martes, 31 de marzo de 2015

Las utopías no han muerto. ¿Quién dijo eso?



Marcelo Colussi

"La imaginación al poder"

Mayo Francés, 1968

I

La vida cotidiana, en todo tiempo y lugar, no es fácil. Al contrario: sobran los problemas. Ante esa dureza de la realidad los seres humanos necesitamos de antídotos que la tornen más llevadera. He ahí el principio de las religiones. (“La religión es el opio de los pueblos”, afirmó Marx).
           
Las relaciones sociales, siempre en esta lógica de lo problemático de todo vínculo interhumano, no son fáciles. La historia de las sociedades humanas nos muestra un eterno malestar, al menos hasta ahora, basado en injusticias estructurales, en diferencias de clases antagónicas donde una subyuga a otra, donde siempre hay -incluso en la relaciones dentro de esas clases- jerarquías de dominación. Aquí la posibilidad de buscar paliativos se torna más difícil: aunque también lo intenten, ya no bastan las religiones. Estas diferencias se dirimen en el campo de lo político; son, de definitiva, diferencias de poder, luchas de poder.
           
Por milenios, las transformaciones políticas se fueron dando en el transcurso de las relaciones sociales sin teoría académica que las pusiera en marcha, que las avalase o justificase; simplemente se dieron. Desde hace un par de siglos, sin embargo, con el desarrollo del pensamiento político occidental, estos cambios se pretenden matematizables, previsibles; y más aún: se los puede dirigir en un sentido dado. Aparece en Europa el pensamiento político moderno, y en esa dinámica nace el materialismo histórico, -popularizado luego como marxismo-, desde el inicio con la pretensión de saber científico, por tanto, de guía para la acción.
           
Fundándose en una teoría científica de la sociedad, de su estructura y de su historia (pero faltando, sin dudas, una teoría del sujeto con similar rigurosidad en su formulación) el pensamiento socialista apareció como propuesta de comprensión de la realidad humana, y mucho más aún, como propuesta de transformación de la misma.
           
Formulada con valor de teoría, sin ningún lugar a dudas tuvo características de utopía. Es decir: funcionó como la presentificación de una aspiración, de un deseo puesto como meta alcanzable. Hoy -más aún luego de la caída del muro de Berlín- la palabra "utopía" está cargada de connotaciones negativas; es, en todo caso, sinónimo de quimera, fantasía, mera ilusión. En el socialismo clásico, por el contrario, era el horizonte de llegada de un proceso racional, estaba plena de positividad.

"Sociedad sin clases", "reino de la igualdad", "solidaridad sin fronteras": sin dudas han sido y siguen siendo utopías. Pero utopías no en el sentido de sueños vanos, evanescentes fantasías sin asidero. Utopías como aspiración de un mundo más justo, más equitativo. Utopías -ahí está su fuerza justamente- como proceso de búsqueda.



          
Hoy, caídas las primeras experiencias que transitaron la senda socialista, y con una sumatoria de hechos criticables en aquellas otras que sobreviven como modelo no capitalista, es pertinente plantearse en qué medida esas aspiraciones son utopías en sentido negativo o positivo.
           
Por lo pronto parece demostrarse que, en tanto especie humana, necesitamos siempre esta dimensión de búsqueda de un ideal, de un paraíso que funciona como horizonte que nos llama. La diferencia que se da con el socialismo científico, con el marxismo, es que esta construcción pretende tener los pies sobre la tierra. Es la búsqueda de un ideal, quizá de un paraíso, sobre la base de una formulación matemática y asentada en una realidad material.

"Utopía, te odio y te quiero. Te odio porque sólo has existido en la cabeza de los hombres, no en sus manos. Te quiero porque permaneces en la esperanza de una segunda oportunidad", nos dice Marcos Winocur. En este sentido el socialismo es una utopía éticamente válida; si sus primeros pasos no dieron todos los resultados que se esperaba, tampoco puede desvirtuárselos. De lo que se trata es de revisar por qué no funcionó como se esperaba, por lo que es necesario entonces una relectura de sus principios y de sus posibilidades. Dicho en otros términos: ¿son posibles las utopías? ¿Qué valor tienen las mismas? Podría decirse que son como las estrellas: inalcanzables, pero marcan el camino.

II

El socialismo es, en esencia, la aspiración a un mundo más justo. En sus albores hacia el siglo XIX -y durante las primeras experiencias de su construcción ya en el XX- esa justicia se interpretó en términos de equidad económica. Hoy día, a partir de la enseñanza histórica, podríamos ampliar la mira: la justicia tiene que ver además con la democratización de los poderes, con su horizontalización. Problemas como las injusticias de género o la discriminación étnica no fueron especialmente consideradas en el pensamiento clásico, carencia que en la actualidad debe revisarse.

"Es necesario recordar que una economía planificada no es todavía socialismo. Una economía planificada puede estar acompañada de la completa esclavitud del individuo. La realización del socialismo requiere solucionar algunos problemas sociopolíticos extremadamente difíciles: ¿cómo es posible, con una centralización de gran envergadura del poder político y económico, evitar que la burocracia llegue a ser todopoderosa y arrogante? ¿Cómo pueden estar protegidos los derechos del individuo y cómo asegurar un contrapeso democrático al poder de la burocracia?", se preguntaba Einstein, que además de físico genial era un agudo pensador social -faceta que le es bastante desconocida por cierto-.

Si algo podemos decir que debe criticarse severamente de las experiencias socialistas conocidas hasta la fecha es justamente su falta de democratización del poder. Que su concentración suceda en las sociedades no-socialistas no debe sorprender; en ellas más allá de la declamada democracia formal -que encierra básicamente una perversa hipocresía- el poder absoluto queda en manos de las grandes empresas (hoy transformadas en monstruos multinacionales con presupuestos mayores al de muchos países pobres, y con un poder político descomunal, a veces más grande que el de los aparatos estatales). La cuestión se plantea en el manejo del poder que ha tenido el socialismo. Algo ahí no funcionó; ¿era una tonta utopía suponer que se iba a poder horizontalizar el poder?

Poder popular: ese es el gran desafío. ¿Cómo?

El hecho que posibilitó pensar en una alternativa real para la construcción del socialismo fue la Comuna de París, intensa experiencia de poder popular espontáneo de sólo un breve tiempo de duración ocurrida en el ya lejano 1871. Fue a partir de esta circunstancia inaugural que los fundadores teóricos del socialismo científico, Marx y Engels, conciben la "dictadura del proletariado" como mecanismo para la subversión del poder de la clase actualmente dominante e inicio de la edificación de una sociedad sin clases.

El espíritu de la Comuna es lo que ha guiado y sigue guiando este tipo de iniciativas autogestionarias. Hoy, caídos los modelos de partido único con que se dieron los primeros pasos del socialismo, es necesario reflexionar sobre aquella experiencia histórica. La cual, a su vez, se emparienta con otra gesta no menos importante que también tuvo lugar en París casi un siglo después: el mayo francés de 1968. Y, por supuesto, con numerosas experiencias de autogestión popular que han tenido y están teniendo lugar a lo largo y ancho del planeta, de las que se puede aprender mucho: fábricas recuperadas, cooperativas diversas, colectivos horizontalizados, movimiento okupa y un largo etcétera.

Definitivamente el sistema pluripartidista que nos trajo la democracia parlamentaria moderna, si bien constituye un avance con relación al absolutismo monárquico y las estructuras feudales, lejos está de ser una auténtica representación de todos los sectores sociales. En forma disfrazada, no deja de ser una dictadura de la clase capitalista. Para la gran mayoría de la población mundial ya no es tanto el látigo el que intimida sino el fantasma de la desocupación (un látigo más sutil, por cierto. La esclavitud ahora es asalariada).

Ahora bien: ¿puede la utopía socialista ir más allá de este corrupto sistema de partidos políticos y generar un auténtico poder popular?

III

Según concibió la teoría marxista clásica debe ser un partido revolucionario en manos de las fuerzas sociales más progresistas quien lidera el proceso transformador. Y ahí se abre un debate hasta ahora nunca saldado. ¿Partido obrero? ¿Movimiento campesino? ¿Vanguardia armada? ¿Frente popular multiclasista? No faltó quien -y no es chiste- llamara a estrechar vínculos con los extraterrestres, en el entendido que si estos visitantes tenían un tal grado de desarrollo técnico que les permitía llegar hasta nuestro planeta, sin dudas también lo tendrían en la dinámica social, por lo que ya habrían alcanzado la organización superadora de las clases, y en consecuencia de ellos podíamos nutrirnos entonces.

Como vemos los pasos que deben llevar a la construcción de un orden nuevo son diversos, debatibles, incluso cuestionables. La "teoría" de la alianza con los alienígenas, sin dudas; pero ¿y el partido revolucionario único?

"La libertad sólo para los partidarios del gobierno, sólo para los miembros de un partido, por numerosos que ellos sean, no es libertad. La libertad es siempre libertad para el que piensa diferente", decía hace ya casi un siglo Rosa Luxemburgo. Sin dudas la "dictadura del proletariado" tuvo más de dictadura que de otra cosa. Dicho esto, sabido y sufrido todo esto (yo no me atrevo a decir que "hasta aquí he llegado" con respecto a alguna revolución, pero me quedan profundas dudas respecto a cómo se estructura el poder en todas ellas: ¿por qué nunca hay mujeres comandantes?, ¿por qué los comandantes comandan tan longevamente, siempre hasta que se mueren?) debemos abrir la autocrítica.

