viernes, 28 de noviembre de 2014

Racismo: ¿hasta cuándo?



Marcelo Colussi

Un histórico militante del Partido Comunista Italiano cuyo nombre no viene al caso, al saber que su hija andaba noviando con un muchacho de Sicilia, espetó con toda su espontaneidad: “¿¡con un africano, nena!?”

El racismo no es un problema nuevo. La historia humana, para decirlo de una forma muy general, ha sido -y continúa siendo- una sucesión de enfrentamientos. Enfrentamientos diversos, por cierto, entre los que el conflicto étnico es uno más.

Lo distinto, lo que no es como nosotros, lo que sale de nuestro metro cuadrado, puede fascinar -por llamativo, novedoso, exótico- o aterrorizar. Ambas reacciones se entrelazan. Lo distinto puede ser un poderoso llamado a descubrir cosas nuevas, a la aventura. ¿Por qué los seres humanos investigamos lo raro, si no?; ¿Por qué un blanco se “mezcla” con una negra, por ejemplo, o salimos a cruzar el océano en un barquito precario sino por el afán de lo desconocido? Al mismo tiempo, también es posible lo exactamente contrario. Para graficarlo con algo por demás de elocuente: en idioma alemán la palabra “heimlich” significa “familiar”, “lo cercano”; pero si se le antepone el sufijo negativo “un” nos da término “unheimlich”, que significa “siniestro”. En otros términos: lo distinto, lo que no es familiar, lo que está más allá de nuestro metro cuadrado… ¡es siniestro!

Todo esto remite a preguntas que pueden contestarse, o comenzar a contestarse, desde variadas ópticas: social, psicológica, antropológica. Pero queda claro, desde ya, que el ámbito de su esclarecimiento corresponde primariamente al campo de las ciencias sociales; no hay razón biológica que de cuenta de estos fenómenos, o que los justifique en todo caso.

La propia experiencia personal, la observación de conductas cercanas a cualquiera de nosotros, la revisión imparcial de la historia, todo ello nos muestra definitivamente que la convivencia humana no es precisamente un paraíso. Con esto, claro está, no se pretende hacer un panegírico de la violencia ni de la ley del más fuerte; pero una mirada serena a nuestro alrededor nos confronta con esta realidad. Aunque sean expresiones para debatir largamente, el solo hecho que hayan sido formuladas y acuñadas en la cultura muestra que el problema ya está entrevisto largamente y desde hace tiempo: “si quieres la paz prepárate para la guerra”, “el hombre es el lobo del hombre”, “a Dios rogando y con el mazo dando”, etc.

La pretensión de una convivencia armónica, pacífica, de sana y tranquila coexistencia entre dispares, hasta ahora al menos, no pasa de ser aspiración. Lo cual, desde ya, es sumamente importante. Aunque la violencia y la guerra persisten en las sociedades, planteárselas como problema ya es un paso, un enorme paso adelante en relación a un mejoramiento en la calidad de vida. (Huelga decir al respecto que hay infinitamente mucho que hacer todavía).

Hoy día no se queman en la hoguera a los sospechosos o disidentes, o no se mata al mensajero que trae malas noticias; y hasta se toleran (¿aceptan?) reivindicaciones de los derechos homosexuales. En Estados Unidos, donde de ningún modo terminó el racismo (¡las cárceles están llenas, fundamentalmente, de afrodescendientes!) hay un presidente de color negro. Eso no significa que los descendientes de los esclavos negros traídos del África ahora tienen iguales cuotas de poder que los blancos, pero vale como símbolo. La historia humana, en definitiva, es una sucesión de pequeños pasos, de pequeñas mejoras en la condición de vida. Se podría decir que, con grandes dificultades, vamos abriéndonos algunas luces en el medio de la oscuridad. O por lo menos, todas las prácticas discriminatorias pueden encontrar -más que antes- un espacio donde ser confrontadas. Hay la posibilidad de hablar de los derechos universales, de propiciar leyes que los garanticen, de exigir su cumplimiento.

De todos modos, rápidamente conviene aclarar lo siguiente: no por fuerza la Humanidad ha entrado en una fase de definitiva superación de los problemas. Ya no se quema a nadie en la hoguera pero persiste la tortura, hay sistemas jurídicos socialmente establecidos pero continúan los linchamientos y la corrupción galopante, terminó el derecho de pernada o el cinturón de castidad pero no desapareció el acoso sexual. Ha habido cambios en la historia, superaciones, sin lugar a dudas; pero resta aún mucho por mejorar.

