Marcelo Colussi
mmcolussi@gmail.com
Pocos conceptos hay tan manipulados como el de democracia”. En su nombre se puede hacer
cualquier cosa, por ejemplo, invadir países y masacrar a gran cantidad de población. Su supuesta “defensa” irrestricta
permite las peores tropelías, y la guerra “por la democracia” es una de sus más
incomprensibles formulaciones: ¿matar a otro para defender la libertad? No hay
dudas que la imaginación humana da para mucho.
El sistema capitalista actual, dominante
largamente a escala planetaria, se atribuye como una de sus notas distintivas
el ejercicio de la democracia. Así, dicho con cierta cuota de ampulosidad (“democracias de mercado”, por
ejemplo), la democracia sería un bien en sí mismo, y su sola mención tendría un
poder casi mágico, sinónimo de corrección, buen camino y luz en el medio de las tinieblas. De todos modos –la
historia de la humanidad nos lo confirma– las relaciones de poder entre los
miembros de nuestra especie son el núcleo problemático
por excelencia. Nada hay más dificultoso ni plagado de tensiones en el orden humano
que las relaciones en torno a la construcción del poder. El poder no sólo como expresión de la clase dominante a través de su
aparato de dominación, el Estado (quizá la forma tradicional de entenderlo),
sino el poder en su faceta definitoria de la cotidianeidad, como aquello que
está siempre presente y actuando cuando se juntan dos o más individuos; el
poder como aspiración de infinitud y completud de nosotros los humanos, por
definición finitos e incompletos; el poder que se da entre géneros, entre
etnias, entre adultos y jóvenes,
etc., etc.
Es decir: el poder, en su amplísima gama de
posibilidades de las interrelaciones humanas y que termina con la idea moderna
de Estado como expresión de las relaciones políticas que subsume todas las
otras, tendría según esta concepción como punto máximo de llegada “la democracia”
en tanto nivel superior de toda nuestra construcción histórica. Dicho de ese modo,
“la” democracia sería un bien supremo al que algunos, pareciera, ya han llegado
(¿los desarrollados?), y otros aún están camino de alcanzar (¿los
subdesarrollados?). La idea implícita es que fuera de “la democracia” –punto
máximo de nuestro desarrollo como sociedad
política– lo demás es atraso, primitivismo, salvajismo.
Si fuera necesariamente cierto, hasta inclusive
valdría la pena tomar en serio el debate. Pero estando tan asquerosamente
manipulado como está el concepto, hablar de democracia debe llevarnos, ante
todo, a su crítica radical, a su problematización. ¿De qué hablamos cuando decimos
“democracia”? “Con la democracia también
se come”, expresaba vehemente en su campaña proselitista
Raúl Alfonsín antes de convertirse en el primer
presidente constitucional luego de la dictadura militar que asoló Argentina
entre 1976 y 1982. La promesa levantaba grandes expectativas; tantas, que le permitió ganar las elecciones.
Hoy, ya con tres décadas del así llamado ejercicio democrático, el país no
puede salir de la peor crisis de su historia (aumentó exponencialmente el
índice de suicidios y de disfunción sexual masculina como una de las tantas
consecuencias derivadas de esa crisis, valga adelantar sólo como mínimo ejemplo),
y no es infrecuente que muchos de sus habitantes deban comer de los tarros de basura,
así como no fueron tan raros, en estos últimos años, saqueos a parques
zoológicos para comerse algún animal. Parece ser que la democracia no ha dado
para comer como se esperaba.
Mucha gente en Latinoamérica –de hecho una
investigación de Naciones Unidas del 2004: “La democracia en América Latina.
