Marcelo Colussi
Los sentimientos humanos nunca están en
estado puro. Todos, absolutamente todos los seres humanos presentamos una
compleja mezcla de afectos, donde no hay nada químicamente “no contaminado”.
Todos, entre otras cosas, amamos y odiamos. El sentimiento de odio no es,
necesariamente, un cuerpo extraño, una “patología”.
El amor, del mismo modo, no es algo que
“nos sobre” eternamente, que nos desborde, del que tengamos reservas
inagotables. La carga de amor -igual que la de odio- es siempre limitada. Pero más
aún: el amor, si somos rigurosos en términos científicos (tomemos los
desarrollos del psicoanálisis, por ejemplo: Jacques Lacan, 1991), encierra
siempre una cuota de engaño: “Amar es,
esencialmente, desear ser amado” (…)
“Como espejismo especular, el amor es esencialmente engaño”. En tal
sentido, no estamos obligados a amar al otro. Eso es un imposible, porque se
ama muy puntual y selectivamente, y siempre hay una cuota de engaño
(¿insatisfacción?) en esto. Los amores totales, eternos, desbordantes… duran
poco. En nombre del amor… se pueden cometer las peores atrocidades. Por tanto,
no podemos ni estamos obligados a amar absoluta y eternamente al otro, ¡pero sí
a respetarlo!
La convivencia humana -que es, en
definitiva, el hecho civilizatorio, el lazo social- nos permite establecer
reglas de juego que fijan el marco dentro del cual nos movemos y vivimos en
colectivo, en sociedad. La ley puede ser molesta, inoportuna, pesada… pero
resulta imprescindible, absolutamente. Sin ley, sin orden, sin marco
regulatorio que establece lo que se puede y lo que no, sería imposible vivir.
O, en otros términos, la vida sería un caos. La ley, definitivamente, no
siempre es justa: es un ordenamiento que se hace desde el ejercicio de un
poder. “La ley es lo que conviene al más
fuerte”, dirá el griego Trasímaco de Calcedonia hace dos milenios y medio.
Efectivamente, es así: la ley ordena el caos, aunque sea en beneficio de un
pequeño grupo. Pero sin ley no podemos vivir. Y, por supuesto -esa es la buena
noticia- las leyes cambian en la historia. La propiedad privada, por ejemplo,
es ley… ¡pero puede cambiar!
En el medio de ese marco de prohibiciones,
los seres humanos desplegamos nuestra humanización, nuestro proceso de ingreso
a las normas sociales, que es decir: nuestra socialización. En ese proceso se
da esa enorme, interminable y compleja variedad de sentimientos. El odio es uno
de ellos.
Nadie vive amando todo el tiempo, ni
nadie, tampoco, puede vivir odiando todo el tiempo. Esos son momentos puntuales,
pasajeros. En tal sentido, podríamos llegar a decir que el odio hace parte de
la normalidad, en tanto un momento de la afectividad.
Ahora bien: ¿qué pasa si ese sentimiento
en particular se manipula? Porque, y aunque parezca patéticamente imposible,
eso sucede. De hecho, es parte de ciertas operaciones psicológicas que tienen
por finalidad promover determinadas respuestas.
La guerra psicológica existe, es una
realidad. Para decirlo en palabras de un autor especialista en el tema, el
estadounidense Steven Metz: “Busca
generar un impacto psicológico de magnitud, tal como un shock o una confusión,
que afecte la iniciativa, la libertad de acción o los deseos del oponente;
requiere una evaluación previa de las vulnerabilidades del oponente y suele
basarse en tácticas, armas o tecnologías innovadoras y no tradicionales”.
Esa Psicología, como parte de un complejo
entramado de acciones político-militares, tiene por objetivo controlar
poblaciones enteras. Es, ni más ni menos, un eslabón de una estrategia de
dominación a favor de grupos poderosos. De hecho, los estrategas
estadounidenses, desde hace unas décadas, la vienen denominando “guerra de
cuarta generación”. Es decir: una guerra donde el oponente es una población
completa a la que se “bombardea” con mensajes ideológico-culturales. Una guerra
sin bombas y sin sangre, pero igualmente dañina. ¡O más aún!, por cuanto ni
siquiera permite percibir que se es parte de un enfrentamiento feroz. Una
guerra, en definitiva, hecha con sutiles técnicas de manipulación psicológica
que hasta pueden resultar placenteras a quien es objeto de ellas. Y ahí, en
medio de esa despiadada guerra (que entra por las pantallas de televisores,
computadoras, teléfonos celulares, videojuegos) se puede inocular odio.
