Marcelo Colussi
“Los
pilotos ganan bien. Y en los otros deportes es igual, los mejores son los que
reciben más dinero” declaró el campeón mundial Lewis
Hamilton, primer piloto afrodescendiente de la historia de este ¿deporte?
En su estructura se repite a
cabalidad la estructura misma del mundo capitalista al que pertenece: todo el
circo está armado conforme a la más rigurosa clave empresarial que ha regido el
mundo en estos últimos dos siglos, que dio lugar a la industria destructora del
medio ambiente, que se basa en el “triunfo” de unos pocos sobre las grandes
mayorías (“los mejores son los que
reciben más dinero”), que ve en la victoria individual a cualquier costo la
llave maestra de la vida.
Las carreras de Fórmula 1 repiten
calcadamente la historia dominante en el mundo, más que ningún otro deporte: es
una actividad dirigida por blancos, anglosajones en especial, primermundista
(los Grandes Premios en los “exóticos” países del Sur son un regalo de la
metrópoli, y no pasan del gran evento de un día de fiesta, sin aportar
absolutamente nada para un posterior desarrollo). Es machista (no hay en toda su
historia, salvo rarísimos casos ocasionales, pilotos mujeres. A propósito: las
mujeres también manejan automóviles fuera de las pistas, y según cifras
estadísticas internacionales, en promedio chocan menos que los varones). El
lugar de las mujeres en la Fórmula
1 pareciera confinado a ser modelos atractivas que se pasean antes de la
largada por los pits para las cámaras
de televisión y solaz de los ojos masculinos.
Los pueblos y países pobres del
mundo no tienen cabida en el selecto club de la Fórmula 1. En todo caso
están confinados a ser espectadores, y eventualmente consumidores de los
productos que el circo propagandiza: automóviles, autopartes, neumáticos,
gasolinas y aceites lubricantes, etc. Así como, también, consumidores de otro
producto propagandizado por el circo: los valores del consumismo, del
triunfalismo, la entronización del ganador, valores todos que la gran masa de
espectadores recibe acríticamente.
Así como en su tejido íntimo están
presentes todos estos valores de una sociedad clasista (que la lógica del
capital alienta abiertamente como positivos, sanos y necesarios), también lo
están aquellos no presentables en público, aquellos que, sabiendo que hacen
parte de la dinámica diaria del mundo, no son “políticamente correctos” –pero
que definen las cosas–: en la
Fórmula 1 también hay espionaje industrial, mafias
extradeportivas que manejan el “negocio” del circo con los mismos mecanismos de
cualquier mafia, golpes bajos, traiciones y sabotajes. Es, en definitiva, un
espejo del mundo de la empresa privada en versión colorida y ajustada a los
códigos de la peor y más despiadada manipulación mediática: lo importante es
ganar, mostrar un mundo de ensueño, entronizar al “number One”.
Lo que inocentemente declaraba
Hamilton respecto a “los mejores” es una palmaria verdad: el deporte
profesional, ya desde hace largas décadas, dejó de ser deporte para
transformarse en gran negocio y herramienta de manipulación ideológico-cultural
de las grandes mayorías. El automovilismo deportivo no podría escapar a ello,
menos aún su categoría reina, la
Fórmula 1 Internacional.
¿Qué hacer entonces? ¿Acaso sería
remotamente posible pensar que en una sociedad distinta pudiéramos seguir
entronizando el fetiche del automóvil individual y destruyendo nuestro planeta
quemando irresponsablemente combustibles fósiles no renovables? En realidad la Fórmula 1 no es, en sí
misma, el problema; ella no es más que el reflejo de un mundo desequilibrado e
injusto. El problema es ese desequilibrio y esa injusticia, y si de algo se
trata es de arreglar eso. La humana necesidad (y deseo placentero) de descargar
adrenalina –manejando un bólido a 350 km. por hora, o viéndolo en una pantalla
de televisión– deberá ser resuelta de alguna otra manera más útil socialmente,
y menos nociva para el colectivo y para el planeta.
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