viernes, 19 de marzo de 2010

Señor Funes, a mí sí me interesa

Señor Funes, a mí sí me interesa



Benjamín Cuéllar Martínez



Si no lo hubiera visto y escuchado en los noticieros de televisión y radio, quizás habría pensado que era falso lo que leí en la prensa escrita. Que no sería capaz de semejante barbaridad después de exponer esa perversidad cuando era periodista, de ofrecer enfrentarla siendo candidato y de comprometerse, luego, a combatirla el día que entró oficialmente a Casa Presidencial. Pero sí, Mauricio Funes –a nueve meses y dieciséis días de su entronización– nos acaba de preguntar a las y los salvadoreños lo siguiente: “¿A ustedes de qué les sirve que metamos a la cárcel o exhibamos públicamente a ex funcionarios que vivían en forma inescrupulosa de los fondos del Gobierno?”. Y nos comunicó que no le interesaba “perseguir a los corruptos”. Lástima grande, porque a mucha gente le alegraría que lo hiciera.



Pero no, pese a que apenas doce días antes de las elecciones del 15 de marzo del 2009 nos recordó que –siendo “periodista en ejercicio”– denunció “el abuso de poder y procesos públicos que no fueron del todo transparentes como la privatización de la banca. Y siempre he combatido la construcción de una economía de privilegios que distorsiona la libre competencia”. Desde ese espacio, entonces, censuró la corrupción. Y cuando lo lanzó el FMLN como su “apuesta ganadora” el 11 de noviembre del 2007, hizo temblar al estadio Cuscatlán e hincharse de emoción a quienes lo llenaron, al anunciar así su “osada” decisión: “Históricamente a nuestros gobernantes les ha temblado el pulso para castigar a los evasores y a los que viven a costa del erario público… a mí no me temblará el pulso ni me faltará energía ni voluntad para perseguir la evasión, el contrabando y combatir la corrupción”



El 1 junio, con la banda en el pecho, prometió “no hacer lo que algunos hicieron mal en este país: gobernar para pocos, ser complacientes con la corrupción, tener y ser cómplices del crimen organizado, pactar con el atraso en todas sus formas de expresión”. El combate “a la corrupción y a todas las formas de despilfarro y desvío del dinero público, serán cosas sagradas en nuestro gobierno”, aseguró ante uno de sus referentes y demás encumbrados testigos presentes en la ceremonia. Y el 23 de septiembre del 2009, en su debut ante la Organización de las Naciones Unidas, afirmó sentirse obligado “aún más en nuestro camino de responsabilidad, austeridad y lucha contra la corrupción anidada en la sociedad y el Estado”.



¿Qué le pasó entonces? Y ahora, ¿por qué sale con esto? Sin duda, este giro de 180 grados a la derecha motiva a reflexionar sobre el bien que le haría a todas y todos –excepto a corruptos y corruptores– si de nuevo cambiara de opinión para honrar las palabras con las cuales encantó a la gente que votó por sus ofertas. Pero si mantiene su decisión, debo pedirle que no lo haga pues a mí si me interesa que se persiga y castigue a los corruptos porque son maleantes. ¿O estamos ante una amnistía de hecho para estos e irremediablemente seguirá –parafraseando a su antecesor, cuestionado en este ámbito– la fiesta de los “malacates”?



La corrupción comprende delitos establecidos en la legislación penal interna, con su respectiva condena; además existe la Convención Interamericana contra la Corrupción, de la cual el Estado salvadoreño es parte desde hace más de diez años. Los propósitos de esta última, según su artículo II, son: “Promover y fortalecer el desarrollo, por cada uno de los Estados Partes, de los mecanismos necesarios para prevenir, detectar, sancionar y erradicar la corrupción”. Y el señor Funes tiene como obligación primera en su carácter de Presidente de la República, tal como lo determina el 168 constitucional, “[c]umplir y hacer cumplir la Constitución, los tratados, las leyes y demás disposiciones legales”; como Jefe de Estado, debe garantizar y dar cuentas del cumplimiento de la Convención Interamericana mencionada.



A mí si me interesa, porque de no hacerlo estará fomentando la impunidad. No lo digo yo; lo dijo él durante su discurso el 1 de junio del año pasado. “[Q]uien tenga culpa –aseveró sin vacilar– será ejemplarmente castigado. Lo digo en este contexto y con el compromiso público que esto implica, en mi gobierno se acabó el tiempo del padrinazgo y de la impunidad. y es con esta disposición que vamos a enfrentar todas las formas de delito […]” ¿Sería un desliz, producto de la emoción del momento? ¡No! Si lo llevaba escrito, era una promesa muy bien pensada. Gloria Giralt de García Prieto, de sobra conocida por la valiente batalla que libra junto a su esposo Mauricio, dice con toda la razón que “[e]l que mata y queda impune, vuelve a matar”; también quienes violan y le roban al erario, si no reciben el castigo merecido, vuelven a las andadas. ¿O eso sólo vale para el joven que delinque?



