martes, 26 de enero de 2010

Reflexiones y dudas sobre el perdón

Reflexiones y dudas sobre el perdón



Benjamín Cuéllar Martínez



Tras escuchar atentamente y leer con detenimiento lo dicho y escrito después de que el presidente de la República, Mauricio Funes, se dirigió a la Nación y al mundo el sábado 16 de enero del 2010 en ocasión de conmemorarse el dieciocho aniversario de la firma del Acuerdo de Chapultepec, lo que tengo en mente es lo que a continuación comparto. Lo hago a sabiendas de que es un tema espinoso y puedo herir susceptibilidades. Pero estoy en mi derecho de hacerlo y, además, pienso que es mi deber.



Comienzo reconociendo que ningún presidente de la posguerra se atrevió a pedir perdón por las atrocidades que el Estado salvadoreño realizó contra población civil no combatiente, especificando sus modalidades y reconociendo responsabilidades. El actual titular del Ejecutivo sí lo hizo. Alfredo Cristiani dice que también pero, francamente, no lo recuerdo. Cuando en aquella fecha habló de las causas del conflicto dijo que el mismo “no surgió de la nada, ni fue producto de voluntades aisladas. Esta crisis tan dolorosa y trágica tiene antiguas y profundas raíces sociales, políticas, económicas y culturales en el pasado”. Habló de una perniciosa falla: “[L]a inexistencia o insuficiencia de los espacios y mecanismos necesarios para permitir el libre juego de las ideas, el desenvolvimiento natural de los distintos proyectos políticos derivados de la libertad de pensamiento y de acción; en síntesis, la ausencia de un verdadero esquema democrático de vida”.



Se distanció así, hay que reconocerlo, de otras voces que siempre achacaron el origen de lo ocurrido a la “agresión comunista”. Pero asumir la enorme carga de culpa estatal y pedir perdón a las víctimas, para nada. También dijo que el conflicto había quedado atrás y que había que “ver hacia el futuro, que es en el único sitio donde podemos construir ese El Salvador grande, próspero, libre y justo […] las lecciones aprendidas tienen que asimilarse y fructificar para una vida mejor, pero no vamos a llorar sobre las cenizas, el país no nos da tiempo mas (sic) que para el trabajo, para la reconciliación y para la paz”. Ahí tampoco asomó solicitud alguna de indulgencia.



La Comisión de la Verdad hizo entrega pública de su informe en Nueva York el 15 de marzo de 1993, entre altas dirigencias pero sin la presencia de víctimas. Tres días después, en un mensaje a la Nación, quedó clara la postura de Cristiani deslegitimando el documento cuando señaló que no respondía “al anhelo de la mayoría de los salvadoreños, que es el perdón y el olvido de todo lo que fue ese pasado tan doloroso”. Acá, mencionó la palabra pero no para que las víctimas se lo otorgaran a él en su calidad de jefe de Estado; lo hizo para imponerlo de manera inconsulta, acompañándolo de un olvido inaceptable e imposible. De los dos que le siguieron en el cargo, mejor ni hablar. Con Antonio Saca hubo conversaciones al respecto, alrededor de los casos de monseñor Óscar Arnulfo Romero y la masacre en la UCA. Eso me consta; pero no sólo para estas víctimas específicas de ambos sucesos, sino para todas las incluidas en el informe citado arriba. Pero no se llegó a concretar nada.



El presidente Funes sí lo hizo y puso en la agenda nacional el debate sobre las víctimas. En ese marco anunció la creación de una comisión que le propondrá “medidas para la reparación moral, simbólica y material”; eso sí, tomando en cuenta la capacidad financiera estatal. ¿Funcionará bien esta iniciativa sin la intervención de las víctimas pero sí con la del Ministerio de la Defensa Nacional?



Por otro lado, ¿es posible que se pueda materializar un “hermanamiento” general desde el discurso y una “unidad nacional” sin que los perpetradores acepten sus culpas, sean interpelados por la justicia restaurativa y pidan perdón? ¿Sin que se abran las puertas de la justicia punitiva para aquellas víctimas que sigan siendo insultadas por sus victimarios estatales inmediatos y mediatos; sobre todo por estos últimos que, sin vergüenzas de ninguna clase, ya reiteraron su arrogancia y prepotencia inmediatamente después del mensaje presidencial?



