Marcelo Colussi
“Es más fácil
transar con un marero que con un policía”, decía con
naturalidad un funcionario del Ministerio de Gobernación. Por supuesto, ¡sabía
lo que decía! Es más: quizá el funcionario en cuestión no sea un “mafioso”
corrupto, miembro de una de las tantas redes de poderes paralelos que se anidan
en los organismos de Estado. Quizá simplemente es un conocedor de la cultura de
corrupción que campea victoriosa en el ministerio en cuestión, y en particular,
en las filas de la Policía Nacional Civil.
La población no confía en su policía. Nadie, en
general, toma al cuerpo policial como “su” policía, como empleados a los que
paga con sus impuestos y a quienes, por tanto, puede exigir que lo cuide con
esmero. La idea generalizada, por el contrario, es que la Policía Nacional
Civil no responde a las necesidades de la ciudadanía, es corrupta, ineficiente.
Peligrosa, en definitiva.
En ese marco de descontento social, y junto a una ola
delincuencial que –medios de comunicación mediante– pareciera barrer toda la
sociedad “teniéndonos de rodillas”, como machaconamente se repite, surgen las
policías privadas.
Hoy por hoy el mito de la
eficiencia de lo privado también barre toda la sociedad. Contra la iniciativa
privada no hay prácticamente voces críticas. Si algo es “privado”, en
contraposición a lo “público”, eso pareciera suficiente garantía para ser
bueno, eficiente, de calidad.
Ahora bien: en este momento los cuerpos policiales
privados superan ampliamente a la fuerza pública. Si bien los datos no son
exactos (lo cual debería ser un indicador de algo peligroso: ¿quién controla
este campo?), todo indica que la relación es de 5 a 1; es decir: un 500% más de
efectivos a favor de las agencias privadas: alrededor de 30,000 efectivos de la
PNC contra 150,000 agentes privados. Pero eso, de todos modos, no garantiza la
seguridad pública.
El crimen, pese a ese despliegue fabuloso de guardias
privados que inunda todo espacio imaginable (iglesias, moteles, tiendas de
barrios, peluquerías, guarderías infantiles, clínicas privadas…) sigue estando
presente, y la violencia cotidiana no se detiene. Los 15 muertos diarios que se
reportan siguen siendo la cruda realidad del país, y el clima de violencia
imperante no tiende a reducirse.
El análisis objetivo de la situación lleva a plantearse
esa paradoja: cada vez más policías privadas, pero al mismo tiempo, cada vez se
acrecienta más el clima de inseguridad. ¿Por qué? La declaración de un ex
pandillero, ahora músico profesional, da la pista: “No hace falta ser sociólogo ni analista político para darse cuenta la
relación que hay entre el chavo marero al que le dan la orden de extorsionar
tal sector, y el diputado o el chafa [militar] que después, en ese mismo sector, deja su
tarjetita ofreciendo los servicios de su propia agencia de seguridad”.
Evidentemente la ampliación al infinito de policías
privadas no detiene el fenómeno de la criminalidad. Lo cual obliga a concluir,
como mínimo, dos cosas: 1) la proliferación de agencias privadas de seguridad
es directamente proporcional al aumento de la inseguridad (léase: buen negocio
para esas empresas, que obviamente guardan vínculos con la delincuencia). Dicho
de otro modo: para los propietarios de esas agencias es indispensable el clima
de violencia (son aleccionadoras las palabras del ex marero al respecto).
2) El tema de la violencia que nos toca no se resuelve
con aparatos policiales, ni públicos ni privados. En todo caso, esto es un
problema muy complejo que implica abordajes múltiples. Más empleos y educación,
otro tipo de oportunidades para todos, desarrollo humano en su sentido más
amplio, es mejor receta que más policías armados, medidas de seguridad extremas
y colonias amuralladas. Urge además, complementariamente, transformar la
cultura de corrupción que se ha impuesto, lo cual significa: lucha contra la
impunidad.
En definitiva, los planteos punitivos marchan juntos a
la violencia desatada, ¡y no la resuelven! En todo caso, son la expresión de
una ideología de “mano dura”, de control social, de militarización de la vida
civil. Transformar el país en un gran cuartel no evita la inseguridad. Si algo
se puede hacer al respecto es prevenir la violencia. Y ello se logra con
mejores condiciones de vida para todo el colectivo.
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