MARIO ZAMORA: TRES DÉCADAS
La primera Junta Revolucionaria de Gobierno, que derrocó el 15 de octubre de 1979 al general Carlos Humberto Romero, fracasó casi de inmediato. Fue presionada por los poderes reales, civiles y militares, para no realizar los cambios que anunció y siguió reprimiendo brutalmente al pueblo. En los primeros días de enero de 1980, tres civiles que acompañaban a los oficiales golpistas junto a casi todo el gabinete, renunciaron. Entonces, el Partido Demócrata Cristiano (PDC) entró de cambio.
La madrugada del sábado 23 de febrero, pese al toque de queda, seis hombres con pasamontañas ingresaron a la casa de Mario Zamora mientras departía con familiares. Los tendieron en el piso, le subieron volumen a la música y llevaron a Zamora al baño donde lo ejecutaron. La Policía tardó horas en llegar. La Comisión de la Verdad afirmó que “lo asesinaron miembros de un cuerpo de seguridad estatal en una operación decidida a ese nivel y llevada a cabo dentro del marco de sus actividades ilegales”. Y concluyó señalando que jamás se investigó.
Antes, el PDC había celebrado una convención donde Mario –uno de sus dirigentes y Procurador de Pobres– planteó su desacuerdo con mantener la alianza con el Ejército en el gobierno. Pensaba que los militares usaban al partido para limpiar el rostro terrorista y las manos sangrientas del régimen.
Al momento de decidir continuar en la segunda Junta, Zamora y otros líderes democristianos le plantearon al Estado Mayor que sus militantes eran víctimas de la represión gubernamental; además, intentaron definir nuevas reglas de la relación. En ese escenario, Roberto D’Abuisson lo acusó públicamente de ser guerrillero. En medio de la violencia militar y de los cuerpos de “seguridad” contra sus “enemigos ─Mario era uno─ junto al accionar de los escuadrones de la muerte, eso suponía su sentencia de muerte. Así fue.
Domingo 24 de febrero: monseñor Óscar Arnulfo Romero lamenta lo ocurrido. “Quiero expresar en lo personal, mi dolor a la familia del querido doctor Mario Zamora Rivas. En este momento se está enterrando su cadáver en Cojutepeque; les suplico que nos unamos en oración por su eterno descanso”, se lamentó sin saber que correría la misma suerte un mes después.
Pasaron treinta años y su familia, como tantas otras que perdieron a sus seres queridos en medio de la brutal represión oficial y las acciones guerrilleras en 1980, sigue esperando verdad y justicia. Durante esas tres décadas y sobre todo después del fin de la guerra, ni políticos ni gobernantes se han solidarizado con esas víctimas en los hechos, no sólo en las palabras. ¿Habrá que esperar otra tres o más, para dignificarlas? No, porque una sociedad que permite eso es cómplice y es indigna.
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