Marcelo
Colussi
Que las
mujeres gozan de menos derechos que los varones en todos los rincones del mundo
no es ninguna novedad. Eso está comenzando a cambiar, lentamente. Ya hay
transformaciones importantes en curso, pero aún resta muchísimo por avanzar. El
patriarcado, con mayor o menor virulencia, sigue siendo aún una cruel realidad
en todo el planeta. No puede precisarse cómo seguirán esos cambios, y con qué
velocidad.
Lo que sí está
claro es que las religiones –todas– no juegan un papel precisamente progresista
en ese cambio: más que ayudar a la igualación de las relaciones entre los
géneros, promueven el mantenimiento de las más odiosas y repudiables
diferenciaciones injustas (¿puede haber alguna diferenciación injusta que no se
odiosa y repudiable?)
Amparados en la
pseudo explicación de "ancestrales motivos culturales", podemos
entender –jamás justificar– el patriarcado, los arreglos matrimoniales hechos
por los varones a espaldas de las mujeres, el papel sumiso jugado por éstas en
la historia, el harem, la ablación clitoridiana; podemos entender que una
comadrona en las comunidades rurales de Latinoamérica cobre más por atender el
nacimiento de un niño que el de una niña, o podemos entender la lógica que
lleva a la lapidación de una mujer adúltera en el África.
En esta línea,
entonces, podríamos decir que las religiones ancestrales son la justificación
ideológico-cultural de este estado de cosas; las religiones en tanto
cosmovisiones (filosofía, código de ética, manual para la vida práctica) han
venido bendiciendo las diferencias de género, por supuesto siempre a favor de
los varones. ¿Por qué los poderes, al menos hasta ahora, han sido siempre
masculinos y misóginos? Esto, secundariamente, demuestra que todas las
religiones son machistas, nunca progresistas, nunca promueven la equidad real;
y si hay diosas mujeres, como efectivamente las hay, la feligresía está
atravesada por el más absoluto patriarcado.
Quizá en un
arrebato de modernidad podríamos llegar a estar tentados de decir que las
religiones más antiguas, o los albores de las actuales grandes religiones
monoteístas, son explícitas en su expresión abiertamente patriarcal,
consecuencia de sociedades mucho más "atrasadas", sociedades donde
hoy ya se comienza a establecer la agenda de los derechos humanos, incluidos
los de las mujeres, sociedades que van dejando atrás la nebulosa del
"sub-desarrollo". Así, no nos sorprende que dos milenios y medio
atrás, Confucio, el gran pensador chino, pudiera decir que "La mujer es
lo más corruptor y lo más corruptible que hay en el mundo", o que el
fundador del budismo, Sidhartha Gautama, aproximadamente para la misma época
expresara que "La mujer es mala. Cada vez que se le presente la
ocasión, toda mujer pecará".
Tampoco nos
sorprende hoy, en una serena lectura historiográfica y sociológica de las
Sagradas Escrituras de la tradición católica, que en el Eclesiastés 22:3 pueda
encontrarse que "El nacimiento de una hija es una pérdida", o
en el mismo libro, 7:26-28, que "El hombre que agrada a Dios debe
escapar de la mujer, pero el pecador en ella habrá de enredarse. Mientras yo,
tranquilo, buscaba sin encontrar, encontré a un hombre justo entre mil, más no
encontré una sola mujer justa entre todas". O que el Génesis enseñe a
la mujer que "parirás tus hijos con dolor. Tu deseo será el de tu
marido y él tendrá autoridad sobre ti", o el Timoteo 2:11-14 nos diga
que "La mujer debe aprender a estar en calma y en plena sumisión. Yo no
permito a una mujer enseñar o tener autoridad sobre un hombre; debe estar en
silencio".
Siempre en la
línea de intentar concebir la historia como un continuo desarrollarse, y al
proceso civilizatorio como una búsqueda perpetua de mayor racionalidad en las
relaciones interhumanas, podría entenderse que cosmovisiones religiosas
antiguas como la que aún mantienen los ortodoxos judíos repitan en oraciones
que se remontan a lejanísimas antigüedades: "Bendito seas Dios, Rey del
Universo, porque Tú no me has hecho mujer", o "El hombre puede
vender a su hija, pero la mujer no; el hombre puede desposar a su hija, pero la
mujer no".
