Marcelo Colussi
“Venezuela es una amenaza
inusual y extraordinaria para la seguridad nacional de los Estados Unidos”
Orden Ejecutiva firmada por Barack Obama en marzo de 2015
“O inventamos o erramos”
Simón Rodríguez
El proceso abierto en 1998 con la
llegada al Poder Ejecutivo de Hugo Chávez a través de elecciones democráticas,
cambió el panorama en Venezuela, y en buena medida, en toda la región
latinoamericana. Ese hecho, sin embargo, no fue una revolución popular,
socialista, espontánea, como las que se dieron a lo largo del siglo XX en
Rusia, China, Cuba, Vietnam o Nicaragua. En realidad fue un proceso sui generis donde un militar formado en
el anticomunismo de la Doctrina de Seguridad Nacional (paracaidista de los
cuerpos de élite de las fuerzas armadas), sin preparación marxista,
profundamente cristiano, se montó en el descontento popular que venía dándose
desde 1989 con el Caracazo (primera reacción popular en toda América Latina a
los planes neoliberales que se comenzaron a aplicar siguiendo recetas del Fondo
Monetario Internacional y el Banco Mundial, violentamente reprimido por el
gobierno de Carlos Andrés Pérez con una cauda nunca determinada de muertos que
varía, según las apreciaciones, de 2.000 a 10.000).
Retomando la ira popular ante esas
medidas netamente impopulares, y con un mensaje moralizante, Hugo Chávez llegó
a la presidencia. A partir de un discurso centrado en la lucha contra la
corrupción, Chávez ganó las elecciones y comenzó a construir un proyecto
nacionalista. Para sorpresa de todos, aún de la misma población que lo había
votado, rápidamente comenzó a hablar de un nuevo socialismo, formulando la
crítica del socialismo real, ya caído para ese entonces. Fidel Castro
inmediatamente le tendió una mano -o más bien aprovechó la circunstancia de
encontrar un aliado latinoamericano que le ayudara a salir del “período
especial”-, con lo que el discurso chavista fue tornándose más radicalizado,
más “cubanizado”. Pero nunca hubo un planteo estrictamente socialista, marxista.
En sus alocuciones -y en su práctica
política- Chávez ponía en un pie de igualdad las figuras de Ernesto “Che” Guevara
y de Cristo, citando indistintamente la Biblia o un texto del comunista ruso
Plejánov. Él mismo dijo muchas veces explícitamente que no era marxista. Su
plan de gobierno era una mezcla voluntarista de “buenas intenciones”, más cerca
de la socialdemocracia o la caridad cristiana que de un proyecto
revolucionario. Lo cierto es que las circunstancias lo fueron convirtiendo en
un líder increíblemente popular, con gran arraigo dentro y fuera de su país,
siendo una figura mediática como pocas veces se dio en la historia, venezolana
o mundial.
Todo lo anterior es, en definitiva,
la Revolución Bolivariana: una indefinición ideológica asentada en gran medida
en la figura de un líder carismático. Con esa dinámica, el proceso venezolano
cursó varios años, con importantes avances para el campo popular (sustanciales mejoras
en los niveles de vida a partir de una más equitativa distribución de la renta
petrolera del país), pero sin tocar nunca los resortes últimos del capital. En
el momento de morir, Chávez -que pasó a ser figura sempiterna del proceso,
abriéndose forzosamente la pregunta de si puede haber socialismo basando en el
culto a la personalidad de un dirigente-, designó “sucesor”. Nicolás Maduro, un
ex sindicalista que proviene de las filas del Partido Socialista, fue el
ungido.
Hoy día la revolución sigue en pie,
aunque muy atacada (o quizá muy débil) en sus cimientos. Puede decirse que en Venezuela
hoy se libra una guerra. Pero para ser exactos, hoy por hoy se acrecienta una
guerra que, en realidad, se viene librando desde hace años.