Las constituciones políticas de todos los países reconocen y defienden las diversidades étnicas; las cartas fundacionales del sistema de Naciones Unidas -instancia supranacional por excelencia- prácticamente tienen razón de ser en cuanto parten del hecho de la enorme variedad de etnias y culturas que conforman la especie humana, y la más que obvia necesidad de su aceptación y respeto. Pero más allá de toda esta intencionalidad el racismo sigue siendo un hecho. ¿Hay vacuna contra él?

El fenómeno de la discriminación no se restringe a algún país en especial, donde se podría estar tentado de endilgar el fenómeno a “atrasos culturales”. Por el contrario, barre el mundo por los cuatro puntos cardinales. Sociedades llamadas “desarrolladas” dan las peores muestras de intolerancia étnica. En Alemania (uno de los pueblos más educados de Europa) hace apenas unas décadas se persiguió a los judíos por millones, en Estados Unidos el racista y xenófobo Ku Klux Klan, pese a haber un presidente afrodescendiente, sigue teniendo una considerable cuota de poder, en Italia la Liga del Norte proponía hace unos pocos años atrás la separación del sur “subdesarrollado”, y los grupos neonazis están a la orden del día, sólo por dar algunos ejemplos.

En Guatemala una mujer indígena -Rigoberta Menchú- se ha hecho acreedora (no sin resistencias locales) a un Premio Nobel. Paso importante, sin dudas. Quizá a principios del siglo XX, o apenas algunas décadas atrás, esto hubiera sido inconcebible (todavía se vendían las fincas “con todo e indios incluidos”). Pero la discriminación étnica no ha desaparecido. ¿Hay forma que desaparezca? Incluso podríamos ser más cáusticos en la pregunta: ¿hay posibilidades reales que desaparezca? ¿Estamos obligados a que lo distinto pueda ser siniestro?

En la forma en que queda formulado el interrogante pareciera que no hay mayores alternativas: ¿será que el racismo está enraizado en la misma condición humana? Por principios diríamos que no, pero ¿por qué es tan frecuente y cuesta tanto eliminarlo? ¿Cómo es posible que un militante comunista reaccione así ante un siciliano? ¿Dónde queda la idea de “internacionalismo proletario” entonces? De todos modos, pensemos en que debe haber alternativas, ¿o es que realmente hay “razas superiores”? El desciframiento del genoma humano nos mostró con total evidencia que no hay ninguna diferencia entre todos los que pisamos este planeta, más allá de circunstanciales variaciones externas -color de la piel, de los ojos, forma del cabello-, explicables en función de la pura adaptación al medio ambiente (un africano tiene en su piel más melanina que un sueco por el sol tropical que debe soportar, o un nórdico tiene ojos claros por la falta de luz en el Polo). Definitivamente, ¡¡no hay razas!! Mucho menos: razas “superiores”.

El racismo, ya está más que dicho y sabido, no es sino una justificación para la explotación económica del otro. Nunca es de doble vía: el blanco discrimina al negro, el conquistador “civilizado” al conquistado “primitivo”, pero no se da la recíproca. Por una cuestión de explotación material, económica, se “arma”, se inventa la idea de superioridad racial. Y siempre, ¡oh, casualidad!, el explotador es el civilizado que explota (civiliza) la bárbaro primitivo.

¿En dónde radica la pretendida “superioridad” de la “raza superior”? Es un puro ejercicio de poder. Trabajar como esclavo es trabajar “como negro”. Creo que esa expresión lo dice todo. “Con perfecto derecho los españoles imperan sobre estos bárbaros del Nuevo Mundo e islas adyacentes, los cuales en prudencia, ingenio, virtud y humanidad son tan inferiores a los españoles como niños a los adultos y las mujeres a los varones, habiendo entre ellos tanta diferencia como la que va de gentes fieras y crueles a gentes clementísimas. ¿Qué cosa pudo suceder a estos bárbaros más conveniente ni más saludable que el quedar sometidos al imperio de aquellos cuya prudencia, virtud y religión los han de convertir de bárbaros, tales que apenas merecían el nombre de seres humanos, en hombres civilizados en cuanto pueden serlo?”, decía en el siglo XVI el español Juan Ginés de Sepúlveda refiriéndose a la población americana. Estamos en el siglo XXI, y en muchas personas esas ideas no han cambiado en lo sustancial: ¿civilizados versus bárbaros primitivos? ¿Razas superiores?

