Marcelo Colussi
En Argentina, en las recientes elecciones
parlamentarias, la derecha gana dando una paliza. La opción electoral por
posiciones de derecha se sucede por doquier: en Estados Unidos la población
vota por el representante más troglodita, en Europa avanzan las propuestas con
sabor xenofóbico y conservador, en general se ve que los electorados optan por
partidos que no son de izquierda precisamente. ¿Por qué la derecha triunfa en
las elecciones? Así formulada, la pregunta daría a entender una honda
preocupación, pues supone que eso es algo así como un error inesperado, una
aberración. ¡La derecha no debería ganar!
Ahora bien: si se profundiza un poco, allí
puede encontrarse, más que nada: ingenuidad. ¿Quién dijo que los votantes irían
a votar por la izquierda? ¿Acaso la izquierda tenía garantizado el triunfo en
algún lugar?
Todo eso lleva a pensar en lo que ha
venido sucediendo en estas tres o cuatro últimas décadas en todo el mundo a
nivel político-ideológico. El avance de distintos movimientos populares
contestatarios para los años 60 y 70 del pasado siglo (guerrillas de izquierda,
avance sindical, movimientos campesinos, procesos de liberación nacional,
Teología de la Liberación, movimientos antiguerra y anticonsumismo, poderosos
movimientos estudiantiles inconformes, revolución sexual, reivindicaciones de
las mujeres, etc.) trajeron como respuesta del sistema un golpe tremendo. En
Latinoamérica, las montañas de cadáveres y los ríos de sangre -enmarcados en la
Doctrina de Seguridad Nacional y combate al comunismo internacional- signaron
la época. El miedo y el silencio se adueñaron de las sociedades. Protestar (por
cualquier tema, no importa) pasó a ser mala palabra, peligroso, algo a
desechar. De esa forma pudo declararse con ampulosidad que “la historia había terminado”, lo que
marcaba el “fin de las ideologías”.
Habría que aclarar, rápidamente: de la
ideología de izquierda (al menos esa era la pretensión del sistema, obviamente
de derecha). Lo que se acalló -sangrientamente- fue cualquier intento de
modificación, de protesta con sabor a cambio. Las sociedades, y no solo las latinoamericanas,
sino que el fenómeno es mundial- entraron en un letargo: levantar la voz salió
de la agenda. Mucho más aún, ciertos términos como socialismo, lucha de clases,
revolución, explotación. “No meterse en nada y cuidar el sacrosanto puesto de
trabajo” se impuso como la consigna básica, a seguirse con respeto (y temor)
reverencial.
En ese marco, acallándose las luchas, con
el agravante de la caída de las primeras experiencias socialistas (Unión
Soviética, China), el campo popular en su conjunto sufrió un severo retroceso.
¿Quién trabaja hoy solo 8 horas diarias? ¿Cuánta gente trabaja con todas las
prestaciones laborales de antaño? ¿Qué trabajador está sindicalizado? ¿A quién
defiende hoy un sindicato? Los avances conquistados históricamente en años de
lucha se fueron perdiendo. Así las cosas, lo que para décadas atrás en las
izquierdas era visto como algo despreciable: las elecciones burguesas, pasaron
a ser un nuevo campo de acción política. Las izquierdas (golpeadas, diezmadas,
casi en shock), pasaron a la arena de
la hasta entonces desprestigiada política parlamentaria.
Esto lleva a preguntarnos si efectivamente
ese marco de ejercicio político -siempre en el ámbito del capitalismo, incluso
más feroz que antaño, con las nuevas estrategias neoliberales, planes de ajuste
estructural y precarización constante de las condiciones de vida de las grandes
mayorías- puede permitir efectivamente una transformación real para esas
mayorías populares. ¿Son las elecciones un campo de cambio profundo?
La experiencia demuestra fehacientemente
que no. El camino de la democracia (burguesa) al socialismo (el caso de Chile
con Salvador Allende es el más emblemático) muestra los límites. Los cambios
revolucionarios no van de la mano de las elecciones llamadas democráticas. El
poder (la clase dominante) se resiste a cambiar pacíficamente. Nunca en la
historia, nunca jamás, un cambio económico-político-social efectivo pudo
hacerse sin violencia. “La violencia es
la partera de la historia”, enseñaba Marx con un hálito hegeliano, y sin
duda no se equivocaba. La actual clase dirigente: los capitalistas, se hacen
del poder cortándole sangrientamente la cabeza a los reyes. La democracia que
se desprende de ese hecho inaugural del mundo moderno no es más que “una ficción estadística”, como dijera
Jorge Luis Borges. Sigue mandando el poder económico, sostenido
(sangrientamente cuando es necesario) en las bayonetas.
¿Por qué reivindicar hoy ese tipo de
elecciones desde la izquierda? Porque el campo de acción se ha reducido tanto
que es lo poco en lo que se puede mover. O, al menos, golpeada y restringida
como ha estado estos años, es el único espacio que le ha ido quedando dentro de
los límites que le impone el sistema. Y ante tanta desesperanza, el hecho de
llegar a la casa de gobierno se puede sentir ya como un triunfo (aclarando
rápida y enfáticamente que la silla presidencial es apenas un pequeño, muy
pequeño eslabón en la real cadena de mando del sistema).
