Marcelo Colussi
Amigos con derechos, aminovios, parejas abiertas,
matrimonios homosexuales…, a lo que podría agregarse, quizá con otro estatuto
sociológico pero igualmente "inquietante" para una visión
tradicional: sexo cibernético, relaciones en el espacio virtual, ¿muñecas y/o
muñecos inflables de silicón?, etc., etc. Todo esto es nuevo, y aún sigue
produciendo mucho escozor a las visiones conservadoras. Pero ahí están, tocando
la puerta de nuestras atribuladas sociedades.
"Adán y Eva y
¡no Adán y Esteban!",
vociferaba un predicador evangélico, Biblia en mano. De todos modos el campo de
la sexualidad y las relaciones afectivas en su sentido amplio siguen siendo –no
hay otra alternativa parece– el doloroso talón de Aquiles de lo humano. ¿Por
qué, indefectiblemente, en toda cultura y todo momento histórico, se ocultan
las "zonas pudendas"? Pero, ¿por qué son pudendas?, justamente. ¿Por
qué toda la construcción en torno a esto es tan pero tan problemática? El
psicoanálisis nos da la pista (no queremos saber nada de la incompletud, de la
falta, por eso tapamos los órganos que nos ¿avergüenzan?, porque descubren que
estamos en una carencia original: no podemos ser al mismo tiempo todo, machos y
hembras), aunque se prefiera una psicología de la felicidad que nos otorgue
manuales y fórmulas de autoayuda para ¿triunfar en la vida? y asegurar el "amor
eterno" (que, en realidad, no dura mucho). Resaltar la incompletud no es
muy grato que digamos; mantener la ilusión de la completud obviando el
conflicto a la base, es mucho más gratificante. Las religiones, en general, no
dicen algo muy distinto a esta psicología de la buena voluntad. Por eso todavía
siguen ocupando un importante lugar en la dinámica humana. Y la gente, aunque
luego se separe, sigue cumpliendo con el rito del matrimonio, en una amplia
mayoría de casos, en una iglesia, colocándose un anillo y jurándose fidelidad.
Si bien la "infidelidad" –mejor llamada, con más
propiedad científica, relación extramatrimonial– es una práctica tan vieja como
el mundo (de ahí el décimo mandamiento de la tradición cristiana, que indica "no codiciar la mujer ajena"
–machismo mediante, por supuesto: las mujeres no tienen dueño–), el matrimonio
monogámico y heterosexual, al menos en Occidente, se sigue levantando como un
paradigma y sinónimo de normalidad. A lo que podría sumarse, como obligado
complemento, aquello de "haz lo que
yo digo y no lo que yo hago". El matrimonio tiene mucho que ver con
todo esto: hay transgresiones por todos lados, hace agua, pesa. A veces agobia.
En otros términos: es como cualquier institución. No es una determinante
natural; no tiene que ver con ningún instinto biológico. Es un código, una
construcción histórica.
Sin dudas, una construcción socio-cultural más: ni tan "normal"
ni tan "sana" en sí misma. Construcción, posicionamiento, no más que
eso al fin de cuentas, pues en la historia y en diversas modalidades
civilizatorias puede encontrarse la monogamia tanto como la poligamia. Y
justamente por el machismo patriarcal que mencionábamos, muy raramente la
poliandria. Si mantenemos la neutralidad científica y no consideramos el mundo
sólo desde lo visceral, lo ideológico cerrado, rápidamente tenemos que agregar
que ninguna construcción es más "normal" ni "sana" que
otra.
Como un dato con algo de "perturbador" (al menos
para la conciencia tradicionalista y reaccionaria) que no puede dejarse pasar
inadvertido, valga considerar este ejemplo: en la ciudad de Guatemala,
Centroamérica (capital de un país conservador desde el punto de vista ético,
declaradamente cristiano –pero con un porcentaje de abortos de los más altos de
Latinoamérica, por supuesto clandestinos–), en la última década la cantidad de
travestis que ofrecen sus servicios en las calles aumentó en un 1.000%. ¿Cómo
leer el fenómeno? ¿Se vuelve más "degenerada" la sociedad, o se
permite externar más algo que estaba latente desde siempre? Considérese que
quienes demandan el servicio son siempre varones (¿heterosexuales y
monogámicos?). Si subió tanto la oferta, es porque hay demanda, nos podrían
decir los mercadólogos. Esto de ser ¡puro macho! habría que empezar a ponerlo
en cuestión. Lo cual ayudaría a repensar críticamente –para buscarle
alternativas, claro está– la institución matrimonial.