Sin dudas no es una quimera, una utopía en sentido despectivo, la intención de cambiar las relaciones entre los seres humanos. Es, si se quiere, un imperativo ético: la sociedad de clases es un atentado contra la especie humana, y el capitalismo desarrollado lo es también contra el planeta. Por tanto no es un sueño infantil el aspirar a su modificación. De hecho, además, de forma lenta pero sin pausa, la humanidad va cambiando, va buscando mayores cuotas de justicia, de participación popular (las monarquías no están en ascenso y la esclavitud física, aunque no desapareció totalmente, tampoco está en crecimiento). Lo que se visualiza como utopía -en el sentido que prefiramos- es el camino a seguirse para conseguir el fin. Dicho en otros términos: ¿cuál es el instrumento que posibilita cambiar la sociedad a favor de las mayorías explotadas?

La Comuna de París y el mayo francés se proponen como referentes: el "pobrerío" al poder, la imaginación al poder. Podemos estar de acuerdo con que otro mundo es posible; la cuestión es cómo construirlo. Es decir: ¿cómo se afianzan y tornan sustentables las experiencias autogestionarias? Más allá de la reacción, la protesta, la lucha contestataria (momentos imprescindibles en esta construcción), a la luz de lo que fueron esos intentos de edificación de algo nuevo, las preguntas siguen abiertas.

¿Habrá que convencerse que el poder popular, el poder horizontalizado, es una pura quimera, una utopía en sentido negativo? La figura del Amo y del Esclavo que Hegel inmortalizara en el capítulo IV de su Fenomenología del Espíritu como modelo de la dialéctica definitoria de la relación interhumana ¿no se equivoca entonces? Con lo que tenemos de ejemplo hasta ahora, con todo lo que las experiencias humanas nos han aportado a lo largo y ancho de la superficie de nuestro planeta y en lo que llevamos de historia como especie (al menos lo que conocemos desde que existe propiedad privada, no más de 10.000 atrás), en principio todo ello nos autoriza a decir que sí, efectivamente, Hegel no parecía muy equivocado.

IV

El poder fascina. Esto, parece, es válido universalmente. Cualquier experiencia de ejercicio de poder nos confronta con la dificultad tan grande de lograr evitar caer en similares tentaciones, desde el Gengis Khan a Ceauscescu, del poder que confiere manejar un automóvil respecto al peatón al hecho que un sirviente nos abra la puerta del ascensor, del profesor en su cátedra a Idi Amin con todo su despliegue de abusos impunes. Renunciamientos al halo mágico del poder, aunque de hecho puedan darse, no son fáciles. Por otro lado, ¿por qué habrían de serlo?, si justamente lo humano es tal en torno a esa dialéctica, se constituye sobre ese paradigma amo-esclavo.

Si el Che Guevara renunció a su puesto en la Revolución Cubana, ¿fue realmente para seguir con la causa universal de la lucha revolucionaria, o porque no había lugar para dos grandes en la isla? Eva Perón, en la década de los 50 del siglo pasado en Argentina, ¿renunció a la vicepresidencia por lealtad con su pueblo, o porque la oligarquía vernácula y la embajada estadounidense la obligaron?

En la tradición socialista nunca se ha debatido seriamente el tema del poder, de la fascinación del poder. La sola mención de "poder popular" como fórmula mágica no excusa -la historia lo constata- de la necesidad de mantenerse alertas ante las recaídas en las mismas repeticiones de siempre. ¿Por qué siempre las revoluciones socialistas estuvieron ligadas a la figura de un gran líder? (por cierto, siempre varón). ¿Por qué estos líderes se permiten legar herederos políticos? ¿Por qué siempre los mismos errores? Se podría haber pensado que en la construcción del mundo nuevo las purgas en masa de Stalin quedaban en la historia estigmatizadas como lo que nunca debería repetirse, y que ya nunca volvería a verse un abuso de autoridad por parte de un dirigente revolucionario. Pero no: el verticalismo y las decisiones autoritarias aún persisten como práctica en buena parte de las organizaciones de izquierda.

Cuando se ha pensado en transformar el mundo (utopía en el sentido literal que el inventor de la palabra -Tomás Moro- le dio: "lugar que no está en ningún lugar"), cuando la tradición socialista apuesta por la construcción de una cosa nueva, ahí es donde surgen los problemas.

Los problemas son de dos tipos: por un lado -esto no es ninguna novedad obviamente- la reacción de las fuerzas conservadoras, de aquellos que perderían con un cambio. Obstáculo de enormes proporciones a vencer, mucho más grande que hace un siglo, cuando se comenzaba a hablar de poder popular, de la comuna de París. Obstáculos que hoy, con un poder militar inconmensurable por parte del capitalismo desarrollado, y más aún de su potencia hegemónica, son de una naturaleza casi insalvable (hoy quizá sea más fácil molestar a la lógica capitalista por medio de un hacker que con un llamado a la toma de las armas por parte del pueblo unido).

"Todos sabemos lo que hay que hacer, pero no hay voluntad política de hacerlo", dijo recientemente, en una reunión del Foro Mundial Económico de Davos, Suiza, la por ese entonces ministra de finanzas de Nigeria Okonjo-Iweala. Es decir, si bien las fuerzas conservadoras no quieren en lo absoluto cambiar nada, desde las izquierdas se sabe por dónde empezar; y también desde la derecha se sabe qué cosa no se desea cambiar. La cuestión por así decir "técnica" de una transformación es más que sabida: tocar el gran capital a favor de las masas paupérrimas (expropiaciones, reforma agraria, políticas sociales a favor de las mayorías). Pero esto lleva al segundo tipo de problemas: ¿cómo se logra?

Descartando -al menos en principio- que los extraterrestres puedan sernos de provecho en la edificación de nuestra utopía terrena, ¿qué hacer? La pregunta que se formulara Lenin en 1902 dándole título a una de sus más connotadas obras y pensando la situación de la Rusia de ese entonces, sigue vigente en nuestros días, ¡radicalmente vigente!
           
Por cierto la naturaleza en la dificultad de los dos problemas es diversa; sin dudas el primero de ellos es más acuciante. ¿Cómo enfrentarse al Fondo Monetario Internacional, a las bombas inteligentes, a los satélites de espionaje, al fantasma de la desocupación? El mundo de hoy, luego de la caída del muro de Berlín, está inclinado de modo escandalosamente unipolar hacia el lado del gran capital, y por cierto que no se ve muy fácil cómo golpearlo. La derecha ha aprendido de sus errores más rápido y mejor que la izquierda, y hoy día ya no son concebibles ni una comuna de París ni un mayo francés, sencillamente porque el poder dominante lo puede controlar con relativa suficiencia.

Pero si eventualmente la correlación de fuerzas permitiera -concédasenos jugar un momento a las utopías- realizar los cambios pertinentes, surge con no menos fuerza el otro problema: confiscadas las empresas industriales, repartidas las tierras, promovido el estado de bienestar por medio de iniciativas populares (salud y educación públicas y de calidad, créditos hipotecarios, arte y cultura para todos), ¿cómo organizamos el poder popular? ¿Cómo evitar que se repitan las purgas stalinistas o el machismo y la impunidad de "un comandante"? (que también, a veces, son todo eso).

V

Quizá no haya antídoto contra mucho de lo que conocemos como experiencia humana. Si el poder fascina a todos por igual, si el sujeto se constituye contra la imagen del otro, parece que es utópico buscar una "bondad natural" entre los seres humanos. Pero más aún: quizá sea desubicado, tonto, inconducente, mantener un maniqueísmo de buenos y malos, de carácter más bien religioso, donde el poder y los poderosos son intrínsecamente "malos" y los desposeídos son los "buenos". El "hombre nuevo" -que por definición tiene que ser "bueno"- no está cerca de prosperar. ¿Hay ya "hombres nuevos" por algún lado? ¿Puede haberlos? ¿"Nuevos" en qué sentido: que ya no se fascinan con el poder? No debemos olvidar que el Che, por ir a luchar al África en nombre de la revolución universal, dejó abandonada su familia en Cuba. ¿Qué decir de eso desde una lectura crítica con perspectiva de género? Además, ya que hablamos de "hombre nuevo", ¿no se filtra ahí un prejuicio machista?: "hombre" como sinónimo de Humanidad. Sin dudas, hay cosas que revisar, y la distribución de poderes sigue siendo una agenda pendiente en el campo de la izquierda.

Quizá lo que podemos plantear, con mayor simpleza, sin aspirar a algo tan monumental como un "hombre nuevo", es la necesidad de la participación popular como un camino importante, tal vez de la más vital importancia para la construcción de un mundo distinto.