No debemos caer rápidamente en reduccionismos, por más tentador que ello sea. Sería muy fácil colegir de lo que tenemos dicho que el racismo, en cuanto una de tantas expresiones de la agresividad, en cuanto constituyente del fenómeno humano, es inmodificable. Así las cosas, no habría ya mucho por hacer. O ante cada nueva expresión discriminatoria con resignación encogerse de hombros por encontrarnos frente a un hecho supuestamente natural. Pero, modestamente, pensemos que podemos (debemos) apuntar a otras opciones.

Sin pretender entrar aquí en la búsqueda de la “esencia” humana, lo mínimo que podemos decir es que si alguna definición de ella tenemos es que el ser humano es un ser social. Somos lo que somos en relación a otro. Siempre y necesariamente estamos en relación con otros, si no, no somos seres humanos. Ahora bien, esas relaciones no siempre y necesariamente son relaciones de mutua cooperación y solidaridad; estas últimas son posibilidades, tanto como las agresivas, de envidia o discriminatorias (miremos el ejemplo de nuestro itálico camarada). Lo que sí podemos garantizar (o al menos intentarlo al máximo) es fijar normas de relacionamiento entre todos, donde nadie salga desfavorecido, o donde la meta sea no dañarnos, respetarnos.

Las religiones, todas, predican el amor entre los seres humanos. Pero pareciera (la historia lo demuestra) que esto solo no alcanza para asegurar una armónica convivencia. (Valga agregarlo: también hay guerras religiosas -quizá las más crueles-, y la conquista de América se hizo en nombre de la fe católica). Una posibilidad, quizá la única realmente seria, de plantearse un límite a la violencia, a la discriminación, es el establecimiento de normas de convivencia; en otros términos: leyes.

Nadie está obligado a amar al prójimo, pero sí está obligado a respetarlo. La población de una etnia difícilmente establece grandes amistades, o busca su pareja, con gente de otra etnia. Puede suceder, pero no es lo más habitual. Según una formulación de la psicología, se ama en el otro lo similar a mí; quizá por eso es tan difícil abrirse plenamente a alguien muy distinto. Pero aunque esto sea verdad en un nivel, nada autoriza a que se aborrezca al otro por ser diferente (otra lengua, otras costumbres, otra cosmovisión, otro color de piel). Una actitud civilizada, aunque se estrelle a diario con fuerzas jurásicas que ven en el otro distinto siempre una amenaza, debe apuntar a ese ideal de respeto.

No hay vacuna contra el racismo, ni contra las injusticias. Pero hay la posibilidad de establecer leyes que nos permitan respetarnos; y esas mismas leyes felizmente no son definitivas, son perfectibles. “La ley es lo que conviene al más fuerte”, adelantaba ya en la Grecia clásica un sofista como Trasímaco de Calcedonia. No se equivocaba. Las leyes son la legitimación de un estado de cosas. La propiedad privada de los medios de producción no es natural, pero la ley la estable. ¿Quién dijo que las leyes no se pueden cambiar? Si conviene al más fuerte… ¿qué hacemos los débiles? La historia humana es la historia de esos eternos choques. “La violencia es la partera de la historia”, dijo Marx.


Suprimir, eliminar al otro distinto no es el camino. Ello, en definitiva, no es sino alimentar el ciclo de violencia; y eso no tiene fin: hoy niños de la calle, después los drogadictos, después los homosexuales.... ¿Y después? ¿Seropositivos?, ¿habitantes de barrios marginales?, ¿indígenas?, ¿mujeres? ¿Y después gitanos, judíos, negros....latinos, habitantes del Tercer Mundo.....? La lista no tiene fin. Y en algún lado de la lista estamos todos. La idea de racismo, hoy día, debería darnos vergüenza. Pero sigue siendo una triste realidad. Una vez más: pensemos en el ejemplo del camarada italiano. ¿Hasta cuándo eso?

martes, 11 de noviembre de 2014

¿Cuánto tiempo le queda al matrimonio como institución?



Marcelo Colussi



Amigos con derechos, aminovios, parejas abiertas, matrimonios homosexuales…, a lo que podría agregarse, quizá con otro estatuto sociológico pero igualmente "inquietante" para una visión tradicional: sexo cibernético, relaciones en el espacio virtual, ¿muñecas y/o muñecos inflables de silicón?, etc., etc. Todo esto es nuevo, y aún sigue produciendo mucho escozor a las visiones conservadoras. Pero ahí están, tocando la puerta de nuestras atribuladas sociedades.

