La víspera de un día absurdo
El 10 de diciembre fue un día muy agitado para los militares. En la base aérea de Ilopango se había concentrado la totalidad del Alto Mando del ejército salvadoreño para celebrar el Día de la Aviación Militar y para graduar a 18 nuevos pilotos. El acto era presidido por los miembros de la Tercera Junta Revolucionaria de Gobierno, incluyendo los que pertenecían a la Democracia Cristiana. Pero a 160 kilómetros de ahí, en la zona norte del Departamento de Morazán, las tropas del batallón Atlacatl realizaban una operación de “limpieza” en los cantones o caseríos de La Guacamaya, Cerro Pando, Los Toriles, Jocote Amarillo, La Joya y El Mozote.
Mientras que los 18 nuevos pilotos eran encomendados a la protección divina de la Virgen de Loreto, patrona de los aviadores, los oficiales que estaban a cargo del operativo en Morazán daban la orden a sus tropas de decomisar y destruir todas las biblias, crucifijos y afiches religiosos. Una extraña contradicción teológica, pero no militar, porque, un día antes, los periódicos salvadoreños habían publicado que el ejército salvadoreño desarrollaría la llamada “Operación Rescate”, con el fin de “expulsar a los insurgentes y marxistas del departamento de Morazán”.
La parte norte del departamento de Morazán era considerada como la principal “zona roja” del país, es decir, el sitio con mayor concentración y control por parte de la milicia guerrillera del FMLN. La idea de despojar a los campesinos de sus crucifijos y biblias venía de la teoría militar de que el apoyo de la población civil a los insurgentes se debía, en gran parte, a la penetración de la Teología de la Liberación como labor de algunos sacerdotes católicos.
El Mozote era un lugar singular. Ahí los católicos eran minoría, al contrario de todos los caseríos y cantones de los alrededores, y la Teología de la Liberación no había tenido gran impacto. Además, sus relaciones con la Fuerza Armada siempre habían sido estables porque no eran colaboradores de la guerrilla. Licho (alias), uno de los comandantes guerrilleros destacado en la zona norte de Morazán, afirmó que la “gente de El Mozote nos temía”.
El Mozote contaba con unos trescientos habitantes, pero muchos otros moradores de caseríos más pequeños habían llegado a refugiarse ahí por temor a morir en fuego cruzado o para no ser ejecutados por los soldados si los llegaban a confundir con guerrilleros. La Operación Rescate había sido planeada desde hace mucho tiempo y era de gran envergadura; y las fuerzas rebeldes no estaban dispuestas a irse de manera fácil de su principal bastión; los combates iban a ser duros y recios. Los campesinos sabían eso y tenían miedo, por eso decenas de ellos y sus familias se habían refugiado en El Mozote, porque lo consideraban un sitio seguro; guerrilla estaba ocupada en preparar una huída estratégica y era casi absurdo que en ese lugar tuvieran problemas con los militares. Pero lo absurdo comenzó a convertirse en realidad cuando un avión dejó caer dos poderosas bombas en la escuela del caserío.
Rufina oyó el llanto de sus hijos
El Atlacatl era el mejor batallón del Ejército Salvadoreño a principios de la década de los 80, estaba especialmente diseñado para cercar y aniquilar a las fuerzas armadas izquierdistas, sus hombres estaban mejor preparados y salían de la categoría de simples reclutas. El adjetivo calificativo de “las fuerzas especiales entrenadas por los Estados Unidos” lo acompañaba siempre que aparecía en los periódicos. Pero no era la única tropa élite que había entrenado Estados Unidos. También lo había sido el Belloso. Pero el Atlacatl tenía algo que el Belloso ni siquiera aspiraba a soñar; estaba al mando del Coronel Domingo Monterrosa, posiblemente el militar salvadoreño más brillante en el campo de batalla que ha existido, y uno de los más crueles.
Monterrosa había planeado el operativo que buscaba expulsar a los guerrilleros de la parte norte de Morazán y recuperar el control de la zona. Él mismo le había dado el nombre: Operación Rescate. La enorme maniobra militar tenía también otro objetivo muy claro, que era eliminar a los integrantes de la clandestina Radio Venceremos, definida por Monterrosa como “un alacrán en el culo”.
No estaba solo en la Operación Rescate. Lo respaldaba el coronel Jaime Flores Grijalva, comandante de la Tercera Brigada de Infantería y que tenía a cargo la supervisión del operativo; por el Mayor Natividad de Jesús Cabrera y el Mayor José Armando Azmitia.