Que "otro mundo es posible" está fuera de discusión; posible e imperiosamente necesario. Sobre lo que debemos seguir profundizando es en el cómo lograrlo. Participación popular, poder popular, son conceptos que van más allá de la concurrencia a las urnas cada tanto tiempo, o la participación en un acto público el 1º de mayo. La experiencia de los intentos socialistas habidos nos va demostrando que la construcción del partido revolucionario presenta significativas contradicciones. La supuesta pluralidad partidaria de las democracias burguesas no tiene absolutamente nada que ver ni con la participación ni mucho menos con el poder popular. Autogobierno local, autogestión obrera de la producción, movimientos cooperativos -y en esa línea también: comuna de París y mayo del 68- son hitos que ya existen y deben potenciarse. He ahí donde debemos nutrirnos para ver por dónde caminar. Alimentando el debate sobre el tema del partido revolucionario, decía Rosa Luxemburgo en 1904: "El ultracentralismo preconizado por Lenin no nos parece impregnado de un espíritu positivo y creador, sino del espíritu estéril del vigilante nocturno. Toda su atención se concentra en el control de la actividad del partido y no en su fecundación, en su restricción antes que en su despliegue, en el recelo y no en la puesta en marcha del movimiento". Debate que, un siglo después, probablemente haya que seguir dando.

Entiendo que para quienes damos por supuesto que hay que seguir buscando modelos más justos de vida, el problema se nos plantea al abordar cómo impulsar ese poder popular. Debemos estar conscientes que cada individuo es, ante todo, parte de una masa; y que la masa tiende a ser conservadora, no crítica, fácilmente exaltable. La idea de "hombre nuevo" es casi la antípoda del hombre-masa. En algún sentido todos somos masa, y la organización de una sociedad tiene mucho que ver con ese fenómeno. De todos modos el capitalismo desarrollado llevó esa formación a niveles jamás vistos anteriormente en la historia; no puede haber sistema capitalista eficiente si no hay masa, tanto como productora como consumidora. La masa, preciso es reconocerlo, difícilmente pueda proponer, sopesar, decidir con sutileza. La masa es amorfa, sigue a un líder, prefiere el inmediatismo. De eso se aprovechan hoy las técnicas de manipulación del capitalismo, y ahí están la publicidad omnipotente y los espectaculares manejos de masas (hoy la política es básicamente un espectáculo mediático, igual que el llamado deporte profesional, o las religiones de los telepredicadores). Hay que reconocerlo: ¡se aprovechan muy bien!

Ahí está el reto justamente: ¿cómo lograr que ese conjunto incordiando y manipulable como es la masa pueda ejercer el poder? ¿Cómo puede gobernarse a sí misma? "Las masas" -como decía una pintada callejera durante la guerra civil española- "no son revolucionarias sino que, a veces, se ponen revolucionarias". Insistamos con el interrogante: ¿es posible perpetuar ese espíritu revolucionario de la masa? ¿Es posible construir una sociedad a partir de ese espíritu? ¿Cómo hacer para que en realidad la imaginación tome, conserve y ejerza productivamente el poder? Resolver esto es el desafío que nos espera.

La dictadura del proletariado, es decir: un gobierno revolucionario sin jefes dispuesto a cambiar el curso de la historia, fue lo que hizo pensar a Marx un siglo y medio atrás en la pertinencia de ese mecanismo luego de entusiasmarse con los hechos de París de 1871. Las contadas ocasiones en la historia del siglo XX en que esas masas dejaron de acatar las reglas establecidas y derrocaron regímenes que las agobiaban (Rusia, China, Cuba, Nicaragua), se pusieron en marcha procesos que significaron mejoras. Claro que siempre esos movimientos tuvieron una figura fuerte (masculina) que terminó poniéndose al frente. ¿Es posible prescindir de los líderes acaso? Si no lo es en un primer momento (en Venezuela, por ejemplo, toda la revolución depende de la carismática figura de Hugo Chávez, vivo o ahora muerto), ¿cuándo dejan de ser pieza clave? ¿Cómo y en qué momento el poder popular sigue adelante, más allá de una burocracia ya constituida?

Hecho el balance de lo que significaron tales experiencias sociales, está claro que hubo grandes avances populares (se redujo o extinguió el hambre crónica, creció el bienestar cotidiano, la población tuvo acceso a salud, educación, tierras y viviendas, aumentó la producción y la investigación científica, hubo acceso para todos al arte, la cultura y el deporte), definitivamente más que retrocesos. Aunque se pueda criticar la burocracia y la falta de derechos individuales en China, por ejemplo, ¿quién podría negar que las grandes masas tienen hoy un mejor nivel de vida que con los mandarines? Aunque no falten cubanos que abandonan la isla hastiados de la monocromía del partido único y la crónica escasez buscando el presunto paraíso adorado de Miami, ¿quién podría negar que la situación socioeconómica y cultural de la población de Cuba es hoy absolutamente más digna que la de cualquier país latinoamericano?


De todos modos la pregunta sigue en pie: ¿y el poder popular?

VI

Quizá debemos poner un especial énfasis en la pequeña célula de autogestión, en el pequeño grupo que se organiza y se autogobierna, y no tanto en la idea de gran proyecto universal que cambia el mundo y abre las puertas del nuevo paraíso. Eso, por lo que vemos, no funcionó en ese sentido.

Ante esos experimentos fallidos -no sé si decir fracasos, pero sí tanteos a revisar- está claro que hay que presentar otras alternativas. Lo que podemos extraer como primeras conclusiones es que si de cambios se trata, la masa debe ser crítica, acompañar e involucrarse en los procesos sociopolíticos, ser un contralor riguroso. Tal vez a principios del siglo XX, en Rusia, un campesinado casi feudal, muy poco desarrollado educativa y políticamente, lejos de la cultura industrial urbana, no estaba en condiciones de ser el garante de un proceso autogestionario genuino; por eso, más allá de los soviets, pudo aparecer un Stalin.

Esa es una forma de interpretar un fenómeno muy complejo, y quizá una forma errónea; en esa dimensión podría preguntarse: ¿pero por qué una clase obrera como la alemana, o la japonesa, altamente desarrolladas, con buenos niveles educativos, con tradición de organización sindical, no proponen entonces el control de la producción en sus países? ¿Por qué no toman en sus manos el control de sus Estados y organizan una sociedad nueva? Ahora bien: ¿quién dice que esas clases sociales quieren cambiar su estatus? Tal vez cada trabajador individual querría, ante todo, devenir funcionario de la fábrica donde labora, duplicar su ingreso, incluso tener personal a su cargo. En países de alto consumo el ideal es poder consumir más todavía y la solidaridad es una exótica pieza de museo. El actual neoliberalismo se ha encargado de elevar la tendencia a su máxima expresión haciendo del individualismo una religión obligada.

Tanto en el norte hiper desarrollado como en el sur famélico, hoy por hoy, caídos los modelos del socialismo clásico y entronizado el "sálvese quien pueda" de un capitalismo salvaje y voraz, replantearse los términos del poder es de vital importancia. En el ánimo de aportar alternativas en este debate, entiendo que la cuestión básica estriba en pensar en procesos micro, locales, en pequeños poderes realmente horizontales y democráticos: la comunidad barrial, la unidad sindical, la cooperativa puntual, el grupo de consumidores, los colectivos particularizados. Experiencias de autogestión hay numerosísimas a lo largo y ancho del planeta, y de ahí debe salir la nueva savia revolucionaria.

En un mundo globalizado con poderes descomunales de impacto planetario, buscar alternativas especulares a esos poderes no se ve conducente. La Guerra Fría, por cierto, terminó asfixiando en su monstruosa, loca carrera de dos gigantes -uno más que el otro, evidentemente- a uno de los polos, el que, mal o bien, podía servir como contrapeso al capitalismo; por tanto, volver a oponer misil nuclear contra misil nuclear en tanto método de lucha no parece lo más fructífero.

No podemos ser ingenuos y pensar que una comunidad rural organizada en alguna provincia de Tanzania, o un colectivo de madres solteras en Rawalpindi, puedan ser inquietantes para los grandes bancos que manejan la economía mundial, o para las fuerzas armadas de Estados Unidos o de la OTAN. Seguramente no. Pero dado que estábamos hablando de cómo darle forma a la utopía, entiendo que he ahí el germen del que debemos nutrirnos. Pensar en las utopías significa creer que son posibles (si no, no vale la pena siquiera considerarlas).

"La arena es un puñadito, pero hay montañas de arena", dijo algún poeta latinoamericano. La organización comunitaria, el trabajo de hormiga en la base, la resistencia de los cristianos en las catacumbas del imperio romano si queremos decirlo con una figura legendaria, ese fermento de poder popular es lo que puede vislumbrarse como camino.

Luego del derrumbe de la Unión Soviética, del mundo unipolar vivido estas últimas décadas y del mensaje triunfal del neoliberalismo individualista -coronado con algo simbólico como la invasión a Irak por parte de los Estados Unidos pasando por sobre la Organización de Naciones Unidas- todos, y la izquierda en especial, hemos quedado golpeados, sin referentes, profundamente asustados. El fantasma de la desocupación no es poca cosa, y los cerca de 200 millones de desocupados en el mundo ayudan a mantener la precariedad laboral en un bochornoso proceso de retroceso social (hasta en el seno de las Naciones Unidas los contratos son por tiempo limitado, sin prestaciones ni derecho sindical). Si "la historia ha terminado" -según se nos informó pomposamente- ¿para qué pensar en utopías?