"Adán y Eva y ¡no Adán y Esteban!", vociferaba un predicador evangélico, Biblia en mano. De todos modos el campo de la sexualidad y las relaciones afectivas en su sentido amplio siguen siendo –no hay otra alternativa parece– el doloroso talón de Aquiles de lo humano. ¿Por qué, indefectiblemente, en toda cultura y todo momento histórico, se ocultan las "zonas pudendas"? Pero, ¿por qué son pudendas?, justamente. ¿Por qué toda la construcción en torno a esto es tan pero tan problemática? El psicoanálisis nos da la pista (no queremos saber nada de la incompletud, de la falta, por eso tapamos los órganos que nos ¿avergüenzan?, porque descubren que estamos en una carencia original: no podemos ser al mismo tiempo todo, machos y hembras), aunque se prefiera una psicología de la felicidad que nos otorgue manuales y fórmulas de autoayuda para ¿triunfar en la vida? y asegurar el "amor eterno" (que, en realidad, no dura mucho). Resaltar la incompletud no es muy grato que digamos; mantener la ilusión de la completud obviando el conflicto a la base, es mucho más gratificante. Las religiones, en general, no dicen algo muy distinto a esta psicología de la buena voluntad. Por eso todavía siguen ocupando un importante lugar en la dinámica humana. Y la gente, aunque luego se separe, sigue cumpliendo con el rito del matrimonio, en una amplia mayoría de casos, en una iglesia, colocándose un anillo y jurándose fidelidad.

Si bien la "infidelidad" –mejor llamada, con más propiedad científica, relación extramatrimonial– es una práctica tan vieja como el mundo (de ahí el décimo mandamiento de la tradición cristiana, que indica "no codiciar la mujer ajena" –machismo mediante, por supuesto: las mujeres no tienen dueño–), el matrimonio monogámico y heterosexual, al menos en Occidente, se sigue levantando como un paradigma y sinónimo de normalidad. A lo que podría sumarse, como obligado complemento, aquello de "haz lo que yo digo y no lo que yo hago". El matrimonio tiene mucho que ver con todo esto: hay transgresiones por todos lados, hace agua, pesa. A veces agobia. En otros términos: es como cualquier institución. No es una determinante natural; no tiene que ver con ningún instinto biológico. Es un código, una construcción histórica.

Sin dudas, una construcción socio-cultural más: ni tan "normal" ni tan "sana" en sí misma. Construcción, posicionamiento, no más que eso al fin de cuentas, pues en la historia y en diversas modalidades civilizatorias puede encontrarse la monogamia tanto como la poligamia. Y justamente por el machismo patriarcal que mencionábamos, muy raramente la poliandria. Si mantenemos la neutralidad científica y no consideramos el mundo sólo desde lo visceral, lo ideológico cerrado, rápidamente tenemos que agregar que ninguna construcción es más "normal" ni "sana" que otra.

Como un dato con algo de "perturbador" (al menos para la conciencia tradicionalista y reaccionaria) que no puede dejarse pasar inadvertido, valga considerar este ejemplo: en la ciudad de Guatemala, Centroamérica (capital de un país conservador desde el punto de vista ético, declaradamente cristiano –pero con un porcentaje de abortos de los más altos de Latinoamérica, por supuesto clandestinos–), en la última década la cantidad de travestis que ofrecen sus servicios en las calles aumentó en un 1.000%. ¿Cómo leer el fenómeno? ¿Se vuelve más "degenerada" la sociedad, o se permite externar más algo que estaba latente desde siempre? Considérese que quienes demandan el servicio son siempre varones (¿heterosexuales y monogámicos?). Si subió tanto la oferta, es porque hay demanda, nos podrían decir los mercadólogos. Esto de ser ¡puro macho! habría que empezar a ponerlo en cuestión. Lo cual ayudaría a repensar críticamente –para buscarle alternativas, claro está– la institución matrimonial.

Según investigaciones recientes aproximadamente un 50 % de matrimonios en el mundo se disuelven. Podemos tomar el dato con pinzas (como todo dato en el campo de la investigación social), pero no cabe ninguna duda que hay una tendencia fuerte que no puede desconocerse. Esta tendencia –ahí está lo importante a considerar– nos habla de algo: el matrimonio es una institución en crisis. En todo caso, la modernidad de nuestros días posibilita poner sobre la mesa sin tanto problema cuestiones que recorren la historia, anteriormente no dichas, hoy ya más visibilizadas.

