Marcelo
Colussi
“Comprender todo no significa
perdonar todo”.
Sigmund Freud
I
Utilizado en el ámbito social, pocos términos
están tan cargados como el de "reconciliación". Cargado en todo
sentido: política, emotiva, incluso filosóficamente; la asociación que se hace
con lo religioso y su práctica de "perdón" es inmediata. De esa
cuenta, "reconciliación" no es una palabra inocente, neutra,
aséptica. Mucho menos neutros son, por tanto, los complejos escenarios en que
aparece ni los procesos político-sociales en que se desenvuelve, en que intenta
cobrar cuerpo.
Un exhaustivo recorrido semántico en torno a su
significado muestra que la nota distintiva que lo caracteriza, en cualquier
definición que se presente, está en el hecho de retornar a un estado previo: el
prefijo "re" implica retorno, regreso, hacer por segunda vez.
"Re - conciliar", de esta forma, sería "volver a un estado
previo de conciliación". Es decir: allí donde había armonía y equilibrio,
y por algún motivo se rompió, volver a ese estado primero sería justamente la
reconciliación. Según el Diccionario de la Real Academia Española, por
tanto, reconciliar es "volver
a las amistades, atraer y acordar los ánimos desunidos".
En general cualquier
definición de la palabra que podamos buscar resalta siempre esa misma esencia.
Sin ánimo de abundar innecesariamente en una exégesis etimológica, citemos
–sólo a título ilustrativo– otra posible conceptualización (del Diccionario
Enciclopédico de Derecho Usual de Guillermo Cabanellas): "restablecimiento de la amistad, el trato o la paz, después de
desavenencia, ruptura o lucha". En definitiva, y casi a modo de
síntesis de un recorrido filológico que no viene a cuenta presentar aquí, queda
claro que lo que prima en esta noción es el "restablecimiento de vínculos que
se rompieron a causa de un conflicto".
En el ámbito interpersonal, en el espacio micro,
doméstico, esto funciona con facilidad. Numerosos, casi cotidianos podría
decirse, son los ejemplos que atestiguan estos procesos: desavenencias
conyugales, entre amigos, entre compañeros de trabajo, entre vecinos, etc.,
terminan amistosamente superándose el problema puntual con un retorno a la
situación primera de equilibrio, de armonía. La cuestión se complica –se
complica exponencialmente, diríamos, se torna casi un dilema, a veces insoluble–
cuando se trata de la reconciliación en términos macros, en términos de un
colectivo social, de un país.
¿Qué significa "reconciliar" cuando se
trata de una sociedad? ¿Quién debe reconciliarse con quién? ¿Para qué
reconciliarse?
II
Estas no son meras preguntas retóricas. Por el
contrario, son los cimientos principales que deben considerarse en toda acción
que involucra poblaciones golpeadas por conflictos armados, por guerras
internas, por procesos tremendamente destructivos en los que las poblaciones,
pese a la crueldad de lo vivido, necesitan seguir compartiendo un mismo espacio
común en su existencia diaria una vez terminado los enfrentamientos.
Que dos amigos o dos cónyuges enemistados por
alguna desavenencia de la vida cotidiana puedan reconciliarse, es algo
frecuente, en modo alguno problemático. No surgen allí dudas filosóficas ni
políticas sobre quiénes son los sujetos en juego en el proceso, ni por qué o
para qué se reconcilian. Es esto casi un imperativo de la cotidianeidad: en el
ámbito micro no se puede vivir en perpetuo estado de conflicto con los
rodeantes. Una sana y racional "negociación con la realidad" impone
deponer o moderar puntos de vista personales en pro de una convivencia
tolerable, donde todos pueden perder algo para ganar la posibilidad de convivir
con relativa armonía en el grupo. Vale aquí aquella máxima de "nadie está
obligado a amar al otro, pero sí a respetarlo", en el sentido de tolerar
diferencias para asegurar un clima que permita seguir viviendo a todos en el
día a día.
