Marcelo Colussi
Un
histórico militante del Partido Comunista Italiano cuyo nombre no viene al
caso, al saber que su hija andaba noviando con un muchacho de Sicilia, espetó
con toda su espontaneidad: “¿¡con un africano, nena!?”
El
racismo no es un problema nuevo. La historia humana, para decirlo de una forma
muy general, ha sido -y continúa siendo- una sucesión de enfrentamientos.
Enfrentamientos diversos, por cierto, entre los que el conflicto étnico es uno
más.
Lo distinto, lo que no es como nosotros, lo que sale
de nuestro metro cuadrado, puede fascinar -por llamativo, novedoso, exótico- o
aterrorizar. Ambas reacciones se entrelazan. Lo distinto puede ser un poderoso
llamado a descubrir cosas nuevas, a la aventura. ¿Por qué los seres humanos
investigamos lo raro, si no?; ¿Por qué un blanco se “mezcla” con una negra, por
ejemplo, o salimos a cruzar el océano en un barquito precario sino por el afán
de lo desconocido? Al mismo tiempo, también es posible lo exactamente
contrario. Para graficarlo con algo por demás de elocuente: en idioma alemán la
palabra “heimlich” significa “familiar”, “lo cercano”; pero si se le antepone
el sufijo negativo “un” nos da término “unheimlich”, que significa “siniestro”.
En otros términos: lo distinto, lo que no es familiar, lo que está más allá de
nuestro metro cuadrado… ¡es siniestro!
Todo esto remite a preguntas que pueden contestarse, o
comenzar a contestarse, desde variadas ópticas: social, psicológica,
antropológica. Pero queda claro, desde ya, que el ámbito de su esclarecimiento
corresponde primariamente al campo de las ciencias sociales; no hay razón
biológica que de cuenta de estos fenómenos, o que los justifique en todo caso.
La propia experiencia personal, la observación de
conductas cercanas a cualquiera de nosotros, la revisión imparcial de la
historia, todo ello nos muestra definitivamente que la convivencia humana no es
precisamente un paraíso. Con esto, claro está, no se pretende hacer un
panegírico de la violencia ni de la ley del más fuerte; pero una mirada serena
a nuestro alrededor nos confronta con esta realidad. Aunque sean expresiones
para debatir largamente, el solo hecho que hayan sido formuladas y acuñadas en
la cultura muestra que el problema ya está entrevisto largamente y desde hace
tiempo: “si quieres la paz prepárate para la guerra”, “el hombre es el lobo
del hombre”, “a Dios rogando y con el mazo dando”, etc.
La pretensión de una convivencia armónica,
pacífica, de sana y tranquila coexistencia entre dispares, hasta ahora al
menos, no pasa de ser aspiración. Lo cual, desde ya, es sumamente importante.
Aunque la violencia y la guerra persisten en las sociedades, planteárselas como
problema ya es un paso, un enorme paso adelante en relación a un mejoramiento
en la calidad de vida. (Huelga decir al respecto que hay infinitamente mucho
que hacer todavía).
Hoy día no se queman en la hoguera a los
sospechosos o disidentes, o no se mata al mensajero que trae malas noticias; y
hasta se toleran (¿aceptan?) reivindicaciones de los derechos homosexuales. En
Estados Unidos, donde de ningún modo terminó el racismo (¡las cárceles están
llenas, fundamentalmente, de afrodescendientes!) hay un presidente de color
negro. Eso no significa que los descendientes de los esclavos negros traídos
del África ahora tienen iguales cuotas de poder que los blancos, pero vale como
símbolo. La historia humana, en definitiva, es una sucesión de pequeños pasos,
de pequeñas mejoras en la condición de vida. Se podría decir que, con grandes
dificultades, vamos abriéndonos algunas luces en el medio de la oscuridad. O
por lo menos, todas las prácticas discriminatorias pueden encontrar -más que
antes- un espacio donde ser confrontadas. Hay la posibilidad de hablar de los
derechos universales, de propiciar leyes que los garanticen, de exigir su
cumplimiento.
De todos modos, rápidamente conviene aclarar
lo siguiente: no por fuerza la Humanidad ha entrado en una fase de definitiva
superación de los problemas. Ya no se quema a nadie en la hoguera pero persiste
la tortura, hay sistemas jurídicos socialmente establecidos pero continúan los
linchamientos y la corrupción galopante, terminó el derecho de pernada o el
cinturón de castidad pero no desapareció el acoso sexual. Ha habido cambios en
la historia, superaciones, sin lugar a dudas; pero resta aún mucho por mejorar.
