Marcelo Colussi
"Lo que demonizó a Carlos
Marx e hizo de él un adversario formidable, no fue haber predicado la
revolución, sino haber demostrado su inevitabilidad, aunque tal vez ocurra de
manera diferente a como lo soñó."
Jorge Gómez Barata
"Defiendo
la construcción del Estado como uno de los asuntos de mayor importancia para la
comunidad mundial, dado que los Estados débiles o fracasados causan buena parte
de los problemas más graves a los que se enfrenta el mundo: la pobreza, el
sida, las drogas o el terrorismo". Esta idea jamás podríamos
asociarla al pensamiento neoliberal, que se caracteriza por una apología de la
libre empresa y de la reducción del Estado. Pero curiosamente es lo que dice
Francis Fukuyama en su libro "Construcción del Estado:
gobierno y orden mundial en el siglo XXI", del 2004.
Fukuyama, funcionario del gobierno estadounidense, se
hizo famoso cuando en 1992 (acompañando la desintegración de la Unión Soviética
y la reversión de todo el campo socialista de Europa del Este) pronunció el
grito triunfal en su libro El fin de la historia y el último
hombre: "la historia ha terminado". Pero en realidad lo
dicho por él ni es pensamiento profundo, ni encierra ninguna verdad. ¡La
historia no había terminado! ¿A quién se le podría ocurrir tamaño dislate? Es
más que obvio que eso es una visceral manifestación ideológica, un grito de
fanático atolondrado más que una serena reflexión de un acendrado académico.
A inicios de los ‘90, caído el muro de Berlín y
derrumbado el campo socialista europeo, el capitalismo se sintió exultante,
triunfal. Todo parecía indicar que la economía planificada no llevaba a ningún
lado, y que el mercado se imponía como modelo único e inevitable. Coadyuvaba a
esta visión la idea de democracias parlamentarias como más
"civilizadas" y dando más respuestas a los problemas sociales que las
"dictaduras" del proletariado de partido único. La misma población
rumana, por ejemplo, se encargó de fusilar a un Ceauscescu con la misma saña
que lo hicieran anteriormente los italianos con Mussolini. La derrota del
experimento socialista, al menos presentada por la prensa capitalista, parecía
total.
Fue tan grande el golpe –y en buena medida, el golpe
mediático que el capital supo implementar al respecto– que el discurso
dominante inundó toda la discusión. La izquierda misma quedó perpleja, sin
argumentos. Parecía cierto que la historia nos dejaba sin respuesta. Pero la
historia no había terminado. ¿Puede terminar acaso? ¿De dónde saldría esa
monumental taradez?
El
término "globalización" se adueñó de los espacios mediáticos y del
ámbito académico, pasando a ser sinónimo de progreso, de proceso irreversible,
de triunfo del capital sobre el "anticuado" comunismo que moría. Y
nos lo hicieron creer. La siempre mal definida globalización pasó a ser el
nuevo dios; según se nos dijo –Fukuyama fue uno de sus principales difusores– la
misma traería desarrollo y prosperidad para todo el planeta. La historia había
terminado (mejor dicho: el socialismo había terminado), y el término que lo
expresaba con elegancia –por no decir con refinado sadismo– era globalización.
No se podía estar contra ella.
Levantar
los "viejos, anticuados, antidiluvianos" planteos del socialismo, del
"defenestrado" marxismo, condenaba al ostracismo. Eran solo quimeras
de nostálgicos trasnochados. O, al menos, eso fue el discurso dominante, que
buena parte de la izquierda terminó aceptando. A tal grado lo aceptó, que en
muy buena medida esa izquierda fue cooptada por la ideología del posibilismo,
de la resignación. De ahí que, ante tanto golpe recibido, algunos años después
la aparición de izquierdas "light" (encabezadas en muy buena medida
por Hugo Chávez en Venezuela con la propuesta de un renovado socialismo del
siglo XXI -nunca definido hasta el día de hoy-) encendieran tantas esperanzas.
Para los años
90 del pasado siglo el optimismo triunfalista del neoliberalismo en boga
campeaba sobre el mundo. Después de las fracasadas experiencias socialistas
(bueno, habría que discutir más eso del "fracaso"), o mejor dicho:
después de la presentación mediática que hacía el capitalismo victorioso de los
acontecimientos que marcan estos años, no parecía quedar mayor espacio para las
alternativas. Con fuerza irrefrenable, las políticas neoliberales barrieron el
planeta. Según nos aseguraban sus mentores, por fuerza traerían la paz y la
felicidad. Se quitaban así del medio, de un plumazo, los inconmensurables
logros que habían traído todas esas experiencias socialistas, en cualquiera de
sus expresiones: en la Rusia bolchevique, en la China con Mao Tse Tung, en la Cuba
revolucionaria, en Vietnam, en la Nicaragua sandinista (cuando Daniel Ortega
era comandante guerrillero y no empresario como es ahora). En todas esas experiencias,
no hay que olvidarlo nunca, se terminó con el hambre, con la desnutrición
crónica, con el analfabetismo, con la exclusión de los por siempre excluidos.