Luego de procesos bélicos, y más aún cuando se
trata de guerras internas, guerras que desgarran una sociedad, tal como viene
sucediendo con fuerza creciente desde el final de la Segunda Guerra Mundial en
1945, momento a partir del cual las grandes potencias capitalistas ya no se
enfrentaron más entre sí, es ya canónico hablar de reconciliación. Depuestas
las armas –al menos es lo que suele decirse– hay que "pacificar los
corazones". Ello es cierto relativamente: sin dudas, terminadas las
operaciones militares, hay que buscar los mecanismos que permitan bajar la
agresividad desatada. Las guerras producen complejas modificaciones subjetivas
(en lo individual) y éticas (en lo social): todo ser humano, puesto en esa
circunstancia, puede matar a otro semejante en nombre del ideal que sea, al
despersonificarlo y convertirlo en "el enemigo" a secas, lo cual
justifica todo. Y cualquier sociedad puede avalar esas modificaciones, incluso
premiándolas. De hecho, es un héroe quien más enemigos elimina; en vez de declararlo
"asesino", se le condecora. Los valores en juego en estos períodos se
transforman dando lugar a complejas –y a veces enfermizas– culturas
militarizadas. ¿Cómo entender, si no, los genocidios?
En el contexto de los post conflictos,
"pacificados los corazones", no es infrecuente que sujetos que hicieron
parte de las fuerzas enfrentadas y fueron "enemigos", una vez
alcanzada la paz continúen con su vida cotidiana normal produciéndose entonces
espontáneos procesos de reconciliación, de acercamiento. Pero ese es un nivel
personal, subjetivo. Ello no alcanza para plantear un proceso social,
infinitamente más complejo por cierto.
El entendimiento armónico entre dos sujetos no
constituye la célula de las relaciones sociales; por el contrario, lo que define
las relaciones sociales tiene que ver con el conflicto (diversos conflictos:
económicos, interestatales, étnicos, de géneros, etc.) en tanto motor de los
procesos históricos. Las guerras no son peleas entre dos individualidades llevadas
a una expresión colectiva. Las dinámicas que ponen en marcha conflictos armados
son entrecruzamientos de elementos mucho más complicados, de más alambicada
textura que una desavenencia entre dos personas. Los enfrentamientos armados,
justamente –más aún las guerras internas donde quienes se enfrentan son los
miembros de un mismo colectivo nacional– rompen los tejidos sociales. El tipo
de conflictos armados que se han ido imponiendo luego de la Segunda Guerra Mundial busca,
entre otras cosas, el enfrentamiento en el seno de la sociedad civil, el
involucramiento de la población no-militar, la conmoción psicológica con
secuelas ideológicas y políticas de largo plazo. Guerras donde el objetivo
militar no está representado por las otras fuerzas armadas enfrentadas en
paridad de condiciones sino, directamente, por toda una población civil sobre
la que se actúa. De hecho, esos enfrentamientos, manipulados por las grandes
potencias capitalistas pero peleados por los países pobres del Sur (donde el
cuerpo lo ponen, obviamente, las poblaciones empobrecidas de esos países) han
producido infinitamente más víctimas desde 1945 a la fecha que los 60 millones
de muertos acontecidos durante la Segunda Guerra.
Estas facetas de la guerra que buscan desgarrar
culturalmente a una población, apuntan a generar el terror indiscriminado,
hacer que nadie quede al margen del conflicto, involucrar a todos en los
mecanismos de la muerte. En estas nuevas guerras que vemos expandirse por todos
los continentes (con excepción de Europa y Estados Unidos o las grandes
potencias socialistas o ex socialistas, como China y Rusia) ya no hay ejércitos
combatiendo entre sí: cualquier persona es un potencial blanco. El bombardeo a
distancia, las minas antipersonales, la guerra mediático-psicológica pasaron a
ser el mecanismo íntimo de estas guerras.
La magnitud de la tragedia humana en juego en
estas estrategias es inconmensurable. Ello no es azaroso; responde a un
maquiavélico plan fríamente trazado que busca esa descomposición social y ante
la cual los mecanismos de afrontamiento que disponen los seres que la sufren
nunca son suficientes. Todas las sociedades cuentan con alternativas para hacer
frente al sufrimiento psicológico y para sobrellevar medianamente bien situaciones
duras: diferentes y variadísimos rituales ante el dolor de las tragedias, ante
la muerte, ante conmociones que rompen la cotidianeidad; de ahí las religiones,
los psicofármacos que reducen la ansiedad, evasivos varios como las bebidas
alcohólicas o ciertos narcóticos. De todos modos, lo que se busca con este
nuevo tipo de estrategias de guerra sucia donde se enfrentan grupos de una
misma sociedad (guerrillas y Estado contrainsurgente, por ejemplo) supera todo
tipo de respuesta: ningún mecanismo de afrontamiento del dolor puede extinguir
el miedo que dejan todas estas intervenciones militares.
