martes, 22 de diciembre de 2009

Ricardo Ribera 2009, DIALÉCTICA ENTRE LA UNIDAD Y LA DIVISIÓN

Hay momentos históricos en que se abre paso la idea de unidad nacional, en tanto aspiración y voluntad política, empujada por una oleada de entusiasmo y de ilusión por la unanimidad. Son situaciones que parecieran dar la razón a Hegel, el gran ideólogo del Estado-nación moderno. Son momentos excepcionales en la historia. Pero existen.

El país vivió uno así con la firma de los acuerdos de paz. Se extendió unos dos años, hasta las elecciones de 1994, con las que naufragó el consenso, se rompió la unidad del FMLN y se impuso finalmente el Pacto de San Andrés suscrito por las dirigencias de ERP y RN y el gobierno del Dr. Calderón Sol. Desde entonces primó la confrontación sobre la concertación. La guerra se había superado definitivamente y el marco democrático ganaba la aceptación unánime que antes había faltado. Pero simultáneamente se convertía en arena de confrontación. Como si la paz se concibiera ahora como la continuación de la guerra por otros medios. Y así llegamos a las elecciones de 2009.

Acabamos de atravesar otro momento de unidad similar, tras el 15 de marzo, el cual con razón se ha comparado con la coyuntura del proceso de paz. La suave transición de gobierno, desde la proclamación generosa de la victoria y la digna aceptación de la derrota, revivió por unas semanas una situación de unificación nacional. Las dos grandes fuerzas, el bloque de las izquierdas y el de las derechas, por un momento antepusieron el interés nacional y parecía vivirse el idilio de la concertación y de la cooperación, insospechado tras la dura confrontación de dieciocho meses de larga campaña electoral. No tenía bases sólidas y ha durado poco esta vez. Menos de dos meses.

Pareciera hoy que Marx vuelve a tomarse la revancha con Hegel. Mientras éste proclamaba que la voluntad general de Rousseau, el bien común, sólo en el Estado y por el Estado podía materializarse, aquél denunciaba que siempre el aparato estatal está al servicio de la clase dominante, que sólo en apariencia se coloca por encima de las clases, como ente neutral. Es en la sociedad, por medio de la lucha de clases, donde ha de resolverse el problema de intereses contradictorios. No postulando un ilusorio interés general, sino imponiendo por la fuerza el interés de las mayorías, el interés de clase de los trabajadores.

Sin embargo Marx no resolvió un matiz de importancia: aun si la neutralidad es sólo apariencia, pues en esencia el Estado es siempre Estado de clase, no obstante aquélla le corresponde, no puede desprenderse de su apariencia, está en su naturaleza el mantenerla. Apariencia que cobra vida en la esfera de la ideología, mientras la ficticia unidad nacional sea defendida y creída por las masas ciudadanas. La unidad esconde la división pero, también a la inversa, la división genera la unidad. Veámoslo.

Efectivamente, la división entre derecha e izquierda, la famosa polarización que tanto molesta a los espíritus moderados y antimarxistas, ha sido la clave de la amplia unidad que se gestó en torno a la candidatura de Mauricio Funes.

Proclamando su voluntad de constituir un “gobierno de unidad nacional” se ensanchaba la base social de sus apoyos, más allá de los sectores populares y del espectro de las diferentes corrientes de izquierda. La posibilidad cierta de una “unidad nacional” en torno al nuevo proyecto, que rompa con el pasado y que signifique “el cambio”, se fundamenta justamente en la división de la cual surge. Gana credibilidad al incorporar al nuevo gabinete a personas que provienen de diversos sectores sociales, de las diferentes izquierdas, incluso algunas de derecha o de pensamiento conservador, también algún millonario, pese a las sospechas que esto pueda levantar en ciertos círculos izquierdistas. Más molesta todavía a las derechas constatar esta capacidad de atracción y de flexibilidad mostrada por el gobierno del FMLN.

Fracasó en el manejo de esta dialéctica división/unidad la oferta electoral de la derecha. Su prometida unidad, su discurso sobre los intereses nacionales, no era creíble. Se impuso la sensatez, el sentido común, conquistado esta vez por las clases dominadas, haciendo de la idea del “cambio seguro” la idea dominante. Marx explicaba que las clases dominantes imponen siempre las ideas dominantes en una sociedad: pero éstas hoy en nuestro país están en disputa, con una clara victoria coyuntural de “los de abajo” que tienden a imponer, al modo de Gramsci, su hegemonía ideológica. Si prima el rechazo al continuismo es claro que el rechazo inequívoco del pasado era un requisito imperativo para el gobierno del cambio.

