lunes, 16 de noviembre de 2009

DISCURSO PRONUNCIADO POR EL P. JOSÉ MARÍA TOJEIRA,

DISCURSO PRONUNCIADO POR EL P. JOSÉ MARÍA TOJEIRA, EN OCASIÓN DE LA CONDECORACIÓN A LOS MÁRTIRES JESUITAS POST MORTEM, EN GRADO GRAN CRUZ


Amigos: Les pongo a continuación el discurso pronunciado en casa presidencial con motivo de la entrega, de parte del presidente Mauricio Funes, de la orden al mérito José Matías Delgado. También la pondremos en nuestra pg web, junto con el discurso de Mauricio Funes.
Saludos
Chema

Sr. Presidente de El Salvador. Tras veinte años del asesinato de nuestros hermanos jesuitas, así como de Elba y Celina, es la primera vez que un gobierno de nuestro país reconoce pública y oficialmente el valor, la dignidad y los servicios que este grupo de académicos y hombres de fe prestaron a El Salvador. Hombres generosos que en épocas trágicas de convulsión social pusieron su recio pensamiento y su generosidad al servicio de la paz con justicia en nuestras tierras.

Ante este reconocimiento no cabe sino comenzar agradeciéndole profundamente este gesto y distinción. La verdadera reconciliación de El Salvador, iniciada con los Acuerdos de Paz, tiene que profundizarse de muchas maneras. Y una de ellas es precisamente el reconocimiento de la dignidad de las víctimas. Ancianos, niños, mujeres embarazadas, sacerdotes y religiosas que servían con generosidad a los más pobres, fueron perseguidos, golpeados y asesinados sin más razón que la de solidarizarse con las víctimas de la injusticia o simplemente vivir en zonas conflictivas. Reconocer la dignidad de estas personas es indispensable para la cohesión y el desarrollo armónico de nuestro país. Porque ningún grupo humano puede lograr su integración olvidando los sufrimientos del pasado y separando de su historia a las víctimas inocentes de sus procesos sociales.

Los jesuitas que hoy celebramos y que Ud. honra con esta preciada distinción tenían muy claro que no se podía reconstruir El Salvador sin fijar su mirada en la ingente multitud de víctimas que la guerra civil producía. Y eran precisamente esas víctimas, en las que veían el rostro de Jesucristo crucificado, las que los impelían a defender los Derechos Humanos y a multiplicar sus esfuerzos por lograr un diálogo y una negociación entre las partes en conflicto que dieran fin a la guerra. La defensa de las víctimas los acabó también convirtiendo en víctimas. Pero su muerte, unida a la de Elba y Celina, y a la de tantas personas sencillas como ellas, se convirtió en un clamor por la paz que superó la brutalidad de la guerra, manifestada especialmente en aquellos días de conflicto que sacudían por entero a la capital de la república. Si el asesinato de Mons. Romero fue el signo de la apertura de la guerra civil, precisamente por el intento de destruir en su persona la misericordia y la racionalidad pacífica que él representaba, la masacre de los jesuitas y sus dos colaboradoras fue la puerta hacia la paz al demostrar que la destrucción de la racionalidad solidaria sólo llevaba a la locura.

A juicio nuestro, el sacrificio de estos recios religiosos y potentes intelectuales, unido a la de tantos otros menos conocidos, empobrecidos y excluidos de nuestra historia, representados con el valor de la mujer fuerte en Elba, y con la inocencia en flor de Celina, tuvo un efecto mayor en la aceleración de la paz que la situación de empate brutal que reflejaba la ofensiva. Y en ese sentido pensamos también que la paz se la debemos en grado mayor a las víctimas inocentes y a los mártires que los representan, que a quienes firmaron los acuerdos de paz, aunque a éstos últimos haya también que agradecerles sus esfuerzos.

Por eso nos parece fundamental para el desarrollo humano de El Salvador que el Estado dé estas señales simbólicas de reconocimiento. La sociedad civil ha hecho ya lo propio, anticipándose con mucho a las actividades estatales y, por supuesto, continuará haciéndolo. Ud., Señor Presidente, como parte muy activa de la sociedad civil en su pasado inmediato como periodista, contribuyó también generosa y eficazmente a acrecentar la conciencia de la dignidad de las víctimas. Fue denigrado en ocasiones por ello, pero también se ganó la simpatía de la buena gente de El Salvador, que quiere el reconocimiento y la justa compensación de sus sacrificios y dolores. Esa gente que finalmente lo llevó a Ud. al lugar en el que ahora está.

Estamos en ese sentido seguros que estos signos de reconocimiento no se detendrán aquí o en Monseñor Romero, éste último símbolo clarísimo de lo mejor de El Salvador, y a quien Ud. ha honrado desde los primeros momentos de su elección como presidente. Los niños y niñas del Mozote, los ancianos del Sumpul, las mujeres de la Quesera, tantos y tantas salvadoreños dignos, buenos y trabajadores que perecieron en medio de la locura, siguen clamando ante el Señor en su Reino, y así en la tierra como en el cielo, su nunca más a la guerra, nunca más al odio, nunca más a la violencia. Justo es honrarlos acá en la ciudad terrena como el Señor los honra en su Jerusalén celestial. Y bien hará Ud., Señor Presidente, en continuar con esta noble labor de reconocer el valor de las víctimas. Es, entre otros, camino indispensable para una verdadera reconciliación salvadoreña.

Cuente con nosotros para impulsar esa tarea sobre la verdad, sobre fórmulas transicionales de justicia y compensación a las víctimas y sobre un desarrollo equitativo y justo que haga imposible que se piense de nuevo en la violencia para resolver los problemas y conflictos que surjan en nuestra sociedad.

Señor presidente, honrando a todas las víctimas del pasado, sepultadas hasta hace poco en la maliciosa consigna del perdón y olvido, recibe también Ud. honor. Y que Dios le dé fuerza en la tarea de construir una sociedad sin víctimas de la injusticia social. De todo corazón, muchas gracias.

No hay comentarios: