Marcelo Colussi
En
Guatemala históricamente la gran masa de la población vive mal, muy mal. El 53%
está por debajo de la línea de pobreza. A eso se le suma una cantidad de
problemas igualmente complejos que hacen de la vida cotidiana casi un suplicio:
racismo, machismo, corrupción, violencia desbocada, impunidad.
Terminó
una guerra interna de 36 años y nada ha cambiado. Los problemas mencionados
siguen intactos. El retorno de esta precaria democracia hace ya casi 30 años,
después de haber despertado algunas esperanzas, se muestra hoy día como otro
fiasco más. Se suceden las elecciones cada cuatro años, y todo sigue igual. ¡O
peor!
Las
esperanzas que se podían tener algunos años atrás, terminada la larga guerra
con la Firma de los Acuerdos de Paz en 1996, ya se han disipado. Hoy la
situación general del país es una olla de presión lista para estallar en
cualquier momento. Sucede, sin embargo, que no hay dirección para tanto
malestar. Las fuerzas de la izquierda están diezmadas, fragmentadas, y la
protesta popular es básicamente reactiva (las movilizaciones contra las
industrias mineras y energéticas en lo fundamental). De todos modos, si bien no
hay organización política que pueda direccionar tanto malestar, a la clase
dirigente le preocupa ese mar de fondo, por cierto muy turbulento.
Históricamente
los “dueños” del país han sido unas cuantas grandes familias oligárquicas –en
algunos casos herederas de blasones de la época colonial– y la omnipotente
“embajada”, tomadora de las decisiones finales en muchos casos. A ello se les
ha acercado en estos últimos años una nueva burguesía advenediza surgida del
Estado contrainsurgente de la guerra interna, y que sigue enquistada en
estructuras estatales, como la recientemente descubierta en la SAT. Manejando
negocios no muy santos (narcoeconomía, crimen organizado, contrabando) estos
sectores emergentes ya tienen un peso económico nada desdeñable. Se calcula que
no menos de un 10% del PBI está dado por esta economía “caliente”.
El
hecho de detentar ese no pequeño poderío económico y manejar los hilos del aparato
de Estado, pone a este sector de “nuevos ricos” en una situación de competencia
con la oligarquía tradicional. Sin dudas, como clase social, todos comparten la
misma intención: lucrar. Mucho del dinero “mal habido” se lava en los circuitos
“honorables” de la economía oficial. Y ahí tenemos una increíble profusión de
centros comerciales y edificios de lujo que reciclan esos capitales mafiosos.
En definitiva: ¿hay algún capital que no lo sea? Trabajando honradamente
¿alguien consiguió hacerse millonario alguna vez?
Lo
cierto es que, aunque pueda haber beneficios mutuos, también hay choques. Eso
es lo que está sucediendo ahora. Esta nueva clase de enriquecidos a la sombra
del Estado contrainsurgente –lo de la SAT es el modelo por excelencia– muestra
que la corrupción es endémica al sistema. No sólo los ahora detenidos son
corruptos: también las “honorables” empresas que estafan al fisco. Una vez más:
trabajando honradamente ¿alguien consiguió hacerse millonario alguna vez?
Pero
hoy día la corrupción tocó niveles que podrían hacer estallar esa olla a
presión. Invitar a comer “mojarras del lago «reciclado»” (entre otros tantos
excesos, similares a ostentosas mansiones o caballos de carrera) es una
irritante provocación altanera que invita a desencadenar el temido estallido.
De ahí que los históricos factores de poder (CACIF y embajada), nada tontos,
entrevieron el peligro en ciernes. La respuesta inmediata: lucha frontal contra
la corrupción y obligada permanencia de la CICIG.
Sin
dudas que la lucha contra esa abominable lacra que es la corrupción es una
buena noticia. Pero ¡cuidado!: la situación estructural del país no va a
cambiar sólo encarcelando a algún “corrupto” (como esos mismos factores de
poder ya hicieron, por ejemplo, con Alfonso Portillo).
Bienvenida
la concentración anti-corrupción del pasado 25/4, pero eso debería ser sólo el
inicio de un proceso de transformación. ¿Por qué la mansión de Baldetti es
“corrupta” y la de los herederos de los encomenderos no?
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