El Batallón Atlacatl ya era conocido en Morazán, pero su reputación entre los habitantes rayaba en lo cómico, al contrario de lo que sucedía en los periódicos y con la embajada estadounidense. Ocho meses antes, en el municipio de Arambala, la primera fuerza élite del batallón Atlacatl había sido derrotada por una sección de guerrilleros dirigidos por Mena Sandoval, un capitán que había desertado del ejército. La derrota militar del flamante batallón en su primera batalla y a manos de un traidor le había valido innumerables bromas de parte de otros oficiales del ejército y de los divertidos campesinos de los alrededores; la denominación BIRI que antecedía al Atlacatl y que significa Batallón de Infantería de Reacción Inmediata se transformó durante los sarcasmos en Batallón de Infantería de Retirada Inmediata. Monterrosa, que llamaba cariñosamente a sus tropas como “mis angelitos de la muerte”, no había olvidado la afrenta.
Pero Rufina Amaya no sabía nada de esas frustraciones y odios, y jamás se imaginó que su familia y sus vecinos pagarían por la ofensa.
Rufina había nacido y crecido en El Mozote. Estaba casada con Domingo Claros, otro habitante de El Mozote, y había procreado cuatro hijos. El destino la llevaría a convertirse en una de las pocas supervivientes del caserío y testigo clave de la masacre. Su relato fue parte principal de las publicaciones de Bonner y Guillermo Prieto en los periódicos estadounidenses y, con el paso del tiempo, ha sido la principal fuente de información para los estudios que ha realizado las misiones de Naciones Unidas y de la Oficina de Tutela Legal del Arzobispado.
Un día antes de la llegada de los militares, Marcos Díaz, el dueño de la única tienda y el hombre más rico de El mozote, había convocado a la mayoría de pobladores del caserío para comunicarles que había tenido un encuentro con un oficial del ejército. Según Díaz, el oficial le confió que lanzarían un gran operativo militar para despejar de guerrilleros la zona norte de Morazán y que, además, le había prometido que los habitantes de El Mozote no tenían nada que temer mientras se encontraran en su casa. Rufina recuerda que “un montón de gente quería dejar el caserío, es que había un gran miedo…. Pero la mayoría de la gente aceptó lo que él les aseguraba, porque, si dejaban el caserío, caían en el riesgo, de ser atrapados durante el operativo.
Según el informe de la Comisión de la Verdad y por relatos de Rugina, el batallón Atlacatl entró en la tarde del 10 de diciembre al caserío y obligó a todos los habitantes a que salieran de sus casas y que se formaran en filas en la pequeña plaza del lugar. A< la medianoche, se les ordenó a todos que regresaran a sus casas.
El Mozote estaba atestado de gente, pues por el temor del operativo muchos otros moradores habían llegado a refugiarse. En total, se calcula que habían entre seiscientas y ochocientas personas, la mayoría niños.
En la madrugada del 11 de diciembre, los soldados comenzaron a golpear furiosamente las puertas y sacaron a la gente a la calle, formaron grupos de hombres, mujeres y niños. Los hombres fueron llevados a la iglesia y las mujeres y los niños fueron encerrados en una casa. Mientras se encontraban prisioneros, un helicóptero aterrizó en la plaza. Transportaba a los colaboradores de Monterrosa: Grijalva, Azmitia y Cabrera Cáceres. En ese momento, los habitantes del Mozote, comprendieron que lo que sucedía no era un simple exceso de los soldados, sino que su captura había sido planificada y avalada por un importante sector entre los oficiales que prepararon el operativo.
Poco después, el helicóptero despegó y los gritos de la muerte comenzaron a resonar. En grupos de cinco y vendados y amarrados de manos, los hombres eran sacados de la iglesia y fusilados. Los pocos que quedaban agonizando eran brutalmente decapitados con golpes de machete en la nuca. “ A las doce del mediodía ya habían terminado de matar a todos los hombres”, recuerda Rufina. Domingo Claros, el esposo de Ruina, fue uno de los primeros en morir. “Iba en uno de los primeros grupos, pero comenzó a forcejear y le dispararon. Estaba vivo, un soldado se acercó y con un machete lo degolló”.