Reconociendo
que los prejuicios culturales, racistas para decirlo en otros términos, siguen
estando aún presentes en la humanidad pese al gran progreso de los últimos
siglos, desde una noción occidental (eurocentrista), podría pensarse que son
religiones "primitivas" las que consagran el patriarcado y la
supremacía masculina. Así, ente la población africana, es común que en nombre
de preceptos religiosos (de "religiones paganas" se decía no hace
mucho tiempo) más de 100 millones de mujeres y niñas son actualmente víctimas
de la mutilación genital femenina, practicada por parteras tradicionales o
ancianas experimentadas al compás de oraciones religiosas a partir del
concepto, tremendamente machista, de que la mujer no debe gozar sexualmente,
privilegio que sólo le está consagrado a los varones, mientras que eso por
cierto no sucede en sociedades "evolucionadas".
Igualmente
desde un prejuicio descalificante puede decirse que la dominación masculina
queda glorificada en religiones que, al menos en Occidente, son vistas como
fanáticas, fundamentalistas, primitivas en definitiva. En ese sentido, en esa
lógica de discriminación cultural, puede afirmarse que los musulmanes ya en su
libro sagrado tienen establecido el patriarcado, lo cual podría ratificarse
leyendo el verso 38 del capítulo "Las mujeres" del Corán (en la
traducción española de Joaquín García-Bravo), que textualmente dice: "Los
hombres son superiores a las mujeres, a causa de las cualidades por medio de
las cuales Alá ha elevado a éstos por encima de aquéllas, y porque los hombres
emplean sus bienes en dotar a las mujeres. Las mujeres virtuosas son obedientes
y sumisas: conservan cuidadosamente, durante la ausencia de sus maridos, lo que
Alá ha ordenado que se conserve intacto. Reprenderéis a aquellas cuya
desobediencia temáis; las relegaréis en lechos aparte, las azotaréis; pero, tan
pronto como ellas os obedezcan, no les busquéis camorra. Dios es elevado y
grande".
Incluso podría
decirse que si la religión católica consagró el machismo, eso fue en tiempos ya
idos, pretéritos, muy lejanos, y no es vergonzante hoy que uno de sus más
conspicuos padres teológicos como San Agustín dijera hace más de 1.500 años: "Vosotras,
las mujeres, sois la puerta del Diablo: sois las transgresoras del árbol
prohibido: sois las primeras transgresoras de la ley divina: vosotras sois las
que persuadisteis al hombre de que el diablo no era lo bastante valiente para
atacarle. Vosotras destruisteis fácilmente la imagen que de Dios tenía el hombre.
Incluso, por causa de vuestra deserción, habría de morir el Hijo de Dios".
Curioso modo de ver las cosas, a leerse psicoanalíticamente, pues el mismo
Obispo de Hipona, años atrás, antes de su conversión, cuando era un joven
aristócrata sibarita había expresado que "es de mal gusto acostarse dos
noches seguidas con la misma mujer". Es decir: la mujer siempre como
objeto, y más aún: objeto peligroso. Y tampoco llama la atención que hace ocho
siglos Santo Tomás de Aquino, quizá el más notorio de todos los teólogos del
cristianismo, expresara: "Yo no veo la utilidad que puede tener la
mujer para el hombre, con excepción de la función de parir a los hijos".
Pero, ¿no debe abrirse una crítica genuina de todo esto?
Las religiones
ven en la sexualidad un "pecado", un tema problemático. Sin dudas,
ese es un campo problemático. Pero no porque lleve a la "perdición"
(¿qué será eso?) sino porque es la patencia más absoluta de los límites de lo
humano: la sexualidad fuerza, desde su misma condición anatómica, a
"optar" por una de dos posibilidades: "macho" o
"hembra". La constatación de esa diferencia real no es cualquier
cosa: a partir de ella se construyen nuestros mundos culturales, simbólicos, de
lo masculino y lo femenino, yendo más allá de la anatómica realidad de macho y
hembra. Esa construcción es, definitivamente, la más problemática de las
construcciones humanas, y siempre lista para el desliz, para el
"problema", para el síntoma (o, dicho de otra manera, para el goce,
que es inconsciente. ¿Cómo entender desde la lógica "normal" que un
impotente o una frígida gocen con su síntoma?). A partir de esa construcción
simbólica, se "construyó" masculinamente la debilidad femenina. Así,
la mujer es incitación al pecado, a la decadencia. Su sola presencia es ya
sinónimo de malignidad; su sexualidad es una invitación a la perdición, a la
locura.