A mí si me interesa, porque de no hacerlo puede “alentar una cierta aceptación a comportamientos delicuenciales. Fenómenos extendidos de corrupción a alto nivel pueden crear la sensación entre sectores sociales desfavorecidos de una aguda ilegitimidad de las normas vigentes; y, usualmente, escándalos sobre delitos de cuello blanco o de corrupción de altos funcionarios del Estado van asociados a olas de delincuencia común. El sentimiento de que los poderosos y los privilegiados delinquen y que la impunidad es rampante, por lo general validan una cierta aceptación social hacia el delito entre los sectores más pobres”. Tampoco lo digo yo; lo dijo César Gaviria en 1997, cuando era secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA).



A mí si me interesa, porque de no hacerlo se estará negando la vigencia de ciertos derechos humanos. El derecho a la participación, por ejemplo, “se desvanece cuando el proceso democrático pierde su eficacia a causa del favoritismo y los fenómenos de corrupción, los cuales no solamente impiden la legítima participación en la gestión del poder, sino que obstaculizan el acceso mismo a un disfrute equitativo de los bienes y servicios comunes”. De eso estaba convencido Juan Pablo II y así lo incluyó en su mensaje para la Jornada Mundial de la Paz en 1999.



Además, para el mismo evento pero un año antes, el Papa sostuvo que “el vicio de la corrupción […] socava el desarrollo social y político de tantos pueblos. Es un fenómeno creciente que va penetrando insidiosamente en muchos sectores de la sociedad, burlándose de la ley e ignorando las normas de justicia y de verdad. El uso fraudulento del dinero público penaliza sobre todo a los pobres, que son los primeros en sufrir la privación de los servicios básicos indispensables para el desarrollo de la persona. Cuando la corrupción se introduce en la administración de la justicia, son también los pobres los que han de soportar con mayor rigor las consecuencias: retrasos, ineficiencia, carencias estructurales, ausencia de una defensa adecuada”.



A mí si me interesa, porque de no hacerlo se estaría contribuyendo a un mayor deterioro de las instituciones. Recuerdo que en 1999, la Comisión Política de la Asamblea Legislativa “consultó” a la “sociedad civil” para elegir Fiscal General de la República; se trataba de repetir a Manuel Córdova Castellanos o nombrar otra persona. La consulta se hizo, obviamente, al mejor estilo de los partidos políticos que la integraban entonces y que la siguen ocupando en favor de sus intereses: oyeron, pero no hicieron caso. Así, en medio del “reparto del pastel” estatal se decidieron y luego “reengancharon” a Belisario Artiga.



De ese año en adelante, ¿habrá alguien que pueda garantizar con fundamento que la corrupción y otros delitos disminuyeron? Quizás sólo se logró en lo relativo a los secuestros de personajes poderosos e “intocables”, precisamente por esas condiciones. Ello, en sí mismo, no es reprochable; pero con el resto de la criminalidad, seguro que no cambió la situación. ¿Por qué? Porque se siguió fomentando la impunidad que, en el fondo, ha continuado minando esta y otras instituciones. Justamente esa fragilidad es la que sostiene la corrupción y ambas se retroalimentan en uno de los círculos más perversos que tiene postrado al país frente a la delincuencia y la violencia.



Finalmente, a mí si me interesa porque –de no hacerlo ahora que se conmemoran los treinta años del martirio de monseñor Óscar Arnulfo Romero, el “guía espiritual”– se estarán desoyendo sus proféticas palabras pronunciadas el 4 de noviembre de 1979 pero de una actualidad más asombrosa:



“Escuchamos también el programa de emergencia del gobierno –el que se instaló tras el derrocamiento del general Carlos Humberto Romero– y es muy halagador. Reactivación de la economía con clara orientación al beneficio popular, creación de empleos, control selectivo de la inflación. Y en el plan político, hacer vigentes los derechos humanos, ruptura con los vicios políticos del pasado, incremento de la participación popular en la gestión del gobierno, erradicación de la corrupción. Quiero sentir en esas palabras un nuevo hálito de esperanza y un llamamiento para que de veras se conviertan en realidad esos planes que tanto los necesita nuestro pueblo”.

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