Según investigaciones recientes aproximadamente un 50 % de
matrimonios en el mundo se disuelven. Podemos tomar el dato con pinzas (como
todo dato en el campo de la investigación social), pero no cabe ninguna duda
que hay una tendencia fuerte que no puede desconocerse. Esta tendencia –ahí
está lo importante a considerar– nos habla de algo: el matrimonio es una institución en crisis. En todo caso, la
modernidad de nuestros días posibilita poner sobre la mesa sin tanto problema
cuestiones que recorren la historia, anteriormente no dichas, hoy ya más
visibilizadas.
Si se echa una mirada histórica a esa tendencia se descubre
que la misma, en estas últimas décadas, ha presentado como diferencia básica el
hecho de mostrarse en forma pública sin mayores problemas; pero ha estado presente
en las sociedades desde tiempos inmemoriales. En cualquier cultura, y en toda
época, el matrimonio, en tanto institución, ha evidenciado signos de, por lo
menos, debilidad. Quizá ahora, sin
que el mundo sea un paraíso precisamente, pero con una mayor permisibilidad
para ciertos temas, se puede hablar con más libertad sobre esta tendencia (por
eso, seguramente, esa mayor de presencia de travestis en las calles
guatemaltecas. Y de moteles…, que se llenan de "transgresores"). Cada
día más, por otro lado, legislaciones de distintos países aceptan el divorcio
como un mecanismo social legítimo. La crisis, parece que llegó para quedarse;
ahora ya es tema obligado de conversación. Es un hecho político, sin más.
Por supuesto que es un tema controversial y se puede estar
furiosamente en contra de esa dinámica, pero la realidad es dura y obstinada, y
aunque desde posiciones ideológicas conservadoras se levante un determinado discurso,
la realidad puede ir por otro lado (así suelen ser las cosas, por lo demás).
Para muestra (una entre tantas, las hay por miles), el discurso moralista de la
Iglesia católica: se fustiga la homosexualidad por pecaminosa, pero una parte
nada desdeñable de sus pastores tienen juicios por pederastía. ¿Eso es lo "sano"
y "normal", el doble discurso, la hipocresía, la mentira
institucionalizada? Evidentemente la psicología de la buena voluntad y la
apelación a valores de "buenos" y "malos" (los "malos",
por supuesto, siempre son los otros) no alcanzan para entender el fenómeno en
cuestión, mucho menos para plantearle alternativas.
La institución del matrimonio va acompañada y se inscribe en
otra formación social tal como el patriarcado,
el primado del varón sobre la mujer (se es la "mujer de"; el cinturón
de castidad, aunque no se use de hecho, no salió de nuestras mentalidades, la
mujer es propiedad varonil, igual que una vaca o una gallina), modalidad
cultural que, sin poder decir que esté en absoluto proceso de crítica y de
retirada de la escena, al menos comienza también –muy tibiamente todavía– a ser
cuestionada. En este marco general, entonces, debe entenderse el matrimonio
como el dispositivo social que permite/asegura la perpetuación de la especie,
de la propia cultura, y de la propiedad privada. Es la célula social que sirve
para reproducir el sistema vigente.
Todas las sociedades son conservadoras (para eso existen
justamente: para conservarse a sí mismas, asegurando los logros históricos que
han ido consiguiendo en el nunca terminado proceso civilizatorio); todas las
sociedades, hasta ahora, en mayor o menor grado son machistas, patriarcales. El
ejercicio del poder, al menos hasta ahora, está concebido en términos
masculinos (los que mandan siempre llevan un cetro de mando, representación
fálica por excelencia… –¡hasta el Papa!, que hizo votos de castidad!–). El
matrimonio, en tanto célula primordial de las sociedades, es por tanto conservador, machista, patriarcal. Y
si se quiere decir de otro modo: es un ejercicio de poder.
En algunas sociedades, incluso, taxativamente está
estipulado que el varón puede disponer de varias mujeres –en el Islam por
ejemplo– mientras que en Occidente la bigamia es delito…, pero se tolera (al
menos para el "macho") una determinada cuota de "infidelidad",
de "canitas al aire". Hoy día, incluso, podría decirse que también
comienza a abrirse el campo para las mujeres, pues por las calles ofrecen sus
servicios no sólo prostitutas (mujeres públicas) sino prostitutos.
El matrimonio implica un contrato social, un ordenamiento
legal. Ambas partes firman y se comprometen, tal como se hace en cualquier
contrato civil, a cumplir con la letra pequeña del texto, esa que nadie lee. El
deseo, de todos modos (aquello que quiere normar el décimo mandamiento) no se
puede legalizar. Como arreglo establecido, entonces, en tanto institución, el
matrimonio es producto de un acuerdo, de un convenio; por tanto, también sujeto
a evolución en el tiempo (siempre las legislaciones van a la zaga de los hechos
consumados; se transforma en ley lo que ya existe de hecho como práctica
consuetudinaria).