Si se echa una mirada histórica a esa tendencia se descubre que la misma, en estas últimas décadas, ha presentado como diferencia básica el hecho de mostrarse en forma pública sin mayores problemas; pero ha estado presente en las sociedades desde tiempos inmemoriales. En cualquier cultura, y en toda época, el matrimonio, en tanto institución, ha evidenciado signos de, por lo menos, debilidad. Quizá ahora, sin que el mundo sea un paraíso precisamente, pero con una mayor permisibilidad para ciertos temas, se puede hablar con más libertad sobre esta tendencia (por eso, seguramente, esa mayor de presencia de travestis en las calles guatemaltecas. Y de moteles…, que se llenan de "transgresores"). Cada día más, por otro lado, legislaciones de distintos países aceptan el divorcio como un mecanismo social legítimo. La crisis, parece que llegó para quedarse; ahora ya es tema obligado de conversación. Es un hecho político, sin más.

Por supuesto que es un tema controversial y se puede estar furiosamente en contra de esa dinámica, pero la realidad es dura y obstinada, y aunque desde posiciones ideológicas conservadoras se levante un determinado discurso, la realidad puede ir por otro lado (así suelen ser las cosas, por lo demás). Para muestra (una entre tantas, las hay por miles), el discurso moralista de la Iglesia católica: se fustiga la homosexualidad por pecaminosa, pero una parte nada desdeñable de sus pastores tienen juicios por pederastía. ¿Eso es lo "sano" y "normal", el doble discurso, la hipocresía, la mentira institucionalizada? Evidentemente la psicología de la buena voluntad y la apelación a valores de "buenos" y "malos" (los "malos", por supuesto, siempre son los otros) no alcanzan para entender el fenómeno en cuestión, mucho menos para plantearle alternativas.

La institución del matrimonio va acompañada y se inscribe en otra formación social tal como el patriarcado, el primado del varón sobre la mujer (se es la "mujer de"; el cinturón de castidad, aunque no se use de hecho, no salió de nuestras mentalidades, la mujer es propiedad varonil, igual que una vaca o una gallina), modalidad cultural que, sin poder decir que esté en absoluto proceso de crítica y de retirada de la escena, al menos comienza también –muy tibiamente todavía– a ser cuestionada. En este marco general, entonces, debe entenderse el matrimonio como el dispositivo social que permite/asegura la perpetuación de la especie, de la propia cultura, y de la propiedad privada. Es la célula social que sirve para reproducir el sistema vigente.

Todas las sociedades son conservadoras (para eso existen justamente: para conservarse a sí mismas, asegurando los logros históricos que han ido consiguiendo en el nunca terminado proceso civilizatorio); todas las sociedades, hasta ahora, en mayor o menor grado son machistas, patriarcales. El ejercicio del poder, al menos hasta ahora, está concebido en términos masculinos (los que mandan siempre llevan un cetro de mando, representación fálica por excelencia… –¡hasta el Papa!, que hizo votos de castidad!–). El matrimonio, en tanto célula primordial de las sociedades, es por tanto conservador, machista, patriarcal. Y si se quiere decir de otro modo: es un ejercicio de poder.

En algunas sociedades, incluso, taxativamente está estipulado que el varón puede disponer de varias mujeres –en el Islam por ejemplo– mientras que en Occidente la bigamia es delito…, pero se tolera (al menos para el "macho") una determinada cuota de "infidelidad", de "canitas al aire". Hoy día, incluso, podría decirse que también comienza a abrirse el campo para las mujeres, pues por las calles ofrecen sus servicios no sólo prostitutas (mujeres públicas) sino prostitutos.

El matrimonio implica un contrato social, un ordenamiento legal. Ambas partes firman y se comprometen, tal como se hace en cualquier contrato civil, a cumplir con la letra pequeña del texto, esa que nadie lee. El deseo, de todos modos (aquello que quiere normar el décimo mandamiento) no se puede legalizar. Como arreglo establecido, entonces, en tanto institución, el matrimonio es producto de un acuerdo, de un convenio; por tanto, también sujeto a evolución en el tiempo (siempre las legislaciones van a la zaga de los hechos consumados; se transforma en ley lo que ya existe de hecho como práctica consuetudinaria).

