Marcelo
Colussi
Síntesis
Las “maras”
constituyen un problema social con aristas múltiples. Esto ya es sabido,
existiendo una amplia bibliografía sobre el tema. Lo que se quiere resaltar
ahora es la vinculación que existe entre ellas y poderes paralelos u ocultos
nacidos en la guerra contrainsurgente de décadas pasadas, y que aún sobreviven,
en muchos casos ocultos en estructuras del Estado, detentando considerables
cuotas de poder económico y político. Las maras operan en buena medida en
función de un mensaje de control social que estos poderes ocultos envían al
colectivo. La violencia generalizada que campea sobre el país, fundamentalmente
sobre determinadas zonas urbanas, tiene una lógica propia derivada de un
entrecruzamiento de causas, pero al mismo tiempo responde a la implementación
de planes trazados por determinados centros de poder donde ellas se han
convertido en nuevo “demonio”, supuesta causa de todos los problemas,
justificando así la aplicación de políticas represivas.
Palabras
claves
Maras, violencia,
control social, transgresión, impunidad.
__________
Introducción
Las maras
constituyen un problema social con aristas múltiples. Esto ya es sabido,
existiendo una amplia bibliografía sobre el tema. Lo que se quiere resaltar
ahora es la vinculación que existe entre ellas y poderes paralelos u ocultos
nacidos en la guerra contrainsurgente de décadas pasadas, y que aún sobreviven,
en muchos casos ocultos en estructuras del Estado, detentando considerables
cuotas de poder económico y político.
Las maras
funcionan como familia sustituta de numerosos jóvenes que proceden de hogares
disfuncionales. El motivo por el que un joven, o un niño –dado lo prematuro de
las edades con que se hace el pasaje de incorporación– ingresa a una mara, denota
una sumatoria de causas: hay un trasfondo de pobreza estructural e histórica
sobre el que se articula una cultura de violencia dominante, impuesta ya como
norma en la historia del país, fortalecida con un conflicto armado que alcanzó
ribetes de crueldad indecibles y que sigue sirviendo como pedagogía del terror,
a lo que se suman impunidad, debilidad o ausencia de políticas públicas por
parte del Estado, diferencias económicas irritantes entre los sectores más
favorecidos y la gran masa de pobres y excluidos, ruptura de los tejidos
sociales producto de la guerra interna, de la masiva movilidad del campo hacia
la ciudad y de la salida desesperada hacia el extranjero como vía de escape a
la pobreza crónica con la repatriación forzada de muchas de esas personas en
condiciones que agravan la ya precaria situación nacional.
Todo esto ya es
sabido suficientemente. La academia lo ha venido estudiando desde hace un buen
tiempo disponiéndose de mucho conocimiento al respecto, lo cual, lamentablemente,
no se traduce en respuestas efectivas por parte del Estado con la
implementación de políticas sostenibles y de largo alcance. Las maras, por
tanto, siguen siendo criminalizadas y vistas como causa, no como consecuencia.
Dichas maras han
venido cambiando su perfil en el tiempo, aumentando su agresividad, tornándose
mucho más crueles que en los momentos de su aparición en la década de los 80
del siglo pasado. Ello responde a una transformación nada azarosa. Los llamados
grupos de poderes paralelos enquistados en diversas estructuras que siguen
operando con lógicas contrainsurgentes, aprovechan a estos jóvenes para sus
operaciones delictivas. Pero más aún: en un proyecto semi-clandestino, desde
ciertas cuotas de poder que esos grupos detentan, las maras constituyen un
brazo operativo y funcional que sirve a sus intereses de proyección político-económica
en tanto grupos de poder, disputándole terreno incluso a fuerzas sociales tradicionales.
En tal sentido,
las maras operan en función de un mensaje de control social que estos poderes
ocultos envían al colectivo. La violencia generalizada que campea sobre el
país, fundamentalmente sobre determinadas zonas urbanas, tiene una lógica
propia, pero al mismo tiempo responde a la implementación de planes trazados
por determinados centros de poder donde las maras se han convertido en nuevo
“demonio”, supuesta causa de todos los problemas.
Las maras están
sobredimensionadas. Los medios masivos de comunicación han hecho de ellas un
problema de seguridad nacional –no siéndolo, claro está– con lo que se alimenta
un clima de zozobra donde esos poderes ocultos, semi-clandestinos, navegan
perfectamente, aprovechándose de la situación. El miedo, el terror a las maras
que se ha ido creando, es funcional a un proyecto de inmovilización social, de
control contrainsurgente que guarda vínculos con lo vivido años atrás durante
el conflicto armado interno en el marco de la Doctrina de Seguridad Nacional y
combate al enemigo interno. Podría describirse la dinámica como: “de la casa al trabajo y del trabajo a la
casa. Cero organización comunitaria, generalizada desconfianza del otro, clima
de paranoia social”.
Contextualizando
el problema
Las maras existen
en Guatemala desde hace ya más de tres décadas. En ese lapso de tiempo fueron
evolucionando grandemente, y las primeras experiencias de los años 80 del siglo
pasado, cuando grupos de muchachos defendían a puño limpio sus territorios en
las colonias populares, ya no tienen nada que ver con su perfil actual.
Hoy por hoy, estos
grupos juveniles pasaron a ser un enemigo público de proporciones gigantes. Y
justamente ahí viene la pregunta que motiva el presente texto: ¿son realmente
las maras el problema a vencer en nuestra empobrecida sociedad post guerra, o
hay ahí ocultas agendas mediático-políticas?
La insistente
prédica de los medios masivos de comunicación ya desde hace años nos convenció
que la violencia (identificada sin más con delincuencia) nos tiene de rodillas.
De esa cuenta, sin análisis crítico de la cuestión, las maras se han venido
presentando en forma creciente como uno de los grandes problemas nacionales.
