Marcelo Colussi
Estados Unidos es, por lejos, el país de todo
el mundo que consume la mayor cantidad de petróleo. Entre su enorme parque
industrial, la inconmensurable cantidad de vehículos particulares y medios
masivos de transporte que movilizan a su población y el monumental aparato
militar de que dispone (más su reserva estratégica, calculada en 700 millones
de barriles), su consumo diario de oro negro ronda los 20 millones de barriles.
Quien le sigue, la República Popular China, llega apenas a la mitad de esa
cifra: unos 10 millones de barriles diarios.
Esa cantidad monumental de hidrocarburos la
produce el mismo país en su subsuelo: aproximadamente el 60% de ese petróleo
sale del mismo Estados Unidos. De hecho, es uno de los más grandes productores
mundiales de ese producto. Pero tanto es su consumo, que el 40% de lo que quema
diariamente proviene de fuentes externas. Contrariamente a lo que la percepción
generada por los medios de comunicación puedan hacer creer, de este total de
petróleo importado, la mayor parte no viene de Medio Oriente y el Golfo Pérsico
(que aporta un 35% de las importaciones) sino del Hemisferio Occidental (65%):
Canadá, México, Colombia, Brasil, Ecuador y Venezuela. De hecho, este último
provee alrededor de un 12% de lo que se consume en la potencia norteamericana.
El interés prioritario del gobierno de Estados
Unidos por mantener bajo control el Medio Oriente, África y Latinoamérica radica
en las reservas petrolíferas que allí se encuentran (más otras reservas
estratégicas, como gas, agua dulce, determinados minerales, biodiversidad de
las pluviselvas tropicales). Venezuela, para su desgracia, posee las más
grandes reservas petrolíferas del mundo, al menos de las conocidas hasta ahora.
¿Por qué para su desgracia? Por dos motivos:
el primero (que no es el del interés prioritario en el presente análisis, pero
que no puede soslayarse), porque durante todo el siglo XX la existencia de esta
riqueza llevó a impulsar un capitalismo rentista que impidió un desarrollo
armónico, equilibrado y sostenible en el tiempo. De hecho, este recurso natural
generó una aristocracia petrolera que vivió parasitariamente por décadas, sin
producir ninguna otra cosa que burocracia, al lado de grandes mayorías
paupérrimas, quitándole al país la posibilidad de impulsar una industria propia,
e incluso un agro autosuficiente.
Esa cultura rentista-urbana ayudó a despoblar
las áreas rurales creando ciudades como Caracas, verdaderos monstruos
urbanísticos que dieron cobijo a miles y miles de desplazados internos que
venían en busca del paraíso de esta supuesta bonanza económica que traía el
“dinero fácil”, pero que no sirvió más que para crear un sociedad bastante
disfuncional, plagada de Miss Universos y adoración por Miami y el despilfarro,
pero sin base de sustentación genuina más allá de los petrodólares, junto a
barriadas populares paupérrimas añorando alguna migaja del famoso “derrame”.
Esa cultura rentista que se extendió por décadas, hedonista incluso, dio como
nefasto resultado no producir más alimentos sino contentarse (¿enorgullecerse?)
con importarlos. La seguridad alimentaria es una condición mínima e
indispensable para la autonomía de un país; y Venezuela, tierra tropical
sumamente fértil, pese al flujo interminable de divisas provenientes del
petróleo, nunca la logró. Años de proceso bolivariano no han conseguido
terminar con la dependencia del oro negro (aproximadamente la mitad de su
ingreso sigue siendo la cuenta petrolera).
Pero el segundo motivo por el que hablar de
desgracia para la suerte de los venezolanos es el estar asentados sobre una
reserva fabulosa. Por lo pronto, los petróleos bituminosos de la Franja del
Orinoco aseguran abastecimiento, al ritmo mundial actual de consumo, por lo
menos para 50 años más.
La estrategia imperial de Washington sabe que
necesita petróleo para el mantenimiento de su “american way of live” (léase: consumo desenfrenado, que no cesa a
pesar de la crisis que se vive desde el 2008). Ese consumo necesita en forma
creciente del petróleo. El capitalismo, pese a saber de la catástrofe ecológica
que este modelo de desarrollo suscita, no puede parar en su voracidad, dado que
en su arquitectura interna necesita del oro negro como savia vital. “Así
como los gobiernos de los Estados Unidos [y otras potencias capitalistas] necesitan las empresas petroleras para
garantizar el combustible necesario para su capacidad de guerra global, las
compañías petroleras necesitan de sus gobiernos y
su poder militar para asegurar el control de yacimientos de petróleo en todo el
mundo y las rutas de transporte” (James
Paul, en el informe del Global Policy Forum).
La cultura del petróleo, que no es sino decir
“el capitalismo”, se alimenta de este producto de manera imprescindible. Van
indisolublemente asociados. El Socialismo del Siglo XXI no pudo (no quiso, no
supo) cambiar esa tendencia.
La desgracia para Venezuela es que las
reservas de petróleo que no están bajo suelo estadounidense, para Washington es
como si estuvieran. Dicho de otra forma: la prosperidad de la principal
potencia capitalista necesita esas reservas al costo que sea. Eso explica la
volatilidad suprema del Medio Oriente, con un Israel que juega el papel de
“sucursal hiper armada” de Estados Unidos (con poder nuclear no declarado
oficialmente), las continuas e interminables guerras en África sub-sahariana, y
la agresividad sin par demostrada contra Caracas. ¿Por qué? Porque ahí está
parte del reaseguro de esa forma de vida (irracional e irresponsable) que
generó el capitalismo. Que la degradación ambiental generada por los gases del
efecto invernadero negativo producto de la quema de petróleo nos estén
ahogando, al capitalismo no le importa. Business
are business.
