martes, 22 de diciembre de 2009

Ricardo Ribera 2009, LA IZQUIERDA Y EL PODER: ALGUNAS REFLEXIONES TEÓRICAS

¿Qué autores políticos leía la izquierda salvadoreña en los años setenta? Pues, básicamente, algo de Marx y mucho de Lenin. También el llamado libro rojo, compendio de citas del Presidente Mao y su concepción de guerra campesina que debería culminar en el cerco y toma de las ciudades. Y, desde luego, al Ché Guevara, teórico del foco guerrillero, del socialismo no burocrático y del hombre nuevo. Algunos estudiaban a Regis Debrais quien, tras acompañar la aventura guevarista en Bolivia, repasó las experiencias guerrilleras en América Latina en una obra en dos volúmenes titulada “La crítica de las armas”.

Las lecturas de aquella izquierda, revolucionaria y combativa, eran más la consecuencia del período histórico que se vivía, que su causa. Cerrada la vía electoral por la dictadura, se imponía una combinación de lucha pacífica de masas y de resistencia armada desde la más estricta clandestinidad. Más que una opción, se trataba de una imposición que el régimen terrorista de estado le hizo a la oposición de izquierda. Las formas de lucha difícilmente son fruto de una libre escogencia, casi siempre son resultado de la realidad de la lucha de clases y de las modalidades específicas que ésta adopta en el proceso.

Si era imperativo organizarse secretamente, en la clandestinidad, de manera conspirativa, resultaba igualmente imperativo conocer y estudiar a Lenin. Sus concepciones del partido como destacamento de vanguardia, organizado con una disciplina casi militar, preparado para desencadenar la insurrección y la toma del poder, calaban hondo en una izquierda salvadoreña en condiciones bastante similares a las de la socialdemocracia rusa ante la dictadura zarista.

La obsesión de Lenin por evitar las “desviaciones pequeño-burguesas” y el “oportunismo”, su reticencia a permitir la libertad de tendencias y el debate político franco en el seno del partido, su insistencia en el centralismo y en la disciplina a ultranza, tienen que ver con las dificultades de operar y sobrevivir en un marco de represión intensa y feroz. Pero también tiene consecuencias conceptuales: su teorización del partido como “vanguardia” tiene que ver con una concepción que le niega a la clase social capacidad de alcanzar conciencia de clase por sí misma. Ésta le vendrá del partido, que no solamente elabora y traslada una estrategia y línea política, también es el portador de la conciencia del proletariado. El marxismo-leninismo en cuanto estructura organizativa es consecuente con una idea de la relación clase-partido o masas-vanguardia que no era compartida en la época por otros teóricos y dirigentes marxistas.

Rosa Luxemburg, revolucionaria polaca integrada al partido alemán fue quien más vivamente se opuso a las concepciones “ultracentralistas” de Lenin. Las criticó durante los preparativos del congreso que al final dejaría dividida a la socialdemocracia rusa en bolcheviques y mencheviques. El intento de Lenin por evitar errores y desviaciones, mediante un esquema de disciplina vertical, está condenado al fracaso. Debe dejarse que la escuela de la vida se encargue de evidenciar las equivocaciones y de inducir a corregir mediante la crítica y la autocrítica. Hay que confiar en la espontaneidad y la creatividad de las masas. Además, los errores que éstas puedan cometer siempre serán mucho más fecundos que la presunta infalibilidad de un comité central. Son las bases del movimiento las que deben controlar a su partido y dirigencia; no al revés.

El partido surge de la clase, es parte de ella, pero no constituye su vanguardia. Por el contrario, cualquier dirección revolucionaria presenta una tendencia al conservadurismo, que sólo el viento fresco del accionar de las masas logrará empujar y superar. Militando en un partido legalizado, con tres millones de miembros activos y más de ocho millones de electores, la situación de Rosa era muy diferente a la que vivía Lenin en Rusia. La socialdemocracia alemana tenía sus propios periódicos y revistas, donde se desarrollaban vivos debates políticos, teóricos e ideológicos. Para Rosa esto constituye parte importante de la riqueza de todo movimiento revolucionario. Debe haber total libertad de pensamiento y discusión, sólo limitada por la identidad en los objetivos y metas del movimiento marxista revolucionario. Cuando los bolcheviques han tomado el poder e impuesto un férreo gobierno a nombre de la dictadura del proletariado, les criticará lo mismo: el socialismo ha de pensarse como la más amplia democracia para el pueblo, deben permitir la disidencia y las críticas, porque “la libertad es siempre la libertad para los que piensan diferente”.

Ante las posiciones reformistas en su partido, las tendencias burocráticas en los sindicatos y el reduccionismo a la lucha burguesa parlamentaria de parte de los dirigentes, Rosa centraba en la vinculación con el movimiento popular la superación de dichas desviaciones. El problema con el reformismo no son las reformas, presentadas como un camino más largo pero más seguro, sino el que cambia los objetivos de la lucha: volver más humano y soportable un sistema que es, por su esencia, insoportable e inhumano. Es un falso dilema, afirma rotunda Rosa, el que se quiere presentar entre reforma o revolución. Los revolucionarios no están contra las reformas, al contrario, las impulsan y luchan por ellas, en el sentido de una transformación del sistema que prepare su posterior superación. En cambio los reformistas buscan con las reformas la salvación del mismo. Subordinan al movimiento de masas a las necesidades o conveniencias de las luchas parlamentarias en lugar de hacer del parlamento un escenario más, subordinado a la lucha de clases que se da en la sociedad.