Por cierto, eso está sobredimensionado. Una simple lectura de los hechos indica
que, en todo caso, el problema de fondo no son estos jóvenes en sí mismos sino
las causas por las que se convierten en transgresores. De hecho, nadie sabe a
ciencia cierta cuántos mareros hay. Llamativo, sin dudas. Las estimaciones van
desde 3,000 hasta 200,000. Si de un problema de tal magnitud nacional se trata,
¿cómo sería posible que nadie tenga datos ciertos?
Efectivamente es
cierto que, hoy por hoy, sus actos constituyen a veces demostraciones de la más
espantosa crueldad y falta de solidaridad: matan, violan, descuartizan a sus
víctimas, extorsionan. Ahora bien: ¿por qué se fue dando ese paso de grupo
barrial juvenil a “demonio” temido, problema de seguridad nacional, con valor
casi de nueva plaga bíblica?
¿Cómo es posible
que un número no determinado, siempre impreciso de jóvenes marginalizados,
subalimentados, con escasa o nula educación formal, provenientes de barriadas pobres,
viviendo siempre en situaciones de aguda carencia, de precariedad extrema, pobremente
equipados en términos comparativos con las fuerzas armadas regulares, sin
ningún proyecto real de transformación político-social, tengan en vilo a toda
una sociedad? ¿No es posible, si se trata de un problema de seguridad, que las
fuerzas armadas oficiales den cuenta del fenómeno, que puedan controlar esa
expresión de violencia desbordada? Cuesta creer que un grupo de jóvenes
rebeldes constituya un problema tan serio.
Ello fue lo que
motivó poner en marcha las preguntas que aquí compartimos, y que sin dudas
podrían generar una investigación mucho más exhaustiva, realizada con el rigor
de un estudio de ciencias sociales metodológicamente encarado.
Pero hay una
intuición que complejiza las cosas: Guatemala aún está intentado salir –sin
saberse con exactitud cuánto tiempo durará eso– de un clima post bélico que
pareciera tender a perpetuarse. En concreto, hace ya cerca de dos décadas que
se firmó formalmente la paz entre los grupos militarmente enfrentados: el movimiento
revolucionario armado y el ejército nacional. Sin embargo el clima de
militarización y de guerra continúa. Las maras se inscriben en esa lógica.
Ahora bien:
distintos indicios (por ejemplo, esa transformación que han ido teniendo en el
tiempo, su papel hiperdimensionado en los medios de comunicación como nuevo
demonio –lo que ayer era el guerrillero, el “delincuente subversivo”, hoy lo es
el marero: la afrenta a la sociedad pacífica–, ciertas coincidencias llamativas
en la esfera política) llevan a pensar que hay algo más que un grupo de jóvenes
transgresores.
Las maras, si bien
tienen una lógica de funcionamiento propia, no son precisamente autónomas.
Responden a patrones que van más allá de sus integrantes, jóvenes cada vez más
jóvenes, con dudosa capacidad gerencial y estratégico-militar como para
mantener en vilo a todo un país. ¿Están manejadas por otros actores? ¿Quién se
beneficia de estos circuitos delincuenciales tan violentos? ¿Cuántos mareros
existen en el país? Si tanto dinero manejan ¿por qué los mareros continúan
viviendo en la marginalidad y la pobreza?
Viendo que todos
esos datos faltan, la intuición llevó a pensar que allí debía haber algo más
que “jóvenes en conflicto con la ley penal”. Las piezas del rompecabezas están
sueltas, y una investigación rigurosa nos permitiría unirlas. Pero allí surgen
los problemas.
El tema en
cuestión es delicado, álgido, particularmente espinoso. Al estudiar las maras se
rozan poderes que funcionan en la clandestinidad, que se sabe que existen pero
no dan la cara, que siguen moviéndose con la lógica de la contrainsurgencia que
dominó al país por décadas durante la guerra interna. Y esos poderes, de un
modo siempre difícil de demostrar, se ligan con las maras. En otros términos:
las maras terminan siendo brazo operativo de mecanismos semi-clandestinos que
se ocultan en los pliegues de la estructura de Estado, que gozan de impunidad,
que detentan considerables cuotas de poder, y que por nada del mundo quieren
ser sacados a la luz pública. De ahí la peligrosidad de intentar develar esas
relaciones.
A ello se suma, como otra dificultad para llevar
adelante una investigación rigurosa, la complejidad de poder investigar
pertinentemente el objeto en cuestión. Visto que se trata de relaciones
bastante, o muy, ocultas, poder develarlas no es nada sencillo. Nadie
quiere/puede prestarse a dar mayor información. La información está allí, pero
quien la detenta realmente no la va a dar. O, al menos, no la dará sino bajo circunstancias
muy particulares. De ahí que el trabajo al respecto tiene algo de detectivesco,
de orfebre rehaciendo una pieza quebrada. En este caso, el investigador se debería
dedicar a recoger indicios para intentar unirlos, haciendo cruces entre ellos
para sacar conclusiones bastante sustentadas.
Obtener
información válida en un campo donde se sabe poco, hay poco o nada investigado
y donde casi nadie está dispuesto a hablar, se torna un enorme problema metodológico.
Un obstáculo más que se sumaría en la posible investigación está dado por la fiabilidad
de los datos que podrían recogerse y por la posibilidad de demostrar fehacientemente,
con pruebas contundentes en las manos, las hipótesis en juego. Sabido es que en
ciencias sociales los esquemas epistemológicos son distintos a los de las
ciencias exactas, las llamadas “ciencias duras”. Si más arriba se pudo hablar
de “intuición” en un marco académico, es porque las ciencias sociales lo
posibilitan. O más aún: lo requieren. De todos modos, eso siempre constituye un
problema a vencer: cómo demostrar que las conclusiones obtenidas son válidas.
Un
posible mapa conceptual sobre el asunto
¿Quién se beneficia de las maras?
Desde hace ya unos años, y en forma siempre
creciente, el fenómeno de las pandillas juveniles violentas ha pasado a ser un
tema de relevancia nacional.
