Marcelo Colussi
Síntesis
El machismo
patriarcal sigue siendo una cruda realidad en nuestro país. Cambiar esos
patrones es un arduo trabajo donde deben coincidir diversos esfuerzos:
políticas públicas bien definidas, educación, acciones para romper mitos y
prejuicios. El abuso y la violación sexual son prácticas aún consideradas como
parte de una historia cultural tolerada. En ese marco de cosas, los embarazos
de mujeres jóvenes están normalizados. E incluso los embarazos producto de
violaciones no son todo lo castigado que deberían. Por ancestrales tabúes que
pueblan la sociedad, el embarazo a temprana edad no se ve como un problema. Es
allí donde debe empezarse a trabajar, y la Academia juega un muy importante
papel al respecto: se necesita investigar a fondo la temática y proponer
alternativas claras, superadoras de la actual situación. El embarazo no deseado
de una mujer joven es un trauma que deja secuelas psicosociales importantes,
tanto en quien lo sufre como en el reforzamiento socio-cultural del patriarcado
al que indirectamente contribuye.
Palabras claves
Violación, machismo,
patriarcado, violencia, prejuicios.
_________
“158 niñas quedan embarazadas todos los días y no tienen
ningún mecanismo alternativo de educación”.
Justo Solórzano /
UNICEF
Situando el problema
Así como la
salud no es sólo la ausencia de enfermedad, de la misma manera la vida no es
sólo la ausencia de la muerte. Esto, que pudiera parecer un juego de palabras,
intenta mostrar que la calidad de vida es mucho más que permanecer vivo en
términos biológicos. Si tomamos al pie de la letra la ya clásica definición de
la salud como estado de bienestar en las esferas física, psicológica y social,
vemos que la calidad de vida se liga con fuerza determinante a los factores
psicosociales, que son los que, en definitiva, ayudan/permiten el mantenimiento
de la vida como hecho físico-químico.
Si pese al
monumental desarrollo científico-técnico actual el hambre sigue siendo uno de
los principales flagelos de la Humanidad, no caben dudas que los factores
no-biológicos tienen una importancia decisiva en todo esto, en la calidad de
vida, en el bienestar. Si por instinto comemos, y si hay un 40% más de comida
disponible en el mundo, no hay nada natural que explique el flagelo del hambre,
a no ser cuestiones netamente socio-políticas. La salud, por tanto, no puede
reducirse a un hecho meramente biológico: también es política.
De la misma
manera, reproducir la especie no es sólo procrear hijos. Eso último es un hecho
eminentemente biológico-natural, de orden “animal” podría decirse. El cómo
hacerlo (planificando, teniendo perspectiva de futuro, decidiendo en forma
conjunta varón y mujer, por medio de inseminación artificial, haciéndose cargo
de la crianza de los nuevos seres la pareja parental en forma responsable, las
modalidades culturales en que se enmarca todo ello, etc.) es también una
cuestión eminentemente psicosocial. Se presentifican ahí las ideologías
dominantes, los prejuicios, los juegos de poder, los valores éticos de una
sociedad, las variables personales de cada sujeto.
Todo ello
lleva a mostrar que la institución donde se da la procreación de la especie es
justamente eso: una institución, algo instituido, establecido, codificado. No
responde a un instinto primario. Por tanto, como código que es, cambia, varía
con el paso del tiempo, puede hacer crisis. Lo demuestra la proliferación de
formas matrimoniales: pareja monogámica, harem, matrimonio homosexual, hijos
extramatrimoniales, familia monoparental (madre o padre soltero), patriarcado,
matriarcado, etc. La reproducción como hecho biológico es una cosa; el mundo
simbólico que la entreteje es algo muy distinto.
¿Por qué,
por ejemplo, hay prohibición del incesto? Entre los animales no sucede eso. Esto
significa que todo lo humano está atravesado, transido, determinado por hechos
simbólicos. El puro instinto no alcanza para entender –ni para actuar– sobre
nuestra compleja y errática realidad.