Y tras el pedido de perdón “a todas las víctimas del conflicto, a todos sus familiares, a sus hijos e hijas, […] a todo el pueblo salvadoreño” afectadas por las acciones militares del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), ¿cómo se espera que estas sean parte de esa “armonía colectiva”? Dichas palabras fueron pronunciadas antes que las del mandatario, por el dirigente de la desaparecida guerrilla que además es –circunstancial y temporalmente– vicepresidente de la República. Cabe aclarar porqué en esta ocasión considero como militante del FMLN a Salvador Sánchez Cerén y no como segundo al mando del Ejecutivo. Pues porque las pronunció en un acto partidista para conmemorar, ese mismo día, un mismo acontecimiento que puede plantearse al menos desde dos enfoques: para los líderes políticos, desde su grata y segura condición a lo largo de los últimos dieciocho años, representa la firma de la paz; para las mayorías populares, desde su experiencia cotidiana precaria y violenta, el fin de la guerra.

Inmediatamente afirmó lo siguiente: “[Q]ueremos decirles que como muestra de reparación hemos trabajado en estos dieciocho años desde la firma de los acuerdos de paz, de nuestra vida política electoral, hemos dedicado la mejor parte de nuestro esfuerzo a construir un nuevo camino de democracia y justicia, al convertir en el centro de nuestro quehacer el bienestar de cada uno de ustedes”. ¿Mal asesoría o una visión desenfocada de lo que realmente se debe hacer en esta materia.

La reparación a las víctimas debe ser integral y eso supone –cito, como el presidente Funes, a Louis Joinet– “tanto medidas individuales como medidas generales y colectivas” que incluyen –dentro del primero– a las “víctimas directas, parientes o personas a cargo” que deberán “beneficiarse de un recurso eficaz”. “Los procedimientos aplicables –agrega– deben ser objeto de una publicidad lo más amplia posible” Tanto entre estas como entre las colectivas, no se plantea el desempeño de ningún partido político como parte de la reparación integral a las víctimas; eso abriría las puertas a peligrosas deformaciones de su sentido real y último.

Regresando al mensaje del mandatario, ¿tendrá a su base un querer quedar bien con todas las partes? A los criminales, sus encubridores y financiadores les quita el "miedo" si se queda hasta ahí; si todo se trata sólo de pedir perdón y pagar una "indemnización", ¿qué les puede producir temor si no habrá verdad ni justicia? Similar temor tenían sectores de las “derechas” con la entrada del FMLN a Casa Presidencial por la puerta ancha y parece que ya se les comenzó, rápidamente, a disipar. Al menos a algunos, es claro que sí.



A las víctimas les pide perdón pero les quita su legítimo derecho a reclamar al anunciar su intención –ese mediodía del pasado sábado 16 de enero– de "leer una pagina importante de nuestro pasado reciente, para avanzar hacia el futuro con las heridas curadas con el pasado resuelto y con la paz que supone para el espiritu (sic) dejar atrás una etapa tan dolorosa como tragica (sic)". ¿Qué más quieren entonces las víctimas si ya les curó sus heridas y les resolvió un pasado que –como por arte de magia– quedó atrás? ¿Qué pasará con quien no acepte ese perdón general, abstracto? ¿Y con quien exija verdad y justicia? Si a su legítima exigencia no se responde como es debido, ¿deberá aceptar que le compren el silencio y la resignación? Cabe señalar que el ministro de la Defensa Nacional −general David Munguía Payés– dijo en una entrevista televisiva refiriéndose a la petición de su jefe: “A mí, en lo personal me quitó un peso de encima”. ¿Se lo trasladó entonces a las víctimas, para que decidan si rechazan o no la pretensión presidencial?



Asimismo, se debe considerar que el perdón no está reñido con la justicia. Juan Pablo II fue a la prisión donde se encontraba purgando su condena Mehmet Alí Agca, quien lo hirió gravemente en la plaza de San Pedro el 13 de mayo de 1981. Fue a perdonarlo; pero, pese a su investidura, no pidió que lo amnistiaran o indultaran. La justicia, pues, no fue interrumpida por el Papa y su agresor abandonó la cárcel hasta el momento legal y procesalmente establecido.



Además, hay un problema práctico. ¿Cómo registrarán a las víctimas? ¿Se admitirá como tal el listado del informe de la Comisión de la Verdad y sus 20,874 nombres, sumadas las denuncias entregadas directamente y las obtenidas de forma indirecta? La misma Comisión reconoce que esa cantidad no representa la totalidad de las personas que sufrieron las atrocidades cometidas por ambas partes; una más y otra menos, pero ambas. Se habla de 75,000 ejecuciones extrajudiciales y 8,000 desapariciones forzadas. Probablemente sean muchas más; pero sólo con esas, basta para hablar del 1.75% de la población salvadoreña durante la época. En México, por ejemplo, ese porcentaje equivaldría a cerca de 3,700,000 víctimas directas entre su población actual.