Se trata de un fenómeno urbano, pero que tiene
raíces en la exclusión social del campo, en la huida desesperada de grandes
masas rurales de la pobreza crónica de aquellas áreas, que se articula a su vez
con la violencia de la guerra interna que asoló al país años atrás y que dio
como consecuencia: 1) una cultura de violencia e impunidad que se extendió por
toda la sociedad y aún persiste, ya vuelta “normal”, y 2) la salida del país de
innumerable cantidad de población que, tanto por la guerra interna como por la
situación de pobreza crónica, marchó a Estados Unidos, de donde muchos jóvenes
regresaron deportados portando los valores de una nueva cultura pandilleril,
desconocida años atrás en Guatemala.
Según el manipulado e insistente bombardeo
mediático, son estos grupos las principal causa de inestabilidad y angustia de
nuestra sociedad post conflicto, ya de por sí fragmentada, sufrida, siempre en
crisis. De esa cuenta, es frecuente escuchar la machacona prédica que “las maras tienen de rodilla a la
ciudadanía”.
El problema, por cierto, es muy complejo;
categorizaciones esquemáticas no sirven para abordarlo, por ser incompletas,
parciales y simplificantes. Entender, y eventualmente actuar, en relación a
fenómenos como éste, implica relacionar un sinnúmero de elementos y verlos en
su articulación y dinámica globales. Comprender a cabalidad de qué se habla
cuando nos referimos a las maras no puede desconocer que se trata de algo que
surge donde se conjugan muchas causas interactuantes: son los países más pobres
del continente, con estructuras económico-sociales de un capitalismo periférico
que resiste a modernizarse, viniendo todos ellos de terribles procesos de
guerras civiles cruentas en estas últimas décadas, con pérdidas inconmensurables
tanto en vidas humanas como en infraestructura, las cuales hipotecan su futuro.
A lo cual se suman, como elementos que retroalimentan lo anterior: la enorme desigualdad
económico-social de sus poblaciones, la debilidad del Estado, la destrucción
del tejido social a causa de los conflictos y la emigración-deportación, más la
herencia y la cultura de la impunidad dominantes. La pobreza, en tal sentido,
es un telón de fondo que posibilita toda esa sumatoria de procesos, pero debe
quedar claro que no es ni la única ni la principal causa del surgimiento de las
pandillas, pues si no se la estaría criminalizando peligrosamente.
O, en todo caso, surgen en los sectores más
empobrecidos (inmigrantes latinos, poblaciones afrodescendientes) de una gran
economía como es Estados Unidos, lugar desde donde la cultura pandilleril se
difunde hacia los países más carenciados del continente, en buena medida por
las deportaciones que realiza el gobierno federal de aquella nación.
Las maras en Guatemala, de esa forma, son una
expresión patéticamente violenta de una sociedad ya de por sí producto de una
larga historia de violencia, hija de una cultura de la impunidad de siglos de
arrastre, de un país donde el Estado no es un verdadero regulador de la vida social
y donde el desprecio por la vida no es infrecuente.
Empiezan a surgir para la década de los 80 del
siglo pasado, aún con la guerra interna en curso. En un primer momento fueron
grupos de jóvenes de sectores urbanos pobres, en muchos casos deportados desde
Estados Unidos, que se unían ante su estructural desprotección. Hoy, ya varias
décadas después, son mucho más que grupos juveniles: son, según lo que podría
parodiarse del discurso mediático que invade todo el espacio: “la representación misma del mal, el nuevo
demonio violento que asola el orden social, los responsables del malestar en
toda la región”…, al menos según las versiones oficiales, incorporadas ya
como imaginario colectivo en la ciudadanía de a pie, repetido hasta el hartazgo
por los medios masivos de comunicación.
El análisis objetivo de la situación permite
comprobar que se ha venido operando una profunda transformación en la
composición y el papel social jugado por las maras. De grupos de defensa
territorial, más cercanos a “salvaguardar el honor” de su barrio, han ido
evolucionando a brazo indispensable del crimen organizado. En estos momentos,
existen sobrados argumentos que demuestran que ya no son sólo grupos juveniles
delincuenciales que entran en conflicto con la ley penal en función de satisfacer
algunas de sus necesidades (drogas, alcohol, recreación, teléfonos celulares de
moda, vestuario, etc.). Por el contrario, terminan funcionando como apéndice de
poderes paralelos que los utilizan con fines políticos. En definitiva: control
social.
Los mareros, cada vez más, deciden menos sobre sus
planes, y en forma creciente se limitan a cumplir órdenes que “llegan de
arriba”. El sicariato, cada vez más extendido, está pasando a ser una de sus
principales actividades. Valga al respecto la declaración de un joven vinculado
a una pandilla*: “Decían
en Pavón estos días los chavos mareros, ahora detenidos, que están contentos
porque el año que viene, año electoral, van a tener mucho trabajo. Eso quiere
decir que se los va a usar para crear zozobra, para infundir miedo. Y por
supuesto, hay estructuras ahí atrás que son las que dan las órdenes y les dicen
a la mara qué hacer”.
No cabe ninguna duda que las maras son
violentas; negarlo sería absurdo. Más aún: son llamativamente violentas, a
veces con grados de sadismo que sorprende. No hay que perder de vista que la
juventud es un momento difícil en la vida de todos los seres humanos, nunca
falto de problemas. El paso de la niñez a la adultez, en ninguna cultura y en
ningún momento histórico, es tarea fácil. Pero en sí mismo, ese momento al que
llamamos adolescencia no se liga por fuerza a la violencia. ¿Por qué habría de
ligarse? La violencia es una posibilidad de la especie humana en cualquier
cultura, en cualquier posición social, en cualquier edad. No es, en absoluto,
patrimonio de los jóvenes. Quienes deciden la guerra, la expresión máxima de la
violencia (y se aprovechan de ella, por cierto), no son jóvenes precisamente.
Eso nunca hay que olvidarlo.
