Marcelo
Colussi
“¡Hoy
es 23 de diciembre, mi amigo!”,
dijo altanero el empleado tras su ventanilla. “Para terminarle el trámite… ¡déjese algo!”. ¿Alguien pasó por
experiencias similares? Seguramente muchos, o todos los que están leyendo este
texto.
La corrupción no es un cuerpo extraño en
las sociedades: es el pan nuestro de cada día. Ello no pretende ser una
justificación. Por el contrario: pretende partir de su reconocimiento para ver
cómo dar un combate con posibilidades reales de éxito. Por supuesto, hay grados
de corrupción: lo que pide ese empleado para terminar el trámite no es lo mismo
que el 20% que exige un ministro para otorgar una millonaria obra de
infraestructura que demorará un año en terminarse. Pero que hay corrupción por
todos lados: ¡no hay dudas! Fidel Castro, aún en ejercicio de la presidencia en
Cuba hace algunos años atrás, la tuvo que denunciar explícitamente, y eso no
significa el fracaso de los valores socialistas.
Reconocer que está entre nosotros, que
está instalada como posibilidad cultural de todos los seres humanos, no es
declararse rendido ante ella. Que la corrupción existe, que tiene un peso
considerable en la dinámica de las relaciones humanas, que ha estado presente
en muchas civilizaciones a través de la historia según se desprende de su
estudio, todo ello debe ser nuestro punto de arranque. La cuestión es ¿qué
antídoto le anteponemos? O más aún: ¿es posible combatirla? ¿Hay antídoto?
Partimos de la base de dos premisas: 1)
la corrupción es detestable, es negativa, destruye en vez de construir, aunque
sea una práctica común y que puede hallarse por todos lados; 2) es posible
combatirla y quitarle espacio, y hasta quizá vencerla totalmente. Si no
creyéramos firmemente en esas premisas, de nada valdría plantearse trabajar el
tema.
La corrupción, dicho muy rápidamente,
tiene que ver con la evitación de las normas, con su transgresión. Aunque no
cualquier transgresión: sin duda se trata de un delito, como cualquier salto a
las normas, a las leyes establecidas. Pero si algo tiene como particularidad
distintiva es la impunidad. Los actos
corruptos dañan a terceros, sin dudas, si bien tienen la singularidad de estar
integrados como parte de la cultura dominante; es decir: son “normales” dentro
de las distintas sociedades, distintamente a otro tipo de crímenes. En ese sentido
podemos considerarla como impune,
protegida contra el castigo. Es, por tanto, un “mal” que tenemos instalado en
la cotidianeidad. No hay sociedad compleja, con aparato estatal ya
desarrollado, que no presente una cuota de corrupción. Salvando las distancias,
es como las caries respecto a la salud bucal: no son buenas, pero convivimos
con ellas y es muy difícil prevenirlas. Y definitivamente, es imposible
evitarlas.
Si bien está integrada en lo cotidiano, por
supuesto que hay diferencias entre el grado de tolerancia para con la
corrupción: sus escalas de incidencia varían en los distintos países así como
las respuestas institucionales que se le da. En algunos lados merece pena de
muerte (China, Rusia, por ejemplo) –aunque eso no la elimine–; en otros está
incorporada a la dinámica cotidiana, es parte de la “normalidad” diaria con
mucha mayor naturalidad (África o Latinoamérica, pongamos por caso. Es sabido
que muchos agentes públicos “redondean” su salario con el soberno). Y eso está
en dependencia de un sinnúmero de factores: hay países “civilizados” del
próspero Primer Mundo donde la corrupción es moneda corriente en los distintos
niveles de la dinámica social: Italia por ejemplo, mientras hay otros –los
nórdicos, Canadá– donde tiene una incidencia mucho menor y es mucho más penalizada.
Lo que pareciera un común denominador es que a menor grado de “desarrollo
humano”, según los criterios modernos que marca cierta Sociología –o, dicho en
otros términos: a menor complejidad de las estructuras sociales y estatales–
mayor grado de laxitud en el cumplimiento de las leyes, es decir: mayor
corrupción.