No es utópico decir que hay que enfrentarse a todo esto: es, en todo caso, una obligación, un imperativo ético. Durante la comuna de París era más claro -pero no por ello más sencillo- fijar el norte: la clase obrera industrial debía ser el motor de cambio universal tomando el poder y construyendo una sociedad nueva (claro que esa conclusión se sacaba en uno de los países más industrializados del mundo, en muy buena medida rector de la historia global por su influencia política y cultural. Quizá una sublevación indígena en América -que en 1871 también ocurrían- no hubiera permitido sacar la misma conclusión).

Hoy, seguramente el panorama no permite aquella misma claridad. ¿Contra quién lucha el campo popular en la actualidad? Si bien sigue siendo claro que contra un sistema injusto, como mínimo hay que formular algunos matices: en el capitalismo desarrollado un trabajador no tiene mucho por lo que protestar, o no tanto, al menos, como cuando la comuna parisina en el siglo XIX. Allí, quizá, el mayor enemigo es el mismo consumismo. En el sur, por el contrario, dada la complejidad e interdependencia planetaria a que se fue llegando, se hace casi imposible pensar en procesos de autonomía nacional antiimperialistas (¿cuánto podría resistir hoy una revolución socialista en un estado africano, por ejemplo?, o ¿hasta dónde podrá llegar la Revolución Bolivariana en Venezuela si decide radicalizarse más?); en el Tercer Mundo, tal vez lo más revolucionario hoy es no pagar la deuda externa. Hablar de antiimperialismo pasó a ser casi una reliquia. ¡Pero el imperialismo sigue siendo una cruda realidad!

Ante todo esto, entonces, ¿hay que olvidarse de las utopías?

VII

¡De ningún modo! El solo hecho de escribir estas líneas, de intentar hacerlas circular, de contribuir a este debate, está mostrando que la utopía nos sigue convocando. Y estoy seguro que no somos pocos los que así pensamos.

Desde hace unos años ya ha pasado a ser costumbre realizar encuentros internacionales alternativos a las cumbres de los super poderes: el G-8 alternativo, el Foro Social Mundial. Sin dudas tienen, antes que nada, un valor político: hacer ruido al lado de los factores de poder dominadores del mundo. Hasta ahora no ha salido de ahí un claro programa de acción para oponernos al capitalismo salvaje que nos agobia. Incluso es probable que nunca salga; que no aparezca un plan concebido como guía para implementar. Y ahí está su fuerza quizá.

Estos espacios alternativos pueden ser lugares de encuentro, de intercambio, de aprendizaje, donde las fuerzas progresistas de la Humanidad (que las sigue habiendo, pese al post modernismo depresivo que nos invade) pueden ver que no todo está perdido. Con un espíritu de horizontalidad, de democracia, es importante seguir creyendo en que otro mundo es posible, que no todo se reduce a asegurar el propio empleo, tomar Coca-Cola y olvidarse del vecino.

Si algo tienen de positivo estos encuentros es que constituyen una invitación a repensar las cuestiones sobre el poder y su fascinación. Que el capitalismo y su expresión imperial máxima dada por los Estados Unidos son el enemigo, eso no es novedad. Que el stalinismo es una vergüenza histórica para la izquierda, eso tampoco es novedad. Lo que nos debe unir como movimiento popular es la búsqueda de alternativas viables al modelo miserable que hoy se presenta vencedor.


La utopía no ha muerto porque ni siquiera ha terminado de nacer.

martes, 17 de marzo de 2015

Huelgas eran las de antes…*



Marcelo Colussi

En el Informe “Guatemala: nunca más”, del Proyecto REMHI de la Iglesia católica, puede leerse: “En el mes de agosto de 1989 varios dirigentes estudiantiles de la AEU fueron secuestrados y desaparecidos o asesinados en la ciudad de Guatemala. Los intentos de reorganizar el movimiento estudiantil, que estaba prácticamente desarticulado, se vieron así nuevamente golpeados por la acción contrainsurgente. Las sospechas iniciales de infiltración por parte de la inteligencia militar (EMP) se vieron posteriormente confirmadas por varios testimonios. (…) Se invitó a un grupo de estudiantes que se habían contactado para viajar a México, a un Encuentro de Estudiantes que se organizaba en Puebla. Contactaron a Willy Ligorría, que era presidente de la Asociación de Estudiantes de Derecho (…). Ligorría fue posteriormente investigado por un estudiante quien informó sobre sus fuertes vínculos con una 'mara' de la zona 18, cuyos miembros andaban armados; siempre se sospechó que estas maras habían sido formadas por el ejército”.[1]




¿Por qué comenzar con esa cita? Pues para mostrar cómo entender el porqué la Huelga de Dolores, de ser una muy importante crítica social, sana y chispeante, con gran arraigo popular, pasó a ser un cuestionable ejercicio de matonaje abusivo y corrupción.

Durante los años más álgidos del Conflicto Armado Interno uno de los objetivos prioritarios del Ejército en su estrategia contrainsurgente era la neutralización de la Universidad de San Carlos de Guatemala. Objetivo que, sin dudas, se cumplió a cabalidad. Se cumplió a un costo terriblemente alto: cantidades monstruosas de catedráticos y estudiantes muertos y desaparecidos, o marchados al exilio. El golpe que eso representó para la educación superior fue muy grande. Tanto, que al día de hoy, después de tres décadas de esa estrategia, la universidad pública no termina de recomponerse.

Según lo indicado constitucionalmente, la Universidad de San Carlos “cooperará al estudio y solución de los problemas nacionales” [elevando] “el nivel espiritual de los habitantes de la República, promoviendo, conservando, difundiendo y transmitiendo la cultura”. La realidad nos confronta con algo muy distinto. De ningún modo puede decirse que la Alma mater dejó de ser para siempre un semillero de ideas, de posiciones cuestionadoras. Pero no caben dudas que ese espíritu crítico que la alentó en otras épocas, esa vocación de “estudio y solución de los problemas nacionales” que dio como resultado constituirse en una fuente de pensamiento crítico, tanto en estudiantes como en catedráticos, eso ya no existe. Sigue habiendo producción intelectual de altura, por supuesto, siendo la universidad que más investiga y publica en el país, mientras que el 70% del alumnado universitario nacional pasa por sus aulas. Pero la suma de represión sangrienta más posiciones neoliberales y privatizadoras fueron convirtiendo a la Universidad de San Carlos, al menos en muy buena medida, en una institución que sólo otorga títulos profesionales, no más. Y en muchos casos, con cuestionables niveles académicos.

La represión estuvo muy bien dirigida y cumplió su objetivo. Por ejemplo: lo que fuera uno de los más insignes símbolos de un pensamiento contestatario y subversivo años atrás, la AEU (Asociación de Estudiantes Universitarios), fue transformado en un mecanismo absolutamente funcional a esa política represiva. De ahí que la Huelga de Dolores, de insignia de la sana rebeldía estudiantil pasara a ser también, siguiendo la evolución general de la casa de estudios, una demostración de la mediocridad imperante.

No puede decirse que la decadencia, cuestionable vulgaridad y violencia absurda de toda la Huelga actual en su conjunto se explica por la cita del REMHI con la que se abría el presente texto; pero ello marca un horizonte imposible de no ser tomado en cuenta. La capucha de los huelgueros, por ejemplo, absolutamente justificada cuando comenzó a usarse luego del golpe militar del 54 como una elemental medida de protección, hoy día sólo sirve para esconder la impunidad y la corrupción que campean en la Tricentenaria.

Tal como están las cosas en la actualidad, la Huelga no parece tener solución; es una demostración más del excelente trabajo que logró el Estado contrainsurgente de décadas pasadas: neutralizar toda expresión crítica del estudiantado y de la universidad en su conjunto.



* Este artículo apareció originalmente en la Revista Análisis de la Realidad Nacional del INPNUSAC en versión digital, Edición N° 69.
[1] Proyecto REMHI, ODHAG, Guatemala, 1998. “Guatemala: nunca más”. Informe REMHI, en su Tomo II (“Los mecanismos del horror”), Sub-tema: La infiltración.

miércoles, 4 de marzo de 2015

Medios de comunicación, globalización y política: ¡la mentira al poder!











Marcelo Colussi
mmcolussi@gmai.com, 
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Introducción

Según la tradición aristotélico-tomista, la realidad es una y dada desde siempre, puesta en forma indubitable a la espera de que el ser humano se contacte con ella. La realidad existe en definitiva, independientemente del sujeto que se relaciona con ella. En este marco, la verdad es la “adecuación del sujeto que conoce con la cosa conocida” (adaequatio intellectus et rei decían los escolásticos). La cosa, la realidad, está a la espera de que el sujeto se dirija a ella para aprehenderla y conocerla, por medio de sus sentidos y de la razón. Durante dos milenios, ésta fue la idea dominante dentro de la tradición occidental. Y es la concepción que sigue prevaleciendo en el sentido común. El peso está puesto en la realidad objetiva. 