De todos modos, algo ha ido sucediendo en los
imaginarios colectivos en estos últimos años, puesto que hoy, al menos en la
noción popularmente extendida que ronda en nuestro país, ser joven –según el
discurso oficial dominante– es muy fácilmente sinónimo de ser violento. Y ser
joven de barriadas pobres es ya un estigma que condena: según el difundido
prejuicio que circula, provenir de allí es ya equivalente de violencia. La
pobreza, en vez de abordarse como problema que toca a todos, como verdadera
calamidad nacional que debería enfrentarse, se criminaliza. Si algo falta hoy
en los planes de gobierno, son abordajes preventivos.
A esta visión apocalíptica de la pobreza como
potencialmente sospechosa se une una violencia real por parte de las maras que
no puede desconocerse, a veces con niveles increíbles de crueldad, por lo que
la combinación de ambos elementos da un resultado fatal. De esa forma la mara
pasó a estar profundamente satanizada: la mara devino así, al menos en la
relación que se fue estableciendo, una de las causas principales del malestar
social actual. La mara –¡y no la pobreza ni la impunidad crónica!– aparece como
el “gran problema nacional” a resolver.
Se presentifican ahí agendas calculadas,
distractores sociales, cortinas de humo: ¿pueden ser las pandillas juveniles
violentas –que, a no dudarlo, son violentas, eso está fuera de discusión– el
gran problema a resolver en un país con altos niveles de desigualdad y en post
guerra, en vez de enormes cantidades de poblaciones por debajo de la línea de
pobreza? (más de la mitad de la población guatemalteca: 50.9%, se encuentra por
debajo de la línea de pobreza que establece Naciones Unidas, es decir: vive con
un ingreso de dos (2) dólares diarios). ¿Pueden ser estos grupos juveniles
violentos la causa de la impunidad reinante (“los derechos humanos defienden a los delincuentes”, suele escucharse),
o son ellos, en todo caso, su consecuencia? El problema es infinitamente
complejo, y respuestas simples y maniqueas (“buenos” versus “malos”) no ayudan
a resolverlo.
Si fue posible desarticular movimientos revolucionarios
armados apelando a guerras contrainsurgentes que no temieron arrasar poblados
enteros, torturar, violar y masacrar para obtener una victoria en el plano militar,
¿es posible que realmente no se puedan desarticular estas maras desde el punto de
vista estrictamente policíaco-militar? ¿O acaso conviene que haya maras? Pero, cui bono?, ¿a quién podría convenirle?
Consecuencia y no causa
En
la génesis de cualquier pandilla se encuentra una sumatoria de elementos:
necesidad de pertenencia a un grupo de sostén que otorgue identidad, la
dificultad en su acceso a los códigos del mundo adulto; en el caso de los
grupos pobres de esas populosas barriadas de donde provienen, se suma la falta
de proyecto vital a largo plazo. Por supuesto, por razones bastante obvias,
esta falta de proyecto de largo aliento es más fácil encontrarlo en los sectores
pobres que en los acomodados: jóvenes que no hallan su inserción en el mundo
adulto, que no ven perspectivas, que se sienten sin posibilidades para el día
de mañana, que a duras penas sobreviven el hoy, jóvenes que desde temprana edad
viven un proceso de maduración forzada, trabajando en lo que puedan en la
mayoría de los casos, sin mayores estímulos ni expectativas de mejoramiento a
futuro, pueden entrar muy fácilmente en la lógica de la violencia pandilleril,
que supuestamente otorga bondades, “dinero fácil”, reconocimiento social. “Bondades”,
por supuesto, que encierran una carga mortal. Una vez establecidos en ese
ámbito, por una sumatoria de motivos, se va tornando cada vez más difícil
salir.
Lo que suele suceder con estos grupos es
que, en vez de ser abordados en la lógica de poblaciones en situación de
riesgo, son criminalizados. Tan grande es esa criminalización, que eso puede
llevar a pensar que allí se juega algo más que un discurso adultocéntrico
represivo y moralista sobre jóvenes en conflicto con la ley penal. ¿Por qué las
maras son el nuevo demonio? Porque, definitivamente, no lo son. Al respecto, valgan
las palabras de un inspector de la Policía Nacional Civil con el que se habló
del tema: “A veces no es la mara la que
comete los hechos delictivos, pero se le echa la culpa. Conviene tenerla como
lo más temible, porque con eso se tiene atemorizada a la población. Y mucha
gente realmente queda aterrorizada con todo lo que se dice y se cuenta de las
maras. No todos los delitos que se cometen los hacen las maras. Hay muchos
delincuentes que actúan por su cuenta, pero los medios se encargan de echarle
siempre la responsabilidad a las maras (…) Hay una gran gama de delincuentes: robacarros, asaltabuses,
narcotraficantes, robafurgones, personas individuales que delinquen y roban en
un semáforo, y también maras. Hay de todo, no sólo mareros”.
¿Hay
algo más tras esa continua prédica? Cuando un fenómeno determinado pasa a tener
un valor cultural (mediático en este caso) desproporcionado con lo que
representa en la realidad, por tan “llamativo”, justamente, puede estar
indicando algo. ¿Es creíble acaso que grupos de jóvenes con relativamente
escaso armamento (comparado con lo que dispone el Estado) y sin un proyecto
político alternativo (porque definitivamente no lo tienen, no intentan
subvertir ningún orden social) se constituyan en un problema de seguridad
nacional en varios países al mismo tiempo, que puedan movilizar incluso los
planes geoestratégicos de potencias militares extra-regionales? De hecho
Estados Unidos en innumerables ocasiones se refirió a las maras como un
problema de seguridad que afecta la gobernabilidad y la estabilidad democrática
de la región y preocupa a su gobierno central en Washington. ¿Qué lógica hay
allí?
Un ex pandillero con el que trabamos
contacto decía al respecto: “Las
pandillas funcionan como un distractor dentro del sistema: mientras pasa
cualquier cosa a nivel político, se utiliza la mara como chivo expiatorio, y
los titulares de la prensa o de la televisión no deja de remarcarlas como el
gran problema”.