Enorme tragedia en la que las víctimas deben considerarse una por una, no en masa; en donde las víctimas tienen nombre y apellido, rostro e historia; en donde las víctimas dejaron memoria y vacíos que deben ser llenados con algo más que una oratoria bien estructurada y un puñado de dólares.



Además, ¿cómo le harán para concretar esa reparación material? Sobre todo cuando apenas parece que algunos países con grandes economías, entre los cuales no se encuentra El Salvador, comienzan a salir de una crisis financiera que acá aún no ha golpeado con toda su fuerza. Si –como la lógica indica– la "indemnización" no será universal pero sí pírrica, más le hubiera valido al Estado saldar primero otras cuentas –las de la verdad y la justicia– y no esa. Podría, por ejemplo, haberse considerado la posibilidad de ampliar la búsqueda de personas desparecidas.



Porque no sólo hay madres y padres que reclaman conocer el paradero de sus hijas o hijos; también hay niñas y niños en aquella época, hoy en edad adulta, que desean saber qué pasó con sus progenitores. Asimismo, hay hermanos y hermanas como Santos René Ventura Reyes que busca a Francisco Arnulfo –de iguales apellidos– quien el 22 de enero de 1980 fue capturado junto con otro compañero universitario: José Francisco Mejía. Santos René sostiene que los detuvieron “marines” que cuidaban la embajada estadounidense; funcionarios de aquel país declararon entonces que fueron guardias nacionales quienes los entregaron a civiles armados, los cuales se los llevaron con rumbo desconocido. Ambas víctimas permanecen desaparecidas desde entonces, tras la manifestación de una épica manifestación de la Coordinadora Revolucionaria de Masas (CRM) que fue masacrada. Treinta años acaban de pasar y Santos René continúa preguntando por su hermano, sin perdonar y mucho menos olvidar. Tampoco lo pueden obligar a hacerlo.



Monseñor Romero, al denunciar el ataque a la marcha de la CRM, dijo: “Estoy seguro de que tanta sangre derramada y tanto dolor causado a los familiares de tantas víctimas no serán en vano. Es sangre y dolor que regará y fecundará nuevas y cada vez más numerosas semillas de salvadoreños que tomarán conciencia de la responsabilidad que tienen de construir una sociedad más justa y humana, y que fructificará en la realización de reformas estructurales audaces, urgentes y radicales que necesita nuestra patria. El grito de liberación de este pueblo es un clamor que sube hasta Dios y que ya nada ni nadie lo puede detener”.



La búsqueda de todas las personas desaparecidas por las fuerzas estatales y las insurgentes es un esfuerzo legítimo y necesario para ampliar la verdad establecida por la Comisión que se creó para ello, cuyo informe también debe ser sacado de la oscuridad adonde lo enviaron los perpetradores y sus secuaces, para que lo conozca toda la sociedad; es, además, una expresión de la justicia restaurativa. Eso puede contribuir a que se materialicen esas necesarias “reformas estructurales audaces, urgentes y radicales” reclamadas por el arzobispo mártir.



En 1955, un joven pastor baptista de veintiséis años y poco conocido defensor de los derechos civiles –Martin Luther King– pronunció lo que debería ser parte del ideario de quienes intentan sincera y coherentemente acompañar a víctimas de violaciones de derechos humanos y promover el respeto de estos. Las dijo después de que Rosa Parks, sencilla modista de cuarenta y dos años residente en Montgomery, se negó a cederle el asiento del bus a un “blanco” y fue detenida hasta que pagó catorce dólares de multa. En protesta se impulsó un boicot contra el transporte público de la ciudad, encabezado por Luther King; este, en ese escenario, afirmó lo siguiente:



“En algunas situaciones, la cobardía pregunta: ¿Es seguro? La conveniencia pregunta, ¿es políticamente conveniente? La vanidad viene después y pregunta: ¿Es popular? Pero la conciencia pregunta: ¿Es correcto? Llega un momento en que uno tiene que tomar una posición que no es segura, no es políticamente conveniente y tampoco es popular, pero hay que hacerlo porque la conciencia nos dice que es lo correcto”.



Por eso, en este trance como en anteriores y futuros, hay que aspirar y tratar de hacer lo correcto aunque no sea aplaudido en el momento. Una de dos: o se contribuye a avanzar hasta donde se enaltezca realmente a las víctimas, impulsando esa causa con su necesaria participación; o se muestran las insuficiencias de la iniciativa propuesta. Porque, como bien dijo el presidente Funes, “este reconocimiento y petición de perdón que hoy formulamos, nos lleva, a partir de este momento, a asumir como objetivo estratégico de la gestión gubernamental la dignificación de las victimas, sin la cual este acto no tendría sentido y sumaría una nueva frustración”.

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