Marcelo Colussi
Las
migraciones humanas son un fenómeno tan viejo como la Humanidad misma. De
acuerdo a las hipótesis antropológicas más consistentes se estima que el primer
ser humano, el Homo habilis, hizo su
aparición en un punto determinado del planeta (el centro de África) y de ahí
migró por toda la faz del globo. De hecho el ser humano es el único ser viviente
que ha migrado y se ha adaptado a todos los rincones del mundo, cosa que ningún
otro ser vivo, animal o vegetal, ha podido hacer.
Las
migraciones no constituyen una novedad en la historia; siempre las ha habido, y
generalmente han funcionado como un elemento dinamizador del desarrollo social.
Hoy día, sin embargo, y desde hace varios años con una intensidad creciente, se
plantean como un “problema”. Pero… ¿problema para quién?
La
gente ha migrado históricamente de un sitio a otro: a) forzada por las
circunstancias algunas veces, y b) voluntariamente otras, casi como aventura
personal. En este último caso la población migrante buscó nuevos horizontes
simplemente movida por el humano afán de conocer cosas nuevas, del
descubrimiento. Las primeras, las migraciones forzosas, se han debido a
diversas causas, pero en general puede afirmarse que aparecen ligadas a contingencias
naturales: catástrofes, hambrunas, empeoramiento en las condiciones de
habitabilidad de una región. Sólo recientemente el fenómeno ha adquirido una
dimensión masiva de proporciones antes nunca vistas, apareciendo motivado por
razones de orden puramente social: guerras, discriminaciones, persecuciones,
pero más aún, y fundamentalmente: pobreza. Sólo en la segunda mitad del siglo
XX puede decirse que empieza a constituirse en un verdadero problema, perdiendo
definitivamente su carácter de factor de progreso, de aventura positiva. Hoy
por hoy, 3.000 personas diariamente huyen de la pobreza de los países del Sur
buscando oportunidades en el Norte próspero y desarrollado.
La
forma que ha adquirido el desarrollo actual del sistema-mundo centrado en el
modelo capitalista es paradójica: la riqueza y el bienestar crecen a pasos agigantados
para algunos, los menos, pero para muchísimos otros también crece –en forma
inversamente proporcional– su marginación, su falta de posibilidades, su
precariedad. La dinámica social en curso, curiosamente, aunque se amplía en
potencialidades productivas, en tecnologías más efectivas, en acceso al
confort, no termina de resolver problemas ancestrales de la Humanidad en cuanto
a mejoramiento de las condiciones de vida sino que, por el contrario, para una
gran mayoría, las empeora. Ello fuerza movimientos migratorios cada vez más
masivos… ¡y desesperados!
Las
guerras, quizá la peor catástrofe no natural, desde siempre han sido un factor
determinante de migraciones. Las llamadas “guerras de baja intensidad” de las
últimas décadas, incluidas aquellas desarrolladas en el marco de la Guerra Fría
(fría para las dos superpotencias enfrentadas, terriblemente caliente para los
países del Tercer Mundo donde en verdad se libró), han dejado un saldo de
migrantes forzosos como nunca anteriormente se había contabilizado. Seguramente
contribuye a estos movimientos cada vez más masivos de población la
proliferación de comunicaciones más desarrolladas en todo el mundo que achican
distancias globalizando y homogeneizando posibilidades y alternativas. En estas
migraciones forzosas prácticamente se huye por una imperiosa necesidad de
sobrevivencia, es cuestión de vida o muerte.
Pero hay otras migraciones igualmente masivas, donde
la población escapa de circunstancias quizá no tan mortíferas como una guerra,
pero igual o peor de nocivas: se huye de la pobreza (¡que también es de vida o
muerte!). Eso es demostrativo de los tiempos que corren: el sistema capitalista
mundial crea unos pocos focos de prosperidad y empobrece brutalmente a las
mayorías populares. No habiendo opción en sus países de origen, esas enormes
masas de pobres buscan el bienestar de esas islas de salvación.
Las penurias que deben pasar los migrantes en su
marcha hacia la supuesta salvación son enormes, terribles. En estos últimos
años de crisis sistémica, esas penurias se acrecentaron. Y justamente por esa
crisis global del sistema capitalista, las condiciones de recepción de
migrantes en el Norte se ponen cada vez más duras, más denigrantes incluso.
Hay ahí una doble moral en juego: por un lado se
aprovecha la mano de obra barata, casi regalada, que llega a los bolsones de
desarrollo en el Norte; y por otro, se le pone trabas cada vez mayores
alentándola a no migrar. Es real que la crisis económica hace que muchos
trabajadores oriundos de los países desarrollados estén escasos de trabajo,
pero el endurecimiento de los obstáculos migratorios con los trabajadores del
Sur busca no sólo desestimularlos sino también –¿básicamente?– chantajearlos,
pagando salarios bajísimos y ofreciendo condiciones de super explotación. El
antiguamente llamado “ejército de reserva industrial”, es decir: las
poblaciones desocupadas y siempre listas a trabajar por migajas, no ha
desaparecido. Hoy se presenta como fenómeno global, mundial. Se lo declara
problema, pero al mismo tiempo es lo que ayuda a mantener bajos los salarios.
No hay dudas que ese endurecimiento torna el viaje
de los migrantes una verdadera pesadilla. Luego, si sobreviven a condiciones
extremas y logran ingresar a las “islas de salvación” (Estados Unidos, Canadá,
Europa, Japón), su estadía allí, en general en condiciones de irregularidad,
aumenta la pesadilla.
Ahora bien –y ahí está el sentido de este escrito–,
permítasenos esta reflexión: suele levantarse la voz, lastimera por cierto, en
relación a las penurias de los migrantes indocumentados. Suele decirse que la
vida que llevan en los países del Norte es deplorable, lo cual es cierto. Y
suele exigirse también un mejor trato de parte de esos países para con la
enorme masa de migrantes irregulares. Todo eso está muy bien. Es, salvando las
distancias, como preocuparse por la situación actual de los niños de la calle.
Pero ese dolor, expresado en la lamentación por la situación de esas
poblaciones especialmente vulnerables y vulnerabilizadas (los migrantes
indocumentados, la niñez de la calle) queda coja si no se ve también la otra
cara del problema: ¡la verdadera y principal cara! ¿Por qué hay millones y
millones de migrantes que escapan de sus países de origen forzados por la
situación económica? La cuestión no es tanto pedir un trato digno en los países
de llegada sino plantearse el porqué tienen que escapar.
En vez de quedarnos con la lamentación y
victimización del migrante, ¿por qué no denunciar con la misma energía la
injusticia estructural que los fuerza a migrar? Pedir que los países de acogida
los legalicen no está mal. Pero ¿por qué no trabajar denodadamente para lograr
que nadie tenga que migrar en esas condiciones, porque su país de origen no le
brinda las posibilidades mínimas de sobrevivencia?
Del mismo modo que nadie debe discriminar ni
castigar a un niño de la calle (él es el síntoma visible de un proceso social
mucho más complejo), del mismo modo nadie debe excluir, segregar o maltratar a
un migrante en condición de irregularidad. Pero ¡cuidado!: si alguien tiene que
salir huyendo de su sociedad natal porque ahí no puede sobrevivir, es ahí donde
hay que trabajar para cambiar esa injusta y deplorable situación. Llorar por
los efectos visibles puede ser muy bienintencionado, pero poco efectivo para afrontar
con posibilidades de éxito las inequidades.
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