Hacia una democracia de ciudadanas y ciudadanos” lo estudió en profundidad
dando cifras elocuentes: el 55 % de la población– apoyaría de buen grado un
gobierno dictatorial si eso le resolviera los problemas de índole económica, lo
cual llenó de consternación a más de un politólogo. Sin ningún lugar a dudas
décadas de dictaduras militares y regímenes totalitarios dejaron una profunda
marca política en la región, por lo que no espanta la idea de un gobierno no
democrático. Pero ello no habla sólo de una cierta vocación autoritaria de las
poblaciones latinoamericanas, transformada ya hoy en hecho cultural; habla, más
que nada, del fracaso de estas democracias formales aparecidas alrededor de la
década de los 80, luego de los tristemente célebres gobiernos militares, donde
la mano de Washington no fue ajena.
Democracia: gobierno del pueblo; es tan amplio
que lo dice todo y no dice nada. Una rápida mirada de la historia, o de
cualquier situación actual, nos confronta con que lo que menos tenemos como experiencia concreta en
nuestro largo y tortuoso proceso civilizatorio es, justamente, “gobierno del
pueblo”.
Con el ascenso del capitalismo y el triunfo
político de la nueva burguesía hace un par de siglos, la democracia representativa
toma su mayoría de edad, y hoy, doscientos años después de haberse impuesto a
partir de la cabeza guillotinada de los monarcas franceses, se presenta como el
modelo más desarrollado de organización social. En ese sentido se autoerige
como condición de la prosperidad. Pero ¿quién dice que es el más
“desarrollado”? ¿Desde qué parámetros?
Un informe del Banco Mundial reveló que la
República Popular China sacó de la marginación a 200 millones de personas en 20
años sin que sus reformas se apegaran a las
recetas neoliberales en boga, pero más aún, con una organización política
abominada por las democracias occidentales en la que brillan por su ausencia
todas las libertades esgrimidas como logros democráticos. Como dijo Luis Méndez
Asensio: “El ejemplo chino nos incita a una de las preguntas clave de nuestro
tiempo: ¿es la democracia sinónimo de desarrollo? Mucho me temo que la
respuesta habrá que encontrarla en otra galaxia.
Porque lo que reflejan los números
macroeconómicos, a los que son tan adictos los neoliberales, es que el gigante
asiático ha conseguido abatir los parámetros de pobreza sin recurrir a las urnas, sin hacer gala de las
libertades, sin amnistiar al prójimo.”
¿Tienen poder los que votan? Los regímenes
autocráticos terminan siendo agobiantes, todos, no importa el color ideológico
en juego. Visto el panorama mundial, en ningún país –ni en los pobres, la gran mayoría del planeta, por
cierto, ni en los ricos– la masa mayoritaria detenta el poder real. Sucede que
en algunos, los menos, la riqueza alcanza para
que todos vivan con el mínimo de dignidad que, hoy por hoy, la gran mayoría de
la humanidad no tiene (comida, agua potable, educación básica, vivienda). Si
esas necesidades primarias no se resuelven, es improcedente pensar –como lo
hiciera el por ese entonces Secretario General de la ONU, Kofi Annan,
refiriéndose al mapa de
Latinoamérica luego de conocidas las conclusiones
del referido estudio– que “la solución para sus problemas no radica en una
vuelta al autoritarismo sino en una sólida y profundamente
enraizada democracia”. Por supuesto que las dictaduras no resolvieron los problemas
de pobreza y exclusión social (no estaban para eso, por cierto). Pero tampoco
los han resuelto las actuales democracias a cuentagotas.
Tan elástico es este vapuleado concepto de
“democracia” que sirve para cualquier propósito: para comer –según Alfonsín–,
para mantener un bloqueo contra Cuba, para invadir
Irak, para deponer al presidente Aristide en Haití o Chávez en Venezuela, democráticamente
electos por cierto… ¿No será que, por tan elástico, en realidad no significa nada de nada?
Es hora de cambiar el concepto de democracia representativa, aquél con el que se ha venido explotando
a las grandes masas desde hace dos siglos, por algo nuevo: democracia genuina, democracia
desde abajo, directa. ¿A quién representan los representantes? Si el propio pueblo
no es artífice de su destino, no hay salida para los problemas que ya conocemos
de memoria en Latinoamérica.