Sin dudas las estrategias de descomposición del
tejido social tienen el valor de una catástrofe no-natural imperecedera, de
"catástrofe social", tanto por lo sufrido propiamente dicho (la
masacre, la violación, la tortura, la desaparición forzada de personas) como
por las condiciones en que se hacen. ¿Qué sujeto individual o qué sociedad
pueden salir indemnes, perdonar fácilmente, olvidar, creer en las instituciones
del Estado o seguir una vida "normal" después de sufrir estas
catástrofes? Y más aún si consideramos que en buena medida un alto porcentaje
de esas catástrofes se sufren a manos de los iguales, de los propios vecinos,
de miembros de la propia familia. ¿Cómo un campesino pobre e históricamente excluido
puede lograr perdonar y reconciliarse con un igual, con otro campesino tan
pobre y tan históricamente excluido que le perpetró atrocidades inimaginables? Ejemplos
al respecto abundan en todas las guerras que vemos hoy día en curso o en las de
reciente finalización, en África, en Asia, en Latinoamérica: hutus matando
tutsis o patrullas de autodefensa campesina (aliadas forzosas del ejército) matando
a otros campesinos (base social de la guerrilla de izquierda). Alguien se
beneficia de esto, sin dudas; y no son precisamente los implicados directos.
¿Cómo lograr la reconciliación de víctimas y victimarios tras estos procesos de
odio estimulado?
III
Los traumas psíquicos dejan marcas, y aunque se
atiendan, muchas veces esas secuelas persisten de por vida. En términos
individuales, pensemos en las pesadillas repetitivas de aquellos que estuvieron
al borde de la muerte (en la guerra, en accidentes, en naufragios, mujeres
violadas sexualmente); la magnitud resultante del ataque externo fue tan grande
que nunca terminan de procesarlo. Lo mismo puede verse en términos colectivos:
¿acaso los judíos masacrados por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial pudieron
reconciliarse con sus verdugos, o fue necesario ahí un tremendo trabajo post
guerra –incluyendo los famosos juicios de Nüremberg– para, no digamos
reconciliarse, sino haber obtenido una mínima armonía social que permite seguir
existiendo al tejido social alemán, con un continuado, constante, diario
trabajo de recuperación de su memoria histórica? "La culpa no se hereda", pudo decir en ese contexto el
canciller Willy Brandt, "pero se
heredan responsabilidades, misiones". "Olvidar es repetir", reza un cartel en la entrada del museo
del horror de Auschwitz, y pese a que hoy por hoy no pareciera posible repetirse
un holocausto con similares características, no dejan de surgir grupos
neonazis. Más que reconciliación, allí hubo justicia, lo cual no es lo mismo.
Atender las heridas de estos desgarradores conflictos no es buscar simplemente
el perdón: es buscar inexorablemente la justicia y la reparación de lo sufrido.
Si algo significa reconciliación es eso. Si no, no pasamos de la declaración
pomposa sin efectos reales.
Algo similar podemos ver en España: más allá del
"destape" post franquista con la masiva incorporación de esa sociedad
a la modernidad europea, socialdemocrática y favorecida en términos económicos,
los fantasmas no reconciliados de la Guerra
Civil aún perduran cinco décadas después del holocausto
vivido (allí no hubo un Nüremberg, y recién quizá ahora se plantea la
posibilidad de hacer algo al respecto).
Una vez más la pregunta entonces: ¿qué
reconciliar en los procesos de post conflicto? "Ahora está por salir la
Ley de Verdad y Reconciliación", decía una víctima
en Sudáfrica. "Eso está muy bien,
pero de todos modos yo no me reconcilio. A mí me llevaron catorce horas en tren
de Ciudad del Cabo a Johannesburgo, a un tribunal. Pero me llevaron en un vagón
de ganado y con cabras, y por esa humillación no hay ley que haga que me
reconcilie". ¿Es acaso un "provocador" antidemocrático quien
declaraba esto, un "enfermo" mental desadaptado? Sin dudas: no. Quizá
no haya mayor expresión de salud mental que su negativa a reconciliarse. En
Chile, sistemáticamente cada 11 de septiembre, una parte de la población
manifiesta contra la dictadura del ahora ya fallecido general Augusto Pinochet,
no faltando las pancartas que rezan: "¡Ni
olvido ni perdón! ¡No a la reconciliación!" ¿Son unos boicoteadores
del estado de derecho chileno quienes así se expresan? En cualquiera de los
casos citados la respuesta es "no". La reconciliación de una sociedad
que sale de un profundo conflicto interno plantea estos interrogantes: ¿puede
haber reconciliación a partir de una ley?