Desde el Renacimiento y a partir del cambio de paradigmas que se produjo en aquel fabuloso momento histórico de la humanidad, la noción de la realidad ha variado. En el mundo moderno y dentro del nuevo ideal de ciencia copernicana, la realidad pasa a ser “construcción”; es decir, producto de la forma en que el sujeto se relaciona con la cosa. La realidad deja de ser una, única, inobjetable. Llegados al presente, con el desarrollo de un pensamiento que se descentra cada vez más de la realidad objetiva como garantía misma de su existencia dada por un ser supremo creador, con un pensamiento mucho más centrado en el sujeto, interesa fundamentalmente el proceso de “construcción” de esa realidad. Los datos de las distintas ciencias sociales y de una epistemología que rompe vínculos con la tradición aristotélica ponen el énfasis en la relatividad de la realidad: la misma pasa a ser entendida como construcción histórica y, por lo tanto, cambiante, variada, siempre relativa. El peso ahora está puesto en el sujeto y en las relaciones que establece con la cosa. Así como una botella está medio vacía o medio llena, según el punto de vista, así comienza a entenderse esta nueva visión de la realidad. La verdad deja de ser un absoluto. 

Todo lo anterior ayuda a entender que la realidad de la que queremos hablar en términos políticos es construida, no es absoluta ni terminada. Lo político, en tanto esfera en donde se juegan relaciones de poder entre grupos humanos, no es una realidad dada de antemano, asegurada por Derecho Divino, única e indubitable. Esa realidad política es producto de la historia y, por lo tanto, cambiante, dinámica y en perpetuo movimiento. En esa construcción, más allá de la bienintencionada idea de paz y rechazo de la violencia, el conflicto juega un papel determinante. La historia, la realidad política en definitiva, es producto de una conflictividad estructural. “La violencia es la partera de la historia”, se ha dicho como síntesis de esta relación y construcción. La realidad política tiene que ver con el juego de poderes que se va estableciendo, el que a su vez se encuentra, como ya se indicó, en continuo cambio. Por otra parte, la forma de la realidad tampoco es ingenua ni neutra. Lo que se sabe de la realidad política –que es una realidad social y por lo tanto determinada por factores sociales, económicos en principio, así como culturales en sentido amplio– es que ésta siempre es una construcción hecha desde el ejercicio del poder. Lo que se piensa, se sabe y se dice es el reflejo de las luchas de poder que estructuran toda sociedad y le confieren dinamismo. 

Un pequeño grupo de pensadores –generalmente plegados a los poderes dominantes– es el que tiende a conceptualizar, organizar y dar forma a lo que las grandes mayorías luego repiten. Dicho de otra forma: “El esclavo siempre piensa con la cabeza del amo”. O también: “La ideología dominante de una época es la ideología de la clase dominante”. El pensamiento político es el reflejo de las luchas de poder que estructuran toda sociedad y le confieren dinamismo. Un pequeño grupo de pensadores –generalmente plegados a los poderes dominantes– es el que tiende a conceptualizar, organizar y dar forma a lo que las grandes mayorías luego repiten. En relación con lo anterior, algo inédito en la historia y que viene marcando una tendencia cultural desde inicios del siglo XX es el papel que juegan los medios masivos de comunicación modernos. Lo que la gran mayoría piensa, o más concretamente “piensa en términos políticos-ideológicos”, proviene cada vez más de esos medios comunicacionales: prensa escrita primero, luego radio, después televisión (con una fuerza arrolladora) y, actualmente, toda la diversidad de medios audiovisuales, incluidos el internet y los videojuegos. Los llamados mass media han crecido hasta convertirse en una especie de nuevo medio ambiente que hace que para muchas personas ya no haya otra realidad relevante que la que esos medios producen. Según una publicación de la empresa encuestadora estadounidense Gallup (no sospechosa de pensamiento crítico y de ideología de izquierda), 85% de lo que un adulto urbano promedio “sabe” hoy día sobre su realidad política proviene de esos medios masivos de comunicación, ante todo de la televisión. Es ya sabido (aunque sea una frase hecha –pero no por ello menos importante–) aquello de “si no está en la televisión, no existe”. Lo anterior caracteriza la realidad política actual: los medios de comunicación, tradicionalmente el “cuarto poder”, han incrementado drásticamente su importancia. Hoy en día constituyen uno de los factores del poder mismo, ya que construyen la realidad político-ideológica a escala planetaria. Buena parte de las apreciaciones sobre esa realidad es producto prefabricado que esas usinas culturales elaboran, cada vez con mayor sutileza y con mayor esmero. 

El primado de la televisión 

Para precisar mejor el razonamiento considerado en los párrafos precedentes, convendría realizar un pequeño recorrido por el medio de comunicación que más ha impactado a escala global en la población: la televisión. Sin duda, es uno de los inventos que más ha influido en la historia de la humanidad. Su importancia es tan grande –desproporcionadamente grande podríamos decir– que influye los cimientos mismos de la civilización: es la expresión máxima de los medios masivos de comunicación, parte medular de la cultura, de esta sociedad que llamamos hoy “sociedad de la información”. Lo es, de hecho, en forma cada vez más omnipresente, más avasallante. Sin temor a equivocarnos, es posible afirmar que el siglo XXI será el siglo de la cultura de la imagen, de la pantalla, cultura que ya se entronizó en las pasadas décadas del siglo XX y que, tal como se ven las cosas, parece afianzarse con más fuerza y sin posibilidad de retroceso. El “¡no piense, mire la pantalla!” parece haber llegado para quedarse. Hoy en día, esa pantalla ya no es sólo la televisión, tenemos también los teléfonos celulares, las agendas electrónicas y las sofisticaciones del plasma líquido que florecen por todas partes. En definitiva, la imagen va envolviendo cada vez más al público, según el modelo televisivo. Cuando la televisión se masificó, se inició también el debate sobre si, por fin, ese medio encarnaría el sueño de la educación al alcance de la población, si se convertiría en información veraz y objetiva sobre la realidad mundial, cultura para todos, programas de debate, aporte a las ciencias y a las artes. Luego de varias décadas de desarrollo, parece que ninguno de estos ideales se ha realizado (quizá muy poco a través de estos medios audiovisuales, pero menos aún en el caso de la televisión). Ello no sólo porque a la mayor parte de la población “no le interesa” este tipo de inquietudes –aunque sería un tanto superficial presentarlo así– sino, fundamentalmente, porque a quienes hacen televisión –más aún, a quienes la dirigen– parece importarles menos que a nadie. Como señaló el músico cubano Pablo Milanés: “El mal gusto está de moda”. Y se da ahí un círculo vicioso: ¿el público consume “basura mediática” porque eso recibe o es difícil (casi imposible) producir algo masivo (durante 24 horas al día los 365 días al año) con altos niveles de calidad? Con el transcurso del tiempo, la televisión ha sido más criticada pero, al mismo tiempo, es más consumida. Prácticamente desde el momento mismo de su aparición, no fue un medio informativo ni educativo; constituyó una fuente de entretenimiento y terminó siendo el centro de todo hogar moderno. Así, al igual que no se piensa dos veces si se compra una licuadora o una cama cuando una pareja de recién casados estrena residencia o cuando un joven se independiza, tampoco se deja de pensar en comprar un televisor. Hoy en día, incluso en los hogares de clase media es “obligado” contar con más de un aparato. Tal “objeto” se ha convertido en parte esencial de la vida de los seres humanos, ricos y pobres, urbanos o rurales, varones o mujeres, jóvenes o adultos. Se calcula que actualmente están funcionando no menos de 2.000 millones de aparatos televisivos y la tendencia es a seguir creciendo. 

La televisión construye un mundo virtual muy especial. El poder de convicción de las imágenes hace que a menudo éstas reciban un estatus de realidad superior al de la realidad misma. En las modernas sociedades masificadas, en las que se aglomeran enormes cantidades de seres humanos que están paradójicamente muy separados unos de otros dados los patrones de individualismo y consumismo hedonista que el capitalismo ha impuesto –“es más fácil para la mayor parte de la gente encontrar un dinosaurio que un vecino”, dijo sarcástico A. Touraine– el elemento que une a esas grandes masas dispersas pasó a ser la televisión. Si “religión” quiere decir re-ligar, unir, no cabe dudas que este nuevo dispositivo tiene un valor “religioso” en las actuales sociedades. 

La televisión construye un mundo virtual muy especial. El poder de convicción de las imágenes hace que a menudo éstas reciban un estatus de realidad superior al de la realidad misma. El punto de partida para entender esto es la dificultad que el sistema nervioso en su conjunto tiene para distinguir las imágenes de la realidad de las imágenes virtuales o de representación de la misma. Por ello es que lloramos viendo una película de ficción o nos emocionamos con los anuncios de bebidas. El cerebro ha ido evolucionando en los organismos más complejos, incluida la especie humana, basándose en la credulidad de lo que ve. Todo el mundo sabe que añadir una imagen a una noticia cualquiera le confiere un carácter de mayor veracidad. Las informaciones icónicas producen en el cerebro la sensación de ser algo intrínsecamente creíble. A lo largo de la evolución, no ha sido necesario desarrollar la capacidad de discriminar las imágenes virtuales de las reales, puesto que las primeras no existían o eran poco relevantes (espejismos, reflejos en el agua). La aparición de la realidad virtual cambió, en gran medida, la historia humana. La memoria tiene dificultades para distinguir la procedencia de las imágenes mentales que posee. De dónde proviene, por ejemplo, la idea que se tiene de la nieve si se vive en el trópico, ¿de la experiencia personal o de las películas que se han visto? Y la idea de la Edad Media, ¿de la imaginación, de los textos leídos o de las imágenes vistas? ¿Y la idea de un sindicalista? ¿La de los indígenas? ¿La de la guerra? ¿Cómo llegamos a los conceptos de los “buenos” y los “malos”? (los primeros, siempre blancos; los segundos, negros, indígenas, musulmanes). 