En la olvidada Guatemala, en Centroamérica, cuna
de una de las civilizaciones más antiguas y esplendorosa de la historia: los
mayas (seguramente “de moda” en los próximos meses, dada la manoseada “profecía
maya” del fin del mundo, que moverá bastante turismo) hay un ejemplo encomiable
de democracia directa: las Comunidades de Población en Resistencia (CPR).
Es sabido que en ese país una guerra civil dejó
daños inconmensurables, siendo la nación latinoamericana más golpeada por las
estrategias contrainsurgentes que se desarrollaron en el marco de la Guerra
Fría con la Estrategia de Seguridad Nacional. La población campesina, de origen
maya, fue la más golpeada. En muchos casos, para sobrevivir a las políticas
genocidas de tierra arrasada, por miles se internaron en las selvas,
protegiendo así lo único que les quedaba: su vida, dado que dejaron tras de sí
todo, casa, ganado de subsistencia, sus mínimas parcelas, enseres domésticos.
Así, en condiciones de extrema pobreza vivieron años, muy organizados, en un
sistema de democracia directa que es digno de admiración. Estas Comunidades de
Población en Resistencia estaban formadas por campesinos humildes, que en
realidad no eran miembros activos del movimiento guerrillero, y que por la
misma necesidad de sobrevivencia en condiciones extremas fueron desarrollando
modos organizativos fabulosos.
“Elevaron mucho su nivel de capacitación en
educación y de organización en la producción y con pocos recursos producían
mucho. A futuro podían ser un ejemplo para otros
colectivos en ese sentido”, afirmó Enrique Corral, ex cura y luego integrante
del movimiento armado guatemalteco, actualmente de la Fundación Guillermo
Toriello, vinculado siempre a las CPR. Tras la firma de los Acuerdos de Paz en
1996, estas poblaciones se fueron asentando en diversos puntos del territorio
nacional, ya sin el acoso perpetuo de vivir guerra, pero sin ver materializado
ninguno de los compromisos tomados en esa firma. Mantuvieron su organización de
democracia viva, aunque sin el más mínimo apoyo
por parte del Estado en créditos, infraestructura, facilidades diversas, etc.,
su situación actual los arroja a la pobreza profunda.
“Como población civil se logró establecer un
sistema de organización democrática dando vida a los valores y principios
humanos de sobrevivencia, haciendo de la resistencia la forma de organización
comunitaria, organizando el trabajo
colectivo, la distribución equitativa de lo que
producimos y de lo que se recibía de la Solidaridad [internacional]”, explicaba
un miembro de las CPR. Sin ningún lugar a dudas si un grupo en condiciones tan
tremendamente extremas pudo sobrevivir dignamente, más allá de la pobreza
material, esto muestra que la organización real desde abajo es posible. Es más:
sin esa organización democrática de base,
real, genuina, no hubieran podido sobrellevar la situación. ¿Qué nos dice todo
esto? Que la democracia de base sí es posible, y que la organización política actual
que impone “el desarrollo” no es más que formalidad. Una vez más: ¿a quién representan
los representantes?
En esta búsqueda de encontrarle caminos reales al
fabuloso proyecto de darle forma concreta a la utopía, estudiar en detalle la
historia de las CPR puede ser un paso de gran importancia. Tal como dice el cura-guerrillero Enrique
Corral, sin dudas que “A futuro podían ser un ejemplo para otros colectivos”.
Este breve escrito no es sino: a) una expresión
de júbilo en relación a que otra democracia sí es posible, más allá del
formalismo de la democracia representativa. Y además, b) una invitación a
académicos, científicos sociales y actores políticos a que se profundice en el
estudio de esa construcción de base de la democracia en que vivieron las
Comunidades de Población en Resistencia en lo más adverso de la guerra. Aprender
de las “buenas prácticas”, como se dice hoy día, es inteligente.
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