“Prefiero
despertar en un mundo donde Estados Unidos sea proveedor del 100 % de las armas
mundiales”
Lincoln Bloomfield, funcionario del Departamento de
Estado de EEUU
En estos días murieron 12 personas en una balacera
en Estados Unidos, y alrededor de 50 resultaron heridas. Lo cierto es que ya no
resulta novedad la noticia de una masacre en ese país. Lo curioso a tener en
cuenta en estos casos es su modalidad: un “loco” que se pone a matar gente a
diestra y siniestra, armado hasta los dientes, en medio de una escena de
aparente tranquilidad ciudadana. Estamos tan habituados a eso que no nos
sorprende especialmente. Si el mismo hecho ocurriera, por ejemplo, en una
nación africana o centroamericana serviría para seguir alimentando su
estigmatización como “países pobres y, fundamentalmente, violentos”. Allí, en
el Sur del mundo, la violencia y la muerte cotidiana adquieren otras formas: no
hay “locos” que se broten y produzcan ese tipo de masacres; la muerte violenta
es más “natural”, está ya incorporada al paisaje cotidiano, recordando que
muere más gente de hambre –otra forma de violencia– que por proyectiles de
armas de fuego.
La repetición continuada de estos sucesos
tremendamente violentos obliga a preguntarse sobre su significado. Si bien es
cierto que en muchos puntos del planeta la violencia campea insultante con
guerras y criminalidad desatada, luchas tribales o sangrientos conflictos
civiles, no es nada común la ocurrencia de este tipo de matanzas, con esa forma
tan peculiar que la potencia del Norte nos presenta casi con regularidad. Si
ocurren, como sucedió hace un año en Noruega, constituyen una catástrofe
nacional. En Estados Unidos, por el contrario, ya son parte de su estampa
social “normal”.
Explicarlas sólo en función de explosiones
psicopatológicas individuales puede ser una primera vía de abordaje, pero eso
no termina de dar cuenta del fenómeno. Sin dudas que quienes la cometen,
quienes terminan suicidándose en muchos casos, pueden ser personalidades
desestructuradas, psicópatas o psicóticos graves; simplemente “locos” para el
sentido común. ¿Pero por qué no ocurren también en los países del Sur plagados
de guerras internas y armas de fuego, donde la cultura de violencia está siempre
presente y las violaciones a los derechos humanos son el pan nuestro de cada
día? ¿Por qué se repiten con tanta frecuencia en la gran potencia? Ello habla
de climas culturales que no se pueden dejar de considerar. La violencia no es
patrimonio de las “repúblicas bananeras”, en absoluto, aunque cierta versión
peliculesca –estadounidense, por cierto– nos intente acostumbrar a esa visión.
Ese patrón de violencia fenomenal que desencadena
periódicamente masacres de esta naturaleza no es algo aislado, circunstancial.
Por el contrario, habla de una tendencia profunda. La sociedad estadounidense
en su conjunto es tremendamente violenta. Su clase dirigente –hoy por hoy,
clase dominante a nivel global– es un grupo de poder con unas ansias de
dominación como jamás se vio en la historia, y el grueso de la sociedad no
escapa a ese clima general de violencia, entronizado y aceptado como derecho
propio.
Exultante y sin la más mínima sombra de duda o recato
el por ese entonces candidato a representante de Washington ante Naciones
Unidas John Bolton, en el 2005 y en medio del clima de “guerras preventivas”
que se había echado a andar luego de los atentados de las Torres Gemelas, pudo
decir que “cuando Estados Unidos marca el
rumbo, la ONU
debe seguirlo. Cuando sea adecuado a nuestros intereses hacer algo, lo haremos.
Cuando no sea adecuado a nuestros intereses, no lo haremos”. Es decir: la
gran potencia se arroga el derecho de hacer lo que le plazca en el mundo, y si
para ello tiene que apelar a la fuerza bruta, simplemente lo hace. Esa es la
cultura estadounidense. El vaquero “bueno” matando indios “malos” cuando lo
desea; así de simple.