Las constituciones políticas de todos los
países reconocen y defienden las diversidades étnicas; las cartas fundacionales
del sistema de Naciones Unidas -instancia supranacional por excelencia-
prácticamente tienen razón de ser en cuanto parten del hecho de la enorme
variedad de etnias y culturas que conforman la especie humana, y la más que
obvia necesidad de su aceptación y respeto. Pero más allá de toda esta
intencionalidad el racismo sigue siendo un hecho. ¿Hay vacuna contra él?
El fenómeno de la discriminación no se
restringe a algún país en especial, donde se podría estar tentado de endilgar
el fenómeno a “atrasos culturales”. Por el contrario, barre el mundo por los
cuatro puntos cardinales. Sociedades llamadas “desarrolladas” dan las peores
muestras de intolerancia étnica. En Alemania (uno de los pueblos más educados
de Europa) hace apenas unas décadas se persiguió a los judíos por millones, en
Estados Unidos el racista y xenófobo Ku Klux Klan, pese a haber un presidente
afrodescendiente, sigue teniendo una considerable cuota de poder, en Italia la Liga del Norte proponía hace
unos pocos años atrás la separación del sur “subdesarrollado”, y los grupos
neonazis están a la orden del día, sólo por dar algunos ejemplos.
En Guatemala una mujer indígena -Rigoberta
Menchú- se ha hecho acreedora (no sin resistencias locales) a un Premio Nobel.
Paso importante, sin dudas. Quizá a principios del siglo XX, o apenas algunas décadas
atrás, esto hubiera sido inconcebible (todavía se vendían las fincas “con
todo e indios incluidos”). Pero la discriminación étnica no ha desaparecido.
¿Hay forma que desaparezca? Incluso podríamos ser más cáusticos en la pregunta:
¿hay posibilidades reales que desaparezca? ¿Estamos obligados a que lo distinto
pueda ser siniestro?
En la forma en que queda formulado el
interrogante pareciera que no hay mayores alternativas: ¿será que el racismo
está enraizado en la misma condición humana? Por principios diríamos que no,
pero ¿por qué es tan frecuente y cuesta tanto eliminarlo? ¿Cómo es posible que
un militante comunista reaccione así ante un siciliano? ¿Dónde queda la idea de
“internacionalismo proletario” entonces? De todos modos, pensemos en que debe
haber alternativas, ¿o es que realmente hay “razas superiores”? El
desciframiento del genoma humano nos mostró con total evidencia que no hay
ninguna diferencia entre todos los que pisamos este planeta, más allá de
circunstanciales variaciones externas -color de la piel, de los ojos, forma del
cabello-, explicables en función de la pura adaptación al medio ambiente (un africano
tiene en su piel más melanina que un sueco por el sol tropical que debe
soportar, o un nórdico tiene ojos claros por la falta de luz en el Polo).
Definitivamente, ¡¡no hay razas!! Mucho menos: razas “superiores”.
El racismo, ya está más que dicho y sabido,
no es sino una justificación para la explotación económica del otro. Nunca es
de doble vía: el blanco discrimina al negro, el conquistador “civilizado” al
conquistado “primitivo”, pero no se da la recíproca. Por una cuestión de
explotación material, económica, se “arma”, se inventa la idea de superioridad
racial. Y siempre, ¡oh, casualidad!, el explotador es el civilizado que explota
(civiliza) la bárbaro primitivo.
¿En dónde radica la pretendida “superioridad”
de la “raza superior”? Es un puro ejercicio de poder. Trabajar como esclavo es
trabajar “como negro”. Creo que esa expresión lo dice todo. “Con
perfecto derecho los españoles imperan sobre estos bárbaros del Nuevo Mundo e
islas adyacentes, los cuales en prudencia, ingenio, virtud y humanidad son tan
inferiores a los españoles como niños a los adultos y las mujeres a los
varones, habiendo entre ellos tanta diferencia como la que va de gentes fieras
y crueles a gentes clementísimas. ¿Qué cosa pudo suceder a estos bárbaros más
conveniente ni más saludable que el quedar sometidos al imperio de aquellos
cuya prudencia, virtud y religión los han de convertir de bárbaros, tales que
apenas merecían el nombre de seres humanos, en hombres civilizados en cuanto
pueden serlo?”, decía en el
siglo XVI el español Juan Ginés de Sepúlveda refiriéndose a la población
americana. Estamos en el siglo XXI, y en muchas personas esas ideas no han
cambiado en lo sustancial: ¿civilizados versus bárbaros primitivos? ¿Razas
superiores?