Los patrones
patriarcales autoritarios siguen siendo la matriz que marca las relaciones entre
los géneros en distintas partes del mundo, y por cierto, de modo muy acentuado
en Guatemala. Las conductas sexuales están regidas en muy amplia medida por
esos esquemas. El machismo, con toda su cohorte de violencia y ejercicio de
poder asimétrico a favor del género masculino, es una cruda realidad que signa
nuestra cotidianeidad. El embarazo no deseado del que finalmente tiene que
hacerse cargo la mujer en condiciones de soledad y, en muchos casos, precariedad,
la violación, el incesto como algo frecuente, la maternidad en soltería, los
riesgos mortales que se siguen de prácticas abortivas en situación de
clandestinidad, los mitos y prejuicios descalificadores que acompañan todo
esto, están hondamente enraizados en nuestra sociedad.
¿Por qué ser
“puto”, en ambientes masculinos –e incluso hasta femeninos– puede ser
encomiable, y ser “puta” es sinónimo de desprecio? Acaba de ser promulgada la
ley que fija el matrimonio en los 18 años como mínimo; sin dudas un avance en
términos sociales. Pero eso mismo muestra que hay aún un largo camino por
recorrer en el marco de todos estos prejuicios y tabúes ancestrales.
Cualquier cosa que le sucede a un ser humano contra su voluntad tiene un
valor traumático. Las consecuencias de ese hecho dependen de varios factores:
de la intensidad del trauma, de las condiciones subjetivas de quien lo vive, de
las circunstancias en que el mismo tiene lugar. Lo cierto es que nunca pasa sin
dejar marcas.
Históricamente, varones y mujeres, ni bien estaban en condiciones de
procrear, lo hacían. Desde hace unos pocos siglos la complejización de la vida
hace que para ser un adulto normal integrado a la esfera productiva se necesita
cada vez más preparación (en ciertos círculos, muy limitados aún, ya se exigen
post-grados universitarios); de ahí que en la pubertad, cuando ya se está en
edad reproductiva, aún no se ingresó al mercado laboral. Para ello faltan aún
varios años; de ahí que hoy, en nuestro mundo marcado por la revolución
científico-tecnológica, la reproducción se va demorando cada vez más. En ese
sentido, hoy por hoy tener hijos en la adolescencia es un desatino. La sociedad
ha creado esto, y como somos esclavos de nuestro tiempo, es imposible alejarse
de esos determinantes.
Un embarazo sufrido en la adolescencia sin haber sido deseado, sin planificarlo,
y más aún en situación de agresión en tanto producto de una violación, lo que
menos puede tener es placer, satisfacción. Es, en todo caso, un problema. La
Organización Mundial de la Salud –OMS– indica que el embarazo en la juventud es
“aquella gestación que ocurre durante los
dos primeros años de edad ginecológica (edad ginecológica = edad de la
menarquía) y/o cuando la adolescente mantiene la total dependencia social y
económica de la familia parental” (Romero,S/F).
Embarazo como problema
Estamos, por tanto, ante un problema con una triple dimensión. Problema,
por un lado, a) para la mujer joven que lo experimenta, por los riesgos a que
puede verse sometida, tanto físicos como psicológicos. Por otro lado, b) para
el hijo que podrá nacer de esa relación sexual (ser humano no deseado que llega
al mundo en un contexto en modo alguno amistoso, siendo producto de un hecho
agresivo). Por último, c) un problema para el todo social, en tanto reafirma la
cultura machista y patriarcal que coloca a las mujeres en situación de objeto,
repitiendo así patrones sociales de menosprecio y exclusión del género femenino
a manos de un poder masculino hegemónico, refrendado desde la institucionalidad
del Estado e incluso desde la autoridad moral de las iglesias.
El nacimiento de un niño no deseado en una joven madre, de por sí tiene
una serie de problemas conexos. Pero si esa gestación es producto de una
relación abusiva o violatoria, estamos ante una verdadera catástrofe social.
