Marcelo
Colussi
No es infrecuente
ver en cualquier punto de Latinoamérica a algún ciudadano (hombre o mujer) de
aspecto aindiado, moreno, en definitiva: no-blanco, con el cabello teñido de
rubio. En esta sufrida región del mundo, para ambientar un programa cultural radial
o televisivo, en principio a cualquiera se le podría ocurrir usar música
llamada “clásica” (música académica europea de los siglos XVII al XIX) y no,
seguramente, cumbia o ranchera. Y si se trata de organizar una cena de lujo muy
probablemente cualquier habitante latinoamericano pensaría en ofrecer langosta,
algún plato con un complicado nombre en francés, lasagna quizá… pero seguro que
no arepa, humita ni indio viejo. Y por supuesto, para ir “bien” vestido, un
varón debe llevar saco y corbata y una mujer tacones altos con joyas y mucho
perfume; sería de “mal gusto” presentarse en güipil o con chaqueta de colores
típicos. Los palacios gubernamentales, aún rodeados de palmeras y bajo
abrasadores soles tropicales, deben tener muchas columnas jónicas y dóricas con
amplias escalinatas de mármol como los de los “hombres blancos” del norte, y la
juventud “chic” canta en inglés. ¿¡Cómo habría de tararear una canción en
guaraní o en mapuche?! Y en diciembre, ¡por supuesto!, los malls (también se puede decir shopping
centers) se llenan de pinos plásticos y nieve artificial con un viejo barbudo
vestido con trajes de piel viajando en trineo (¿en nuestros países?). Si
pensamos en pirámides fabulosas, pensamos en las de Egipto, olvidando que en
Mesoamérica hay otras tan fantásticas como aquellas. Dato interesante: la
civilización maya llegó al concepto de número cero hace más de mil años, cuando
en Europa se cazaban brujas por herejía.
¿Por qué lo
latinoamericano no es “civilizado”? ¿Maldición de Malinche?
¿Quién dice que no
somos “civilizados”? ¿Cuál es el ícono representativo de nuestros países?
Hombres borrachos y mujeriegos, en general flojos para el trabajo, mujeres
provocativas con sensuales caderas y pechos semidesnudos, sucias y caóticas
ciudades desorganizadas atestadas de vendedores ambulantes y niños de la calle,
uniformados impunes que ejercen un poder dictatorial, un agro semifeudal con
campesinos famélicos usando bueyes y machete para sus faenas diarias. En
general no se relaciona Latinoamérica con ciencia, tecnología, arte ni filosofía;
pero sí se la asocia a atraso, a primitivismo, a sociedades detenidas en los
siglos de la colonia española, profundamente católicas, llenas de prejuicios.
Ahora bien: ¿de dónde sale esta cosmovisión? ¿Somos así los latinoamericanos?
¿O es la lectura que sobre nosotros produce el discurso imperial que nos
condena a ser “indios” y “negros” atrasados proveedores de materias primas
baratas?
Sin dudas en este
momento, ya entrado el siglo XXI, esa tajante división de “civilización” y
“barbarie” se ha atemperado un poco. El 12 de octubre ya no es el “día de la
raza” o “de la hispanidad” sino el de la resistencia y la dignidad indígena.
Hoy no es políticamente correcto decir “negro”, y para eso tenemos el neologismo
de “afrodescendiente”, así como se va abandonando la grosera e hiriente
expresión “indios” por la de “pueblos originarios”. Pero más allá de este
barniz superficial –importante en algún nivel–, la exclusión persiste, y mucho.
Es cierto que ya nadie va a importar “negros” del África para traerlos a trabajar
a las plantaciones de la cuenca del Caribe, y ya no se venden fincas “con
indios incluidos”. Pero ser latinoamericano aún tiene un peso negativo que no
es fácil de quitar.
Pero ¿quién dice
que esta “bárbara” región del mundo es atrasada? En definitiva: ¿qué es eso del
atraso? ¿Por qué sentirnos avergonzados de ser lo que somos? ¿Por qué sigue
teniendo efecto sobre nosotros, los latinoamericanos, la odiosa maldición de
Malinche?
En todo lugar del
mundo y en cualquier momento histórico, al menos desde que hay sociedades
divididas en clases donde una apropia el producto social excedente producido
por la otra, el grupo dominante marca el rumbo. Esa dominación, la historia lo
enseña descarnadamente, no se limita a un espacio geográfico inmediato: por el
contrario, cuando una clase dominante crece y aumenta su capacidad de dominio,
se torna imperialista. Así, la dominación de los poderosos va más allá del
grupo que habla su mismo idioma y la historia humana nos muestra que todo grupo
de poder, cuando tuvo la ocasión de expandirse, conquistó y dominó a cuanto
súbdito pudo. Ello sucedió en todos lados, también en la hoy conquistada
Latinoamérica: los imperios maya, azteca o inca no eran “pobres indiecitos
atrasados”; eran colosales mecanismos imperiales como lo fueron el persa, el
romano o el chino, o como luego lo serían el español, el británico o en la
actualidad el estadounidense.
