Un espacio de intercambio de opiniones, de debate, donde podamos compartir y expresarnos libremente. ¿Me acompaña a discutir?
viernes, 27 de julio de 2012
lunes, 23 de julio de 2012
Masacres en Estados Unidos: ¿por qué?
“Prefiero
despertar en un mundo donde Estados Unidos sea proveedor del 100 % de las armas
mundiales”
Lincoln Bloomfield, funcionario del Departamento de
Estado de EEUU
En estos días murieron 12 personas en una balacera
en Estados Unidos, y alrededor de 50 resultaron heridas. Lo cierto es que ya no
resulta novedad la noticia de una masacre en ese país. Lo curioso a tener en
cuenta en estos casos es su modalidad: un “loco” que se pone a matar gente a
diestra y siniestra, armado hasta los dientes, en medio de una escena de
aparente tranquilidad ciudadana. Estamos tan habituados a eso que no nos
sorprende especialmente. Si el mismo hecho ocurriera, por ejemplo, en una
nación africana o centroamericana serviría para seguir alimentando su
estigmatización como “países pobres y, fundamentalmente, violentos”. Allí, en
el Sur del mundo, la violencia y la muerte cotidiana adquieren otras formas: no
hay “locos” que se broten y produzcan ese tipo de masacres; la muerte violenta
es más “natural”, está ya incorporada al paisaje cotidiano, recordando que
muere más gente de hambre –otra forma de violencia– que por proyectiles de
armas de fuego.
La repetición continuada de estos sucesos
tremendamente violentos obliga a preguntarse sobre su significado. Si bien es
cierto que en muchos puntos del planeta la violencia campea insultante con
guerras y criminalidad desatada, luchas tribales o sangrientos conflictos
civiles, no es nada común la ocurrencia de este tipo de matanzas, con esa forma
tan peculiar que la potencia del Norte nos presenta casi con regularidad. Si
ocurren, como sucedió hace un año en Noruega, constituyen una catástrofe
nacional. En Estados Unidos, por el contrario, ya son parte de su estampa
social “normal”.
Explicarlas sólo en función de explosiones
psicopatológicas individuales puede ser una primera vía de abordaje, pero eso
no termina de dar cuenta del fenómeno. Sin dudas que quienes la cometen,
quienes terminan suicidándose en muchos casos, pueden ser personalidades
desestructuradas, psicópatas o psicóticos graves; simplemente “locos” para el
sentido común. ¿Pero por qué no ocurren también en los países del Sur plagados
de guerras internas y armas de fuego, donde la cultura de violencia está siempre
presente y las violaciones a los derechos humanos son el pan nuestro de cada
día? ¿Por qué se repiten con tanta frecuencia en la gran potencia? Ello habla
de climas culturales que no se pueden dejar de considerar. La violencia no es
patrimonio de las “repúblicas bananeras”, en absoluto, aunque cierta versión
peliculesca –estadounidense, por cierto– nos intente acostumbrar a esa visión.
Ese patrón de violencia fenomenal que desencadena
periódicamente masacres de esta naturaleza no es algo aislado, circunstancial.
Por el contrario, habla de una tendencia profunda. La sociedad estadounidense
en su conjunto es tremendamente violenta. Su clase dirigente –hoy por hoy,
clase dominante a nivel global– es un grupo de poder con unas ansias de
dominación como jamás se vio en la historia, y el grueso de la sociedad no
escapa a ese clima general de violencia, entronizado y aceptado como derecho
propio.
Exultante y sin la más mínima sombra de duda o recato
el por ese entonces candidato a representante de Washington ante Naciones
Unidas John Bolton, en el 2005 y en medio del clima de “guerras preventivas”
que se había echado a andar luego de los atentados de las Torres Gemelas, pudo
decir que “cuando Estados Unidos marca el
rumbo, la ONU
debe seguirlo. Cuando sea adecuado a nuestros intereses hacer algo, lo haremos.