No hay dudas que recientemente esa
guerra alcanzó niveles monstruosos: la derecha se siente cada vez más envalentonada,
y las provocaciones -ya con más de 30 muertos como resultado- se pueden
encaminar a una abierta intervención extranjera, amparada en la Carta
Democrática de la OEA, quizá, permitiendo acciones militares incluso. El
desgobierno y el estado de volatilidad al que se está llevando al país
evidencian una situación de caos como nunca antes se había dado. El recuerdo de
lo hecho por Estados Unidos en Irak o en Libia, provocando virtuales guerras
civiles con el destronamiento de sus líderes (Hussein o Khadafi
respectivamente) acude de inmediato a la memoria. Tal vez algo así tiene
pensado el Pentágono para el país caribeño. La población de a pie, como
siempre, es quien paga las consecuencias.
Las usinas ideológico-mediáticas del
capitalismo global llevan ese estado de caos a una dimensión apocalíptica,
presentando la situación como una “dictadura” sin precedentes, donde la
población está siendo masacrada, con mensajes que recuerden los más
encarnizados momentos de la Guerra Fría. El “castro-comunista” presidente
venezolano está reprimiendo en forma sanguinaria, parece ser el mensaje. Una
cohorte de agentes anti-bolivarianos (locales e internacionales) constituye la
caja de resonancia de esa escenificación. La caída del “villano” se anuncia
cercana. Y los muertos y heridos siguen, mientras continúa el desabastecimiento
provocado, la zozobra, la violencia manipulada.
Pero seamos claros: la guerra en
cuestión no es sólo la situación de ataque económico y saboteo a la que se ve
sometido el gobierno de Nicolás Maduro en este momento puntual, con el
acrecentamiento sanguinario de grupos que crean caos e ingobernabilidad. La
guerra está desde el momento mismo en que Hugo Chávez puso en marcha un proceso
en que se pretendió tocar las estructuras de la sociedad, empezando por
repartir más equitativamente la renta petrolera, abriendo un discurso con sabor
cubanizado.
El actual ataque que sufre el proceso
bolivariano es la profundización de una lucha eterna que, siendo consecuentes
con el análisis del materialismo histórico, ha existido siempre en todos estos
años de intento de transformación. La guerra que vive la Revolución
Bolivariana, ahora claramente con armas de fuego y provocaciones cada vez más
subidas de tono, es la misma que padeció cualquier país que intentó salirse de
los dictados de la “normalidad” capitalista, en general manejada desde las
sombras por Washington: durante 64 años Corea del Norte, durante más de 50 años
Cuba, durante 60 años Palestina, durante 38 años Irán. Dicho de otro modo: la
guerra actual es una expresión de la lucha de clases que siempre estuvo
presente, desde que Chávez empezó a hablar de socialismo, desempolvando un
término que, en medio de la marea neoliberal, parecía condenado al olvido.
Vale la pena preguntarse, con sentido
crítico y constructivo, por qué no se tomaron las precauciones elementales para
librar esa guerra si se sabía que el enemigo siempre ha estado y estará ahí. Un
proceso que se pretende socialista sólo se puede fortalecer -dicho de otro
modo: sólo se puede ganar esta guerra- con más socialismo, nunca con menos. La
“revolución bonita”, pacífica, tranquila, y más aún las concesiones a la
derecha, sientan las bases para la contrarrevolución feroz.
La lucha de clases, motor de la
historia -en Venezuela y en cualquier parte del mundo- siguió estando siempre al
rojo vivo. En realidad, nunca se enfría. Lo que sucede en el país responde en
muy buena medida a una agenda fijada por la Casa Blanca y los grandes grupos de
poder estadounidenses, que ven la posibilidad de perder una gran reserva de
petróleo que necesitan con desesperación. Ahora, con estas iniciativas
desestabilizadoras que está tomando la derecha nacional apoyada por el gobierno
norteamericano, con formas crecientemente agresivas ya no solo centradas en la
esfera económica sino con abiertas acciones armadas a través de grupos
provocadores, la lucha cobra mayor fuerza. Pero todo esto no es muy distinto,
en esencia, de todos los ataques que ha venido sufriendo la Revolución
Bolivariana en su historia: intentos de golpe de Estado, paro petrolero, “calentamiento”
de calle, desabastecimiento, mercado negro, continua agresión mediática,
desprestigio internacional, escaramuzas armadas esporádicas, sabotajes varios.
