jueves, 30 de diciembre de 2010

QUIERO UN PAÍS NORMAL

QUIERO UN PAÍS NORMAL (Hubert Lanssiers[1])



¿Qué clase de país queremos? Esta pregunta invita a formular una utopía y las utopías no me gustan. He tenido que soportar algunas en el curso de mi existencia. Todas, sistemáticamente, empezaron por construir campos de concentración para aquellos que no eran “normalizables” y los campos desembocaban en las fosas comunes.



Si bien la utopía podría, sencillamente, tener como función el movilizar la imaginación para modificar su orden rutinario que lleva a la catalepsia, en la práctica tiende a convertirse en herramienta utilizada por los poderosos para legitimar su dominación. Y así, el dinamismo original confiscado por los “profetas” lleva a un totalitarismo instaurado con “buena intención” y, por tanto, invulnerable a toda crítica considerada malévola por definición.



La ciudad utópica es una ciudad en la cual todo está previsto y ordenado. El espacio privado queda anulado al diluirse en la esfera pública y al ingenuo que se atreve a escuchar una música diferente de la oficial, la inquisición le perfora los tímpanos para enseñarle la sinfonía “correcta”.



La experiencia de Pol Pot en Camboya participa, a la vez, del género ideológico y del proyecto utópico. El introducir la guerra civil en la nación para liquidar los antagonismos internos; el reemplazar a los hombres del momento por los representantes de una nueva clase, supuestamente incontaminada por el pecado original; el usar la violencia para hacer triunfar la revolución, son las tácticas clásicas del marxismo-leninismo. Pero durante el reinado de Pol Pot el radicalismo revolucionario llegó más lejos.



La eliminación física de las elites anteriores, la ambición de regenerar las ciudades por el destierro de sus habitantes al campo, la voluntad de suprimir toda vida privada personal y de implantar la uniformidad más absoluta indican −sin lugar a dudas− un proyecto utópico.



El sistema totalitario es un Moloc[2] que devora a sus propios hijos y nada puede escapar de su apetito. Una doctrina que enseña el sentido de los acontecimientos y los justifica, una praxis que anuncia un porvenir radiante, un pueblo reducido a una masa amorfa chupada su sustancia por un Estado que se proclama −en el mejor de los casos− protector y providencial. Todos estos procedimientos santificados son atajos que llevan, inevitablemente, al triunfo de una política totalitaria.



Existen, por cierto, utopías que parecen más amables; una cierta izquierda las secreta como el páncreas la insulina, pero −a fuerza de hurgar en el pasado y de explorar en el porvenir− los soñadores abandonan la construcción del presente a los rufianes y a los fríos tecnócratas.



Creo, eso sí, en la necesidad y en el poder de grandes anhelos colectivos más o menos articulados que no confundiré con la utopía; esta palabra se parece a un disquete infectado por todos los virus de la historia.



Lo que, definitivamente, NO QUIERO es un país que entregue ciegamente su voluntad, su suerte y su alma a la gerencia de un hombre providencial, quien quiera que sea.



En 1978, Julio Valencia terminaba de construir su casa y su familia seguía viviendo normalmente con su sueldo de profesor de matemáticas. Eso parece un cuento de hadas.



Actualmente, los docentes han perdido el sesenta y nueve por ciento de su poder adquisitivo respecto a lo que cobraban a mediados de 1990. Y Dios sabe que no era mucho. Lo que digo de los profesores se puede aplicar a la mayoría de los servidores públicos y a los demás.



Quiero un país donde obreros y empleados puedan vivir una vida equilibrada con el salario que perciban, donde puedan ahorrar y construir para sus hijos un porvenir que colme sus aspiraciones razonables; un país donde las estructuras −eficientes y compasivas− reconozcan al individuo, lo protejan y lo promuevan; un país donde cada ciudadano se dé cuenta de que la solidaridad expresada concretamente en el quehacer de la vida cotidiana facilita la vida de los otros y la suya propia; donde el burócrata, el gafistero,[3] el albañil, el policía y el juez comprendan que su honradez y su conciencia profesional son la garantía de una sociedad civilizada.



Quisiera un país donde pueda vivir sin temor a ser engañado; donde no me crezcan, por mutación genética, antenas para detectar los peligros que me rodean; un país donde la ley y aquellos que la aplican estén al servicio de los débiles; donde no necesite “padrinos” para obtener justicia ni plata para comprarla.



Y de débiles tenemos una colección, señor presidente, señor ministro de Economía y señores del Congreso Constituyente Democrático.