Cuando no sea adecuado a nuestros intereses, no lo haremos”. Es decir: la
gran potencia se arroga el derecho de hacer lo que le plazca en el mundo, y si
para ello tiene que apelar a la fuerza bruta, simplemente lo hace. Esa es la
cultura estadounidense. El vaquero “bueno” matando indios “malos” cuando lo
desea; así de simple.
Estados Unidos ha construido su prosperidad sobre la
base de una violencia monumental (por cierto, como todas las prosperidades de
los imperios: a la base siempre hay un saqueo. La propiedad privada es el
primer robo de la historia). La Conquista del Oeste, la matanza indiscriminada de
indígenas americanos, el despojo de tierras a México, la expansión sin límites
a punta de balas, el racismo feroz de los anglosajones blancos contra los
afrodescendientes –con linchamientos hasta no hace más de 50 años y un grupo
extremista como el Ku Klux Klan aún activo al día de hoy– o el actual racismo
contra los inmigrantes hispanos legalizado con leyes fascistas, toda esa carga
cultural está presente en la cultura estadounidense. Único país del mundo que
utilizó armas nucleares contra población civil –no siendo necesarias en
términos militares, pues la guerra ya había sido perdida por Japón para agosto
de 1945, cuando se dispararon–; país presente en forma directa o indirecta en
todos los enfrentamientos bélicos que se libran actualmente en el mundo,
productor de más de la mitad de las armas que circulan en el planeta, dueño del
arsenal más fenomenal de la historia con un poder destructivo que permitiría
hacer pedazos la Tierra en cuestión de minutos y productor de alrededor del 80%
de los mensajes audiovisuales que inundan el globo con la maniquea versión de
“buenos” versus “malos”, Estados Unidos es la representación por antonomasia de
la violencia imperial, del desenfreno armamentístico, del ideal de supremacía.
Las declaraciones de Bolton citadas más arriba no pueden ser más elocuentes.
Su símbolo patrio, el águila de cabeza blanca, lo
pinta de forma cabal: ave rapaz por excelencia, muchas veces se alimenta de
carroña o robando las presas de otros cazadores, conducta “ladrona” que llevó
al padre de la patria Benjamin Franklin a oponerse vehementemente a la
designación de este animal como representación del país. [El
águila blanca] “no vive honestamente. Por haraganería no
pesca por sí misma. Ataca y roba a otras aves pescadoras”, escribió
indignado fundamentando por qué no debía ser esa ave el símbolo nacional.
Obviamente, sus ideales no triunfaron.
Lo que sucedió estos días en el estreno de la
película de Batman, repetición de dramas más o menos similares en estos años,
es consecuencia natural –y ¡obligada!, se podría decir– de una historia donde la
apología de la violencia y de las armas de fuego está presente en los cimientos
de su sociedad. “El derecho a poseer y
portar armas no será infringido”, establece tajante la segunda enmienda de su
Constitución. Para salvaguardar este derecho y “promover y fomentar el tiro con rifle con una base científica”, en
1871 se fundó la Asociación Nacional del Rifle, hoy día la asociación civil más
vieja del país, con cuatro millones de miembros y treinta millones de allegados
y simpatizantes. Por lo que puede apreciarse, la pasión por las armas (¿por la
muerte?) no es nueva. Las masacres son parte fundamental de la historia de
Estados Unidos.
De acuerdo con informaciones de la organización Open
Secrets, en los últimos años distintas instancias que buscan restringir las
armas de fuego han invertido alrededor de un millón y medio de dólares en sus
campañas, en tanto la Asociación Nacional del Rifle para ese mismo período ha
cabildeado gastando más de diez millones de dólares para mantener intocable la
segunda enmienda.
Si es cierto, como dijera Freud, que no hay real
diferencia entre psicología individual y social, porque en la primera está ya
contenida la segunda, la “locura” del joven asesino de estos días no es sino la
expresión de una cultura de violencia que permea toda la sociedad
estadounidense haciéndola creer portadora de un “destino manifiesto”. Pero la
realidad es infinitamente más compleja que vaqueros “buenos” contra indios
“malos”.
miércoles, 11 de julio de 2012
El consumismo: ¿una enfermedad?