El intento del gobierno de Estados
Unidos es detener de una buena vez por todas el proceso nacionalista/socialista
que está teniendo lugar en Venezuela para asegurarse la reserva de petróleo conocida
más grande en la actualidad. La voracidad imperial necesita de ese oro negro
como su oxígeno vital, y por nada del mundo está dispuesto a perderlo. Y ahí
viene el choque: con Chávez se inició ese confuso proceso del socialismo del
siglo XXI. Con Maduro continuó, y el ataque de la derecha se tornó más
despiadado. Ahora bien: un socialismo jaqueado sólo podrá vencer no con
concesiones y titubeos a la derecha, sino con más socialismo. ¿Cómo pudo
reconstruirse la Unión Soviética devastada por la terrible Segunda Guerra
Mundial, para llegar a ser superpotencia pocos años después? Con más
socialismo. ¿Cómo pudo Vietnam salir airoso de la tremenda guerra de agresión
que sufrió? Con más socialismo. ¿Cómo pudo Cuba soportar el “período especial”
una vez desaparecida la Unión Soviética? Con más socialismo. Las concesiones y
titubeos no llevan por buen camino. O, en todo caso, dan pie a más agresiones,
a más ataques.
¿Qué
puede pasar ahora en el país caribeño? El proceso está complicado, y las
opciones parecen solo dos: o se profundiza realmente la vía socialista o, como
dice Atilio Borón: “El triunfo de la contrarrevolución convertiría de hecho a
Venezuela en el estado número 51 de la Unión Americana, y si Washington durante
más de un siglo ha demostrado no estar dispuesto a abandonar a Puerto Rico, ni
en mil años se iría de Venezuela una vez que sus peones derroten al chavismo y
se apoderen de este país y su inmensa reserva petrolera. (…) La derrota de la revolución se traduciría en la anexión informal
de Venezuela a Estados Unidos”.
No cabe ninguna duda que luego de
décadas de capitalismo salvaje, extinguido el campo socialista soviético, las
ideas de justicia social y lucha por un cambio revolucionario de la sociedad
quedaron debilitadas. Obviamente las luchas de clases no terminaron, pero el
discurso conservador dominante intentó pasar al baúl de los recuerdos todo lo
que tuviera que ver con “socialismo”, “revolución obrera y campesina”, “poder
popular y socialización de los medios de producción”, “lucha antiimperialista”.
Fue la llegada de Hugo Chávez lo que permitió desempolvar esos anhelos. El
proceso que él iniciara revitalizó esas dormidas y muy golpeadas esperanzas. La
historia, por supuesto, no había terminado. El campo popular allí siguió
estando, resistiendo como pudo las políticas neoliberales, diezmado,
desorientado en su lucha política. Eso fue lo que posibilitó la aparición de un
líder como Hugo Chávez. El Caracazo y las luchas populares fueron su preámbulo.
Es en esa lógica, a partir de ese
nacionalismo provocador que se inicia con el Caracazo y se continúa con la
llegada a la presidencia de Chávez, que el caso de Venezuela representa una
“piedra en el zapato” para Washington, dadas las enormes reservas de
hidrocarburos que atesora, botín que el imperio no va a perder. Ese pareciera
el elemento principal a considerar para entender la situación actual del país;
un gobierno nacionalista que quiere manejar autónomamente sus recursos, y si a
eso se suma un presidente díscolo que puede tratar de “diablo” en la cara al
primer mandatario de la primera potencia mundial (a George Bush en las Naciones
Unidas: “huele a azufre”), llamando a
una unidad latinoamericana con un talante al menos no capitalista, el resultado
es lo que vemos: el imperio muestra los dientes. La derecha local, en este
momento nucleada en la Mesa de la Unidad Democrática -MUD- es solo su peón, su
operador en el terreno.
