Marcelo Colussi
Olvidar es repetir
Inscripción en la
entrada del Museo del Horror de Auschwitz
Todos los imperios son detestables. Todos,
absolutamente todos por igual. Lo son no sólo porque impongan a los dominados
su cultura, su modo de vida, su cosmovisión, porque los expolien
económicamente, porque los degraden en términos humanos. Son detestables, además,
porque basan su dominio en la fuerza bruta. En ese sentido ningún imperio se
diferencia de otro. Su mensaje es violento, y la violencia engendra más
violencia: círculo vicioso del que es muy difícil salir.
¿Es Estados Unidos
más malvado que el Imperio Romano? ¿O que la Confederación Inca en su expansión
por medio continente sudamericano? ¿Quiénes fueron más despiadados: el católico
reino de España en su conquista de América o las hordas de Gengis Khan en Asia
Central? En definitiva, ¿no estaban alentados por similar ansia de poder los
faraones egipcios que la "raza superior" de los nazis? Entramos al
tercer milenio de ¿civilización? y la fuerza bruta sigue siendo la que marca la
diferencia entre los pueblos. En ese sentido: ¡el tamaño sí importa! Continúa imponiendo
las condiciones, igual que en la época de las cavernas, el que detenta el
garrote más grande. Lo patético es que hoy ese garrote se llama energía nuclear,
y con eso estamos eternamente ante un barril de pólvora, siempre listos para la
catástrofe atómica que puede extinguir a la Humanidad en su conjunto y toda
forma de vida sobre la faz del planeta.
La diferencia con
el imperio actual radica únicamente –lo cual no es poco– en las características
de su poderío. El poder destructivo que acumuló la sociedad estadounidense no
tiene parangón en la historia. Como todo imperio seguramente también caerá. Pero
por ahora, aunque va perdiendo el dinamismo de décadas pasadas, no. Al
contrario, como gigante malherido, está dispuesto a tornarse cada vez más
violento, a defender cada vez en forma más brutal sus privilegios. Por lo
pronto, su capacidad bélica es desmedida: la mitad de los gastos militares del
mundo se hacen ahí. Un 25% de su economía está dedicada a la industria de
guerra, y si bien terminó formalmente la Guerra Fría, la agresividad belicista
no termina.
Para dejar en claro
que no cederían un milímetro en su creciente dominio planetario, la dirigencia
de este país hizo algo que ninguna otra sociedad se ha atrevido a hacer hasta
ahora: usar armas nucleares contra población civil no combatiente.
Llenándose la boca
con altisonantes palabras como "democracia", "libertad",
"derechos humanos", su agresividad no tiene comparación. Desde el fin
de la Segunda Guerra Mundial son, sin ningún lugar a dudas, la super potencia
capitalista; en modo alguno era necesaria la carnicería de Hiroshima y Nagasaki
para evidenciar su poder. Pero el poder es así: impune.
Vencida ya la
Alemania nazi y a punto de capitular el gobierno de Japón, la suerte de esa
gran contienda que enfrentó prácticamente a toda la humanidad ya estaba sellada
para agosto de 1945. Arrojar armamento nuclear no cambiaba en nada la resolución
militar. Fue, en todo caso, una amenaza. Tal como hoy día lo es, en buena
medida, la hiper militarización del mundo. La paz no se construye de esa
manera: los misiles nucleares de Corea del Norte son "malos". ¿Los de
Washington son "buenos"?
"Aquí mandamos
nosotros, y eso no se discute". Ese, solo ese, fue el mensaje que enviaron
las dos explosiones atómicas. Una advertencia al mundo: a las otras potencias
capitalistas, y al incipiente campo socialista.
Pero el mundo ya no
es el mismo. Hoy día Estados Unidos no tiene el monopolio nuclear. El mundo
cambia, y aunque el campo socialista ha sufrido últimamente duros reveses, la
reacción de las grandes masas humanas que siguen viviendo con penurias no ha
terminado. La historia la escriben los que ganan; en este caso, sobre los
hongos nucleares que costaron miles de vidas. Pero la historia no ha terminado.
¿Pedirán perdón
alguna vez los dirigentes estadounidenses por esa inmoral masacre cometida en
Japón en 1945? Es lo mínimo que se podría esperar de un país civilizado.
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