En todas esas experiencias -¡no hay que olvidarlo jamás!- el poder popular fue
un hecho, las mujeres mejoraron sustancialmente su condición de eternas
oprimidas, no hubo niños de la calle, el deporte y la cultura pasaron a ser
política de Estado, y los logros científicos (Premios Nobel a granel) brillaron
rutilantes. Ningún país que fue intervenido con planes neoliberales (léase:
capitalismo despiadado sin anestesia) logró algo de eso; por el contrario, en
todos (¡en todos!, tanto del opulento Primer Mundo como entre los pobres del
Sur) creció alarmantemente la pobreza, aunque hubieran supermercados
abarrotados de productos maquilados en el Tercer Mundo.
Pero hoy, dos
década y media después de este grito de guerra proferido por Fukuyama y respaldado
por el "No hay alternativas" de la Dama de Hierro Margaret Tatcher,
la realidad nos muestra algo bastante distinto a paz y felicidad planetarias. El
capitalismo creció, sin dudas, pero a condición de seguir generando más pobreza
y devastando el planeta. La riqueza se reparte cada vez en forma más desigual,
con lo que puede decirse que si algo creció, es la injusticia. Y las guerras no
sólo no han desaparecido sino que pasaron a ser un elemento vital en la
economía global; de hecho, en la dinámica de la principal potencia, Estados
Unidos, es su verdadero motor, ocupando alrededor de un cuarto de todo su
potencial y definiendo su estrategia política tanto interna como internacional.
Pero peor aún: las estrategias bélicas siguen domiando el panorame político
mundial, teniéndose la posibilidad de un enfrentamiento con armas nucleares
como una circunstancia real, lo que traería la peor tragedia para la Humanidad.
Por tanto: la historia no había terminado. ¿Podemos quedar impasibles ante
tamaña estupidez intelectual? ¿No debemos reaccionar ante esa fanforrenería
académica y levantar nuestra voz? La historia sigue, y aunque la escriban los
que ganan, ahí está devorando seres humanos, cambiando, transformándose
continuamente, haciéndonos ver que junto a la "oficial" hay otra
historia: la verdadera.
Después de unos
primeros años de impactante conmoción, tanto el campo popular como el análisis
objetivo de los hechos fueron saliendo del estado de shock, haciéndose evidente
que este momento de euforia de los grandes capitales era un triunfo coyuntural,
enorme sin dudas, pero no más que eso: un triunfo puntual (una batalla) en una
larga historia que sigue su curso. ¿Por qué iba a terminar la historia?
"Siéntate al lado del río a ver pasar el cadáver de
tu enemigo", enseñó hace dos mil quinientos años el
sabio chino Sun Tzu en el Arte de la Guerra. Parece que este oriental entendió mejor el sentido de la
historia que este moderno oriental americanizado, Fukuyama. La historia no
termina.
Después de observar
los desastres que ocasionó el retiro del Estado en la dinámica económico-social
de tantos países siguiendo las recetas (impuestas, por supuesto) de los
organismos financieros internacionales de Bretton Woods (Fondo Monetario
Internacional y Banco Mundial) en esta ola neoliberal absoluta, también hay
gente pensante que reacciona. Este desastre –con éxodos imparables de
inmigrantes desde el Sur hacia el Norte, con niveles de violencia creciente,
con brotes desesperados de terrorismo– torna al mundo cada vez más
problemático, más invivible. Y ahí aparece nuevamente Francis Fukuyama.
En realidad, en el
libro citado del año 2004 no se desdice radicalmente de lo dicho años atrás,
pero lo matiza. Lo cual, en otros términos, no es sino expresión de una
inconsistencia intelectual enorme. Un grito de guerra no es teoría. Y lo que años
atrás se nos presentó como formulación seria y sesuda –que la historia había
terminado– no pasa del nivel de pasquín barato de pueblito de provincia, mal
redactado y mucho peor pensado. No hay en juego ningún concepto riguroso: sólo
hay fanfarronería ideológica. Si luego Fukuyama debió apelar a esta
revalorización del papel del Estado, ello es lisa y llanamente porque la
historia le demostró la inconsistencia del show propagandístico que nos lanzó
años atrás. Además, pone el acento en el Estado y no en las relaciones
estructurales que el mismo expresa. El problema no está en el Estado, si debe
ser fuerte o débil: el problema siguen siendo las luchas de clases, la
estructura real de la sociedad, de la que el Estado es su expresión. ¿Acaso
terminaron las luchas de clases? Si así fuera, ¿para qué los centros de poder
siguen almacenando armas y denostando al marxismo como su peor enemigo?
La historia no ha
terminado, porque la matriz misma del ser humano es eso: la historia, el
devenir, el fluir. Ser y tiempo (historia), dijo Heiddeger. "No podemos bañarnos dos veces en un
mismo río", sentenció Heráclito de Efeso hace dos milenios y medio en
la Grecia clásica. No se equivocaba: la historia pasa, fluye, no se detiene. El
capitalismo –exultante, victorioso, lleno de glamour y de gloria en la
actualidad, pero que hace agua por doquier– es solo un momento de esa historia.
Nada es eterno. ¡Sí hay alternativas!, habría que responder. En tanto haya
injusticias, habrá quien levante la voz y se oponga a las mismas, aunque hoy
día se amarre la protesta, se la criminalice y se la intente reemplazar por espejitos
de colores. ¡Esa lucha interminable es nuestra historia como especie!
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