La geoestrategia de Washington, desde hace
tiempo, tiene puesto sus ojos (o sus garras) en Venezuela, dadas las
inconmensurables riquezas naturales que anidan en el país. La nación
bolivariana es poseedora de las cinco fuentes principales de energía natural:
petróleo, gas, carbón, hidroelectricidad y solar. A lo que habría que agregar
la orimulsión. De hecho, contiene en su subsuelo las reservas petroleras
probadas más grandes del mundo: 300.000 millones de barriles, suficientes para
341 años de producción al ritmo actual. Además, de sus entrañas surgen
importantes recursos minerales, como hierro, bauxita, coltán (una de las
reservas más grandes del mundo), niobio y torio (quinta reserva mundial. Y
valga decir que un kilogramo de torio equivale a 3.000 toneladas de petróleo).
A lo que habría que agregar enormes yacimientos de oro y de diamantes. Junto a
ello hay que destacar que es el noveno país del mundo en biodiversidad en su
Amazonia (53.000 km2 de selvas tropicales) -utilizable para la
generación de medicamentos y alimentos- y décimatercera fuente de agua dulce
(la enorme cuenca del Río Orinoco).
Todo ello la convierte en un preciado
botín para los gigantescos pulpos multinacionales, estadounidenses en lo
fundamental, que ansían no perder esas riquezas. Claro que… ¡esas riquezas son
venezolanas!, y ahora, desde hace casi 20 años, con la Revolución Bolivariana
en curso, tales recursos son administrados por un gobierno nacionalista y
popular, que ha elevado significativamente el nivel de vida de las grandes
mayorías eternamente olvidadas. Esto es lo que tiene en jaque al imperio, a los
grandes capitales corporativos que ven perder sus negocios futuros.
Eso es lo que explica la agresividad que
desde hace años se viene dando contra Venezuela, y desde la llegada a la
presidencia de Nicolás Maduro, creciendo con una fuerza inusitada. Por lo
pronto, está en marcha una intrincada operación político-psicológica-militar
para detener el proceso bolivariano y volver a colocar los recursos en manos de
una oligarquía vernácula tecnocrático-petrolera afín a los dictados de la Casa
Blanca. Ello constituye la Operación
Venezuela Freedom-2. En pocas palabras, lo que se
pretende es:
1. provocar
desabastecimiento de productos de primera necesidad
2. impulsar
el mercado negro
3. fomentar
la inflación
4. crear
violencia callejera con bastantes muertos (es lo que se hizo en meses
anteriores, con el saldo de 120 personas fallecidas)
5. difundir
mundialmente una matriz mediática que muestre al país como un caos total
manejado por una dictadura sangrienta que hambrea a su población
6. inducir
una división tajante dentro de Venezuela entre chavismo y visceral antichavismo
7. buscar
una guerra civil
8. pedir
airadamente por todos los medios posibles (incluyendo la ONU y la OEA) una
intervención extranjera para “restablecer la democracia”, robada por la actual
“dictadura”
9. no está
escrito en el plan, pero es el objetivo real: quedarse con las distintas reservas,
las petroleras en principio.
Todas estas estrategias, según formula una
estudiosa de asuntos internacionales como la argentina Ana Esther Ceceña, ya
están debidamente probadas en varios lugares, siendo altamente eficaces: “Métodos [terroristas y
desestabilizadores] han sido usados en Libia y Siria. Siempre
aprovechando y atizando las contradicciones ya existentes y llevándolas a un
nivel de confrontación absoluta, que propicia la introducción de fuerzas
adicionales (fuerzas especiales de mercenarios), de operaciones encubiertas o
incluso de bombardeos del exterior, que no sólo elevan la tensión sino que
garantizan el acaparamiento de los lugares estratégicos (pozos petroleros,
puertos, pasos o rutas)”.
Para lo que nos interesa ahora: ¡fomento
del odio! Como se decía más arriba, todos los seres humanos estamos cortados
por la misma tijera, por lo que todos, dadas las circunstancias, podemos odiar
(la Madre Teresa de Calcuta también; no existe la “bondad pura”). Incluso
todos, dadas esas circunstancias, podemos matar al otro en nombre de algo.
Transformando el otro de carne y hueso en un “enemigo” se le despersonaliza y
se autoriza su eliminación. El ideal en nombre del que se le elimina puede ser
loable incluso (guerra revolucionaria), o deleznable (el racismo, por ejemplo),
pero siempre funciona.
El odio, repitámoslo una vez más, es parte
de nuestra constitución psicológica. Las interminables luchas religiosas que se
han dado a lo largo de la historia de la humanidad, por ejemplo, lo patentizan
en forma plena. O lo que sucedió en la Alemania nazi, donde
se fomentó el odio de una manera demencial. ¿Quiénes eran los “locos”,
“desequilibrados” y “fanáticos”: los jerarcas del régimen, o una población que
en muy buena medida se quiso creer lo de
“raza superior” despreciando/odiando a los “inferiores”? ¿Y por qué se
da cualquier forma de racismo si no fuera a partir de un odio que está latente
y se puede explotar?