Todo
lo anterior plantea las siguientes reflexiones:
·
Las maras no son una
alternativa/afrenta/contrapropuesta a los poderes constituidos, al Estado, a
las fuerzas conservadoras de las sociedades. No son subversivas, no subvierten
nada, no proponen ningún cambio de nada. Quizá no sean funcionales en forma
directa a la iniciativa privada, a los grandes grupos de poder económico, pero
sí son funcionales para ciertos poderes (poderes ocultos, paralelos, grupos de
poder que se mueven en las sombras) que –así lo indica la experiencia– las
utilizan. En definitiva, son funcionales para el mantenimiento sistémico como
un todo, por lo que esos grandes poderes económicos, si bien no se benefician
en modo directo, terminan aprovechando la misión final que cumplen las maras,
que no es otro que el mantenimiento del statu
quo. Pero esto hay que matizarlo: no son los poderes tradicionales quienes
las utilizan (la cúpula económica tradicional, la aristocracia histórica ligada
a la agroexportación, los grandes detentadores de las fortunas más abultadas)
sino los nuevos poderes ligados a estructuras estatales y que continúan
subrepticiamente con el Estado contrainsurgente creado durante el conflicto
armado interno, en general vinculados a negocios fuera de la ley (contrabando,
trata de personas, narcoactividad, crimen organizado). Es decir, aquello que son
llamados “poderes paralelos u ocultos”.
·
Las maras no son delincuencia
común. Es decir: aunque delinquen igual que cualquier delincuente violando las
normativas legales existentes, todo indica que responderían a patrones
calculadamente trazados que van más allá de las maras mismas. No sólo delinquen
sino que, esto es lo fundamental, constituyen un mensaje para las poblaciones.
Esto lleva a pensar que hay planes derivados de las perversiones o “patologías
sociales” a las que da lugar la contrainsurgencia y los poderes paralelos
cuando se quiere seguir utilizando los mecanismos ilegales e impunes que le son
propios en el marco de gobiernos democráticos.
·
Si bien son un flagelo –porque,
sin dudas, lo son–, no afectan la funcionalidad general del sistema
económico-social. En todo caso, son un flagelo para los sectores más pobres de
la sociedad, donde se mueven como su espacio natural: barriadas pobres de las
grandes urbes. Es decir: golpean en los sectores que potencialmente más podrían
alguna vez levantar protestas contra la estructura general de la sociedad. Sin
presentarse así, por supuesto, cumplen un papel político. El mensaje, por
tanto, sería una advertencia, un llamado a “estarse quieto”.
·
No sólo desarrollan actividades delictivas
sino que, básicamente, se constituyen como mecanismos de terror que sirven para
mantener desorganizadas, silenciadas y en perpetuo estado de zozobra a las
grandes mayorías populares urbanas. En ese sentido, funcionan como un virtual
“ejército de ocupación”. Un abogado entrevistado, que defiende mareros,
afirmaba: “La mara sirve a los poderes en
tanto sistema, porque no cuestionan nada de fondo sino que ayudan a mantenerlo.
Por ejemplo: ayudan a desmotivar organización sindical. O a veces se infiltran
en las manifestaciones para provocar, todo lo cual beneficia, en definitiva, al
mantenimiento del sistema en su conjunto”. Y una investigadora del tema
afirmó: “En muchas colonias populares ya
no se ve gente por la calle, porque es más seguro estar encerrado en la casa.
Ya no hay convivencia social: hay puro temor. (…) Todo indicaría que esto está bien pensado, que no es tan causal. La
mara nunca es solidaria con la población del barrio. Al contrario: la perjudica
en todo, cobrando extorsión, y hasta obstaculizándola en su locomoción”.
·
Disponen de organización y logística (armamento)
que resulta un tanto llamativa para jovencitos de corta edad; las estructuras
jerárquicas con que se mueven tienen una estudiada lógica de corte militar-empresarial,
todo lo cual lleva a pensar que habría grupos interesados en ese grado de
operatividad. Es altamente llamativo que jovencitos semi-analfabetas, sin
ideología de transformación de nada, movidos por un superficial e inmediatista
hedonismo simplista, dispongan de todo ese saber gerencial y ese poder de
movilización. Al respecto relató uno de los entrevistados, un ex pandillero: “En este momento ya casi no están lideradas
por jóvenes. No son jóvenes los que dan las órdenes. En otros tiempos se hacían
reuniones con chavos de todas las colonias donde se tomaban decisiones, y eran
todos menores de 30 años. Hoy ya no es así. Ya no se hacen esas reuniones, que
eran como asambleas, y hay viejos liderando. Ahora las órdenes son anónimas.
Hay números de teléfono y correos electrónicos que dan las órdenes a jefes de
clica, pero no se sabe bien de quién son. Te llega un correo, por ejemplo, con
una orden, una foto y un pago adelantado de Q. 10,000, y ya está. Así se maneja
hoy. (…) A veces el mismo guardia de
la prisión llega con el marero y le da un teléfono, todo bajo de agua,
diciéndole que en 5 minutos lo van a llamar. Tal vez el mismo guardia ni sabe
quién va a llamar, ni para qué. Eso denota que ahí hay una estructura muy bien
organizada: no va a llegar un guardia del aire y te va a dar un teléfono al que
luego te llaman, y una voz que no conocés te da una indicación y te dice que
hay Q. 15,000 para eso. Ahí hay algo grueso, por supuesto”. Por lo visto,
puede apreciarse que no son sólo jóvenes, cada vez más jóvenes, los que la
organizan con ese tan alto grado de eficiencia. Una abogada defensora de
pandillas entrevistada expresó: “Antes no
tenían esa disciplina, ese grado de organización. Ahora sí, lo que lleva a
deducir que algunos factores externos están influyendo ahí. Esa organización
sin dudas está diseñada. Constituyen una estructura de poder, y hay gente
preparada que la dirige”.