Pero ¡cuidado! ¡¡Las elecciones están muy
lejos de ser una revolución!! Si podemos contentarnos con el triunfo en las
urnas de una propuesta progresista (lo que ha estado sucediendo estos últimos
años en Latinoamérica, propuesta que sin dudas debemos apoyar con toda la
fuerza, porque al menos son una espina para el sistema -Chávez en Venezuela,
Morales en Bolivia, Correa en Ecuador, Bachelet en Chile, los Kirchner en
Argentina, el Partido de los Trabajadores en Brasil, Mujica en Uruguay, Ortega
en Nicaragua) eso muestra, ante todo, la debacle real de una propuesta de
cambio radical. “No se trata de reformar la propiedad
privada, sino de abolirla; no se trata de paliar los antagonismos de clase,
sino de abolir las clases; no se trata de mejorar la sociedad existente, sino
de establecer una nueva”, afirmaba
con la mayor energía Marx en su programa político. Reformar el capitalismo,
darle un rostro humano, redistribuir un poco más equitativamente la riqueza sin
tocar los resortes de fondo, todo eso es lo que ha venido pasando con proyectos
políticos populares en estos años. Es “políticamente correcto” apoyarlos; es
una obligación ética auparlos para quienes siguen pensando en otro mundo más
justo, más equitativo. Pero no hay que olvidar que no son proyectos que
cuestionen al sistema capitalista en su raíz: “capitalismo serio”, por ejemplo,
dijo la ex presidenta argentina. Economía mixta, capitalismo nacional… En otros
términos: una izquierda “domesticada”, acorde a los tiempos que corren, con
saco y corbata (versión masculina) o tacones y bien maquillada (versión
femenina). ¿El poder popular es ir a elecciones? ¿Así se puede construye un
auténtico cambio revolucionario?
Sin
ningún lugar a dudas, son proyectos importantes, avances en relación a las
peores y más antipopulares recetas neoliberales que se impusieron años atrás.
Por eso las poblaciones las eligen en elecciones libres cuando se va a procesos
electorales. Pero procesos que tienen las patas cortas, que no transforman nada
sustancialmente. Y por eso mismo, proyectos que pueden sucumbir.
Los
proyectos de capitalismo nacional y antiimperialista con talante popular que
marcaron varias experiencias latinoamericanas en el siglo XX (el peronismo en
Argentina, Vargas en Brasil, Torrijos en Panamá, Velazco Alvarado en Perú, la
Primavera Democrática en Guatemala) dejaron algunas marcas y buenos recuerdos,
pero no lograron transformar nada de raíz en sus sociedades.
La
población vota siguiendo cada vez más las técnicas de mercadeo que les imponen
los partidos políticos (siempre de derecha). Esos partidos son los gestores del
sistema, sus buenos administradores bien presentados, y nada más,
¡absolutamente nada más! Con buenas campañas de marketing imponen candidatos, más como actores de película que como
estadistas. La izquierda, con propuestas que no pueden rebasar los límites del
sistema capitalista (véase el caso de la guerrilla salvadoreña convertida en
partido político formal, o lo que le espera a las fuerzas guerrilleras en
Colombia, o lo que le sucede hoy al Frente Sandinista en Nicaragua, o la misma
Revolución Bolivariana, más allá de las pasiones que pueda despertar como
fuente de esperanza -con un camino al socialismo que nunca se termina de
recorrer realmente-) poco o nada puede hacer en esta competencia con la
derecha. Aunque gane las elecciones (porque, repitámoslo: la revolución es más
que ocupar la casa de gobierno. ¡La revolución es genuino poder popular, democracia
de base!)
Las
poblaciones están monumentalmente manipuladas para desinteresarse de lo
político. “La democracia es un sistema
donde se le hace creer a la gente que decide algo en los asuntos de su
incumbencia sin que, en realidad, decida nada”, dijo Paul Valéry. La
democracia formal y su parafernalia electoral no pasa de ser un espectáculo
mediático cada vez mejor montado, pero no más que eso. De ahí al auténtico
poder popular, dista bastante. Las elecciones no tienen nada que ver con la
transformación real de una sociedad, aunque hoy día la prédica del sistema nos
haya casi obligado a “disciplinarnos” y entrar en ese juego de los tacones y el
maquillaje o el saco y la corbata.
Ahora
bien: el triunfo de una propuesta claramente de derecha, neoliberal a ultranza
como la reciente de Mauricio Macri puede hacer pensar que el electorado
involuciona. Pero, ¿acaso se puede esperar algo realmente distinto de este
sistema electoral? ¿Puede haber cambios profundos y sostenibles verídicos en el
medio de este marco “democrático”? ¿O habrá que pensar en democracias directas,
de base, populares, sin representantes bien vestidos y con guardaespaldas?
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