Podríamos atrevernos a decir que la
corrupción ha existido inmemorialmente en las distintas sociedades clasitas. “Todo hombre tiene su precio”, dijo a
principios del siglo XIX Napoleón Bonaparte. Es decir: una vez establecida la
ley, paralelamente hay un espacio para burlarla. Quizá podríamos concluir que
eso es parte de nuestra condición humana: siempre hay un resquicio para jugar a
saltar las normas establecidas.
“La
corrupción ha acompañado la historia de la humanidad, pero en nuestros días ha
alcanzado tales extremos que los hechos derivados de su significado
etimológico: descomponer, depravar, dañar, viciar, pervertir, sobornar y
cohechar, no parecen suficientes para describir este cáncer de la sociedad,
convertido en un antivalor generalizado. La corrupción constituye un fenómeno
político, social y económico a nivel mundial. Es un mal universal que corroe
las sociedades y las culturas; se vincula con otras formas de injusticia e
inmoralidades, provoca crímenes y asesinatos, violencia, muerte y toda clase de
impunidad; genera marginalidad, exclusión y miedo en los demás pobres mientras
utiliza ilegítimamente el poder en su provecho. Afecta a la administración de
justicia, a los procesos electorales, al pago de impuestos, a las relaciones
económicas y comerciales nacionales e internacionales, a la comunicación
social. Está por igual en la esfera pública como en la privada, y en una y otra
se necesitan y complementan. Se liga al narcotráfico, al comercio de armas, al
soborno, a la venta de favores y decisiones, al tráfico de influencias, al
enriquecimiento ilícito”.
Todo esto, con características casi apocalípticas, lo decía la Conferencia
Episcopal de Ecuador reunida en Quito en 1988 en su documento “Corrupción y
conciencia cristiana”. Hoy día podríamos suscribir uno a uno estos conceptos,
con diferentes grados de intensidad sin dudas, pero como algo absolutamente
vigente en cualquier parte del mundo.
Los “vendidos”, los favores silenciados,
el tráfico de influencias, la “propina para el cafecito” y toda la parafernalia
que tiene que ver con los erráticos vericuetos del deseo y el ejercicio del
poder son tan viejos como viejas son las sociedades vertebradas en torno a la
división de clases. De todos modos, las sociedades modernas, las sociedades
masificadas que han venido de la mano del capitalismo, y más aún: las
sociedades de la información donde los hechos políticos pasaron a ser parte de
la mercantilización de noticias en las cuales más o menos todos saben algo de
lo que pasa en el manejo de los Estados, esas sociedades han dado una nueva
faceta al tema de la corrupción. Con los medios masivos de comunicación que
inundan todo el espacio social difundiendo –aunque tergiversadamente en
general– noticias y opiniones que en las sociedades agrarias tradicionales eran
impensables, la corrupción pasó a ser una de las “vedettes” de la moderna
industria informativa. No para combatirla realmente, sino porque es algo que
“vende”. Abrumar de información, en definitiva, también puede servir para
desinformar. ¿Cuántos altos funcionarios e incluso presidentes en el mundo
tienen en la actualidad procesos judiciales en su contra debido a denuncias de
malversación a las que contribuyó la prensa? Sin dudas muchos, infinitamente
más que a comienzos del siglo XX, pero ello no termina la corrupción.
Hoy por hoy, sin que esto signifique que
la corrupción esté en vías de desaparición, las sociedades saben más sobre los
grandes casos de corrupción. Es común que estos ilícitos
político-administrativos se denuncien, circulen, se difundan en forma masiva. Y
a veces, incluso, dado el peso de las circunstancias, hasta llegan a
castigarse. En estos últimos años, sin que ello signifique un mejoramiento real
en las condiciones de vida de las poblaciones, ya son más comunes las denuncias
sobre hechos notorios de corrupción, la destitución de funcionarios, algún que
otro juicio. Ello no mejora la distribución de la riqueza: los pobres y
excluidos siguen tan pobres y excluidos como siempre, y los ricos continúan
enriqueciéndose. Pero permite la sensación de cierta credibilidad en las
instituciones.
