Marcelo Colussi
I
Durante los años de la Guerra Fría se hablaba
del “mundo libre”, opuesto al ¿mundo de las tinieblas? que quedaba más allá de
la “oprobiosa e infame” Cortina de Hierro. El Muro de Berlín fue, quizá, su
ícono por excelencia.
La propaganda de Occidente (eufemismo por
decir “mundo capitalista”) pregonaba insistentemente que más allá de esa
frontera ideológica (¡y militar!) que dividía el mundo, reinaba la más completa
falta de libertad y desasosiego, mientras que, por aquí, teníamos el reino de
la bonhomía y la prosperidad. Pero más que nada: ¡de la libertad! ¿Alguien se
lo habrá creído? Seguramente sí. En eso consiste, justamente, la ideología. El
manejo de las mentes no es algo nuevo; el ejercicio del poder va siempre de la
mano de ello. “Pan y circo” decían los romanos hace dos mil años; la historia
no ha cambiado mucho.
Hoy por hoy asistimos a una compleja y muy
bien estructurada tecnología del manejo de las mentalidades colectivas; del
circo, dicho en otros términos. De hecho, se habla de una guerra de cuarta
generación, término acuñado por el estratega militar estadounidense William
Lind en 1989 para referirse a este tipo de lucha donde no hay un enfrentamiento
directo entre dos cuerpos combatientes regulares, sino que se trata de dominar
al oponente por medio de todo tipo de ardid, entrando allí el manejo de lo
mediático, de la psicología colectiva, de la verdad. En otras palabras, se
retoma aquella máxima de los nazis de “Una mentira repetida mil veces termina
haciéndose una verdad”. En la guerra la primera víctima es la verdad, se ha
dicho. No caben dudas que la guerra social sigue, aunque nos habían dicho que
las luchas de clases ya habían terminado (aunque nunca nos dijeron exactamente
cuándo y de qué modo).
En ese marco de mentiras bien urdidas, se
nos dijo hasta el cansancio que nosotros éramos el “mundo libre”. Ahora el
mundo ya no está dividido en estos dos grandes bloques. El socialismo murió (o,
al menos, eso es lo que se nos dice). ¿Viviremos todos, entonces, en el reino
de la libertad? Bueno, quedan islas de oprobio aún, según se nos sigue
diciendo. Cuba y Corea del Norte, por ejemplo. Pero nosotros nos podemos dar
por contentos porque estamos del lado de la libertad.
II
Un niño de nueve años me preguntó los otros
días qué es la libertad. ¡Pregunta por demás difícil de responder! ¿Cómo
explicarlo convincentemente? Se me vino a la imaginación esto del mundo
dividido en los “libres” y los “no libres”. ¿Esclavos habría que decir, con
mayor precisión? Siguiendo esa lógica, si somos libres, obviamente no somos
esclavos.
Pero ahí empezaron los problemas: vivimos
en países libres, pero ¿libres de qué? De poder elegir, pensé rápidamente.
¿Elegir qué? Si es a las autoridades de gobierno, eso es tan relativo que no me
atreví de manifestárselo a mi infantil interlocutor. Uno elige a quienes lo van
a gobernar por un cierto tiempo, entendiendo que ellos son nuestros
representantes.
¿Lo son? ¿Me representan? Lo reflexioné
seriamente, y no me atreví a mentirle a mi inquisidor. Nuestras autoridades
gubernamentales no nos representan en lo más mínimo, por supuesto. ¿Cuántas
veces por mes, o por semestre, o por año -bueno…, digámoslo claramente:
¿cuántas veces en la vida?- un funcionario electo por voto popular nos consulta
algo para luego, supuestamente representándonos, transformarlo en una acción de
gobierno? Creo que nunca. Es por ello que no pude decirle a mi joven demandante
que allí había libertad. Podemos elegir libremente a un mentiroso que manejará
las palancas de la estructura estatal, y terminado su período no habré cambiado
en mucho. ¿Eso es libertad: ir a votar? No me pareció correcto decir eso.
Quise enfocar la respuesta, entonces, por
el lado económico. Soy libre, claro, de “hacer dinero” si lo deseo. Onassis lo
hizo en su momento, o Bill Gates, según nos cuenta la historia. Pero… ¿es
cierto eso? La gran mayoría, inmensamente grande mayoría, no sale de pobre,
aunque trabaje y se esfuerce toda la vida. Por lo que se ve, no somos tan
libres. ¿Dónde está la libertad entonces?
¡En lo que consumimos! Ahí pude encontrar
ese nivel de libertad con el que tanto se nos bombardea. “Estamos condenados a
ser libres”, había dicho Jean-Paul Sartre. Por tanto, parece ser que con esto
de comprar lo que me plazca podemos encontrar la verdadera libertad. Aunque
pensándolo bien… ¿es cierto eso? ¿Por qué consumimos lo que consumimos?
Si lo profundizamos, no parece muy libre
todo esto. Consumimos ¿enfermizamente? una cantidad creciente de productos solo
porque nos lo imponen. ¿Para qué tomamos bebidas gaseosas? ¿O por qué cambiamos
los modelos de aparatos de la industria moderna cada cierto tiempo?