No debemos caer rápidamente en reduccionismos,
por más tentador que ello sea. Sería muy fácil colegir de lo que tenemos dicho
que el racismo, en cuanto una de tantas expresiones de la agresividad, en
cuanto constituyente del fenómeno humano, es inmodificable. Así las cosas, no
habría ya mucho por hacer. O ante cada nueva expresión discriminatoria con
resignación encogerse de hombros por encontrarnos frente a un hecho supuestamente
natural. Pero, modestamente, pensemos que podemos (debemos) apuntar a otras
opciones.
Sin pretender entrar aquí en la búsqueda
de la “esencia” humana, lo mínimo que podemos decir es que si alguna definición
de ella tenemos es que el ser humano es un ser social. Somos lo que somos en
relación a otro. Siempre y necesariamente estamos en relación con otros, si no,
no somos seres humanos. Ahora bien, esas relaciones no siempre y necesariamente
son relaciones de mutua cooperación y solidaridad; estas últimas son
posibilidades, tanto como las agresivas, de envidia o discriminatorias (miremos
el ejemplo de nuestro itálico camarada). Lo que sí podemos garantizar (o al
menos intentarlo al máximo) es fijar normas de relacionamiento entre todos,
donde nadie salga desfavorecido, o donde la meta sea no dañarnos, respetarnos.
Las religiones, todas, predican el amor
entre los seres humanos. Pero pareciera (la historia lo demuestra) que esto
solo no alcanza para asegurar una armónica convivencia. (Valga agregarlo: también
hay guerras religiosas -quizá las más crueles-, y la conquista de América se
hizo en nombre de la fe católica). Una posibilidad, quizá la única realmente
seria, de plantearse un límite a la violencia, a la discriminación, es el
establecimiento de normas de convivencia; en otros términos: leyes.
Nadie está obligado a amar al prójimo,
pero sí está obligado a respetarlo. La población de una etnia difícilmente
establece grandes amistades, o busca su pareja, con gente de otra etnia. Puede
suceder, pero no es lo más habitual. Según una formulación de la psicología, se
ama en el otro lo similar a mí; quizá por eso es tan difícil abrirse plenamente
a alguien muy distinto. Pero aunque esto sea verdad en un nivel, nada autoriza
a que se aborrezca al otro por ser diferente (otra lengua, otras costumbres,
otra cosmovisión, otro color de piel). Una actitud civilizada, aunque se
estrelle a diario con fuerzas jurásicas que ven en el otro distinto siempre una
amenaza, debe apuntar a ese ideal de respeto.
No hay vacuna contra el racismo, ni contra
las injusticias. Pero hay la posibilidad de establecer leyes que nos permitan
respetarnos; y esas mismas leyes felizmente no son definitivas, son
perfectibles. “La ley es lo que conviene
al más fuerte”, adelantaba ya en la Grecia clásica un sofista como
Trasímaco de Calcedonia. No se equivocaba. Las leyes son la legitimación de un
estado de cosas. La propiedad privada de los medios de producción no es
natural, pero la ley la estable. ¿Quién dijo que las leyes no se pueden
cambiar? Si conviene al más fuerte… ¿qué hacemos los débiles? La historia
humana es la historia de esos eternos choques. “La violencia es la partera de la historia”, dijo Marx.
Suprimir, eliminar al otro distinto no es
el camino. Ello, en definitiva, no es sino alimentar el ciclo de violencia; y
eso no tiene fin: hoy niños de la calle, después los drogadictos, después los
homosexuales.... ¿Y después? ¿Seropositivos?, ¿habitantes de barrios
marginales?, ¿indígenas?, ¿mujeres? ¿Y después gitanos, judíos, negros....latinos,
habitantes del Tercer Mundo.....? La lista no tiene fin. Y en algún lado de la
lista estamos todos. La idea de racismo, hoy día, debería darnos vergüenza. Pero
sigue siendo una triste realidad. Una vez más: pensemos en el ejemplo del
camarada italiano. ¿Hasta cuándo eso?