A lo anterior
se suma como una problemática de orden nacional el hecho de haber ido
desapareciendo, o reduciéndose sustancialmente, de la agenda gubernamental
programas de corte preventivo como eran, por ejemplo, “Escuelas Abiertas” y el
Servicio Cívico. Sin ningún lugar a dudas, las pandillas juveniles deben ser
enfocadas como un problema social de múltiples aristas, y en vez de
abordárselas desde un carácter represivo, debería abrirse una mirada más
integradora y preventiva sobre el asunto. Intentar iluminar la relación que
existe entre ellas y los poderes ocultos (crimen organizado, narcoactividad,
mafias varias que se sirven de ellas) puede ayudar a definir políticas públicas
sobre la juventud, y en particular sobre la juventud en situación de alto
riesgo, que contribuyan a darle una respuesta positiva y consistente al
problema. E igualmente, puede contribuir a golpear sobre la cultura de corrupción
e impunidad que siguen campeando.
No quedan dudas
que la sociedad guatemalteca en su conjunto se ve hoy envuelta en una cultura
de corrupción e impunidad sin parangón. Si ello es histórico hundiendo sus
raíces en la Colonia de siglos atrás, la situación actual presenta un grado de
descomposición social notorio: las leyes son absolutamente eludidas como cosa
común, el sistema de justicia se ve rebasado y los órganos de seguridad no
aportan la más mínima sensación de tranquilidad y orden social. Para muestra, véase
lo que sucede con el gremio de abogados. Decían algunos jóvenes entrevistados: “También hay vínculos con abogados bien
conectados que ayudan a la mara, que les facilita las cosas. En realidad, no es
una ayuda sino que son servicios, porque todo eso se paga. Y se paga muy bien.
Hay licenciados que hacen mucho pisto con eso. (…) Cuando uno está metido, por supuesto que
tiene buenos contactos que lo van a defender, que lo van a sacar de clavos.
Pero eso cuesta. Digamos no menos de 20,000. No hablamos con el juez, sino con
abogados que nos arreglan las cosas”. La corrupción e impunidad dominan el
panorama. La mara no es sino una expresión –sangrienta y exagerada– de eso.
La
mara como “fuerza política de choque”
En varias
ocasiones distintos investigadores y/o académicos han intuido que hay algo más
que un mero grupo juvenil delincuencial en todo esto. Como ejemplo, véase lo
dicho ya años atrás en la obra “Guatemala: nunca más”. Informe REMHI, en
su Tomo II (“Los mecanismos del horror”), Sub-tema: La infiltración.
“El engaño de la muerte
El caso de los Estudiantes del 89
En el mes de agosto de 1989
varios dirigentes estudiantiles de la AEU fueron secuestrados y desaparecidos o
asesinados en la ciudad de Guatemala. Los intentos de reorganizar el movimiento
estudiantil, que estaba prácticamente desarticulado, se vieron así nuevamente
golpeados por la acción contrainsurgente. Las sospechas iniciales de
infiltración por parte de la inteligencia militar (EMP) se vieron
posteriormente confirmadas por varios testimonios. (…) Se invitó a un grupo de estudiantes que se
habían contactado para viajar a México, a un Encuentro de Estudiantes que se
organizaba en Puebla. Contactaron a Willy Ligorría, que era presidente de la
Asociación de Estudiantes de Derecho (…).
Ligorría fue posteriormente investigado por un estudiante quien informó sobre
sus fuertes vínculos con una 'mara' de la zona 18, cuyos miembros andaban
armados; siempre se sospechó que estas maras habían sido formadas por el
ejército”.[1]
O
también lo expresado por un investigador de la Universidad de Berkeley, Anthony
W. Fontes, que dedicó dos años al estudio del tema y publicó luego, además de
su tesis de doctorado, un breve material que sintetiza su trabajo sobre esta
faceta no muy dicha en relación a las maras, traducido al español y publicado
en versión digital, “Asesinando
por control: la evolución de la extorsión de las pandillas”, contenido en el libro “Sembrando utopía” (2013), divulgado en versión
digital:
“La
autoridad que acumulan a través de su poder para matar o dejar vivir está
desprovista de cualquier tipo de plataforma política, más allá de la
acumulación de riqueza, haciendo de las pandillas unas entidades completamente
neoliberales. Las pandillas extorsionistas son la máxima expresión de este
dominio, donde la Mara Salvatrucha y la Mara 18 han construido un modelo de
negocios exitoso, fuera de su poder sobre la vida y la muerte. Sin embargo, el
control brutal de su espacio urbano y la riqueza que se deriva de este control,
no sería posible sin la colusión del gobierno guatemalteco, instituciones
bancarias y otras facetas estatales y de la sociedad civil. (…) A
pesar del hecho que las pandillas tienden a emplear violencia –disimulada o
abiertamente– para convencer a sus clientes de realizar los pagos, las
comparaciones entre las prácticas de extorsión enormemente exitosas que
utilizan y la floreciente industria de seguridad privada en Guatemala da
algunas visiones muy perturbadoras, pero quizá útiles. Mientras que las
pandillas y otras organizaciones criminales involucradas en la extorsión
obtienen beneficios considerables, esto no es nada comparado a aquellos
cosechados por la seguridad privada”.[2]
A
lo que podría sumarse la visión de un especialista en el tema, Rodolfo Kepfer,
quien trabajó como médico por años con estos jóvenes en situación de privación
de libertad: “La
mara no es autónoma; hay poderes detrás de la mara. Dentro de ellas hay un
complejo sistema de mandos, de subordinaciones y jerarquías. Eso se ve en su
vida diaria, cuando actúan en las calles, pero más aún se ve en las prisiones.