Ahora, dado que la coyuntura lo fue haciendo posible, la Casa Blanca ya se permite hablar
abiertamente de una intervención: “Venezuela atraviesa un período de inestabilidad significativa el año en
curso debido a la escasez generalizada de medicamentos y comida, una constante
incertidumbre política y el empeoramiento de la situación económica”,
declaró recientemente el Jefe del Comando Sur, Almirante Kurt Tidd, en su
informe al Comité de Servicios Militares del Senado estadounidense. Por ello,
según la estrategia que el país del norte tiene trazada, consistente justamente
en crear ese escenario de caos, “la creciente crisis humanitaria en Venezuela
podría obligar a una respuesta regional”, léase: acción militar multilateral bajo el paraguas de la OEA quizá,
liderada por la Casa Blanca.
En realidad,
el proceso de transformación iniciado por Hugo Chávez, y tibiamente continuado
por Maduro, con más concesiones que verdaderos avances socialistas, tiene como
soporte ideológico una mezcla algo ambigua de socialdemocracia, voluntarismo,
caridad cristiana y, por allí, algunos chispazos inspirados en el materialismo
histórico. Las concesiones actuales pueden llegar a ser groseras: “Destacan políticas como la
creación de las Zonas Económicas Especiales, las cuales representan
liberalizaciones integrales de partes del territorio nacional, una figura que
entrega la soberanía a los capitales foráneos que pasarían a administrar
prácticamente sin limitaciones dichas regiones. Se trata de una de las medidas
más neoliberales desde la Agenda Venezuela implementada por el gobierno de
Rafael Caldera en los años 90, bajo las recomendaciones del Fondo Monetario
Internacional”, analiza acertadamente Emiliano Teran Mantovani.
No hay duda que las clases populares, los
eternamente excluidos y olvidados -el “pobrerío” en sentido amplio, para
decirlo con un término quizá no marxista- con el proceso bolivariano se comenzaron
a sentir protagonistas de su propia historia. El poder popular, al menos en
parte, comenzó a ser un hecho: los “negros de los barrios” con la Revolución Bolivariana
pudieron comenzar a entran triunfantes al Teatro Teresa Carreño, otrora un
ícono de la oligarquía vernácula. Y las condiciones de vida mejoraron
ostensiblemente (salud, educación, salario, vivienda, acceso a la recreación,
lucha contra el patriarcado, etc.). Pero el ciclo de bonanza terminó. Los
precios a la baja del petróleo (manipulados por las bolsas de valores
imperiales) no permitieron seguir con la misma intensidad los programas
sociales. Si a eso se le suma el avance sanguinario de la derecha, el paisaje
actual abre un angustiante interrogante de qué sucederá en con esta peculiar
revolución en marcha.
Pareciera que la revolución nunca tuvo claro
(y parece que no lo tiene tampoco ahora) qué es eso del socialismo del siglo
XXI. Que el enemigo de clase reaccione es lo esperable (¿por qué no habría de
hacerlo?, pues la “guerra” no comenzó con el mercado negro, la especulación y
el desabastecimiento actuales: la guerra es la lucha de clases, siempre
presente desde que hay sociedades con propiedad privada). La otra parte del
problema está del lado del movimiento bolivariano: ¿hacia dónde se quiere ir
realmente?
Si esto no está
precisamente definido, será difícil cuando no imposible, seguir caminando. El
proyecto económico de la revolución es algo incierto, confuso incluso: ¿es
socialista? ¿Es socialdemócrata? ¿Capitalista con rostro humano? ¿Control
obrero de la producción o asistencialismo gubernamental?
Todo ello abre la pregunta
respecto a qué se ha estado construyendo estos años, lo cual lleva a
conclusiones inexorables: 1) la economía, y el Estado que la administra, siguen
siendo capitalistas. Y, no menos importante, 2) no se salió nunca del rentismo
petrolero. He ahí un cuello de botella ineludible. Superar eso es la clave para
ganar la actual avanzada desestabilizadora. O, dicho de otro modo, para
profundizar, de una buena vez por todas, la revolución y construir el
socialismo.