La derecha política percibe que puede quedar atrapada en la unidad nacional que proclama el nuevo gobierno, que cooperar con él podría fortalecerlo, por eso decidió anteponer su propia unidad, la alianza del bloque de las derechas. Ante la mano tendida del ganador, el perdedor reaccionó proclamando que la alianza con PDC y PCN era su prioridad, rechazó la oferta de alternarse en la conducción del órgano legislativo, bloqueó la elección del fiscal y de los magistrados de la Corte Suprema de Justicia e impuso en la Presidencia de la Asamblea Legislativa a Ciro Cruz Zepeda. Grave error, pero comprensible ante la difícil situación de estar obligada a presentarse como una oposición “constructiva” y razonable, pero al mismo tiempo buscar el desgaste desde el primer día del actual bloque en el gobierno y de preservar su propia unidad.

Toda acción genera una reacción; la desafiante iniciativa derechista del 1° de mayo ha tenido su réplica este 1° de junio. Tanto en los enérgicos reclamos del discurso presidencial hacia los errores y la corrupción de los gobiernos anteriores, o por el estado desastroso en que recibe las finanzas públicas, como en las nuevas medidas y los principios que anuncia. Acompaña lo positivo de sus propuestas, con la acusación negativa hacia los veinte años precedentes. Era necesario hacerlo y en realidad no debilita su mensaje de querer impulsar un “gobierno de unidad nacional”. Es más, sin aquella denuncia su voluntad unitaria carecería de credibilidad. Es lo que parece no haber entendido Arena y de ahí su sorpresa o supuesta indignación ante “la dureza” del discurso presidencial. Pero ningún dignatario de los presentes en el acto de toma de posesión lo percibió así. Sólo los areneros lucían molestos ese día, al punto de redactar un lamentable comunicado del Coena que no ha tenido mayor eco ni generado adhesiones.

Lo más notorio del nuevo escenario es la división entre la derecha económica y la derecha política. La primera ha reaccionado positivamente al discurso de investidura del Presidente Funes, así como a la composición del gabinete y a las primeras medidas anunciadas. Las quejas y pataletas de la dirigencia del antiguo partido oficial resultan patéticas ante el distanciamiento de las demás esferas de poder: el empresarial, el mediático, el militar, el internacional. Hay un coro de elogios y de expectativas favorables: Arena se queda sola.

Es cada vez más evidente para el poder económico el agotamiento histórico del partido Arena como instrumento político. Pronto han de surgir iniciativas por lanzar una nueva derecha que reemplace la desgastada herramienta. Pero por de pronto hay oportunidades para una diferenciación entre la burguesía.

La mayoría de empresarios tienen interés en un modelo económico como el propuesto, que sólo a una pequeña argolla oligárquica afectará. Y lo mismo con el fortalecimiento del Estado de Derecho, la superación de la corrupción y de la inseguridad, el combate al crimen organizado, la eficacia, honestidad y transparencia en el manejo de la cosa pública. Esta “unidad nacional” es viable y anhelada, aunque obviamente tendrá sus adversarios: los pequeños grupos privilegiados en el anterior esquema de exclusión.

Desde la izquierda extra-parlamentaria y desde el movimiento social voces de insatisfacción, de recelo o de exigencia. Es normal. Y es bueno que se ejerza presión desde los sectores populares. Habrá que distinguir las demandas que sea posible atender en el corto plazo, de aquéllas que requieran más tiempo o un mejor escenario.

Se deben distinguir las demandas bien formuladas de las que no, pues no todas tienen una orientación correcta. Por ejemplo: una cosa es rechazar en aras del bien común la actividad minera del oro, que requiere usar cianuro y envenenaría los mantos acuíferos. A pesar de los empleos que las empresas mineras ofrecen, esos intereses particulares deben someterse al interés de la nación. Es correcto.

Pero respecto las nuevas represas la izquierda social utiliza la lógica inversa: se opone con el argumento de que perjudicarán a los campesinos de las zonas a inundar, sin privilegiar el interés nacional. No se puede estar por energías limpias y renovables, por un desarrollo sostenible – que obviamente requerirá mayor capacidad energética – y al mismo tiempo estar contra las represas ya proyectadas. La tentación populista o demagógica ha de ser evitada, a fin de preservar la racionalidad y la sensatez, la unidad, del proyecto nacional. Un verdadero gobierno popular no será aquél que ceda a cualquier petición de las bases populares, sino el que sepa encauzar en la dirección correcta, con un ejercicio de auténtica pedagogía política, la diversidad de demandas.

Sería una gran satisfacción para la derecha política, hoy desconcertada y sin proyecto, mirar la aparición de fisuras en el bloque adversario. Tampoco hay que apoyar de manera acrítica y sin distingos al gobierno, incluso el propio FMLN como partido podría en ciertos temas jugar un papel de oposición o de conciencia crítica. Pero hay que cuidar ese tesoro que muestran las encuestas: la mitad o más de los que votaron por Rodrigo Ávila el 15 de marzo al día de hoy tienen una opinión favorable del Presidente Funes y de las medidas que ha anunciado. Hay que mentalizarse en positivo: lo que no se alcance a hacer en estos primeros cinco años de “revolución pacífica y democrática”, ya se hará en los veinte años siguientes.

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