Sucede, sin embargo, que la cuestión sigue
abordándose como un hecho policial, más dado a la crónica sensacionalista que
como un problema de capital importancia para la construcción de sociedades más
equitativas. A veces, inclusive, se desliza la idea que la histórica pobreza de
las grandes mayorías se debe al robo de algún funcionario inescrupuloso. “Estamos pobres porque los políticos se
roban todo” es el prejuicio en juego. Y con ello se escamotea la verdadera
naturaleza de la explotación de clase, fundamento de la riqueza y privilegios
de unos sobre otros. La corrupción, en definitiva, habla de una cultura
generalizada, de una ética, de un modelo de ser humano en juego.
En mayor o menor grado, el capitalismo es
corrupto. Si los valores rectores están asociados con la ganancia individual,
con el beneficio entendido como posesión material, es absolutamente funcional
lo dicho por Napoleón: todos tenemos nuestro precio, todos podemos vendernos
por algo. Todo es mercancía; también los seres humanos, nuestra moral, nuestra reputación.
La tentación de los bienes materiales que se nos ofrecen es grande, y parece
que no es nada fácil resistirse. Pero en realidad no se trata de “resistirse”
al más espartano modo de un asceta, o siguiendo la ética guevarista de los 60
de siglo pasado, sin tomar Coca-Cola porque eso es “hacer el juego al enemigo”.
De lo que se trata es de construir otra cultura, otra nueva escala de valores
donde la corrupción vaya quedando acorralada y haya espacio real para la
solidaridad, para la responsabilidad colectiva sin necesidad de ser super
héroes. Porque –¡esto es imprescindible dejarlo absolutamente claro desde un
inicio!– no existen los super héroes.
Y si de esa construcción se trata,
estamos hablando de socialismo.
Como dijo en su ya histórica formulación
la incansable luchadora Rosa Luxemburgo: “socialismo
o barbarie”. Si seguimos con el puro individualismo del “sálvese quien
pueda” que instauran las sociedades clasistas, y en grado sumo el capitalismo,
no hay posibilidad de terminar con la corrupción. Porque desde esa lógica es
innegable que “todos tenemos un precio”, y tarde o temprano, podemos
“vendernos”. En otros términos: la barbarie se impone. La gente común y
corriente, la gente real que conforma la humanidad, no son (no somos) ni Jesús
ni el heroico guerrillero Ernesto Guevara –más mitos que realidades– y por
tanto es mucho más posible que terminemos siendo corruptibles a que resistamos
los “suplicios” de las tentaciones terrenales (la Coca-Cola se sigue
vendiendo). Aquello de “la carne es débil” encierra mucha verdad, sin dudas.
Ahora bien: ¿hay antídoto contra la
corrupción? ¿Es realmente posible terminar con ella? Vale la pena probarlo. Por
lo pronto, y como mínimo, podemos apuntar a generar una nueva cultura, una
nueva ética de la solidaridad. Es un desafío, y aunque no podamos asegurar el
final de la batalla, vale la pena intentarlo. Es más: no sólo vale la pena sino
que es imprescindible intentarlo. Si
no, no hay posibilidad de cambio real, no hay socialismo.
Hoy por hoy la corrupción sigue siendo
una actitud estructural en lo humano. Luchar contra ella es más difícil que
combatir contra un enemigo externo. Contra un tercero, el enemigo está claro,
es externo, está parado delante nuestro; por el contrario, en la lucha contra
la corrupción estamos implicados nosotros mismos en nuestra subjetividad, en
nuestro ser. De ahí que es tan difícil el combate.
El socialismo real que hemos conocido –el
que cayó con el Muro de Berlín, el que todavía pervive en algunos puntos del
planeta con experiencias dispares como Vietnam, Cuba, Venezuela o Corea del
Norte– nos abre interrogantes sobre todo esto. Ahí, sin dudas, también hay
habido (o hay) corrupción. Quizá mucha incluso. ¿Significa eso que fracasó el
planteo socialista? Sin dudas: no. Significa que la transformación profunda de
las sociedades es un camino que recién ha dado unos primeros y balbucientes
pasos. Y por supuesto faltan mucho aún por dar.
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