Estados Unidos ha construido su prosperidad sobre la
base de una violencia monumental (por cierto, como todas las prosperidades de
los imperios: a la base siempre hay un saqueo. La propiedad privada es el
primer robo de la historia). La Conquista del Oeste, la matanza indiscriminada de
indígenas americanos, el despojo de tierras a México, la expansión sin límites
a punta de balas, el racismo feroz de los anglosajones blancos contra los
afrodescendientes –con linchamientos hasta no hace más de 50 años y un grupo
extremista como el Ku Klux Klan aún activo al día de hoy– o el actual racismo
contra los inmigrantes hispanos legalizado con leyes fascistas, toda esa carga
cultural está presente en la cultura estadounidense. Único país del mundo que
utilizó armas nucleares contra población civil –no siendo necesarias en
términos militares, pues la guerra ya había sido perdida por Japón para agosto
de 1945, cuando se dispararon–; país presente en forma directa o indirecta en
todos los enfrentamientos bélicos que se libran actualmente en el mundo,
productor de más de la mitad de las armas que circulan en el planeta, dueño del
arsenal más fenomenal de la historia con un poder destructivo que permitiría
hacer pedazos la Tierra en cuestión de minutos y productor de alrededor del 80%
de los mensajes audiovisuales que inundan el globo con la maniquea versión de
“buenos” versus “malos”, Estados Unidos es la representación por antonomasia de
la violencia imperial, del desenfreno armamentístico, del ideal de supremacía.
Las declaraciones de Bolton citadas más arriba no pueden ser más elocuentes.
Su símbolo patrio, el águila de cabeza blanca, lo
pinta de forma cabal: ave rapaz por excelencia, muchas veces se alimenta de
carroña o robando las presas de otros cazadores, conducta “ladrona” que llevó
al padre de la patria Benjamin Franklin a oponerse vehementemente a la
designación de este animal como representación del país. [El
águila blanca] “no vive honestamente. Por haraganería no
pesca por sí misma. Ataca y roba a otras aves pescadoras”, escribió
indignado fundamentando por qué no debía ser esa ave el símbolo nacional.
Obviamente, sus ideales no triunfaron.
Lo que sucedió estos días en el estreno de la
película de Batman, repetición de dramas más o menos similares en estos años,
es consecuencia natural –y ¡obligada!, se podría decir– de una historia donde la
apología de la violencia y de las armas de fuego está presente en los cimientos
de su sociedad. “El derecho a poseer y
portar armas no será infringido”, establece tajante la segunda enmienda de su
Constitución. Para salvaguardar este derecho y “promover y fomentar el tiro con rifle con una base científica”, en
1871 se fundó la Asociación Nacional del Rifle, hoy día la asociación civil más
vieja del país, con cuatro millones de miembros y treinta millones de allegados
y simpatizantes. Por lo que puede apreciarse, la pasión por las armas (¿por la
muerte?) no es nueva. Las masacres son parte fundamental de la historia de
Estados Unidos.
De acuerdo con informaciones de la organización Open
Secrets, en los últimos años distintas instancias que buscan restringir las
armas de fuego han invertido alrededor de un millón y medio de dólares en sus
campañas, en tanto la Asociación Nacional del Rifle para ese mismo período ha
cabildeado gastando más de diez millones de dólares para mantener intocable la
segunda enmienda.
Si es cierto, como dijera Freud, que no hay real
diferencia entre psicología individual y social, porque en la primera está ya
contenida la segunda, la “locura” del joven asesino de estos días no es sino la
expresión de una cultura de violencia que permea toda la sociedad
estadounidense haciéndola creer portadora de un “destino manifiesto”. Pero la
realidad es infinitamente más compleja que vaqueros “buenos” contra indios
“malos”.
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