Marcelo Colussi
Terminada
la Segunda Guerra Mundial en 1945, el principal ganador, Estados Unidos,
sometió a la perdedora Alemania, junto con las otras potencias victoriosas, a
los históricos juicios de Nüremberg. Allí se condenó al régimen nazi, entre
otras cosas, por los anti éticos experimentos biomédicos desarrollados con
seres humanos, judíos en la mayoría de los casos, en nombre de la superioridad
racial. Hasta allí todos podríamos estar en completo acuerdo tanto con la
condena como con los juzgadores: jugar con vidas humanas en experimentos
secretos es deleznable; en definitiva: constituye un delito de lesa humanidad.
Lo
trágico es que la potencia que estaba levantando la voz para condenar esas
prácticas a todas luces abominables, casi al mismo tiempo estaba haciendo lo
mismo en otras latitudes. La doble moral de los poderosos no es nada nuevo, por
supuesto. Pero no por eso debe dejar de indignarnos. Es tan deleznable,
abominable e infame la realización de experimentos secretos con humanos de
carne y hueso como el discurso hipócrita, de dos caras. Washington, por cierto,
es un maestro en esto último. Y, lo patético, es que nadie lo puede condenar.
La más rampante impunidad sigue primando insultante. ¿Hasta cuándo?
Junto a
esa petulancia arrogante del ganador (lanzó dos bombas atómicas sobre población
civil no combatiente en Japón cuando la guerra ya estaba prácticamente
terminada, solo como demostración de poderío, y jamás ha recibido condena por
eso), también es un campeón en la realización de pruebas ocultas, fuera de todo
control –de ordinario en el campo de la investigación biomédica o en las
tecnologías bélicas–, en general con los “conejillos de Indias” que representan
las poblaciones del Tercer Mundo, de los países pobres.
Según
pudo saberse hace unos pocos años por una supuesta casualidad azarosa, la
investigadora estadounidense Susan Reverby, del Wesllesley College, en búsqueda
de información sobre experimentos realizados con reos de la prisión de
Tuskegee, en Estados Unidos, encontró datos que revelaron estudios secretos
desarrollados entre los años 1946 y 1948 por personal del gobierno de
Washington en la centroamericana nación de Guatemala, arquetípico banana
country para la lógica del amo imperial.
De
acuerdo a lo hallado por la investigadora, con la aquiescencia de la embajada
de su país en Guatemala y de la por aquel entonces Oficina Sanitaria
Panamericana, precursora de la actual Organización Panamericana de la Salud
(OPS), en esos años se llevaron a cabo en el país centroamericano cuestionables
estudios con pacientes psiquiátricos, trabajadoras del sexo, soldados rasos y
niños huérfanos. Lo que se buscaba era conocer la efectividad de la penicilina
en el tratamiento de enfermedades de transmisión sexual (sífilis y gonorrea),
para lo que se les infectó a las personas seleccionadas –por supuesto, sin
previo aviso y con total desconocimiento de lo que se les hacía– con
microorganismos de ambas patologías.
Que los
resultados conseguidos siguiendo esas prácticas constituyan un “aporte” a la
ciencia médica, y por ende a la humanidad toda, es un desatino, una aberración.
Es similar a lo que buscaban los nazis en sus experimentos, juzgados luego como
crímenes de guerra: eran, y siguen siendo, monstruosidades, atentados a la más
elemental dignidad humana. ¿Se juzgará a algún ciudadano estadounidense por
estas pruebas realizadas en Guatemala? ¿Habrá algún Nüremberg para algún
funcionario de la primera potencia mundial? El Dr. Thomas Parran, quien
supervisó la fase inicial de los experimentos en el año 1946 en territorio
centroamericano, reconoció que se ocultó a las autoridades guatemaltecas lo que
se estaba haciendo y que esos estudios de ningún modo se podrían haber
realizado en su país. ¿Alguien se hará cargo de ese delito de lesa humanidad?
¿Quién va a ir preso?
En un
gesto que, considerado ingenuamente, podría justificar su galardón de Premio
Nobel de la Paz, el ex presidente de Estados Unidos, Barak Obama, apenas
conocida la denuncia de los hechos en el 2010 se disculpó telefónicamente con
su por ese entonces homólogo de Guatemala, Álvaro Colom, por la violación
cometida seis décadas atrás. “Políticamente correcto” quizá, pero eso no
exculpa lo sucedido. No es la primera vez que se conocen acusaciones de ese
tenor; es más que sabido que los habitantes del Tercer Mundo son conejillos de
Indias para experimentos de esa calaña que realizan las potencias del Norte,
incluso en forma masiva con alimentos o medicamentos. Además de proveedores de
materias primas y mano de obra a precio regalado, el Sur también es un
laboratorio de experimentación humana gratuito.
En un
tiempo Estados Unidos comenzó a hablar de “control de la natalidad” (hoy día se
reemplazó eso por las políticamente más correctas “planificación familiar” o
“paternidad responsable”); en definitiva, más allá del nombre, se trata de lo
mismo: impedir que siga creciendo el número de bocas que alimentar en el
planeta, asegurando así los recursos solo para los “ciudadanos de primera”,
para el caso, los estadounidenses. Y ello llevó a esterilizaciones masivas en
varios países (siempre impulsadas por agencias estadounidenses), por supuesto
sin que las mujeres esterilizadas lo supieran, y mucho menos, lo consintieran.