La reconciliación entre los miembros otrora enfrentados
de una sociedad puede darse, por supuesto que sí. "Pisamos la misma tierra, compartimos el aire", decía una
víctima del conflicto armado en Guatemala. Allí, luego de 200.000 muertos y
45.000 detenidos-desaparecidos en la guerra interna, los hijos de víctimas y
victimarios del área rural juegan juntos, y la vida cotidiana impone la
convivencia. Pero no son las leyes quienes logran la reconciliación; los
instrumentos jurídicos crean las condiciones para poder procesar las pesadas
cargas de dolor que dejan los conflictos. La reconciliación es otra cosa.
Un genuino proceso de reconciliación, de
acercamiento con el otro que fue mi enemigo en el pasado, puede darse. Los
tejidos que desgarran estas guerras asimétricas que ahora vemos expandirse por
diversas regiones del globo –guerras marcadas por las estrategias psicológicas
que toman como objetivo militar la población no combatiente para crear la
desorganización y la desestructuración social–, luego de las catástrofes
sociales que significan esos enfrentamientos intestinos comienzan a
recomponerse. No de la manera más adecuada, por cierto, pero –utilizando una
metáfora que puede ser elocuente–, al igual que la piel que es rasgada por un
cuchillo, desde el momento mismo en que comienza a ser herida por la hoja del
arma, de esa misma manera, los mecanismos de cicatrización comienzan a trabajar
para recomponer el tejido roto. Si la herida provocada por el puñal sobre la
piel, al igual que la herida provocada sobre el tejido social por el conflicto
interno, no es adecuadamente atendida, presentará problemas. Tiende a
cicatrizar, a recomponerse, de ese no hay dudas. Pero mal. Las marcas quedan, y
se pueden tornar horribles.
Una cicatriz mal tratada –la de la piel o la de
las relaciones que hacen el todo social– es siempre fea, impresentable,
vergonzante. Las heridas de la guerra, con el paso del tiempo, van cerrando.
Pero la reconciliación implica mucho más que un manto de olvido y un dar vuelta
la página confiando en que "el tiempo y la perentoria necesidad de seguir
viviendo juntos en una comunidad" lograrán el acercamiento entre las
partes antes enfrentadas. Implica un proceso que redefine las relaciones sociales en una sociedad fragmentada de tal
forma que los antiguos enemigos puedan coexistir aceptablemente uno a la par
del otro. Ese proceso, entendido como un fenómeno social que trasciende
historias puntuales de un determinado victimario junto a una determinada
víctima, necesita de mecanismos legales que creen las condiciones a partir de
decisiones políticas consensuadas y de instrumentos específicos que posibilitan
la vida con dignidad de todos y todas por igual, superando las heridas dejadas
por el pasado enfrentamiento.
La reconciliación lleva dos elementos implícitos
como mecanismos fundamentales que la definen: por un lado, el reconocimiento de
lo que pasó, la recuperación de la verdad, y por otro, el mecanismo en virtud
del cual las partes encontradas deben: a) arrepentirse (una de las partes), y
b) perdonar (la otra parte). Es decir: verdad, arrepentimiento y perdón.
Retomando la idea ya expuesta: en un nivel micro
es posible –sucede a diario– que se cumpla ese ciclo. La reconciliación implica
la voluntad de ambas partes de querer seguir una relación empática,
arrepintiéndose y perdonando, sobre la base de no negar lo que pasó, de lo que
las enfrentó. El problema se plantea cuando ese esquema se traslada a la
sociedad como un todo. Como lo que define un todo social no son las buenas
intenciones individuales sino las relaciones de poder, en ese complejo tejido,
y a nivel macro, es mucho más difícil encontrar arrepentimiento y la voluntad
de pedir perdón. Si la dinámica de las sociedades está dada por la lucha de
clases, es más que evidente que la clase dominante (que es la que sojuzga a la
dominada, que es la que gana las guerras) no tiene nada de qué arrepentirse,
nada de lo qué pedir perdón. Es más confuso ver ahí el mecanismo, y más difícil
que pueda realizarse: si es un grupo de poder, en nombre de sus intereses, el
que victimizó a otro grupo, ¿podemos creer que honestamente estará dispuesto a
pedir perdón? Es por eso que, en términos sociales, la historia siempre está
contada a medias, desde la lógica del grupo dominante. "La historia la
escriben los que ganan", se dice. ¿Por qué se sentirían culpables los
ganadores?