La dominación se
asegura militarmente, y por la cultura. E incluso esta última termina siendo, a
largo plazo, más efectiva que las armas. Desde que hay sociedades de clases, siempre
hay una cultura dominante que se impone y marca el ritmo a los dominados, a sus
propios súbditos por así decir “naturales” y a los conquistados más allá de sus
fronteras. El conquistado se resiste, pero también se pliega al conquistador. Seguramente
como mecanismo de sobrevivencia, la dinámica de esta relación amo-esclavo está
marcada por esta incomprensible dialéctica: el esclavo, por lo común, termina
pensando con la cabeza del amo. De ahí que la maldición de Malinche puede
establecerse y ser efectiva. ¿Por qué, si no, un indígena latinoamericano
querría pintarse el pelo del color de quien lo conquistó?
Este mecanismo de
asimilación cultural donde el dominado repite las formas del dominador es universal.
Por lo que enseña la comparación de distintos procesos históricos, puede verse
que se da siempre, junto también a la rebelión. Es decir: lucha a muerte contra
el opresor, pero también incorporación de su imagen para buscar controlarlo en
la así llamada “realidad psíquica”. Todo ello también se cumple en
Latinoamérica (¿por qué no habría de repetirse siendo un dispositivo
psicológico universal?) De todos modos, entre uno y otro polo, entre la
aceptación pasiva y la reacción rebelde, subversiva, que busca destruir al
dominador, podemos priorizar uno u otro elemento. Y el que queremos levantar
ahora, sin ocultarlo en lo más mínimo, es la reacción contra el imperialismo
cultural del que seguimos siendo víctimas.
La dominación
imperial (cualquiera sea, del pasado o del presente) busca integrar a los
dominados como esclavos bien portados que le facilitan su proyecto imperial. Pero
nunca falta un Espartaco que se levanta. O un Vietnam. Y tal como dijo el Che
Guevara, necesitamos interminables Vietnam que se levanten contra el discurso
hegemónico y unipolar que hoy representa el imperialismo conducido por
Washington, y contra la pesada carga que nos sigue humillando y haciendo sentir
unos “primitivos” junto a los “desarrollados” del Norte.
La idea final no
puede ser crear división entre los distintos grupos humanos, representantes
todos, finalmente, de la misma “raza”. Pero sí vale puntualizar, como un
momento de la lucha hacia ese mundo de igualdad que aún no se ha conseguido,
que el supuesto desarrollo civilizatorio de una cultura “superior” a otra no es
más que patraña. ¿Son “mejores” los que tienen el “buen” gusto de comer pasta
con vino tinto en vez de anticucho o de usar ropa con colores pastel y no esos
“primitivos” tonos vivaces de las guayaberas tropicales? Si alguien creyera que
sí, verdaderamente es un primitivo. Lo curioso, no obstante, es que el mundo
está basado en esa idea. Y sin saberlo, sintiéndonos “superiores” algunos e
“inferiores” otros, seguimos repitiendo la estructura. ¿Nos irá mejor en la
vida si nos teñimos el cabello de rubio y copiamos las modas de los
anglosajones dominantes?
De todos modos,
producto de más de cinco siglos de dominación cultural, en Latinoamérica
estamos adormecidos al respecto y en muy buena medida seguimos creyendo, como la Malinche , que lo que
viene de afuera es necesariamente “mejor”. El “made in…” es ya una garantía de calidad. ¿Hasta cuándo vamos a
seguir con ese complejo de inferioridad? Incluso en la izquierda se ha filtrado
ese prejuicio, y el marxismo, en tanto teoría y llave para desarrollar una
práctica revolucionaria, está concebido en clave europea siendo poco lo que se
hizo en Latinoamérica por contextualizarlo y adecuarlo a nuestra realidad.
“Divide y reinarás” sintetizó Maquiavelo.
Todos los ejercicios de poder imperial lo han puesto en práctica. El dominado,
cuanto más divido esté, más fácil de dominar. En Latinoamérica, además de
“acomplejados” con esto de sentirnos “sudacas” –el referente siempre está
afuera: Europa o, actualmente, Estados Unidos– hemos estamos históricamente
divididos, en todo: en términos políticos, económicos, pero fundamentalmente en
lo cultural. Como dijo el argentino Adolfo Pérez Esquivel: “el único país que tiene en verdad una estrategia para el continente es
Estados Unidos. Aunque claro que no es, precisamente, la más conveniente para los
pueblos de la región”.
Los tiempos están
cambiando. ¿Acaso si no somos rubios no podemos hacer nada “importante”?
¿Estamos condenados a proveer al Norte (a precio de remate) sólo productos
primarios y jugadores de fútbol? Si hay algo verdaderamente primitivo, bárbaro
y salvaje entre los seres humanos es creerse superior a otro congénere.
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