Guatemala,
en su posición de país pobre y dependiente, casi un protectorado de Washington,
ha sido y continúa siendo un privilegiado campo de prueba (si es que a eso se
le puede llamar “privilegio”), un laboratorio para infinidad de experimentos
sociales que desarrolla la geoestrategia de Washington. Por lo pronto fue en
Guatemala donde se estrenó la Agencia Central de Inteligencia, la CIA. Aquí
hizo su debut la tristemente célebre organización estadounidense, preparando y
ejecutando el golpe militar que quitó de la presidencia a Jacobo Arbenz, un
socialdemócrata que encabezaba un gobierno popular con tinte nacionalista que
se había permitido expropiar las tierras ociosas de la United Fruit Company, la
empresa frutera norteamericana que operaba en Centroamérica con la más absoluta
y descarada impunidad.
Años
después, durante la larga guerra interna que desangró al país donde se enfrentó
un poderoso movimiento guerrillero con el ejército, la geoestrategia de Estados
Unidos hizo de Guatemala un campo de experimentación –en versión corregida y
aumentada– de la desaparición forzada de personas. Este país –con 45.000
detenidos-desaparecidos– y Argentina –con 30.000 personas desaparecidas en el
marco de la operación regional bautizada Plan Cóndor– fueron las naciones
latinoamericanas donde esta infame práctica alcanzó sus cotas máximas
(representando alrededor del 70% de todas las desapariciones forzadas de
Latinoamérica durante las llamadas guerras sucias). En ambos países la doctrina militar de las academias estadounidenses
potenció de una manera monumental lo iniciado por los nazis durante la Segunda
Guerra Mundial, llevado luego a la categoría de estrategia bélica normalizada
por Francia en su guerra colonial contra Argelia, teorizada por el coronel galo
Roger Trinquier en su libro “La
guerra moderna y la lucha contra las guerrillas”.
Según
dicha “teoría”, los actos de desaparición forzada son ejecutados conforme a pasos
de manual: 1) persecución de una persona concebida desde una perspectiva
ideológica como un enemigo interno; 2) detención ilegal; 3) entrega del
detenido en algún centro de detención clandestino; 4) ocultamiento ilegal de la
víctima; 5) presión psicológica ejercida sobre la familia, el grupo de
pertenencia del desaparecido y el colectivo social a través del discurso
oficial estigmatizante e ideologizante y las técnicas publicitarias empleadas.
Estas
técnicas, desarrolladas en principio por los franceses, fueron llevadas a su
máxima expresión en Guatemala, país que, una vez más, sirvió de laboratorio
social para la implementación de planes sociopolíticos impulsados por el
gobierno de Estados Unidos. Años después, a partir del 2015, nuevamente el país
centroamericano vuelve a ser laboratorio experimental para una nueva y refinada
técnica de control social: la “lucha contra la corrupción”.
Continuando
la práctica de las llamadas “revoluciones de colores” desarrolladas en las ex
repúblicas socialistas soviéticas, la nueva estrategia geopolítica de
Washington consiste en entronizar la corrupción (solo de los funcionarios
públicos) como el principal mal y causa última de las penurias de las
poblaciones. Con ello se encubren las verdaderas causas estructurales de la situación
(la explotación de una clase social por otra, la extracción de plusvalía de los
trabajadores por parte de los propietarios de los medios de producción),
poniendo en los “malos funcionarios corruptos” el motivo principal de la
pobreza y el atraso. La movida inició en el 2015 con la construcción de
numerosos perfiles falsos en las redes sociales desde donde se llamó a
movilizaciones pacíficas, desideologizadas, tendientes solamente a remover de
su cargo a la cabeza visible del país: el binomio presidencial. Muy bien
orquestada, la jugada resultó exitosa: presidente y vicepresidenta terminaron
presos, y la nueva técnica de manipulación social se mostró efectiva. Tiempo
después, la “lucha contra la corrupción” se entronizó como la nueva cruzada
salvadora para, supuestamente, terminar con las penurias de las masas
paupérrimas. Y gracias a esa edificación mediática la geopolítica de la Casa
Blanca logró frenar varios gobiernos “molestos” para su estrategia: Cristina
Fernández en Argentina, Dilma Roussef en Brasil, preparando también condiciones
para quitar a “indeseables” cuando la política de Washington lo requiera.
En
otros términos: Guatemala es un conejillo de Indias siempre útil para las más
diversas experimentaciones. Estados Unidos, en tanto potencia dominante, se
arroga el derecho de hacer lo que quiere en estos parajes. ¿A quién se le
ocurriría que una universidad o una empresa farmacéutica guatemalteca, o de
cualquier país tercermundista, pudiera experimentar, por ejemplo, un nuevo
medicamento, con ciudadanos estadounidenses en suelo norteamericano, sin previo
aviso a las autoridades correspondientes? Inimaginable, por cierto. Pero la
inversa es ya algo “normal”. Es más: ¿cuántos experimentos se podrán estar
llevando a cabo en este momento en Guatemala sin que la población ni el
gobierno del país lo sepan?
Las
potencias son potencias, justamente, porque manejan a las poblaciones, a los
recursos que éstas poseen y, en definitiva, a los países en su conjunto donde
todo ello se encuentra. Para manejarlos se apela a todo tipo de armas. El
racismo, la desvalorización de los pueblos considerados “primitivos”, la noción
de “ciudadanos de segunda” versus ciudadanos de sentido pleno, que serían los
de los países metropolitanos –civilización y barbarie si queremos decirlo de
otro modo–, son todas ideas que permiten la manipulación de esas masas
excluidas, dando como resultado, entre otras cosas, la posibilidad de hacer
experimentos execrables sin ninguna culpa con los “primitivos”. Luego podrá
decirse que es en beneficio de la Humanidad.
Si los
Aliados juzgaron las “abominables” prácticas de los nazis, no fue en absoluto
por consideraciones éticas: fue sólo una demostración de poder. ¿Cuándo
cambiaremos eso?
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