Hay un sistema de jerarquías bien establecido. Lo que voy a decir no lo puedo
afirmar categóricamente con pruebas en la mano, pero después de trabajar varios
años con ellos todo lleva a pensar que hay lógicas que las mueven que no se
agotan en las maras mismas. Por ejemplo, hay períodos en que caen presos sólo
miembros de una mara y no de otra, o que una mara en un momento determinado se
dedica sólo a un tipo de delitos mientras que otra mara se especializa en
otros. Todo eso hace pensar en qué lógicas hay ahí detrás, que hay planes
maestros, que hay gente que piensa cómo hacer las cosas, hacia dónde deben
dirigirse las acciones, cómo y cuándo hacerlas. Y todo ese “plan maestro”,
permítasenos llamarlo así, no está elaborado por los muchachitos que integran
las maras, estos en algunos casos niños, que son los operativos, los sicarios
que van a matar (hay niños de 10 años que ya han matado)”.[3]
Definitivamente, debe irse más allá de la
idea criminalizadora que ve en las maras solamente una expresión de violencia
casi satánica para conocer qué otros hilos se mueven ahí, conocer qué vasos
comunicantes las unen con poderes paralelos.
Dado que insistentemente venimos hablando
de estos poderes paralelos u ocultos, es necesario puntualizar exactamente qué
entender por ellos. Al respecto se citarán dos conceptualizaciones de
investigaciones que han ahondado en el tema, 1) de la organización de origen
estadounidense WOLA, y 2) de la Fundación Myrna Mack.
“La
expresión poderes ocultos hace
referencia a una red informal y amorfa de individuos poderosos de Guatemala que
se sirven de sus posiciones y contactos en los sectores público y privado para
enriquecerse a través de actividades ilegales y protegerse ante la persecución
de los delitos que cometen. Esto representa una situación no ortodoxa en la que
las autoridades legales del estado tienen todavía formalmente el poder pero, de
hecho, son los miembros de la red informal quienes controlan el poder real en
el país. Aunque su poder esté oculto, la influencia de la red es suficiente como
para maniatar a los que amenazan sus intereses, incluidos los agentes del Estado”[4].
O igualmente: “Fuerzas ilegales que han existido por décadas enteras y siempre, a
veces más a veces menos, han ejercido el poder real en forma paralela, a la
sombra del poder formal del Estado”[5].
La
composición político-social de Guatemala es compleja. El Estado nunca
representó a las grandes mayorías. Sin llegar a decir que es un Estado fallido
(concepto discutible, que puede tener un valor descriptivo pero que debe ser
manejado con extremo cuidado por sus connotaciones ideológicas), es evidente
que sus funciones como regulador de la vida social de toda la población que
habita el territorio guatemalteco está muy lejos de ser una realidad.
Históricamente
no ha funcionado para solventar la calidad de vida de todos sus ciudadanos; por
el contrario, siempre de espaldas al interior indígena, centrado en la
agroexportación y en distintos negocios para una minoría capitalina, su perfil
dominante ha estado dado por la corrupción y la inoperancia, por la precariedad
o inexistencia de servicios básicos. De todos modos, cuando tuvo que reaccionar
para salvaguardar a la clase dominante ante el embate que representaba un
movimiento revolucionario armado y un proceso de movilización política y social
que amenazaba con cuestionar la estructura de base durante las décadas del 70 y
del 80 del pasado siglo, funcionó. Y funcionó muy bien, al menos desde la
lógica de la clase dirigente. La “amenaza comunista” fue destruida.
Fue
ahí que, en el marco de la Guerra Fría que marcaba al mundo y de la Doctrina de
Seguridad Nacional que trazaba el rumbo de los países latinoamericanos fijado
por Washington, el Estado guatemalteco se tornó absolutamente represivo y
contrainsurgente. Los militares se hicieron cargo de su conducción política,
mostrando una cara anticomunista que signó la historia del país por varias
décadas. Las clases dominantes, la gran cúpula económica a quien ese Estado
deficiente siempre había favorecido, dejaron hacer. De esa cuenta, los
militares fueron constituyéndose en un nuevo poder con cierto valor autónomo.
Ciertos negocios ilegales aparecieron rápidamente en escena.
Durante
los años más álgidos del conflicto armado interno a inicios de los 80 del siglo
pasado, y posteriormente luego de firmada la Paz Firme y Duradera en 1996,
quienes condujeron ese Estado contrainsurgente pasaron a constituirse en un
nuevo poder económico y político que comenzó a disputarle ciertos espacios a la
aristocracia tradicional. La historia de estas últimas tres décadas es la
historia de esa pugna. En este período de tiempo, desde el retorno formal de la
democracia en 1986, el Estado ha sido ocupado por diversas administraciones,
ligadas a la gran cúpula empresarial en algún caso o a los nuevos sectores
emergentes en otros.
De
todos modos, esos poderes “paralelos” u “ocultos” que se fueron enquistando en
la estructura estatal, no han desaparecido, ni parece que fueran a hacerlo en
el corto plazo. Se mueven con una lógica castrense aprendida en los oscuros
años de la guerra antisubversiva y dominan a la perfección los ámbitos y
métodos de la inteligencia militar. Su espacio natural es la secretividad, la
táctica del espionaje, la guerra psicológica y de baja intensidad (guerra
asimétrica, como le llaman los estrategas, guerra desde las sombras, guerra
clandestina).
Todo
eso puesto al servicio de proyectos económicos de manejo de negocios reñidos
con la ley, lo cual los fue constituyendo en una suerte de “mafia”, de grupo encubierto
que nunca pasó a la clandestinidad formalmente dicha, pero que se maneja con
esos criterios. Está claro que si hay una lógica militar en juego, ello no
significa que se trata de militares en activo, de un proyecto institucional del
ejército. En todo caso, los actores implicados han guardado o guardan vínculos
diversos con la institución armada, pero no la representan oficialmente.
En ese ámbito es que aparecen lazos con
las maras. Las pandillas juveniles, violentas, transgresoras, con una simple
aspiración de pura sobrevivencia mientras se pueda, y centradas en un hedonismo
bastante simplista (superar los 21 años es ya “ser viejo” en su subcultura) pueden
servir perfectamente como brazo operativo para un proyecto con bastante carga
de secreto, contrainsurgente, de algún modo: paralelo. Paralelo, entiéndase
bien esto, al Estado formal y a los grandes poderes económicos tradicionales. Valga
esta reflexión surgida de una entrevista, dicho por una persona que investiga
el tema: “Alguien que se beneficia
especialmente con la presencia de las maras son las agencias de seguridad. No
se dan unas sin las otras. Es decir que se necesita un clima de violencia para
que el negocio de las policías privadas funcione”.