Hasta ahora el matrimonio, con deficiencias intrínsecas insalvables (la "infidelidad" es tan vieja como el mundo y todo indicaría que no hay vacuna efectiva que lo evite. Los dioses griegos del Olimpo, muy humanos por cierto, también tenían este tipo de relaciones) ha venido cumpliendo su cometido: reproducir la especie y la sociedad. Y seguramente pueda seguir cumpliéndolo, aún con sus nuevas variables: matrimonios homosexuales por ejemplo, que si bien no reproducen biológicamente, sí pueden adoptar hijos y criarlos. Lo cierto es que, a partir de esta crisis que ahora se patentiza, pero seguramente presente en toda su historia, el matrimonio nos abre preguntas que ya no podemos seguir evadiendo.

Por cierto que, como institución, no se nutre necesariamente del amor que se jura en un altar hasta que la muerte separe a sus partes ("el amor eterno dura… ¿cuánto tiempo?"); muchos matrimonios (si se conocieran los datos reales sin dudas caeríamos de espaldas) se mantienen por otras circunstancias, muy alejadas por cierto del enamoramiento entre sus cónyuges: conveniencia y/o necesidad social. Una vez más: somos conservadores, ese es nuestro sino humano. Y ni qué decir de la cantidad de matrimonios armados a espaldas de sus miembros, más aún de la mujer, sólo para mantener/conservar/afianzar conveniencias económicas y/o políticas. Fenómeno, por cierto, que se repite tanto en sectores pobres como en la llamada "alta" (¿?) sociedad. Evidentemente, el amor existe (sin dudas es de las cosas más extraordinarias de la vida… ¡y ojalá fuera eterno!), pero en la vida no queda mucho espacio para el amor. Aunque sí para el matrimonio.

En sí misma, tal como está planteada en su estructura, la institución matrimonial lleva implícita la posibilidad de la transgresión a la promesa de fidelidad –cosa, por lo demás, muy habitual–. Algunos estudios de opinión de los tantos que circulan por ahí respecto a este tema refieren que el porcentaje de varones con relaciones extra-matrimoniales no es tan desmedidamente más alto que el de las mujeres con "canitas al aire": 60% contra un 35/40% –dato a tomar con cuidado, pero que hay que leer e interpretar adecuadamente: el deseo no es patrimonio varonil–.

De todos modos, en tanto institución conservadora, el matrimonio va más allá de estas circunstancias "domésticas", intentando erigirse como un valor ético en sí mismo –cerrando los ojos, tolerando, dejando pasar "pecadillos" ocultos–. Para la tradición occidental y cristiana, se lo pone como un punto de la máxima aspiración, un valor casi supremo en orden a la construcción social. No hay que dejar de considerar que muchas parejas no se separan porque el peso de la tradición y la presión social son excesivamente grandes. Las excusas del caso pueden ser variadas (los hijos, las habladurías de las familias, la tradición conservadora), aunque pareciera que el peso de todo eso sigue siendo muy grande. De todos modos, algo evidencia que está comenzando a fisurarse, porque ya son numerosos los países que han optado por legalizar la ruptura de ese contrato matrimonial. El divorcio legal –legalizando una práctica que se da muy habitualmente en la cotidianeidad– avanza. Así como avanzan otros temas hasta ayer tabú: la legalización del aborto no terapéutico, el matrimonio homosexual, la eutanasia, la legalización de ciertas drogas.

Todo lo dicho, entonces, es lo que abre el cuestionamiento: si está siempre en posibilidad de ser transgredido (las relaciones –y los hijos– extramatrimoniales son un hecho incontrastable); si no asegura el enamoramiento de sus partes; si conlleva todo el peso de la rutina y la formalidad de cualquier institución: ¿por qué se mantiene el matrimonio?

Dar una respuesta convincente a esta pregunta implica largos desarrollos sociales, psicológicos, políticos, ideológicos, que exceden las posibilidades de un pequeño texto como el presente (pero que, no obstante, invitan a emprenderlos).


Acompañando esas reflexiones –y he ahí probablemente lo más rico que disparan estas preguntas– queda la interrogante: si el matrimonio está en crisis, ¿con qué reemplazarlo entonces? 

Marx habla sobre los 25 años de la Caída del Muro de Berlín



Marcelo Colussi

No puedo dar los detalles precisos, sino simplemente hacer saber que recibí esta carta. Con mi pobre alemán me permití hacer la traducción, y como creo que esto es muy importante, hago circular el texto de marras en su versión española.


Trabajadores del mundo:

Las fuerzas de la derecha internacional festejan alborozadas estos 25 años de la Caída del Muro de Berlín. Pero se equivocan. ¿Qué festejan en realidad? ¿El fin del socialismo?