Acusada por sus detractores de “espontaneísta” la obra de Rosa Luxemburg fue reiteradamente condenada por los leninistas después del triunfo en Rusia de los bolcheviques. Ha sido rescatada del olvido tras la debacle del modelo soviético. Las condiciones en que se desarrolló su pensamiento son hoy más similares a las que vive la izquierda en muchos países de nuestro continente, cuando ya no hay guerrillas ni situación revolucionaria, sino que los partidos marxistas están integrados en regímenes de democracia representativa donde compiten electoralmente. Por ello mismo resulta interesante y “actual” ya que trata de resolver preguntas que hoy están al orden del día. Ha empezado a ser descubierta en Brasil, donde se ha traducido al portugués y alentado algunos primeros estudios y ensayos de académicos de izquierda. En Sao Paulo está una sede de la Fundación Rosa Luxemburg, ligada al partido Las Izquierdas de Alemania, que ha auspiciado este novedoso interés en su obra.

Otro autor que ahora puede resultar indispensable a la izquierda salvadoreña es Gramsci. Tal vez inconscientemente el FMLN acaba de lograr una victoria en el terreno gramsciano de la “hegemonía” y de la conquista del “sentido común”: se impuso la idea del cambio, hasta tal punto que incluso ARENA tuvo que centrar ahí su discurso. La capacidad de unificación de la izquierda y de atraer electoralmente a sectores que no son de izquierda, tiene que ver con esas nociones nucleares en los aportes teóricos de Gramsci: el domino de la clase dominante se basa más en la hegemonía que en la coerción, en imponer el consenso en torno a sus ideas dominantes; si los revolucionarios consiguen romper dicha hegemonía se descompone el bloque de poder y surge el nuevo bloque aglutinado en torno a las fuerzas que se presentan como alternativa al viejo esquema de dominación. Cualquier bloque de poder representa siempre una alianza de clases, con una clase que las aglutina en torno a la hegemonía, de tipo ideológico, que sutilmente impone.

Las izquierdas salvadoreñas enfrentan desde el momento mismo del triunfo electoral del 15 de marzo el problema de cómo asegurar y consolidar la unión obtenida coyunturalmente en torno a su oferta y fórmula electorales, cómo se podrá ampliar y fortalecer ese nuevo bloque histórico, impidiendo al mismo tiempo la recomposición y resurgimiento del viejo bloque hegemónico, que hoy por hoy atraviesa una lógica crisis de identidad y de proyecto. El FMLN y su candidato enfrentan la paradoja de que desde el 1° de junio gobernarán un país que ideológicamente es más conservador que progresista, donde los pobres tienden más a respaldar a la derecha mientras la principal base social de la izquierda descansa en las capas medias, con una correlación política de fuerzas donde los partidos de derecha suman más que los de izquierda, tal cual se reflejará en la escena parlamentaria. Lo que cuenta a su favor, y tal vez decisivamente, es el quiebre ideológico de la hegemonía arenera: sin proyecto ni liderazgo de consenso, agotada históricamente y en franca desmoralización la derecha necesitará tiempo y habilidad para reaccionar y recuperarse. Que lo logre o no depende de ella misma, pero también y mucho de la izquierda.

En condiciones de democracia representativa, analizaba Gramsci, la lucha de clases tiene más el aspecto de una guerra de posiciones que del asalto a las trincheras. Esa última imagen corresponde más a un proceso como el ruso, de toma del poder violento, pero en condiciones de capitalismo desarrollado como era el caso de Europa occidental, la lucha es más compleja y sutil. Son las mentes y los corazones lo que está en disputa, como reconocían estrategas imperialistas de la “guerra de baja intensidad”. En cada una de las esferas de la vida social, en lo cotidiano, se libra una lucha sorda pero intensa para hacer prevalecer unos u otros sistemas de valores, ideas y sensibilidades.

El Estado es entonces mucho más que el gobierno, mucho más que aparato de estado. En cuanto instrumento de dominación de la clase dominante se ha de conceptualizar como integrando los diversos aspectos de la vida social: las iglesias, la escuela, la fábrica, la familia, el deporte, la cultura y el arte. Para ser bloque hegemónico de poder la izquierda debe multiplicarse y estar presente en las luchas cotidianas que se libran en cada una de las distintas trincheras. Y ser capaz de responder a las iniciativas y ofensivas que sus adversarios van a presentar. No es casualidad que, en pleno debate legislativo sobre cuestiones de la mayor importancia institucional, la derecha haya colado la discusión de la familia y los matrimonios entre personas del mismo sexo. Lo que deberá resolver la izquierda, gobernante a partir del 1° de junio, es cómo no dejarse poner a la defensiva por sus contrincantes, no dejarse imponer la agenda; por el contrario cómo tomar la iniciativa y pasar a la ofensiva, abrir fisuras en el bloque de sus adversarios, consolidar la unidad (que siempre es unidad de voluntades y propósitos) y coherencia de su propio bloque, el cual debe ser ampliado y robustecido. Para así convertirse en fuerza irresistible del cambio, en transición a nuevos escenarios donde la hegemonía de sus ideas no halle resistencia significativa, pues se hayan convertido en las ideas y voluntad de la gran mayoría del pueblo salvadoreño. Lograrlo no es sólo problema práctico, también debe resolverse como cuestión teórica.

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