En términos de una sociedad, reconciliación no
es olvido, no es borrón y cuenta nueva con un llamado a deponer odios del
pasado. La basura escondida debajo de la alfombra no se ve; pero ahí está, y
siempre es posible que pueda reaparecer. Hay un axioma de la ciencia
psicológica que dice "lo reprimido siempre retorna, de manera deformada,
como síntoma, pero no desaparece: se reactualiza". Si lo reprimido es una
historia no contada, una historia de abusos y violaciones, eso sigue estando presente
en los imaginarios sociales, en la memoria colectiva de los pueblos que los
sufrieron, reapareciendo de distintas maneras como síntomas; o para decirlo con
terminología clínica: con malestares diversos, con nuevas manifestaciones de
violencia, con gran dolor. E incluso se transpasa a las nuevas generaciones. La
cultura de violencia que permanece siempre por un determinado tiempo,
indefectiblemente, al terminar una guerra, es producto de esos odios que se
dispararon y toman mucho trabajo reconvertirse, apaciguarse.
En cualquier sociedad que sale de una guerra
interna la palabra reconciliación es equívoca, llama a ambigüedades, produce contradicciones.
En muchos casos hace alusión velada al olvido de lo ocurrido, a la amnistía de
los victimarios; es decir: fomenta la impunidad. Ello va de la mano de un
llamado al entendimiento, a la buena voluntad, al amor y la concordia. Pero en
términos de grupos sociales –la experiencia de numerosos casos en distintas
sociedades de post guerra lo enseña con patetismo–, ese "estallido de paz
y armonía" no surge nunca espontáneamente. Esas cosas tan loables por sí
mismas pero siempre tan lejos de las buenas voluntades –la historia no se hace
con buenas voluntades sino, lamentablemente, con violencias ("la violencia es la partera de la historia",
se ha dicho sin ingenuidad)–, y la reconciliación en especial, que es el tema
que nos convoca, más allá que puedan circunscribirse a un papel firmado que las
legaliza, no se decretan. Pueden ser legales, pero no legítimas. En todo caso,
gracias a lineamientos que se fijan en legislaciones pero que se edifican en
las relaciones concretas entre los miembros del colectivo, son construcciones
que tienen que ver con los juegos de poder que se dan en la sociedad.
Que el concepto de reconciliación es equívoco,
que está muy cargado y no es nada inocente nos lo puede mostrar, entre otras
cosas (solo para poner algún ejemplo demostrativo) el hecho que la derecha
política en la actual República Bolivariana de Venezuela llama a
"reconciliarse" al presidente Nicolás Maduro, líder de una revolución
con tintes socialistas. ¿Por qué ese llamado? ¿Qué significa en ese contexto
"reconciliación": un pedido de no seguir profundizando medidas
populares que podrían desbancar a los tradicionales sectores de poder? Si
podemos tener cierto recelo en el uso de esta palabra, todo lo dicho hasta aquí
es suficiente prueba para ver que constituye uno de los términos menos ingenuos
del vocabulario político. Si la vida política es, inexorablemente, la expresión
de conflictos, la cara visible de la relación de poderes asimétricos con que se
constituyen las sociedades, los llamados a la reconciliación pueden ser la
forma velada de pedir no cambiar nada, no revisar ni pretender remover las
estructuras establecidas.
En otros términos, y en el contexto de los
procesos post bélicos: si es posible acercar partes enfrentadas buscando una
aceptable forma de relacionamiento en que se procesen sanamente historias
desgarradoras, ello necesita no sólo las declaraciones políticas sino, antes
que nada, cambios reales en la distribución de los poderes, acciones concretas
que dignifiquen a las víctimas y castiguen a los victimarios, hechos
constatables que permitan superar las secuelas y posibiliten seguir viviendo
con mayor calidad de vida. Para todo ello son precisos elementos mínimos: 1)
conocer y apropiarse la verdad histórica y 2) reparar las injusticias. Pero
queda claro que para ello son imprescindibles modificaciones a las estructuras
de poder que llevaron a la guerra. Sin esos reacomodos concretos, tanto la paz
como la reconciliación no pueden pasar de buenas intenciones sin efectos
tangibles en la realidad.
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