La historia, contrariamente a como dijo ese apologista del sistema de apellido Fukuyama hace algunos años atrás, no ha terminado. ¿De dónde saldría tamaño disparate? La historia continúa su paso sin que sepamos hacia dónde va. Hoy, sin temor a equivocarnos, dadas las características que ha tomado el sistema capitalista internacional, perfectamente podría estar dirigiéndose hacia la aniquilación de la especie humana, dado el afán de lucro imparable que lo alimenta, y que bien podría llevar al holocausto termonuclear de activarse todas las armas de destrucción masiva que existen sobre la faz del planeta. O también, dado ese afán insaciable de obtención de ganancia que no puede eliminar, a la destrucción del planeta por el consumo irracional que se está llevando a cabo.

Las fuerzas de la derecha cantan victoriosas su supuesto triunfo, pero en realidad no hay ningún triunfo. Como escribí alguna vez en mis años mozos, siendo discípulo del Profesor Hegel: el amo tiembla aterrorizado delante del esclavo porque sabe que inexorablemente tiene sus días contados.

¿Qué quise decir en su momento con esta frase, algo enigmática quizá, antes de ponerme a estudiar economía política para luego redactar el Tomo I de El Capital? Pues no es nada complicado: aparentemente el sistema capitalista “triunfó” de manera inexorable sobre las experiencias socialistas que se estaban construyendo, siendo la demostración palpable de ello la caída de este muro de la que ahora se cumplen 25 años. Supuestamente, según la fanfarria con que esa derecha presenta las cosas, la misma población alemana del este, “sojuzgada” por el yugo socialista, habría derrumbado el tal muro para “liberarse” y acceder a las bondades del capitalismo. ¡Pamplinas! Puras pamplinas, estupideces con que los actuales medios masivos de comunicación presentan las cosas.

En realidad lo que esta derecha, por ahora ganadora, festeja es que el Amo, para tomar la metáfora hegeliana (léase: la clase capitalista) alejó por un tiempo el fantasma que la persigue (la clase trabajadora y la posibilidad que alguna vez la misma se organice, abra los ojos y la expropie, tal como pasó varias veces durante el siglo XX, en Rusia, en China, en Cuba). Es decir: la clase por ahora dominante (industriales, banqueros, terratenientes) sabe que está sentada sobre un barril de pólvora; sabe que los trabajadores del mundo (obreros industriales urbanos –que fue lo que yo más estudié en su momento–, campesinos, trabajadores explotados de toda índole, sub-ocupados y desocupados –lo que yo en otro tiempo llamé Lumpenproletariät, es decir: población excluida y marginalizada) en algún momento van a explotar.

La historia de la humanidad, y también la historia del capitalismo, se los muestra. Las clases oprimidas aguantan (porque no tienen otra alternativa, porque están sojuzgadas, reprimidas brutalmente a veces, manipuladas en otras ocasiones). Aguantan hasta que, llegado a un punto de la acumulación de contradicciones, estalla un período de violencia revolucionaria, transformándose las relaciones de poder, pasando la propiedad de los medios de producción de una clase a otra. Esto la derecha lo sabe. Sabe muy claramente que la propiedad privada de esos medios es un saqueo legalizado; sabe con precisión milimétrica que no puede dejar ni por un segundo de cuidar esa propiedad, asentado en una explotación inmisericorde. Sabe que si se descuida, si deja de proteger a capa y espada sus privilegios, las grandes mayorías excluidas se levantan. Por eso, día a día, minuto a minuto, no dejan de controlar y evitar que los trabajadores se organicen, piensen, conozcan la verdadera realidad. Por eso los embrutecen con dádivas: es decir, el viejo pan y circo de los romanos.

Pero esa derecha sabe que el barril de pólvora sobre el que está sentada puede explotar, lo cual significaría perder sus privilegios de clase. De hecho, eso ya sucedió varias veces el siglo pasado. Por eso mismo, ante el retroceso que sufrió el primer Estado obrero del mundo, la llamada Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, las fuerzas de la derecha cantaron victoria, mostrando el derribamiento del Muro de Berlín como la caída de las ideas socialistas. Dicho de otra manera: como están tan aterrorizados con la posibilidad que los trabajadores reaccionen alguna vez, se permitieron mostrar ese incidente como el fracaso inexorable de las ideas socialistas. Pero ello no es sino una demostración del pavor que sienten a ser expropiados. De ahí que lo presenten como un triunfo apoteósico y que cierra de una vez la historia.