En síntesis, la televisión influye más sobre la humanidad que todo el arsenal nuclear. La televisión crea la realidad cultural en la que nos desenvolvemos hoy día, con más fuerza que la familia, las iglesias o la escuela formal. Según apreciaciones de la UNESCO, en unas pocas generaciones más, el peso de la cultura virtual habrá desalojado la importancia de la escuela tradicional. La dificultad para distinguir entre imágenes reales y virtuales, junto con el aislamiento social y el tiempo dedicado a ver televisión (en promedio, dos horas diarias para un adulto y cuatro horas y media para un niño), borra las fronteras entre realidad y ficción e invierte el referente para conocer quiénes somos, cómo es la realidad y cuál es el mundo deseable. Por supuesto, a los círculos que detentan el poder, lo anterior les resulta “como anillo al dedo”. De allí seguramente el crecimiento exponencial de la televisión como pocos, o ningún otro, avance científico del siglo XX. Siguiendo esta misma línea, el resto de dispositivos audiovisuales como el internet se perfila como uno de los núcleos principales en torno al que ya se está tejiendo la vida del siglo XXI. 

Para mantener la atención, el negocio televisivo transforma todo lo que trata en espectáculo. El discurso político, el conocimiento, el conflicto, el temor, la muerte, la guerra, el sexo, la destrucción, entre otras, pasan a ser fundamentalmente espectáculo, comedia, “show!”. El espectador es acostumbrado a ver el mundo sin actuar sobre él. Al separar la información de la ejecución, al contemplar un mundo mosaico en el que no se perciben las relaciones, se crea un estado de aturdimiento, indefensión y modorra que propicia el crecimiento de la parálisis social. Como tecnología de implantación de imágenes en el sistema nervioso central, la televisión permite hablar directamente al interior de la subjetividad de millones de personas y depositar en ellas imágenes (que difícilmente se pueden modificar) capaces de lograr que la gente haga lo que de otra manera nunca hubiera pensado hacer. No olvidemos la ley de John Kenneth Galbraith: “Se publicita lo que no se necesita”. Es dable preguntarnos entonces ¿cómo se ha logrado suprimir las diversas maneras de comer que existían en los distintos territorios y culturas y sustituirlas (en una tercera parte del planeta) por hamburguesas de McDonald’s o vasos de Coca-Cola? Sólo una tecnología como la televisión podría ser capaz de lograrlo con la eficacia mostrada en el escaso margen de pocas generaciones, lo que no logró ninguna iglesia ni partido político. Aunque la televisión se inventó en la década de 1920, se desarrolló como tecnología de implantación masiva de imágenes, coincidiendo con el período de mayor bonanza y acumulación capitalista tras la Segunda Guerra Mundial, liderada por la gran potencia hegemónica: Estados Unidos. 

La televisión, la economía y el poder 

En estos momentos, la televisión es ante todo: a) vehículo de los grandes capitales para la promoción de sus productos y b) arma ideológica de control social implementada por los grandes centros de poder. Secundariamente, existen otras acciones para transformarla en medio educativo. El “socialismo real” en su momento o las propuestas alternativas para construir otro tipo de televisión no lograron torcer mucho este rumbo. Arte, hasta donde lo conocemos, definitivamente no es. Y las propuestas serias, educativas, críticas, son más bien marginales. En términos generales, se puede decir que, en todas partes del mundo, la televisión ofrece: a) entretenimiento ramplón, barato, de muy poca profundidad estética (la mayoría de la programación puede clasificarse dentro de este campo: desde deportes hasta telenovelas, series estandarizadas, reality shows, musicales y dibujos animados, preparados cada uno según el público-objetivo buscado); b) información, la mayor parte de las veces tendenciosa, haciendo del manejo de la noticia otro entretenimiento más; c) un porcentaje infinitamente menor de materiales educativos para la reflexión, programas culturales o científicos, así como arte. En la mayoría de casos, existe una fuerte carga ideológica, en general, mayor que la calidad estética. En lo que concierne a noticias, la situación es patética; en vez de informar con veracidad, se desinforma, se crean matrices de opinión en la lógica de defensa de los poderosos, se es chabacano y sensacionalista y no es para nada crítica. Una vez más: “El esclavo piensa con la cabeza del amo”. 

La razón última de la televisión es vender publicidad; dicho en otros términos, obtener beneficios monetarios. Y la razón última de acumular beneficios monetarios es concentrar poder. El “rating” (la medición de la teleaudiencia) pasó a ser el elemento que guía la gran mayoría de las programaciones. Como alguien alguna vez lo dijo, “los programas son una excusa para presentar publicidad”. En la actualidad y tras varias décadas de desarrollo, las televisoras más importantes del mundo son propiedad de las cien compañías más grandes, las que, a su vez, son las que más se anuncian en televisión. La ABC es propiedad de Disney Corporation, la NBC de General Electric, la CBS de Westinghouse, Antena 3 de Telefónica. CNN es una super empresa que cotiza en bolsa moviendo fortunas. Las cadenas públicas o se privatizan o se mimetizan con las privadas y, en cualquier caso, quienes las financian son en buena parte las mismas compañías. En la actualidad existen conglomerados industrial-financiero-mediático-políticos (véanse los casos del magnate Silvio Berlusconi en Italia, Carlos Slim en México –una de las personas más acaudaladas del mundo– Ted Turner en Estados Unidos, propietario de CNN, Gustavo Cisneros en Venezuela –el segundo hombre más rico de América Latina–) que disponen de más poder político que un presidente de Estado. En ellos resulta muy difícil saber quién controla a quién, la política a las finanzas o los medios de comunicación a ambas, pues son todos en uno o hacia ello se encaminan. 

El mundo es lo que la televisión muestra. El poder político, entonces, ha pasado en buena medida a quienes detentan ese potencial de los medios masivos de comunicación, quienes ya se constituyeron abiertamente en actores políticos de primera magnitud, más incluso que los desacreditados partidos, cada vez más tenidos por una casta de corruptos y mercaderes mercenarios (esto es igual en todos los países). La cultura audiovisual que el entramado del poder ha ido creando invierte la evolución de lo sensible a lo inteligible y altera la relación entre entender y ver, empobreciendo así la comprensión del mundo, atrofiando la capacidad de abstracción y, por lo tanto, de actuar sobre la realidad. La humanidad no es más tonta desde que ve televisión, sin duda; pero sí es más manejable, tremendamente más manejable y manipulable. Y lo peor de todo, sin que se dé cuenta de ello. El video-dependiente promedio de televisión o de las nuevas tecnologías que entronizan la imagen (cada vez más gente en el planeta) tiene menos sentido crítico que quien no depende casi exclusivamente de las imágenes como fuente de conocimiento, de quien lee y piensa reflexiva y críticamente. El esfuerzo de ver es mucho menor que el de leer. Consideremos la forma de dejarse llevar por imágenes: se suceden unas a otras, el orden está fijado, se trata fragmentariamente cada tema y no hay espacio para reflexionar (es decir, para “darle vueltas al asunto”, examinar el contexto global en que se produce un acontecimiento, integrarlo con otros aspectos con los que interactúa, darse el tiempo para pensar futuras acciones). No obstante, sería incorrecto achacar todos los males y esta cultura “light” del “no piense y mire pasivamente” al avance tecnológico. No cabe duda que las nuevas tecnologías modelan las problemáticas y perfilan cambios en la constitución subjetiva; sin embargo, el poder de crear, innovar, formar y participar en los procesos de transformación social sigue siendo, exclusivamente, responsabilidad nuestra. Como siempre, el vínculo interpersonal es el factor determinante en el desarrollo y uso de las potenciales capacidades intelectuales. La tecnología condiciona, pero el proyecto antropológico de base (“político”, para llamarlo propiamente) es el que decide cómo y para qué se usa dicha tecnología. Por último, la “culpa” de los males del mundo no es de la televisión, de los medios de comunicación, de la tendencia al consumo de imágenes ni de los medios digitales (televisión y la parafernalia que la acompaña: internet, pantallas de teléfonos celulares, tablas y todos medios cada vez más sofisticados que podrán venir en un futuro). Ellos, como instrumentos de enorme penetración, también pueden servir para otros fines, como ampliar el conocimiento y mejorar el análisis y la opinión crítica. La televisión y los medios de comunicación en general pueden ser un arma liberadora. Las experiencias conocidas hasta la fecha abren interrogantes. El “socialismo” real no dio una producción televisiva excelente, aunque el recurso humano que trabajaba tal sistema tenía gran preparación y amplitud de criterio. Por el contrario, se dieron producciones que fueron, si no propaganda ideológica pesada, programas carentes de creatividad, de chispa y que resultaban ser igualmente soporíferos. 