Históricamente
la riqueza generada por la producción quedó mayormente en manos de la clase
dirigente nacional: una burocracia tecnocrático-petrolera y un empresariado
nacional poco productivo (en menor medida agrícola-industrial, fundamentalmente
de servicios), o retornaba a las casas matrices de las corporaciones
multinacionales que operan en territorio venezolano. Muy buena parte de esa
renta iba destinada a un consumo en cierta forma irracional, suntuario (los
pechos de silicona y la cultura de las Miss Universo son un patético síntoma).
Con el proceso bolivariano todo ello no cambió sustancialmente, pero sí en
parte la forma en que se repartía la renta, por cuanto comenzó a llegar algo
más a los desposeídos de siempre. Por eso la derecha reaccionó (por razones tanto
económicas como viscerales, ideológicas). De todos modos, los mecanismos
últimos de la economía (la propiedad de los medios productivos) no se
expropiaron. Y lo mismo pasó con el sistema financiero. Es decir: un socialismo
excesivamente tibio, un socialismo que nunca fue tal, en sentido estricto.
La edificación de
una sociedad nueva, con dignidad para todos, sostenible y respetuosa del medio
ambiente, no se puede hacer sobre la base de la monoproducción, de la venta de
petróleo, quedando el país en dependencia casi absoluta de la industria y la
tecnología extranjeras, incluida también la seguridad alimentaria. Muchos menos
aún: no se puede hacer sobre un modelo capitalista. Eso tiene sus límites
inexorablemente.
Las situaciones límite, tal como
pareciera que ahora se ha ido creando en el país, fuerzan ineludiblemente respuestas
decisivas, terminantes. Son horas definitorias; las medias tintas ya no son
posibles. El actual llamado a una Asamblea Constituyente que hace la dirección
bolivariana en el medio de la crisis no queda claro si es un “manotazo de
ahogado” o un mecanismo para ganar tiempo. Sectores de izquierda crítica, que
siempre han apoyado la Revolución, ahora lo adversan. Como medida política,
abre interrogantes.
Está claro que la Revolución está en
aprietos. Medidas socialistas que se deberían haber tomado años atrás -control
obrero de la producción, milicias populares, diversificación productiva,
reforma agraria, profundización real del poder popular- pueden ser el camino.
La tibieza, en este momento, puede ser el preámbulo del envalentonamiento final
de la derecha.
Una “revolución
bonita”, que no apela a medidas enérgicas anticapitalistas de claro e
incuestionable contenido popular, con acciones más reactivas que propositivas,
puede haberse cavado su propia fosa, justamente por su tibieza, por sus
indefiniciones. Pero tal vez es el momento de profundizar ese socialismo del
Siglo XXI que nunca quedó claro en qué consiste. Es hora, tal vez, de definirse
con claridad. Solo eso podrá impedir retroceder lo avanzado y pasar a ser ese
Estado 51 de la Unión Americana.
Como dijo Rosa
Luxemburgo analizando la revolución bolchevique de 1917: “No se puede mantener el “justo medio” en ninguna revolución. La ley de
su naturaleza exige una decisión rápida: o la locomotora avanza a todo vapor
hasta la cima de la montaña de la historia, o cae arrastrada por su propio peso
nuevamente al punto de partida. Y arrollará en su caída a aquellos que quieren,
con sus débiles fuerzas, mantenerla a mitad de camino, arrojándolos al abismo”.
En conclusión: el
socialismo sólo puede mejorarse con ¡más y mejor socialismo! Ahora es cuando,
ahora es el momento decisivo. Quizá, lamentablemente, haya que decir: ahora… o
nunca.
Bibliografía sugerida
Boron, Atilio. Venezuela
en la hora de los hornos. En
Rebelión: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=226332
Marea Socialista califica de "falsa" la Constituyente y exige
referendo consultivo. En Aporrea:
https://www.aporrea.org/ddhh/n308130.html
Teran Mantovani,
Emiliano. El proceso bolivariano desde
adentro. Siete claves para entender la
crisis actual. En Rebelión: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=225731
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