Marcelo Colussi
El
título de este escrito puede ser provocativo…, o engañoso. Engañoso, en cuanto
transmite la idea que identifica “política” con cosa sucia, mafia, negocio
ilícito. Y, por supuesto, la política no es solo eso; por tanto, no es exactamente
eso.
Pero,
¿qué es la política? Según Paul Valéry, en una ácida definición, es “el arte de hacerle creer a la gente que
toma parte en las decisiones importantes que le conciernen”. Hacerle creer…
¡pero sin que realmente tome ninguna decisión, en definitiva!, podríamos
agregar, completando la idea.
En
realidad, si algo define al ser humano, es su condición de político. Es decir: su situación original y fundante de ser,
inexorablemente, miembro de la polis,
de la ciudad-Estado dirían los griegos clásicos. En suma: de la sociedad. No
existe individuo aislado; eso es un mito, útil en un artificio académico como
puede ser la mesa de disecciones. El ser humano real, de carne y hueso, está
siempre ubicado, comprometido. Es, en síntesis, un animal político, un animal socialmente construido y condicionado/determinado
por su medio. No podemos dejar de ser políticos, porque esa es nuestra
naturaleza.
Ahora
bien: la práctica política que hoy día conocemos y de la que opinamos a diario,
nos quejamos y maldecimos, es parte de esa condición política, social, forzosamente gregaria que nos une: las sociedades
están organizadas. Y ahí radica justamente el engaño: lo que organiza es la forma en que nos unimos para resolver
las necesidades básicas de la vida. En sociedades increíblemente
complejizadas como las actuales, donde el Estado juego un rol fundamental (más
allá de la prédica liberal que ve en él un presunto obstáculo) un grupo de
tecnócratas toma a su cargo la conducción de las palancas del aparato de
gobierno.
Quien
conduce realmente las sociedades, quien marca las líneas fundamentales del
proyecto humano en juego, no es el funcionario de turno (presidente, ministros,
alcaldes, legisladores): son las fuerzas económicas que deciden la producción.
Los funcionarios públicos son operadores que mueven las palancas.
Esto
no hay que perderlo nunca de vista. Si no, puede terminar creyéndose que
“estamos mal” por “culpa” de los políticos (que es la prédica ideológicamente
cargada que alimenta al sentido común).
El
estamento de políticos profesionales que maneja los Estados modernos es eso:
técnicos, burócratas encargados de la función pública. Cambian con cada
administración, pero la roca dura de la sociedad no cambia. En nuestro país
pasaron ya varias administraciones desde que volvió la “democracia”. ¿Algo
cambió en la base? ¡Nada de nada! Estados Unidos es una superpotencia que
arremete con todo lo que se le ponga adelante, voraz, depredadora. ¿Algo cambia
con el presidente de turno? ¡Nada de nada! Por el contrario: hasta puede darse
el “lujo” de tener un presidente afroamericano (¿los negros al poder?), pero su
perfil imperialista no cambia.
¿Qué
pasa en Guatemala con eso grupo de políticos profesionales? Son un espanto, sin
duda (por ser generosos en el epíteto). Pero eso no es casual ni gratuito. Son
corruptos, mafiosos, oportunistas, representantes perfectos de un sistema
capitalista pobre y dependiente. Ahora bien: ¿hay “mejores” personas por allí
para ocupar los cargos públicos? ¿Dónde están? ¿Por qué nunca aparecen?
Debemos
encarar estos temas con valentía, con actitud crítica. La corrupción no es un
mal de la “casta política”; por el contrario, anida en la sociedad misma (véase
al respecto el atrevido análisis
de Pedro Ixquiac). Los técnicos que manejan la cosa pública (de no muy alta
calidad, reconozcámoslo: machistas, racistas, mentirosos, con inveterada cultura
alcohólica) son una expresión de lo que atraviesa la sociedad. La corrupción es
una práctica que se arrastra secularmente desde la colonia, ¡y no es patrimonio
de los políticos precisamente!
No
importa el funcionario de turno que se siente en su correspondiente silla. Es
muy probable que cualquiera de quienes están leyendo este texto, puesto en esa
silla repita lo mismo. Es una cuestión estructural, histórica. La pobreza y
exclusión de las grandes mayorías no se debe a una pretendida ineptitud o falta
de probidad de quienes manejan la cosa pública. Pero además, en adición a ello,
no puede dejar de mencionarse que esa casta de burócratas de profesión (de saco
y corbata o de tacones y joyas caras) realiza prácticas abominables,
irrespetando la voluntad popular que los eligió, forzando las cosas solo a
favor de sus intereses personales.
Si
tuviéramos unos políticos intachables, expresión sacrosanta de la transparencia
y devoción al trabajo: ¿estaría mejor el país? Seguramente no en lo sustancial.
El verdadero problema radica en la base de la sociedad, en la forma que se
reparte la riqueza, ¡no lo olvidemos!
No hay comentarios:
Publicar un comentario