Dicho sea de paso: las catástrofes nunca son naturales. Son sociales, en el más
amplio sentido de la palabra, pues los eventos de la naturaleza afectan según
el desarrollo social de quien los experimenta. ¿Por qué un embarazo, que
debiera ser algo tan bello y sublime, puede transformarse en una tragedia? No
hay fuerza instintiva que lo explique.
En Guatemala, lamentablemente, por una sumatoria de causas, muchas
mujeres jóvenes de todos los estratos sociales (insistamos particularmente en
esto: de todos los estratos sociales) quedan embarazadas como producto de una
violación. Para complejizar y amplificar más aún el trauma en juego, esas
violaciones se dan en un alto grado de casos (alrededor de un 80%) en el seno
familiar, siendo un varón cercano –familiar o amigo de la familia– quien la
lleva a cabo.
Ello constituye un círculo vicioso, porque esos embarazos tienen un peso
psicosocial y cultural no fácil de sobrellevar: se viven con culpa, como
problema, siendo que los padres biológicos en la gran mayoría de los casos constituyen
parte del entorno directo de la futura joven madre, lo cual se le aparece como
un serio obstáculo a la hora de denunciar o actual legalmente, por los
sentimientos culpógenos que vienen asociados.
¿Por qué ocurren estos embarazos forzados? Ello se debe a una sumatoria
de factores donde lo primero que destaca, sin duda, es la cultura patriarcal
dominante, que permite esa práctica, a lo que se suma la carencia o debilidad de
legislación en el asunto, más una notoria falta de información, mitos y prejuicios,
y el machismo como patrón “normalizado”. Recordemos: ser “puto” (mujeriego) no
es mal visto. Hacer hijos a diestra y siniestra se ve como símbolo de hombría,
de virilidad. A lo que habría que sumar también, un factor subjetivo personal,
psicopatológico incluso (¿todo varón machista viola, o eso sólo lo realizan
ciertos sujetos más “enfermos”?)
Que en un país muchas de sus niñas y jóvenes salgan embarazadas como
producto de prácticas de violencia de género y por una tradicional cultura que
lo tolera, no deja de ser un grave problema de salud pública, un problema
socio-epidemiológico. Es imperioso que las autoridades del caso, que el Estado
en tanto rector de la política en salud, comiencen a remediar esto. Obviamente
modificar ese estado de cosas no es fácil; pero hay que dar algunos primeros
pasos firmes para lograrlo. Pocos y pequeños si se quiere, pero imprescindibles
mirando el futuro.
Documentar los efectos nocivos de todo este proceso de los embarazos no
deseados en niñas y jóvenes tendría que ser una más de tantas prioridades para
las autoridades en salud, lo cual debería poder aportar datos suficientes para
generar cambios en las políticas públicas y las legislaciones, tendientes a ir
revirtiendo la situación actual. Por lo pronto resalta como imprescindible no
ocultar el problema e iniciar fuertes campañas de educación sexual y una nueva
visión de la salud reproductiva. Definitivamente, en este campo hay mucho por
hacer, partiendo por empezar a despejar prejuicios.
Durante la guerra en Bosnia el Papa Juan Pablo II mandó una carta
abierta a las mujeres que habían quedado embarazadas después de ser violadas
pidiéndoles explícitamente que no se practicaran un aborto y que cambiaran la
violación en “un acto de amor” haciendo a ese niño “carne de su carne”. Seguramente
no es eso lo que se necesita para abordar el problema en términos de ciencia
epidemiológica, en términos de política pública de salud.
Hacia una visión alternativa
del asunto
Guatemala, por desgracia, presenta datos preocupantes en este campo.
Según informes del Ministerio de Salud y Asistencia Social, supera los 50,000
embarazos no deseados en niñas y adolescentes cada año; de todos ellos,
atendiendo a los perfiles culturales dominantes, puede estimarse que un buen
porcentaje se debe a prácticas violatorias. El ser un tema tabú impide contar
con datos fidedignos en la materia. De ahí la importancia de realizar un
pormenorizado estudio de la situación, para tener elementos valederos con los
que tomar medidas correctivas.