(refrigeradoras, teléfonos móviles, hornos a microondas, automóviles,
computadoras, y una larga, casi interminable lista de productos). Me pregunto seriamente:
¿alguien decide con libertad el modelo de teléfono que hay que usar, por
ejemplo? Pareciera que no. Las modas, la presión de la publicidad, la corriente
que nos arrastra, nos fuerza en casi todas (¿en todas?) las decisiones de
compra de algún bien o servicio.
Pero algo más profundo aún: ¿de dónde salió
eso que compramos lo que queremos, con total libertad? En todo caso, en los
opulentos países del Norte (que albergan apenas el 10% de la población
planetaria), existe un alto poder de compra. En los del Sur (¡el grueso de la
Humanidad!), a duras penas se sobrevive. Como alguien expresó alguna vez: “en
el Norte se discute sobre la calidad de vida; en el Sur…, sobre su
posibilidad”. Por más que los escaparates estén llenos de mercaderías y tenga
toda la libertad del mundo para comprar lo que quiera, el bolsillo me dice que
eso no es así. La libertad, una vez más, queda en entredicho.
¿Entonces: qué es la libertad? Se me hacía
difícil encontrar la respuesta adecuada para mi joven interrogador. ¡Pero la
encontré!
III
¡La libertad de locomoción! Podemos irnos
libremente de un lugar a otro. Esa es la libertad que tenemos. Y reflexioné que
en los países aquellos de la ignominia, de la noche eterna donde no había
libertad, los que estaban detrás de la “bochornosa Cortina de Hierro”, su
población tenía que escapar si quería la libertad. Aquí, en nuestros países
libres, podemos irnos de un lado para otro cuando queramos. ¡Eso es la
libertad!
Aunque…, bien pensado: eso no es exactamente
así. En los países pobres de lo que antes se llamaba Tercer Mundo (pero que
ahora, aunque no se les llame así, siguen siendo pobres), la gente no puede
viajar con tanta facilidad precisamente. Comprar un boleto aéreo es cosa seria,
muy seria. Averigüé un poco, y en nuestros pobres países del Sur (que son la amplísima
mayoría del mundo) muy buena parte de sus habitantes nunca subió a un avión. En
todo caso, si viajan, en general lo hacen como migrantes irregulares a los
países más prósperos. Y así vemos corrientes monumentales de pobres que se van
arriesgando su vida, cruzando mares o desiertos en condiciones de alto peligro,
para buscar el “sueño” de algún país tentador. ¿Eso es la libertad?
La verdad, no me atreví a decirle a mi
interlocutor que eso es la libertad, porque me pareció muy frágil la respuesta.
Se decía que de Cuba escapaba la gente por la “dictadura comunista” que los
encerraba. Me informé, y encontré que en la actualidad 30 personas por día
abandonan la isla, con una población de 11 millones y medio de habitantes. Lo
comparé con Guatemala, que no está muy lejos; allí, con una población de 15
millones de personas, no menos de 200 salen diariamente con rumbo a Estados
Unidos. En el país centroamericano hay libertad, pero se va más gente (en
realidad: huye de la pobreza crónica) que de Cuba.
Me empecé a encontrar sumamente contrariado
por no poder darle una respuesta convincente y bien fundamentada a quien me
había interrogado. Pero ¿es que no somos libres de nada entonces? ¡Y finalmente
creí haberlo encontrado!: ¡el suicidio!
Yo, y solamente yo, puedo decidir lo que
hago con mi vida. Suicidarse es el más alto indicador de libertad. Había
encontrado la respuesta, y estaba ya casi listo para dársela a quien me había
preguntado..., pero siempre hay un aguafiestas.
Por un lado, me dijo un sacerdote amigo que
no es de buen católico suicidarse, que dios no desea eso, y que quien lo hace
-contrariando la voluntad divina, que es la única instancia que puede disponer
de nuestras vidas- no va al cielo sino que arderá eternamente en el infierno.
¡Y no solo eso! Otra amiga, psicoanalista
ella, me dijo que no es cierto que esa es una decisión voluntaria. “La sombra
del objeto ha caído sobre el Yo”, me explicó para fundamentar el suicidio.
Fórmula, por cierto, que no entendí bien, pero que se me aclaró cuando me dijo
que, según Freud, el iniciador del psicoanálisis, “nadie es dueño en su propia
casa”. Es decir: que nuestras aparentes decisiones voluntarias no son tales. Y
me puso como ejemplo para graficarlo el nombre propio: algo que nos hace ser lo
que somos, que nos acompaña toda la vida, lo más propio que tenemos, no lo
elegimos nosotros. ¡Patético! ¿no? Nuestros actos, nuestras conductas, nuestras
decisiones más personales, aparentemente libres, no son tales; continuamente
hay una vida psicológica que, aunque digamos racional, no depende de nuestra
voluntad: ¡es inconsciente! Y me explicó que eso lo vemos en los sueños, en los
actos fallidos, en el chiste, pero fundamentalmente en los síntomas, las
inhibiciones y las angustias que nos acompañan. No soy libre de decidir mi
vida…, ni mi muerte.
Llegado a ese punto, ya no supe qué decirle
a mi amiguito. Pero como no podía dejarlo en ascuas, le contesté con algo que,
quizá, le resultó incomprensible, pero él es libre de tomarlo o no: la libertad
es una estatua francesa obsequiada al gobierno estadounidense que se encuentra a
la entrada de Nueva York.
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