Hasta ahora el matrimonio, con deficiencias intrínsecas
insalvables (la "infidelidad" es tan vieja como el mundo y todo
indicaría que no hay vacuna efectiva que lo evite. Los dioses griegos del
Olimpo, muy humanos por cierto, también tenían este tipo de relaciones) ha
venido cumpliendo su cometido: reproducir la especie y la sociedad. Y seguramente
pueda seguir cumpliéndolo, aún con sus nuevas variables: matrimonios
homosexuales por ejemplo, que si bien no reproducen biológicamente, sí pueden
adoptar hijos y criarlos. Lo cierto es que, a partir de esta crisis que ahora
se patentiza, pero seguramente presente en toda su historia, el matrimonio nos
abre preguntas que ya no podemos seguir evadiendo.
Por cierto que, como institución, no se nutre
necesariamente del amor que se jura en un altar hasta que la muerte separe a
sus partes ("el amor eterno dura… ¿cuánto
tiempo?"); muchos matrimonios (si se conocieran los datos reales sin
dudas caeríamos de espaldas) se mantienen por otras circunstancias, muy
alejadas por cierto del enamoramiento entre sus cónyuges: conveniencia y/o
necesidad social. Una vez más: somos conservadores, ese es nuestro sino humano.
Y ni qué decir de la cantidad de matrimonios armados a espaldas de sus
miembros, más aún de la mujer, sólo para mantener/conservar/afianzar
conveniencias económicas y/o políticas. Fenómeno, por cierto, que se repite tanto
en sectores pobres como en la llamada "alta" (¿?) sociedad.
Evidentemente, el amor existe (sin dudas es de las cosas más extraordinarias de
la vida… ¡y ojalá fuera eterno!), pero en la vida no queda mucho espacio para
el amor. Aunque sí para el matrimonio.
En sí misma, tal como está planteada en su estructura, la
institución matrimonial lleva implícita la posibilidad de la transgresión a la
promesa de fidelidad –cosa, por lo demás, muy habitual–. Algunos estudios de
opinión de los tantos que circulan por ahí respecto a este tema refieren que el
porcentaje de varones con relaciones extra-matrimoniales no es tan
desmedidamente más alto que el de las mujeres con "canitas al aire":
60% contra un 35/40% –dato a tomar con cuidado, pero que hay que leer e
interpretar adecuadamente: el deseo no es patrimonio varonil–.
De todos modos, en tanto institución conservadora, el
matrimonio va más allá de estas circunstancias "domésticas",
intentando erigirse como un valor ético en sí mismo –cerrando los ojos,
tolerando, dejando pasar "pecadillos" ocultos–. Para la tradición
occidental y cristiana, se lo pone como un punto de la máxima aspiración, un
valor casi supremo en orden a la construcción social. No hay que dejar de
considerar que muchas parejas no se separan porque el peso de la tradición y la
presión social son excesivamente grandes. Las excusas del caso pueden ser
variadas (los hijos, las habladurías de las familias, la tradición conservadora),
aunque pareciera que el peso de todo eso sigue siendo muy grande. De todos
modos, algo evidencia que está comenzando a fisurarse, porque ya son numerosos
los países que han optado por legalizar la ruptura de ese contrato matrimonial.
El divorcio legal –legalizando una práctica que se da muy habitualmente en la
cotidianeidad– avanza. Así como avanzan otros temas hasta ayer tabú: la
legalización del aborto no terapéutico, el matrimonio homosexual, la eutanasia,
la legalización de ciertas drogas.
Todo lo dicho, entonces, es lo que abre el cuestionamiento:
si está siempre en posibilidad de ser transgredido (las relaciones –y los hijos–
extramatrimoniales son un hecho incontrastable); si no asegura el enamoramiento
de sus partes; si conlleva todo el peso de la rutina y la formalidad de
cualquier institución: ¿por qué se mantiene el matrimonio?
Dar una respuesta convincente a esta pregunta implica
largos desarrollos sociales, psicológicos, políticos, ideológicos, que exceden
las posibilidades de un pequeño texto como el presente (pero que, no obstante,
invitan a emprenderlos).
Acompañando esas reflexiones –y he ahí probablemente lo más
rico que disparan estas preguntas– queda la interrogante: si el matrimonio está
en crisis, ¿con qué reemplazarlo entonces?
No hay comentarios:
Publicar un comentario