Todo esto va de la mano de temas necesariamente ligados, pero siempre
silenciados, como el incesto y el aborto, problemáticas que se sabe que tienen
lugar, pero de las que prácticamente no hay datos, mucho menos políticas
públicas eficientes y racionales que los aborden, más allá de inspiraciones
moralistas que guían los mitos en torno a este complejo y prejuiciado ámbito.
Los daños que ocasiona un embarazo no deseado producto de una violación
en niñas y jóvenes son numerosos y muy profundos. Amén de los daños físicos, la
salud psicológica de las niñas/jóvenes madres se afecta grandemente. De hecho,
además de la violación propiamente dicha, el embarazo también funciona en ese
sentido como un trauma, y cualquier trauma es, siempre y en cualquier contexto,
un elemento negativo, perturbador, que en la gran mayoría de los casos deja
secuelas, muchas veces crónicas.
Afecta la propia imagen, puede producir una gama variada de sintomatología
psicológica derivada: ansiedad, trastornos psicosomáticos, sentimientos de culpa,
eventualmente puede disparar reacciones psicóticas, y en casos extremos puede
llevar al suicidio. Sin contar, por supuesto, con todas las enfermedades y
trastornos de orden biomédico que el mismo pueda traer aparejado, entre los que
no se puede evitar mencionar las enfermedades de transmisión sexual, en cuenta
el VIH, la más grave.
“Niñas
criando a otros niños” podría resumirse la figura a que da lugar este tipo de
embarazos. La magia maravillosa de la maternidad, de la reproducción de la
vida, el milagro perenne y siempre asombroso de la continuación de la especie
que se juega en cada alumbramiento, todo eso aquí no cuenta. En todo caso,
estamos ante un serio problema que afecta la salud mental de la joven madre, y
por consecuencia, trae efectos sobre el nuevo ser, e indirectamente, sobre la
sociedad toda. En tal sentido: es un problema social.
En tanto no
se lo vea como serio problema de salud de toda la comunidad, se podrá seguir
repitiendo, y con ello alimentando, la cultura machista y autoritaria. De ahí
que actuar sobre todo ello tiene un valor socio-político enorme: es un granito
de arena que se puede aportar para la construcción de una sociedad más
equilibrada y justa. Pero para ello se necesita conocimiento científico de
valía, lo cual se consigue solamente investigando a profundidad. Y es lo que,
por diversos motivos, no se hace.
La Academia
rehúye en cierta forma al tema, y los prejuicios nos siguen envolviendo. Con
motivo de la iniciativa de la posible legalización de la marihuana a inicios de
la administración de Otto Pérez Molina, la Revista ContraPoder realizó una
encuesta con 141 de los 158 diputados al Congreso de la República (nunca hay
quórum completo) preguntando por ese aspecto en particular, agregando dos interrogantes
más: el punto de vista de cada legislador sobre la legalización del matrimonio
homosexual y sobre la legalización del aborto no-terapéutico. La respuesta a
esta última pregunta fue negativa en casi un cien por ciento. Pero según estudios
consistentes (Barillas:2013), Guatemala presenta uno de los índices de abortos
ilegales más altos en Latinoamérica. Evidentemente hay mucho que trabajar en
esta materia, partiendo por tener datos confiables, apuntando a destruir
prejuicios y dobles discursos.
En los
países en vías de desarrollo como el nuestro en que niñez y adolescencia tienen
impresa la huella de la desnutrición expresada por tallas corporales que no
alcanzan los estándares establecidos internacionalmente y, aunado a ello, viven
hacinadas en paisajes de asentamientos carentes de los servicios sanitarios
básicos, su salud biológica y social están comprometidas para su ideario de
proyectos de vida a largo plazo, y por tanto su expectativa (anhelos,
proyectos) de vida está reducida. La salud social de esta niñez y adolescencia
no solo está comprometida en forma personal por la ubicación geopolítica de su
localidad; se ve agravada también por la situación económica de las personas de
las que depende, a la vez que complican la salud integral de estos hijos al
enmarcarlos en una religiosidad y política que les exigirá valores que no
podrán cumplir. El incesto en ciertos sectores marginalizados, por ejemplo, es
una práctica mucho más común de lo que el discurso oficial admite (Zepeda
e.a.:2005). De todos modos, de eso no se habla.