Si bien en estos momentos, con la
información de que se dispone es bastante (o muy) difícil presentar una prueba
contundente a nivel jurídico, efectivamente puede ir deduciéndose que sí existen
nexos de las maras con estos poderes paralelos. Por ejemplo, por lo dicho por
un investigador y director de un proyecto de reinserción social de mareros: “Por
supuesto que hay vínculos con poderes ocultos. Alguna vez, cuando habíamos
logrado sacar una buena cantidad de muchachos de las maras, se acercó a mí
alguien bien vestido, no como pandillero, y me dijo: “tenga cuidado; Licenciado,
me está sacando mis muchachos”.
En un futuro debería profundizarse ese
estudio para conocer más en detalle esos nexos, dando algunas pistas para ver
por dónde se podría caminar para remediar la situación actual.
A
modo de conclusión
En una lectura global del fenómeno, si bien es
cierto que las maras constituyen un problema de seguridad ciudadana, puede constatarse
que no existe una preocupación en tanto proyecto de nación de las clases
dirigentes de abordar ese pretendido asunto de “ingobernabilidad” que
producirían estos grupos juveniles. Se les persigue penalmente, pero al mismo
tiempo el sistema en su conjunto se aprovecha el fenómeno: 1) como mano de obra
siempre disponible para ciertos trabajos ligados a la arista más “mafiosa” de
la práctica política (sicariato, por ejemplo; generación de zozobra social,
desarticulación de organización sindical), y 2) como “demonio” con el que
mantener aterrorizada a la población a través de un bombardeo mediático
constante, evitando así la organización y posible movilización en pro de
mejoras de sus condiciones de vida de las grandes mayorías.
Si bien es cierto que las maras son un grupo
desestabilizador en alguna manera, por cuanto rompen el orden social y la
tranquilidad pública de la ciudadanía de a pie, no “duelen” al sistema en su
conjunto como ocurrió décadas atrás con propuestas de transformación, y no sólo
de desestabilización, tal como pueden haber sido los grupos políticos revolucionarios,
en muchos casos alzados en armas, que confrontaron con el Estado y con el sistema
en su conjunto. Y tampoco conllevan la carga de resistencia al sistema económico
imperante como lo pueden ser los actuales movimientos sociales que reivindican
derechos puntuales, por ejemplo: luchas de los pueblos originarios, movilización
contra las industrias exctractivas (minería a cielo abierto, hidroeléctricas,
monoproducción de agrocarburantes), organizaciones populares de base que
propugnan reforma agraria. Todas esas expresiones no son toleradas por el
sistema dominante, de ahí su represión. Las maras, por el contrario, si bien
son perseguidas judicialmente en tanto delincuentes, no dejan de ser
aprovechadas por una lógica de mantenimiento sistémico, haciéndolas funcionar
como mecanismo de continuidad del todo a través de sutiles (y muy perversas)
agendas de manipulación social.
La delincuencia acrecentada a niveles intolerables
que torna la vida cotidiana casi un infierno, que condena –en el área urbana– a
ir de la casa al puesto de trabajo y viceversa sin detenerse ni convivir en el
espacio público (la calle se volvió terriblemente peligrosa), pareciera un
mecanismo ampliamente difundido por toda Latinoamérica y no sólo exclusivo de
las maras en Guatemala, o en la región centroamericana. “Todo el tema de la mara se ha
inflado mucho por los medios de comunicación; ellos tienen mucho que ver en
este asunto, porque lo sobredimensionan. En realidad, la situación no es tan
absolutamente caótica como se dice. Se puede caminar por la calle, pero el
mensaje es que si caminás, fijo te asaltan. Por tanto: mejor quedarse
quietecito en la casa”,
sentenciaba un líder comunitario de “zonas rojas” con quien se tuvo contacto
analizando el fenómeno. Ello
puede llevar a concluir que la actual explosión de violencia delincuencial que
se vive en la región –que hace identificar sin más y en modo casi mecánico
“violencia” con “delincuencia”– podría obedecer a planes estratégicos. En tal
sentido, las maras, en tanto nuevo “demonio” mediático, estarían en definitiva
al servicio de estrategias contrainsurgentes de control político y mantenimiento
del orden social.
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Marzo-Abril/ Segunda época. San José: DEI.
* Todas las citas que seguirán a continuación (de
jóvenes vinculados a maras, policías, abogados, líderes comunitarios), por
motivos de seguridad se harán manteniendo el anonimato de los declarantes. Es
preciso dejar claro que los autores del presente texto tuvieron varios
contactos con distintos informantes claves en vista a la redacción de este
material, de los que se obtuvieron invaluables informaciones que aquí se
presentan con su correspondiente análisis.
[1] Proyecto
REMHI, ODHAG, Guatemala, 1998.
[2] Fontes, A. (2013) “Asesinando por
control: la evolución de la extorsión de las pandillas”. En “Sembrando
utopía”, disponible en versión digital en http://www.albedrio.org/htm/documentos/vvaaSembrandoutopia.pdf
[3] “Las sociedades latinoamericanas tienen múltiples
expresiones de la violencia; las ‘maras’ son una de ellas”, entrevista a
Rodolfo Kepfer. Disponible en: http://www.argenpress.info/2010/05/entrevista-rodolfo-kepfer-las.html,
2010.
[4] Peacock,
S. y Beltrán, A. (2006) “Poderes ocultos.
Grupos ilegales armados en la Guatemala post
conflicto y las fuerzas detrás de ellos”. Washington: WOLA.
[5] Robles Montoya, J. (2002) “El ‘Poder Oculto’”. Guatemala:
Fundación Myrna Mack.
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