No hay dudas que con la involución que sufrieron las primeras experiencias socialistas del mundo (la Unión Soviética se desintegró, China se abrió al mercado capitalista, Cuba quedó flotando en el aire como pudo), el capitalismo internacional avanzó groseramente sobre las conquistas de los trabajadores obtenidas a fuerza de sacrificio en décadas y décadas de lucha. Por eso ahora ese sistema, que se autopresenta como ganador y única salida posible, se permite explotar más aún que hace un siglo atrás. Hoy día se perdieron conquistas sindicales, se hacen contratos sin prestaciones laborales, no se respeta la jornada laboral de ocho horas, se expolia sin la menor pudicia y se entroniza la figura del “ganador”.

No hay dudas, para tratar de concluir la referida cita que hice más arriba, que el sistema sabe que ya le va a llegar el turno, que su cabeza, igual que la del monarca francés en 1789, rodará por el polvo. Por eso festeja este triunfo parcial –que, sin dudas, hizo retroceder mucho al campo popular en estos últimos años– como un triunfo absoluto, queriendo presentar las cosas como que con el Muro de Berlín derribado terminó la explotación, y por tanto el ideal revolucionario socialista de transformación social.

Pero los trabajadores del mundo siguen siendo explotados, más que antes incluso, apaleados, reprimidos. ¿Por qué no habrían de reaccionar? Tal vez hoy día, hay que reconocerlo, los partidos comunistas están un tanto despistados. Mis ideas –que, en realidad, no son mías, sino producto de una reflexión científica (¡no digan “marxismo” sino materialismo histórico!)– se han querido presentar como anticuadas, fracasadas, “pasadas de moda”. Nada más contrario a la verdad.

Mientras siga la explotación en el mundo (y esa es la esencia del sistema capitalista) habrá quien proteste, quien alce la voz, quien busque organizarse para cambiar la situación. Que hoy día esa organización y los programas políticos al respecto estén golpeados, es una cosa. Pero pretender que se esfumaron, que los explotados quedarán contentos y felices con su condición de tales, que las injusticias cesaron porque el sistema ganó esta batalla, es un craso error.

No hay que olvidar que el capitalismo, como proyecto económico-político, comenzó a surgir en los siglos XII y XIII, allá en la Liga de Hansen, y demoró varias centurias hasta poder tomar mayoría de edad constituyéndose en sistema dominante, casi a fines del siglo XVIII, tanto en Francia e Inglaterra como en los nacientes Estados Unidos de América. Las experiencias socialistas no tienen ni 100 años de vida. ¡No olvidarlo! Cantar victoria porque se ganó una batalla es de mal guerrero. Lo único que demuestra es que sí, efectivamente, ese Amo tiembla porque sabe que ya le va a llegar su guillotina…, aunque en este momento se sienta ganador.

Los 25 años que ahora se pretenden festejar no son sino una demostración que el sistema capitalista no tiene salida. Se festeja el triunfo de la explotación y la injusticia. Si el sistema tuviera “responsabilidad social empresarial”, como parece que ahora se puso de moda decir, debería echarse a llorar por el descalabro absoluto que ha creado. Para decirlo sólo con dos ejemplos, lapidarios y terminantes por cierto: en estos momentos –créanme que sigo muy de cerca estos acontecimientos y estoy perfectamente informado– la humanidad produce un 45% más de los alimentos necesarios para nutrir a los 7.300 millones de almas que pueblan el mundo, y vergonzosamente la principal causa de muerte sigue siendo nada más y nada menos que ¡el hambre! ¡Infame!, no caben dudas. Y para terminar: la principal actividad de la especie humana, la que más ganancias genera desde el punto de vista capitalista, la vanguardia de la ciencia y de la técnica es la producción de armamentos. Es decir: la defensa a muerte de los privilegios de algunos. ¡Más patético todavía!

Por tanto, camaradas, los insto a que no nos dejemos confundir por estos cantos de sirena: la derecha no festeja un triunfo sino que sigue estando en guerra, y con miedo, porque sabe que los trabajadores, tarde o temprano, reaccionaremos.


Hoy, como hace un siglo y medio, la consigna no es lamentarse por la paliza recibida recientemente ni quedarse embobados viendo la televisión. Sigue siendo como escribí con Federico en 1848: “No hay nada que perder más que las cadenas. Por tanto: ¡uníos!”