Marcelo
Colussi
En
el 2015 Guatemala se vio conmocionada por una gran crisis política que terminó
con el encarcelamiento del por entonces binomio presidencial (Otto Pérez Molina
y Roxana Baldetti). El lema de aquel entonces era la lucha contra la
corrupción.
Se
decía en ese momento, y ahora se puede afirmar con firmeza, que toda esa
movilización anticorrupción tenía que ver, fundamentalmente, con un plan
finamente trazado por Washington. Dos motivos lo fundamentan: 1) la decisión
política de intentar transparentar las mafiosas y corruptas políticas
centroamericanas, que tal como están ahora, constituyen una bomba de tiempo que
expulsa gente hacia el territorio norteamericano y, al mismo tiempo,
representan un peligro de posible “ingobernabilidad” (visto desde la lógica
capitalista del imperio, de ahí que montaron el Plan Alianza para la
Prosperidad); y 2) ser un laboratorio de pruebas para las recetas
anticorrupción con las que, posteriormente, el gobierno estadounidense pudo
mover gobiernos díscolos en otras latitudes (Brasil, Argentina, etc.).
El
experimento fue todo un éxito. La población, básicamente clase media urbana, se
indignó profundamente ante las denuncias aparecidas, y en una demostración de
civismo (muy bien manejado con técnicas de manipulación social), una buena
cantidad de población salió a protestar a la plaza. La movilización, de todos
modos, era bastante limitada (lo cual hacía pensar en quién y para qué movía
todo eso): entonar el himno nacional, sonar vuvuzelas, vociferar contra los
funcionarios corruptos y volverse a la casa. No había, en sentido estricto, un
proyecto político de cambio. Ninguna fuerza popular-de izquierda-revolucionaria
pudo aprovechar el descontento para ir más allá, pues toda la iniciativa mostró
desde un inicio que no apuntaba a cambiar nada. Puro gatopardismo. De todos
modos, esos acontecimientos sirvieron para fomentar un calor popular antes
inexistente.
La
crisis política abierta ese año se cerró con una
elección amañada, donde apareció un candidato a la medida: un actor que
personificó el papel de “presidenciable no corrupto”. El circo mediático estuvo
bien montado, a tal punto que permitió que Jimmy Morales llegara a la
presidencia. Rodeado de militares vinculados a la guerra interna y a grupos
mafiosos de oscuro pasado –todos ligados al Estado contrainsurgente y a los
negocios sucios que el mismo permitió–, la crisis terminó y todo pareció volver
a la “normalidad”.
Pero
esa “normalidad” en Guatemala significa explotación, miseria, exclusión.
Pasaron las movilizaciones sabatinas con muchas vuvuzelas del 2015 y todo
siguió igual en la base: 60% de la población bajo el límite de pobreza,
desnutrición crónica (quinto puesto en el mundo), desocupación, salarios de
hambre, analfabetismo, racismo y patriarcado, manipulación burda de las grandes
masas, valores misóginos, homofóbicos y ultraconservadores. Era obvio que ese montaje
anticorrupción funcionó como distractor. Los problemas fundamentales no se
tocaron.
Pero
la población del país no es solo la clase media urbana que “civilizadamente”,
al ritmo de vuvuzelas, se indignó por el robo de algunos funcionarios.
Movimientos populares de base, campesinos e indígenas en lo fundamental,
siguieron protestando tal como lo venían haciendo desde siempre, sin la caja de
resonancia de los medios comerciales de comunicación. Esas reivindicaciones
(mejores condiciones de vida, tierra para los campesinos pobres, mejora
salarial, servicios básicos decentes, etc.) se continuaron levantando siempre,
aunque no inundaran las plazas ni aparecieran en la televisión.
Tanto
esas protestas como las investigaciones contra la corrupción llevadas adelante
por la CICIG y el Ministerio Público (en tanto parte de la iniciativa
estadounidense de transparentar las mafias del Triángulo Norte de
Centroamérica), fueron acorralando a la administración de Morales. El llamado
Pacto de corruptos (empresarios, clase política, militares, todos moviéndose
con criterio mafioso) se empezó a sentir nervioso por ambos motivos. La
movilización popular siempre es molesta para las clases dominantes; y si a eso
se suma la posibilidad de ser investigada por corrupta, tenemos el cuadro
actual: reacciona mostrando los dientes. De ahí que 1) hace lo imposible por
evitar las investigaciones cerrando el paso a la CICIG, y 2) comenzó un
sistemático ataque a luchadores populares con métodos de la guerra
contrainsurgente (van 18 muertos este año, con total impunidad).
Pero
la gente no se quedó callada. Hoy existe una movilización popular distinta a la
del 2015: hay conducción política producto de la articulación de distintos
grupos de base, hay proyecto claro (pedir la renuncia del elenco gobernante y
el llamado a una Asamblea Constituyente), y ya no hay el miedo de años atrás.
El
escenario no es pre-revolucionario ni por asomo; pero abre posibilidades
interesantes para el campo popular.
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