Lo señalado anteriormente nos lleva a replantear la cultura de la imagen que está en la base de esta proliferación de medios masivos que cada vez más se van imponiendo. “Cuando se escribe un guión televisivo, hay que pensar que el potencial consumidor es un niño de seis años de edad”; así presentaba las cosas un prestigioso profesor de semiología para demostrar cómo se hace televisión. Quizá era un poco crudo, pero no estaba exagerando. “En la sociedad actual, el rumbo lo marca la suma de apoyo individual de millones de ciudadanos incoordinados que caen fácilmente en el radio de acción de personalidades magnéticas y atractivas, quienes explotan de modo efectivo las técnicas más eficientes para manipular las emociones y controlar la razón”, se expresaba sin mayores tapujos Zbigniew Brzezinsky, asesor del ex presidente de Estados Unidos James Carter e ideólogo de los reaccionarios documentos de Santa Fe . En otros términos, el funcionario de Estado no decía nada muy distinto a lo que nos enseñaba aquel docente de comunicación social: “manipular a la gente tratándola como niñitos tontos”. Así de simple (o de monstruoso). La televisión –y junto con ella los nuevas tecnologías centradas en la cultura de la imagen– es parte fundamental de lo que los estrategas de la potencia imperialista llaman “guerra de cuarta generación”. Dicho de otra forma, guerra psicológico-mediática, guerra a muerte para controlar poblaciones enteras, la población planetaria, no con armas de destrucción masiva, sino con medios más sutiles, no sanguinarios, pero de más impacto final. 

La humanidad no es más tonta desde que ve televisión, señalábamos, pues el núcleo del problema no está en el consumidor sino en el productor. Lo que debe enfatizarse es que ese productor de imágenes es, cada vez más, el gran poder político. En la década de 1960, el padre de la semiótica, el italiano Umberto Eco, decía: “Quien detente los medios de comunicación, detentará el poder”. Evidentemente no se equivocaba. Vale la pena recordar la afirmación del dirigente nazi Joseph Goebbels, padre de la manipulación mediática moderna: “¿A quién debe dirigirse la propaganda: a los intelectuales o a la masa menos instruida? ¡Debe dirigirse siempre y únicamente a la masa! (...) Toda propaganda debe ser popular y situar su nivel en el límite de las facultades de asimilación del más corto de los alcances de entre aquellos a quienes se dirige [¿niño de seis años?]. (…) La facultad de asimilación de la masa es muy restringida, su entendimiento limitado; por el contrario, su falta de memoria es muy grande. Por lo tanto, toda propaganda eficaz debe limitarse a algunos puntos fuertes poco numerosos, e imponerlos a fuerza de fórmulas repetidas por tanto tiempo como sea necesario, para que el último de los oyentes sea también capaz de captar la idea” . 

No hay ninguna duda de que la inmediatez y unidireccionalidad de los mensajes audiovisuales, de los que la televisión es el principal exponente (más que el cine, la foto, el internet o los videojuegos), generó una cultura de la imagen que hoy pareciera muy difícil, si no imposible, de revertir. En la dinámica humana, la conducta reiteradamente repetida termina creando hábito: “algunos puntos fuertes poco numerosos se imponen a fuerza de fórmulas repetidas”, enseñaba el ministro de Propaganda del Tercer Reich. Al igual que la intuición de Eco, tenía razón. La cultura de la imagen que hace años viene repitiéndose con fuerza creciente ya creó un hábito en todas las capas sociales en estas últimas generaciones. Hoy por hoy, pareciera imposible desarmarla. Pero en esa cultura anida un límite intrínseco, quizá imposible de ser franqueado: no importa el tipo de programa televisivo que se presente, mirar la pantalla no facilita la actitud crítica que sí posibilita, por ejemplo, la lectura. De todos modos, esa cultura de la imagen no parece que vaya a desaparecer con facilidad, por varios motivos. En el marco del actual sistema de libre mercado, la imagen es un fácil expediente para generar enormes ganancias y herramienta idónea para seguir incentivando el hiper consumo que la economía necesita. El negocio de la televisión mueve fortunas y ninguna de las corporaciones que lo manejan está dispuesta a perderlo. Por otra parte, la televisión se ha revelado como un arma de dominación terriblemente eficaz (guerra de cuarta generación, más “letal” que las peores armas de fuego). Los centros de poder no dejarán de usarla, por el contrario, apelarán cada vez más a ella. Es un instrumento de sujeción mucho más efectivo que la espada de la antigüedad o las bombas inteligentes actuales. Por ambos motivos entonces, fabuloso negocio y mecanismo de control social, la televisión es parte medular de los factores de poder que manejan el mundo. Además –y esto es incontratable– la imagen nos hace caer en ella como la luz brillante atrapa a los insectos. La cultura mediática (audiovisual en lo fundamental) prefigura cada vez más el pensamiento político. “Pensamos” política e ideológicamente en términos pasivos lo que el “espectáculo mediático” presenta, sin mayores cuestionamientos. Por ejemplo, que los musulmanes son unos fanáticos terroristas, que los narcotraficantes constituyen el nuevo demonio que mueve la política en los “narco-Estados” latinoamericanos, que las “temibles” maras son el principal problema en Centroamérica, que Osama Bin Laden y Al Qaeda o el recientemente aparecido Estado Islámico manejan buena parte del mundo desde las tinieblas con un proyecto de siembra de terror que nos paraliza, que estamos mal porque “los políticos corruptos se roban todo”. Y también, sin formulaciones críticas al respecto, que “la democracia” es un bien en sí mismo y que los países exitosos son tales porque han abrazado la democracia. Nuestro pensamiento, recordémoslo una vez más, muchas veces (¿siempre?) se moldea a través de poderes hegemónicos que imponen “lo que se debe pensar”. En el ámbito universitario, esto resulta ser descarnadamente cierto, aunque debería ser el lugar de la crítica por excelencia. La cultura de la imagen lo barre todo: el “copia y pega” pareciera haber llegado para quedarse. ¿Y acaso no son eso mismo los noticieros que nos llenan la cabeza de “información”? 

El mundo globalizado, la aldea global, se rige en forma creciente por un pensamiento único, por un continuo “copia y pega”, donde cada sujeto recibe el texto “pegado” que habrá de repetir acríticamente. En términos políticos, esa globalización viene a uniformar puntos de vista y a contar con parámetros universalmente compartidos. Al hablar de “globalización” –proceso hoy día en la cresta de la ola del discurso sociopolítico y mediático– debemos precisar de qué se trata pues, en verdad, el término no aporta nada nuevo en lo conceptual. Quizás pueda incluso ser un estorbo si no se lo delimita adecuadamente. Globalización es más que –o incluso no es para nada– la posibilidad de tener en cualquier parte del mundo, en medio de la selva o del desierto, un teléfono celular fabricado por una empresa japonesa en algún país del medio oriente, con chips elaborados a base de coltán africano y activado por una compañía telefónica de origen español, cuya buena parte del paquete accionario es francés o estadounidense. Éste es el detalle descriptivo, no más. La globalización es más que eso. 

El proceso de globalización 

Para una síntesis sobre qué entender por globalización, podríamos proponer (a modo de definición aproximativa) que se trata del proceso económico, político y sociocultural que está teniendo lugar actualmente a nivel mundial. Este proceso hace que exista una interrelación económica cada vez mayor entre todos los rincones del planeta, por alejados que estén, bajo el control de las grandes corporaciones transnacionales. Esto gracias a tecnologías que han borrado prácticamente las distancias, permitiendo comunicaciones en tiempo real y que sirve básicamente a esas enormes empresas, aunque se viva la ilusión que todos nos beneficiamos de ella. Tomando en cuenta lo anterior, el proceso de globalización (generalmente considerado en su faceta económica) implica que cada vez más ámbitos de la vida son regulados por el libre mercado, que la ideología neoliberal se aplica en casi todos los países con cada vez más intensidad, que las grandes empresas consiguen cada vez más poder a costa de los derechos ciudadanos y la calidad de vida de los pueblos y, por último, que el medio ambiente y el bienestar social se subordinan absolutamente a los imperativos del sistema económico (cuyo fin es la acumulación insaciable por parte de una minoría cada vez más poderosa). Acompaña a todo este proceso el desprecio de los valores culturales y sociales de las distintas comunidades del planeta, con la imposición de una matriz única, producida y exportada desde los principales centros de poder, fundamentalmente los Estados Unidos de América. Ahora bien, las características señaladas no son en realidad nuevas. Desde que el capitalismo comenzó a solidificarse en Europa, su expansión global no ha cesado. La llegada de los españoles a tierras americanas puso en marcha este proceso de universalización del sistema económico europeo, proceso que desde hace cinco siglos no se ha detenido. El capitalismo es, en definitiva, sinónimo de comercio a escala planetaria. La trata de esclavos negros en África, el saqueo de recursos en Asia o América y el crecimiento de los bancos europeos son parte de un mismo proceso. La globalización ya lleva varios siglos en curso. Como se dijo en alguna ocasión: en realidad comenzó la madrugada del 12 de octubre de 1492, cuando Rodrigo de Triana pronunció su infausto grito de ¡tierra! Con el final de la Guerra Fría y el triunfo del gran capital transnacionalizado, el discurso hegemónico –el del neoliberalismo en boga– se sintió en condiciones de decir lo que le placiera. No sólo de decir, sino también de hacer. Surgen así los mitos post caída del muro de Berlín que, como todo mito y construcción simbólica, responden a momentos, coyunturas sociales y entramados de poder. “El fin de las ideologías”, el pragmatismo, el discurso del posibilismo y la resignación; el inglés como lengua universal, “don’t worry, be happy”; Coca-Cola y McDonald’s como íconos; individualismo triunfalista y desprecio por lo local; aquello que evoque el pasado; todos éstos son distintos elementos que conforman los nuevos paradigmas. Como parte de los símbolos de la globalización, debe incluirse también lo que se ha llamado “flexibilización laboral” (eufemismo de la sobreexplotación de la mano de obra). Es decir, pérdida de derechos sindicales históricos obtenidos luego de décadas de luchas, contratos laborales precarizados, casi extinción de sindicatos. Se complementa esto con la “deslocalización”, o sea, la posibilidad de instalar centros productivos en los que la mano de obra sea más barata, con menor regulación y escasos o nulos controles medioambientales por parte de los Estados. La globalización es siempre la de los grandes capitales. Si algo posibilita todo lo anterior, es la universalización del dominio del capital financiero. Entre los íconos de la globalización se inscribe también el mercado, como punto máximo del desarrollo y la democracia, como expresión superior de organización política. Los medios masivos de comunicación, cada vez más globalizados y concentrados, juegan un papel clave en la expansión de este fenómeno y de sus mitos. 