Lo patéticamente desgarrador es que en ese
maquiavélico plan urdido para Venezuela, el punto 6) (“inducir una división tajante dentro de Venezuela entre chavismo y
visceral antichavismo”) se ha venido cumpliendo a la perfección. Hoy, sin
que un ciudadano antichavista pueda explicar por qué, “odia a muerte” a un
chavista, odia a muerte el chavismo. Las supuestas razones son tan opacas como
el sentimiento en cuestión: “el chavismo
es castro-comunismo”, “te van a
expropiar tu casa y pondrán a vivir otra familia en tu sala”, “te habrán de secuestrar los hijos y
enviarlos a un campo de entrenamiento comunista en Cuba”, “el país lo están dirigiendo los cubanos y
los chinos”, “Raúl Castro -y antes su
hermano Fidel- escuchan todas tus conversaciones privadas a través de las
lámparas ahorradoras de procedencia cubana que tienes instaladas en tu casa”,
etc., etc.
“El sueño de la
razón produce monstruos”, inmortalizó Francisco Goya en su
pintura. Absoluta verdad: eso es lo que busca esta malintencionada operación
psicológica fomentando el odio entre venezolanos. En nombre de esa irracional
lógica, se puede linchar y prender fuego a un chavista (eso ya ha pasado varias
veces) por la sencilla razón de ser eso: un chavista. Cuando el odio prima, la
razón, la civilización, las normas sociales caen. Así, de ese modo, un chavista
pasa a ser la representación del mal por antonomasia. Todo lo que haga el chavismo
-para el caso, el presidente Nicolás Maduro, o cualquier chavista- es malo.
Esa
irracionalidad se ha venido imponiendo en Venezuela con estas arteras
manipulaciones. Oponer al odio inoculado un amor sin límites es improcedente.
Tonto quizá… ¡o suicida! A los balazos y a las bombas no se le pueden oponer
flores. Como dice el colombiano Estanislao Zuleta: “No oponerle a la guerra, como han hecho hasta entonces casi todas las
tendencias pacifistas, un reino del amor y la abundancia, de la igualdad y la
homogeneidad. (…) Es preciso, por el
contrario, construir un espacio social y legal en el cual los conflictos puedan
manifestarse y desarrollarse, sin que la oposición al otro conduzca a la
supresión del otro, matándolo, reduciéndolo a la impotencia o silenciándolo”.
De lo que se trata es de desarmar la
campaña político-mediática-psicológica en juego. Desarmarla, descomponerla en
sus elementos, enseñar con precisión científica cómo está fundamentada.
Resuenan ahí las enseñanzas del creador de todas estas manipulaciones
psicológicas, el Ministro de Propaganda del régimen nazi, Joseph Goebbels: “Miente, miente, miente… Una mentira repetida
mil veces se transforma en una verdad”. Lo que debemos mostrar es cómo está
estructurado el plan, por qué se fomenta ese odio visceral, irracional, “loco”,
entre los venezolanos. Mostrar a quién sirve este “divide y reinarás”.
No debe olvidarse al respecto que esta
nueva generación de “guerras preventivas” que nace en la geoestrategia de
Washington a partir de la montada operación propagandística de la caída de las
Torres Gemelas, tiene como objetivo básico: 1) fomentar un odio quasi
irracional contra los musulmanes (supuesta encarnación del mal absoluto), para
poder invadir los países donde anida ese “terrorismo sanguinario” antes que
ellos ataquen a las “civilizadas” naciones occidentales, sin decir que a esos
países “terroristas” se les puede 2) arrebatar (¡robar!) el petróleo que
“casualmente” tienen en sus subsuelos. El fomento premeditado del odio al que
hoy asistimos tiene agenda oculta. No olvidar nunca, como dijo Raúl Scalabrini
Ortiz, que “nuestra ignorancia está
planificada por una gran sabiduría”.
Es sabido que las masas no son,
precisamente, racionales. Las masas se mueven por sentimientos primarios,
inmediatistas, pasionales. Por eso son tan fáciles de manipular. “Una masa”, dijo el psicólogo de las
multitudes, el francés Gustave Le Bon, “desprovista de toda facultad crítica, no
puede ser más que excesivamente crédula”. De ahí que esta Psicología que
mencionamos apela a la maleabilidad de las masas para conducirlas hacia donde
desee. En vez de fomentar la actitud crítica (que sería típica del socialismo),
el capitalismo engaña, miente, manosea a los colectivos. Por eso hay modas, por
eso se repiten clichés, por eso se pueden fomentar los sentimientos que se
desee: el “amor” por el ídolo de moda (el actor, el cantante, el deportista) o,
en nuestro caso, el odio contra el chavismo y todo lo que represente cambio a
favor de las mayorías.
A la inoculación del odio, a ese adormecimiento
de la racionalidad, a esa lógica de muerte que se pretende enseñorear, a los
crímenes de odio que estamos viviendo hoy día, hay que oponerles la Verdad.
Desenmascarar racional y críticamente lo que está atrás de todo esto es el
único camino.
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