Una
niña-púber que apenas alcanzó el lindero de lo que más tarde sería una mujer
adulta, se ve violada y forzada a desarrollar un embarazo por el marco
religioso, político y socio-familiar impuesto. Hay en todo esto una
normalización cultural que no ve un especial problema en el asunto. El 34.32%
de denuncias de guatemaltecos abusados sexualmente en el primer semestre del
año 2014 está dado por menores de 13 años, y los victimarios en su mayoría son
familiares, según declaraciones de la Procuradora Adjunta de Derechos Humanos al
medio de prensa La República, Hilda Morales (PDH:2014). En el primer semestre
de ese año se presentaron 4,205 denuncias de violaciones sexuales, de las
cuales 1,216 corresponden a niñas y 227 a niños menores de 13 años. Por otro
lado, siempre según los datos de la Procuradora
Adjunta,
33.7% de víctimas está en el rango de 14 y 18 años, lo que revela que el 68.02%
de personas abusadas son menores de edad (partiendo de la base que no se
denuncian todos los casos).
Por
su parte, el Observatorio de Salud Reproductiva (OSAR:2014) indica que de enero
a noviembre de 2014 se reportó un total de 71,000 embarazos en niñas y jóvenes
entre 10 y 19 años; de este porcentaje 5,119 corresponde a menores de 14 años.
Uno de los problemas visibles, según los datos, es la cantidad de menores de
edad que anualmente se convierten en madres. Las cifras detallaron que ese año
43 niñas de 10 años resultaron embarazadas, así como otras 72 de 11 años; 213,
de 12 años de edad; 1,104 de 13 y 3,687 de 14 años.
El bienestar
en tanto conjunto amalgamado de salud biológica, psicológica y social, no
existe en esta población en crecimiento a la etapa adulta. En la salud
psicológica de este grupo será fácil encontrar cuadros de depresión, ansiedad,
trastornos post traumáticos y tendencias suicidas entre otras lesiones, por el
desequilibrio entre lo que se quiere ser y lo que se tiene.
Es deber del
Estado la protección de la vida humana, cuidar y restaurar la salud biológica,
mejorar todas las condiciones de vida, llevar ante los tribunales de justicia
penal a los violadores sexuales con agravante de la pena cuando son familiares.
Por todo ello consideramos esencial modificar líneas políticas al respecto;
pero para eso se necesitan estudios serios y circunstanciados en torno a la
salud mental y las consecuencias en la salud biológica y social de esta
población joven que es abusada.
Cuáles son
las consecuencias de la pérdida de la salud mental tras la violación sexual,
cuáles son los cambios de los escenarios en los propósitos de vidas violentadas
sexualmente, cómo se vive un embarazo en esas condiciones, qué le espera al
niño fruto de esa relación traumática, cómo la salud mental en tanto
construcción social de toda una comunidad se ve afectada por esa demostración
de impunidad patriarcal: todo eso es una agenda pendiente que debe empezar a
ser cuestionada. Desde la Academia llamamos a los tomadores de decisiones del
área de salud a dar los pasos necesarios para comenzar a plantearnos seriamente
esta problemática nacional. Debemos dejar atrás mitos y prejuicios y empezar a
ver el problema con nuevos ojos.
____________
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* Material
aparecido en la Revista Análisis de la
Realidad Nacional, del IPNUSAC, (Universidad de San Carlos de Guatemala),
año 4, edición digital No. 86, diciembre de 2015, redactado a partir de la
ponencia en el Primer Congreso Jurídico de Derechos Humanos de las
Mujeres, Guatemala, noviembre de 2015.
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