Como no es indispensable ser Émile Zola para escribir Yo acuso,[4] me otorgaré el privilegio de hacerlo.



¿Quién no ha visto, con un sentimiento de malestar o rabia, la pornografía invadir nuestras calles y nuestras pantallas? No estoy hablando, tranquilícense, de Madonna o de madonitas sino de aquellos que Xavier Barrón −no hace tanto− llamaba “los viejitos” con una sonrisa medio condescendiente.



¿Se han fijado en las colas que avanzan al paso incierto de la artritis hacia los consultorios del IPSS[5] o las ventanillas de los bancos que son de ellos, ya que se llaman “de la Nación”? Esos rostros curtidos que llevan la marca feroz de décadas de trabajo, esas manos sarmentosas que tiemblan al firmar el recibo de la limosna que les enfucha una cajera impaciente, esos ojos acuosos que buscan un microbús menos agresivo que los otros, esas camisas amarillentas, esos sacos y vestidos de otras épocas empapados por una siniestra garúa.[6] ¿Los han visto?



Las colas están resguardadas por la Policía, armas en ristre a veces, ¿para proteger a estos abuelos de la codicia de los ladrones? ¡Qué va! Los nuestros tienen nociones de economía política y saben si vale la pena arriesgar el pellejo. Y cuando una sórdida cólera bombea adrenalina en las venas obstruidas, cuando las voces roncas buscan −desesperadamente− la ayuda de sus energías perdidas para gritar su pena en las calles, se les dispara granadas lacrimógenas como si necesitaran de ese aliciente para llorar.



¿Es así como la Nación compensa a sus seguidores?



En mis sueños veo bajar estas sombrías cohortes de fantasmas que construyeron el país que nosotros dejamos caer de la mano de Dios. Baja muda, terrible, esta guardia de hierro que tendió las rieles del ferrocarril más alto del planeta, que entornilló carreteras en la roca de la puna[7] o en el lodo de la selva, los caballeros con casco que edificaron las represas de Bonner[8] y sacaron a la superficie de la tierra el cobre y la plata; veo bajar a los héroes sin rostro que nunca fueron honrados por el toque del “silencio” de una corneta solidaria.



Me acuerdo de los desolados versos de René Char: “Como un anciano cansado, los ojos clavados en la acera, que sorbe su cerveza tibia en medio de la muchedumbre”. Optimista, René Char, los nuestros ni siquiera se pueden otorgar ese pobre lujo.



El país que yo quiero es un país donde los ancianos puedan tomar una cerveza en compañía de sus amigos, donde ser viejo no sea delito punible por un vago desprecio, donde la frase de González Prada −”los jóvenes a la obra, los viejos a la tumba”− no sea celebrada periódicamente por una tanda de imbéciles.



Quiero un país donde un jubilado no dependa del buen humor de su yerno para conseguir un cigarrillo, donde las instituciones públicas y privadas le manifiesten respeto. Y donde no sea necesario recurrir al diccionario para aprender el significado de la palabra “dignidad”.



Quiero que la ancianidad no inicie a los cinco años en la mirada apagada de los chicos; se necesitó una preparación milenaria para que florezca, en un mundo oscuro, la sonrisa frágil de un niño.


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Quiero que sean capaces de asombrarse y de revolcarse en las maravillas del universo, en las flores y las estrellas; quiero que sean poetas. Quiero que no se asesine en ellos al pequeño Einstein que cuenta con sus dedos o a Mozart que mueve la cabeza al compás de una música misteriosa. Quiero que no sean educados por pelmazos que los conviertan en pillos, no quiero que los brujos de la publicidad los transformen en gremlins voraces que se atiborran de trivialidades, quiero que puedan soñar con otra cosa que un plato de quaker, quiero también que sepan dónde queda Somalia y que esta palabra los haga llorar.



Quiero un país donde la justicia sea personalizada y se transmute en equidad, donde el verdugo no sea considerado como el garante de la civilización, donde la esperanza nos venga −de vez en cuando− con algo de mermelada. Quiero, en resumidas cuentas, un país normal.



Deseo también que mi país sea el hijo hermoso de mi esfuerzo, de mi inteligencia y de mi amor. Creo que Dios es peruano[9] y que me habla; creo que, en ciertas ocasiones, abre su tienda en algún barrio y cuando me acerco bien fresco a pedir la paz y la armonía, Él me contesta sonriente: “Te equivocaste, hijo, aquí no vendemos frutas; sólo distribuimos semilla”.

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