Las mujeres no corrieron mejor suerte, excepto una: Rufina. Los soldados entraron a la fuerza en la pequeña casa y comenzaron a seleccionar a las mujeres más jóvenes. La mayoría de madres se opuso, pero fueron sometidas con golpes de culata de fusil o a patadas. Algunas, para horror de los niños y las mujeres, fueron asesinadas en el mismo lugar. Las jóvenes fueron llevadas a las afueras del caserío para ser violadas. Un testigo que ha permanecido en el anonimato durante todo el proceso de investigación, un hombre obligado a servir como guía por los oficiales del Atlacatl, reconoció que las adolescentes fueron violadas durante todo ese día. “los soldados hablaban sobre las violaciones. Contaban y bromeaban sobre lo mucho que les había gustado las niñas de doce años”. Después de violarlas, los soldados las mataban a tiros o las decapitaban.
Las mujeres fueron asesinadas con el mismo método aplicado a los hombres, se les transportaba en grupos de cinco y se les fusilaba, posteriormente se decapitaban los cadáveres o a las agonizantes. En el penúltimo grupo iba Rufina, pero dos de las mujeres que iban con ella armaron una trifulca, pidiendo a gritos por su vida y tratando de huir. Rufina aprovechó la confusión y escapó. Permaneció toda la noche escondida y pudo ver cómo los soldados terminaban de matar a las mujeres y a todos los niños, incluso a los recién nacidos. Después permaneció escondida ocho días en una cueva cercana a El Mozote, hasta que fue hallada por una tropa de guerrilleros que la recogió, le dio atención médica y la transportó a un campo de refugiados. Antes de que Rufina se marchara, el equipo de prensa de la clandestina Radio Venceremos la entrevistó y el 24 de diciembre publicó la noticia de la masacre. La Junta de Gobierno y la Embajada de Estados Unidos declararon que el informe “era propaganda izquierdista” y que “provenía de fuentes consideradas no confiables”. La voz de Rufina sería permanentemente acallada durante once años más.
Angelitos de la muerte y Angelitos muertos
“Este es un operativo de Tierra Arrasada y tenemos que matar a los niños también”, fue la decisiva respuesta de uno de los oficiales a cargo. Según el hombre que fue obligado a servir de guía, muchos soldados no querían matar a los niños porque les tenían lástima. Uno de los soldados había protestado diciendo: “La orden que traemos es que esta gente no vamos a dejar a nadie porque son colaboradores de la guerrilla, pero yo no quisiera matar niños”.
Pero de nada sirvió este tímido intento de compasión: para demostrar qué era lo que se debía hacer, un capitán tomó a un niño de pocos años y le disparó. Otros siguieron su ejemplo y un oficial atravesó a otro infante con un puñal y después lo degolló. La masacre de los niños había comenzado.
Los niños estaban histéricos. Sus madres habían sido asesinadas y ellos se encontraban encerrados, llorando y suplicando, viendo cómo algunos de sus compañeros de juego eran asesinados. Un pequeño grupo de soldados se colocó en la puerta y la ventana de la habitación y vació los fusiles M-16 en el grupo de niños que se había arrinconado en una esquina, en una vano intento de escapar de la muerte. Después los soldados lanzaron un par de granadas de mano y le prendieron fuego a la habitación. Si uno de los niños sobrevivió a las alas y a las explosiones, murió carbonizado por el incendio. El informe de los forenses argentinos reveló que en esa habitación murieron más de 120 niños menores de 12 años. Rufina escuchó el llanto y, según ella, pudo reconocer los gritos de sus hijos cuando los masacraban.
El Batallón Atlacatl había practicado a la perfección en El Mozote la táctica de la “Tierra Arrasada”, que consiste en asesinar a todo ser viviente, incluyendo gallinas, perros y cerdos, y destruir todo vestigio de construcción. El objetivo es quitarle el “agua al pez”, como los mismos militares reconocen. “El Mozote estaba en una zona controlada en un cien por ciento por la guerrilla. Cuando tú tratas de secar esas zonas, sabés que no vas a poder trabajar con población de ese lugar. Allí nunca vas a tener una base permanente, por eso simplemente decides matar a todos. Se hace más por frustración que por cualquier otra razón”, reflexionó uno de los asesores del Batallón Atlacatl. Lo cierto es que los Angelitos de la Muerte de Monterrosa hicieron honor a su nombre en esas vísperas de navidad.
TEXTO EXTRAÍDO DE HOJA VOLANTE PROPORCIONADA POR EL CENTRO CULTURAL NUESTRA AMÉRICA
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