Venezuela, con su Revolución Bolivariana
iniciada con Hugo Chávez, no es, en sentido estricto, un país socialista donde
terminó de una vez el capitalismo. Así como no lo son –o son procesos
complejos, confusos a veces– otros modelos sociales populares y nacionalistas
que han tenido o están teniendo lugar en Latinoamérica en estos últimos años,
que le hacen alguna cosquilla al capitalismo o al imperialismo: Brasil con el
PT, Argentina con Kirchner o Fernández, Bolivia con Evo Morales, Ecuador con
Correa. En la Franja del Orinoco, en Venezuela y en el medio de la Revolución
Bolivariana, siguen operando compañías multinacionales privadas, que repatrían
ganancias a sus casas matrices, como las estadounidenses Chevron/Texaco o la
Exxon/Mobil, la británica British Petroleum, la anglo-holandesa Royal Dutch
Shell, la francesa Total, la argentina Pérez Companc, la española Repsol. De
hecho, el gobierno bolivariano fijó en un 50% de lo facturado las regalías que
esas empresas deben pagar al Estado venezolano.
Entonces, si las multinacionales petroleras no
han cerrado su negocio en Venezuela, y aún con esa alta carga impositiva
continúan operando muy felices, ¿por qué esta agresividad tan grande de
Washington hacia la Revolución Bolivariana?
El analista político colombiano-venezolano Ramón
Martínez lo dice claramente: “Hay una intención de la
derecha internacional de detener cualquier proceso de democratización popular,
de avance hacia planteos sociales que le den protagonismo a los trabajadores,
por lo que se hace cualquier cosa para detener esos cambios, tal como vemos que
se está realizando en Venezuela (…). La idea es sacar de en medio cualquier
proceso que se plantee soberanía nacional. Sabemos que ninguno de estos son
gobiernos socialistas en sentido estricto; no son marxistas en sentido clásico,
pero sí impulsan mejoras para las grandes mayorías populares. No son gobiernos
que llegaron a través de una revolución socialista, pero sí están en contra de
las políticas imperiales. Esto le duele a la derecha, y aquí en Venezuela,
aunque las grandes empresas mantienen sus negocios, han salido de la dirección
política del país. Eso es algo que no perdonan, y por eso mismo el imperio
también reacciona”.
Si algo le preocupa a esa geoestrategia de la
clase dirigente estadounidense es que no tiene totalmente asegurado el manejo
de esa gran reserva de Venezuela (como pareciera que lo sí lo tiene en el Golfo
Pérsico). No contar con un gobierno dócil, que se arrodilla mansamente ante su
dictado, es una bomba de tiempo. De ahí la obsesión por detener la Revolución
Bolivariana a toda costa, primero con Chávez en la presidencia, ahora con
Nicolás Maduro.
La estrategia de Washington no repara en nada
para lograr su objetivo. En Venezuela, salvo la opción militar, ya ha probado
de todo: intento de golpe de Estado, sabotaje petrolero, violencia callejera,
desabastecimiento y mercado negro, caos social, desinformación mediática. Desde
hace un tiempo se está intentando crear una “crisis humanitaria” generalizada.
En realidad, el país no vive la situación caótica que la prensa comercial
presenta, pero es sabido –siguiendo al ministro de Propaganda nazi Joseph
Goebbels– que “una mentira repetida mil
veces termina transformándose en una verdad”, por lo que la matriz de
opinión lanzada al público hace de Venezuela un “desastre inhabitable”.
“Venezuela
atraviesa un período de inestabilidad significativa el año en curso debido a la
escasez generalizada de medicamentos y comida, una constante incertidumbre
política y el empeoramiento de la situación económica”, declaró recientemente
el Jefe del Comando Sur, Almirante Kurt W. Tidd, en su informe al Comité de
Servicios Militares del Senado estadounidense. De ahí que, según la estrategia
en marcha, “la creciente crisis humanitaria en Venezuela podría obligar a
una respuesta regional”,
agregó el funcionario. ¿Habrá que entender eso como “posibilidad de una
intervención militar multinacional encabezada por la OEA”? No sería impensable,
sabiendo el papel (triste y lamentable) jugado por ese organismo regional, “Ministerio
de Colonias de Washington”, como lo llamara el Che Guevara.
Es
más que claro que hay un plan trazado en las altas esferas decisorias de
Estados Unidos para intervenir en Venezuela, según puede desprenderse de ese
largo historial de sabotajes y agresiones, y también según lo que puede leerse
en un documento que circula en la red: “Plan
para intervenir a Venezuela del Comando Sur de
Estados Unidos: Operación
Venezuela Freedom-2”, firmado por su titular, el Almirante
Kurt W. Tidd, fechado en febrero de 2016. Perder esas estratégicas reservas
petroleras no entra en su lógica de dominación.
El supuesto “caos” y la insoportable y
vergonzosa “crisis humanitaria” que viviría el país caribeño, en realidad no
son tales. Son producto de esa interesada y artera manipulación mediática que
prepara condiciones para acciones políticas (¿o militares?). En ese sentido, y
con la más absoluta energía, debe denunciarse el plan en juego y pedirse
(exigirse) el total respeto a la soberanía de la República Bolivariana de
Venezuela.
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