En la
tristemente célebre obra "Martillo de las brujas" ("Malleus
maleficarum") de Heinrich Kramer y Jacobus Sprenger, aparecida en 1486
como manual de operaciones de la Santa Inquisición, puede leerse que: "Estas
brujas conjuran y suscitan el granizo, las tormentas y las tempestades;
provocan la esterilidad en las personas y en los animales; ofrecen a Satanás el
sacrificio de los niños que ellas mismas no devoran y, cuando no, les quitan la
vida de cualquier manera. Entre sus artes está la de inspirar odio y amor
desatinados, según su conveniencia; cuando ellas quieren, pueden dirigir contra
una persona las descargas eléctricas y hacer que las chispas le quiten la vida,
así como también pueden matar a personas y animales por otros varios
procedimientos; saben concitar los poderes infernales para provocar la
impotencia en los matrimonios o tornarlos infecundos, causar abortos o quitarle
la vida al niño en el vientre de la madre con sólo un tocamiento exterior;
llegan a herir o matar con una simple mirada, sin contacto siquiera, y extreman
su criminal aberración ofrendándole los propios hijos a Satanás". (…) "La
facultad que todas tienen en común, así las de superior categoría como las
inferiores y corrientes, es la de llegar en su trato carnal con el diablo a las
más abyectas y disolutas bacanales". No está de más recordar que
gracias a instructivos como éste pudieron ser quemadas en la hoguera miles de
mujeres en la Edad Media, por supuesta brujería. Fue la idea religiosa en juego
la que provocó esto, más allá del declarado "amor al prójimo": la
mujer como incitadora al pecado, como puerta de entrada a la perdición.
¿Amparados en qué derechos varones misóginos pudieron, o pueden, mantener esta
monstruosa injusticia?
Toda esta
misoginia, este machismo patriarcal tan condenable podría entenderse como el
producto de la oscuridad de los tiempos, de la falta de desarrollo, del atraso
que imperó siglos atrás en Occidente, o que impera aún en muchas sociedades
contemporáneas que tienen todavía que madurar (y que, por ejemplo, aún lapidan
en forma pública a las mujeres que han cometido adulterio, como los musulmanes,
o les obligan a cubrir su rostro ante otros varones que no sean de su círculo
íntimo). Pero es realmente para caerse de espaldas saber que hoy, entrado ya el
siglo XXI, la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana sigue preparando a las
parejas que habrán de contraer matrimonio con manuales donde puede leerse que "La
profesión de la mujer seguirá siendo sus labores, su casa, y debería estar
presente en los mil y un detalles de la vida de cada día. Le queda un campo
inmenso para llegar a perfeccionarse para ser esposa. El sufrimiento y ellas
son buenos amigos. En el amor desea ser conquistada; para ella amar es darse por
completo y entregarse a alguien que la ha elegido. Hasta tal punto experimenta
la necesidad de pertenecer a alguien que siente la tentación de recurrir a la
comedia de las lágrimas o a ceder con toda facilidad a los requerimientos del
hombre. La mujer es egoísta y quiere ser la única en amar al hombre y ser amada
por él. Durante toda su vida tendrá que cuidarse y aparecer bella ante su
esposo, de lo contrario, no se hará desear por su marido", tal como
puede consultarse en "20 minutos Madrid" del lunes 15 de noviembre de
2004, año V., número 1.132, página 8. La idea de "pecado decadente"
ligado a las mujeres, no sólo en el catolicismo, sigue estando presente en
diversas cosmovisiones religiosas, todas de extracción patriarcal.
El actual papa
Francisco tiene como uno de sus objetivos darles un lugar mucho más protagónico
a las mujeres en la práctica de la religión católica desde la institución
vaticana. ¿Futuras sacerdotisas? Quizá. ¿Por qué no? Es hora que la Iglesia y
las religiones se modernicen en muchos aspectos, que formulen una genuina
autocrítica, que evolucionen.
Las
religiones, quizá no puede ser de otra manera dado el papel social que cumplen,
tienden a ser conservadoras. En eso, las mujeres salen siempre mal paradas:
desde el machismo ancestral que nos constituye, todas las religiones hacen de
las mujeres el "chivo expiatorio" que refuerza la construcción
machista. Aunque ya va siendo hora de romper esos atávicos esquemas, ¿verdad?
¿Por qué la suerte de las mujeres tiene que estar supeditada al parecer de unos
cuantos varones misóginos? Cambiar esquemas es algo siempre difícil, tortuoso,
complicadísimo. "Es más fácil desintegrar un átomo que un
prejuicio", dijo sabiamente Einstein. Pero más allá de esas enormes
dificultades, es un imperativo ético de toda la sociedad (varones y mujeres)
plantearse estos cambios.
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