lunes, 11 de enero de 2010

La lección nunca aprendida

Editorial YSUCA


La lección nunca aprendida



La semana pasada disertó en Fusades Francis Fukuyama. Este catedrático norteamericano de origen japonés se hizo famoso en la década de los noventa por la publicación de su libro titulado “El fin de la historia y el último hombre”. Más allá del contenido neoliberal del libro y de sus curiosas mezclas de filosofía y economía, lo cierto es que este buen hombre vino a decir que en El Salvador había que invertir mucho más en lo social, que con una carga fiscal como la que tenemos no se puede ir muy lejos en los propios objetivos de desarrollo, y que los populismos y los regímenes autoritarios surgen cuando hay poca responsabilidad social en el Estado y en la sociedad económica.

Un discurso que cuando lo dice otra persona y además hace aplicaciones concretas a nuestra política económica, levanta ampollas y resentimientos en nuestro empresariado. E incluso la clase política conservadora no duda en tachar de comunistas esas ideas cuando se concretan como acusación frente a las políticas irresponsables de sus gobiernos.

Sin embargo, en este discurso genérico de Francis Fukuyama estaban como espectadores todos aquellos que llevaron al país, económica y políticamente, por la senda de la despreocupación social y por la convicción de que cuanto más ricos sean los ricos mejor le irá a los pobres. Estaban sentados escuchando atentos al politólogo norteamericano los líderes del partido que condujo al país durante 20 años por caminos de un liberalismo nada social. Los que mantuvieron una carga fiscal del todo insuficiente para impulsar el desarrollo nacional. Los que diseñaron y defendieron una especie de populismo autoritario de derechas que dio como resultado una democracia autoritaria, sin trasparencia, sin rendición de cuentas, con corrupción impune y con un pésimo desempeño institucional en el área de la seguridad ciudadana. Incluso los que protestan cada vez que hay una pequeña reforma fiscal. Y por supuesto todos aplaudían a Francis Fukuyama.

Es curioso cómo la derecha económica de El Salvador tiene la capacidad de mantener un lenguaje democráticamente sensato mientras simultáneamente mantiene una posición política y económica fracasada. Son ricos exitosos en un país fracasado por culpa de ellos, y que no tienen ningún empacho en aplaudir unas ideas generales que no aplican nunca. E incluso pretenden mostrarse como los adalides de las mismas. Aplauden todo lo que suena a civilizado mientras mantienen prácticas fiscales, administrativas y de desarrollo totalmente incivilizadas.

Desde mediados de los años cincuenta hasta casi finales de la década del setenta El Salvador tuvo un crecimiento económico significativo. Pero la mala gestión del crecimiento económico, que favoreció a muy pocos y exacerbó las diferencias sociales y económicas del país, terminó en guerra civil. La incapacidad de invertir seriamente en lo social a lo largo de estos últimos 20 años, e incluso el retroceso en los derechos ciudadanos a pensión y salud, junto con el lento progreso en el campo de la educación, han dejado intacta la tendencia a las grandes diferencias en el ingreso que nos caracteriza. La violencia tiene sus raíces en esas diferencias socioeconómicas tan palpables, evidentes y escandalosas en este pedazo de tierra centroamericana en la que todo se ve y se nota precisamente por ser tan chiquita y estar tan superpoblada. Violencia a la que sirve de abono este estado y este liderazgo socioeconómico irresponsable socialmente.

Todos coincidimos en El Salvador afirmando que la inversión social es indispensable para el desarrollo y que debe crecer sustancialmente. Todos repetimos que lo mejor de El Salvador es su gente y que por tanto hay que invertir en ella. Vienen de fuera personalidades de izquierda, de derecha y de centro y nos dicen lo mismo. ¿Por que coincidiendo básicamente todos en el lenguaje no coincidimos en la práctica ni logramos acuerdos nacionales serios que impulsen el desarrollo? ¿Qué nos pasa que nunca aprendemos la lección? Ojalá esta pregunta nos quemara un poco más las entrañas, especialmente a quienes tienen mayor responsabilidad. Y nos dedicáramos con ahínco a aprender y practicar, esta vez en serio, la lección nunca aprendida.

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