La relación entre medios masivos de comunicación y globalización, hoy en día en su apogeo, se perfilaba ya algunas décadas atrás. Así, por ejemplo, el Informe McBride de UNESCO en 1980 lo denunciaba explícitamente: “La industria de la comunicación está dominada por un número relativamente pequeño de empresas que engloban todos los aspectos de la producción y la distribución, las cuales están situadas en los principales países desarrollados y cuyas actividades son transnacionales. (…) Se deben adoptar medidas encaminadas a ampliar las fuentes de información que necesitan los ciudadanos en su vida cotidiana. Procede emprender un examen minucioso de las leyes y reglamentos vigentes para reducir las limitaciones, las cláusulas secretas y las restricciones de diversos tipos en las prácticas de información. (…) Con harta frecuencia se trata a los lectores, oyentes y espectadores como si fueran receptores pasivos de información” .

Globalización, democracia y medios de comunicación

Se encuentran entronizados distintos mitos que recorren el planeta, de los que hoy pareciera imposible despegarse. Las ideas de libre mercado y democracia (entendida como democracia representativa y formal) parecen haber llegado para quedarse, inundando todo el mundo y no dando lugar a críticas o alternativas. Estar globalizados es participar de estos valores comunes, universales, fijados desde centros de poder omnímodos y que no dan ningún espacio para la actitud crítica. Cualquier disenso es tomado como “irrespetuoso acto de rebeldía”. Consideremos un ejemplo del impacto de esta construcción mediático ideológica en el pensamiento político dominante; analicemos así la noción de “democracia” entronizada hoy como un bien en sí mismo. “Con la democracia también se come”, gritaba en su campaña proselitista Raúl Alfonsín antes de convertirse en el primer presidente constitucional luego de la dictadura militar en Argentina entre 1976 y 1982. La promesa levantaba grandes expectativas; tantas, que le permitió ganar las elecciones. Hoy, con más de tres décadas de ejercicio democrático, el país no se termina de recuperar de la peor crisis de su historia. No es nada infrecuente que muchos de sus habitantes deban comer de los recipientes de basura (¡en el país de las vacas!) y tampoco fueron infrecuentes, en estos últimos años, saqueos a parques zoológicos para comerse algún animal. Parece ser que la democracia no ha dado mucho para comer. En el histórico “país de las vacas”, con la democracia se pasa hambre y los índices de desnutrición crecieron en forma dramática. Una investigación del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en 2005 mostró con cifras elocuentes que 55% de la población estudiada apoyaría de buen grado un gobierno dictatorial si resolviera los problemas de índole económica. Ello llenó de consternación a más de un politólogo. Sin lugar a dudas, décadas de dictaduras militares y regímenes totalitarios dejaron una profunda marca política en la región. Pero ello no habla sólo de una cierta vocación autoritaria en la población latinoamericana, transformada ya hoy en hecho cultural; habla, más que nada, del fracaso de estas democracias formales aparecidas alrededor de la década de 1980, luego de los tristemente célebres gobiernos militares. 

“Democracia” es una de las nociones más manoseadas y retorcidas del vocabulario político universal. Si intentáramos precisarla en pocas palabras, seguro que no lo lograríamos. El solo hecho de que pueda ser presentada como opción “buena” ante otras “equivocadas” alerta ya que no es universalmente aceptada y que es materia de equívocos, que alcanzan para todo. ¿Cómo es posible que en su nombre se produzcan guerras de conquista, como las de Irak o de Afganistán? ¿Cómo es posible que en su nombre se bombardee población civil no combatiente? Sin duda, la democracia es un tema explosivamente polémico, pero el insistente discurso –mediático en lo fundamental– lo ha colocado en un sitial de honor que casi no admite discusiones. Si en algún determinado país las cosas no funcionan del todo bien, el discurso dominante –dado en muy buena medida por los medios masivos de comunicación– dice que es porque aún ese lugar no vive “en democrática” o porque la institucionalidad democrática “es muy débil”. 

En uno de sus informes, el Banco Mundial reveló que la República Popular China sacó de la marginación a 200 millones de personas en veinte años, sin que sus reformas se apegaran a las recetas neoliberales en boga. Más aún, con una organización política abominada por las democracias occidentales en la que brillan por su ausencia todas las libertades esgrimidas como logros democráticos. Como señaló Luis Méndez Asensio al analizar el fenómeno: “El ejemplo chino nos incita a una de las preguntas clave de nuestro tiempo: ¿es la democracia sinónimo de desarrollo? Mucho me temo que la respuesta habrá que encontrarla en otra galaxia. Porque lo que reflejan los números macroeconómicos, a los que son tan adictos los neoliberales, es que el gigante asiático ha conseguido abatir los parámetros de pobreza sin recurrir a las urnas, sin hacer gala de las libertades, sin amnistiar al prójimo” . Tan elástico es este vapuleado concepto de democracia que sirve para cualquier propósito: para comer –según Alfonsín–, para mantener un bloqueo contra Cuba, para invadir Irak o Afganistán, para deponer al presidente Jean-Bertrand Aristide en Haití o a Manuel Zelaya en Honduras, o para intentar hacerlo con Nicolás Maduro en Venezuela… Quizá, por tan elástico, en realidad no significa ya nada. Pero todo ello puede llevarnos a concluir que lo que pensamos rara vez es original, ya viene pensado por otro. 

En el ámbito político, que es el que nos interesa fundamentalmente para el presente análisis, ese pensamiento viene muy marcadamente “preparado” por determinados centros de poder. Como tendencia siempre creciente, los medios masivos de comunicación juegan un papel cada vez más decisivo en la construcción de las imágenes políticas que las poblaciones tenemos de lo que somos, de por qué somos así y de lo que podemos hacer al respecto. Más allá de todo el despliegue científico-técnico con que nos movemos como una sociedad globalizada que entró en la modernidad –todos tenemos teléfono celular, el internet es un hecho y avanza portentoso, todos directa o indirectamente consumimos petróleo– en el ámbito ideológico-político seguimos apegados a mitos, a frases hechas, a estereotipos que repetimos sin la más mínima crítica. ¿Cuál es la diferencia entre cualquier mito tradicional (el Hombre-lobo, la Llorona, Santa Klaus, determinada virgen milagrera, María Lionza en Venezuela o Palas Atenea en la Grecia clásica) y los mitos en torno a la democracia? Entretanto, los medios masivos de comunicación, en vez de ser críticos al respecto, los alimentan generosamente.

Estos medios, en manos de empresas capitalistas lucrativas, por supuesto que seguirán defendiendo el sistema a cualquier costo (además de seguir haciendo negocio, pues eso son en definitiva: buenos business). Lo seguirán defendiendo a costa de la verdad, más allá de las pomposas declaraciones de “defensa irrestricta de la libertad de expresión” y altisonantes palabras que nadie puede tomarse en serio. Lo defenderán, alejados de la pretendida objetividad de la que tanto se habla, pues lo que está en juego no es una verdad científica, neutra, sincera, sino la perpetuación de un sistema de explotación que beneficia sólo a algunos, justamente a quienes detentan esos jugosos negocios. Es por eso que todo lo que tenga que ver con medios de comunicación debe ser tomado totalmente con pinzas si en verdad se busca objetividad. El campo popular, en todo caso, tiene que estar siempre alerta, desconfiando y en actitud de discordia con el discurso mediático, porque allí hay, ante todo, el ocultamiento de una mentira. La política en tanto red de relaciones que determina a la totalidad de una sociedad, no guarda la más mínima relación con la verdad objetiva; la política es una forma de mantener el engaño sobre el que se edifican las sociedades de clase, asentadas en la propiedad privada de los medios de producción. De eso no se habla, y ahí está el meollo de todo. 

En ese sentido, “política” no es sólo el oficio de los “políticos profesionales” que administran gerencialmente el sistema. La política está en el día a día, en la calle, en la comunidad, en la protesta ante los atropellos, en la reacción ante cualquier injusticia. Y de eso, los medios masivos de comunicación hoy absolutamente globalizados y monopolizados, no quieren saber nada. Por eso desconfiemos de esa mentira bien organizada, pensemos con nuestra propia cabeza, hagamos nuestra día a día aquella frase de “crítica implacable de todo lo existente”. 

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