguimos asistiendo) a sociedades teocráticas, donde la religión es la fuente de poder misma. "Las religiones no son más que un conjunto de supersticiones útiles para mantener bajo control a los pueblos ignorantes", decía nada menos que un religioso, el italiano Giordano Bruno (religioso sui generis, por cierto, cuya honestidad intelectual le condenó a la pira de la Inquisición). Lo que queremos destacar es que un religioso crítico podía ver con claridad lo que en verdad significa la institución religiosa: un dispositivo de poder, de control social en definitiva. Es eso lo que le permitirá a un librepensador como Voltaire decir que "la religión existe desde que el primer hipócrita encontró al primer imbécil". Es decir: hay una compleja construcción de poderío social en el hecho religioso en tanto institución, en tanto relación entre los humanos de a pie, donde lo común es esa mezcla de "hipócritas" e "imbéciles", entre otras especies de nuestra variada fauna humana.
        
En Occidente, lugar de nacimiento de la ciencia moderna, la iglesia católica ha perdido mucho del poder que la acompañó por quince siglos. Hoy día, desde el surgimiento de la ciencia y el capitalismo y cada vez con mayor fuerza, los nuevos dioses (el dinero, el consumismo, la tecnología) van quitándole protagonismo a Deus Pater. Si bien la Santa Sede no salió de escena, sin dudas no está en crecimiento. La reforma protestante dividió las aguas en Europa, el Vaticano ya no pone y quita monarcas como en el medioevo y sus decisiones no tienen el mismo peso que los nuevos centros de poder: las empresas multinacionales, las bolsas de valores, el Pentágono. Hoy por hoy –fenómeno que podemos encontrar no sólo en Occidente además– ante un enfermo grave se pueden prender velas para invocar las fuerzas celestiales, pero al mismo tiempo se consulta al médico y se le suministran medicamentos químicos. ¿En qué cree más la gente? Seguramente en las dos cosas.
        
Dada la variedad tan profunda de experiencias culturales de la humanidad, no podríamos generalizar y decir que en todos lados sucede lo mismo, más allá de la preconizada globalización planetaria que nos inunda. Pero es cierto que hay tendencias: la ciencia moderna llegó para quedarse, y ha transformado la vida en un proceso sin retorno. Si bien nada hace pensar que el fenómeno místico esté por terminarse –quizá nunca se extinga, más allá del avance tecnológico, porque nunca se extinguirá la fascinación por el misterio, por lo desconocido– las religiones y las iglesias no marcan el ritmo del desarrollo mundial. De todos modos en los últimos años del siglo XX asistimos a un renacer de los fundamentalismos religiosos. ¿Retornan los dioses?
        
Si tal como dijimos las iglesias representan la estructura terrenal, la institucionalización de la esfera espiritual de los humanos, el fenómeno de su fortalecimiento como organizaciones mundanas en estas pasadas décadas nos abre preguntas no tanto teológicas sino, en todo caso, políticas y sociales. Donde vemos con mayor claridad este despertar es en el Islam y en las nuevas iglesias neoprotestantes, especialmente difundidas en Latinoamérica. Religiones e iglesias que, en su versión fundamentalista, terminan despreocupándose de lo terrenal poniendo el acento en un más allá concebido como paraíso.
        
Todo hace pensar que se manipula ahí la vena religiosa: ante la pobreza, el agobio, la exclusión histórica de grandes masas populares, la religión cumple el papel de bálsamo. ¿No habrá en estos fundamentalismos agendas políticas de los centros de poder que buscan ese compromiso total de feligreses y su olvido de los problemas terrenales? ¿No es un poco llamativo que en un mundo de avances científico-técnicos se incentiven conductas sociales fanáticas, sectarias, antitolerantes, que van en contra de los derechos humanos tenidos por universales y como pasos de mejoramiento en la humanidad? ¿No era el ecumenismo un avance en el espíritu intereclesial hacia la segunda mitad del pasado siglo, en búsqueda del respeto hacia toda creencia, en nuestra casa común el planeta Tierra?
        
¿Han querido los dioses esta intolerancia y este fanatismo, o hay poderes muy terrenales –con abultadas cuentas bancarias y usuarios de la más moderna tecnología, con bombas inteligentes y armas nucleares– que se favorecen de este fundamentalismo espiritual? Por otro lado, si dios (o los dioses) existen: ¿podrían estar de acuerdo con guerras en su nombre?
        
Esta última pregunta nos retrotrae a la primera: ¿dios existe? En nombre de los dioses –cualquiera sea– se han cometido las peores crueldades a lo largo de la historia: guerras, saqueos, sacrificios humanos, torturas, las Cruzadas, la conquista de América. Si dios (o los dioses) no fueran, como dijo Bakunin, "una creación humana", ¿por qué no se ponen de acuerdo y nos ahorran tantos, pero tantos, tantísimos sufrimientos a los mortales?