Marcelo Colussi
En el corazón de las selvas del Petén, en lo
que actualmente es Guatemala, en la cima del Templo IV, joya arquitectónica
legada por los mayas del Período Clásico, dos jovencitas turistas
estadounidenses -con ropa Calvin Klein, con calzado Nike, con lentes de sol Rayban,
con teléfonos portátiles Nokia, cámaras fotográficas digitales Sony,
videofilmadoras JVC y tarjeta de crédito Visa, hospedadas en el hotel Westing
Camino Real y habiendo viajado con millas de "viajero frecuente" por
medio de American Airlines, hiperconsumidoras de Coca-Cola, Mc Donald’s y de
cosméticos Revlon- comentaban al escuchar los gritos de monos aulladores encaramados
en árboles cercanos: "pobrecitos.
Aúllan de tristeza, porque no tienen cerca un ‘moll’ donde ir a comprar".
Consumir, consumir, hiper consumir, consumir
aunque no sea necesario, gastar dinero, hacer shopping… todo esto ha pasado a ser la consigna del mundo moderno.
Algunos -los habitantes de los países ricos del Norte y las capas acomodadas de
los del Sur- lo logran sin problemas.
Otros, los menos afortunados -la gran mayoría planetaria- no; pero
igualmente están compelidos a seguir los pasos que dicta la tendencia
dominante: quien no consume está out,
es un imbécil, sobra, no es viable. Aunque sea a costa de endeudarse, todos tienen
que consumir. ¿Cómo osar contradecir las sacrosantas reglas del mercado?
Podríamos pensar que el ejemplo de las jóvenes arriba presentado es una
ficción literaria -una mala ficción, por cierto-; pero no: es una tragicómica
verdad. El capitalismo industrial del siglo XX dio como resultado las llamadas
sociedades de consumo donde, aseguradas ya las necesidades primarias, el acceso
a banalidades superfluas pasó a ser el núcleo central de toda la economía.
Desde la década de los 50, primero en Estados Unidos, luego en Europa y Japón,
la prestación de servicios ha superado largamente la producción de bienes
materiales. Y por supuesto los bienes masivos suntuarios o destinados no sólo
al aseguramiento de la subsistencia física (recreación, compras no unitarias
sino por cantidades, mercaderías innecesarias pero impuestas por la propaganda,
etc., etc.) encabezan por lejos la producción general. ¿Por qué esa fiebre
consumista?
Todos sabemos que la pobreza implica carencia, falta; si alguien tiene
mucho es porque otro tiene muy poco, o no tiene. En una sociedad más justa,
llamada socialismo, "nadie morirá de
hambre porque nadie morirá de indigestión", dijo Eduardo Galeano. No es necesario un doctorado en
economía política para llegar a entender esta verdad. Pero contrariamente a lo
que podría considerarse como una tendencia solidaria espontánea entre los seres
humanos, quien más consume anhela, ante todo, seguir consumiendo. La actitud de
las sociedades que han seguido la lógica del hiper consumo no es de detener el
mismo, repartir todo lo producido con equidad para favorecer a los desposeídos,
detener el saqueo impiadoso de los recursos naturales. No, por el contrario el
consumismo trae más consumismo. Un perro de un hogar término medio del Norte
come un promedio anual de carne roja mayor que un habitante del Tercer Mundo.
Mientras mucha gente muere de hambre y no tiene acceso a servicios
básicos en el Sur (agua potable, alfabetización mínima, vacunación primaria),
sin la menor preocupación y casi con frivolidad se gastan cantidades increíbles
en, por ejemplo, cosméticos (8.000 millones de dólares anuales en Estados
Unidos), o helados (11.000 millones anuales en Europa), o comida para mascotas
(20.000 millones anuales en todo el Primer Mundo). ¿Somos entonces los seres
humanos unos estúpidos y superficiales individualistas, derrochadores
irresponsables, vacíos compradores compulsivos? Responder afirmativamente sería
parcial, incompleto. Sin ningún lugar a dudas todos podemos entrar en esta loca
fiebre consumista; la cuestión es ver por qué se instiga la misma, o más aún:
es hacer algo para que no continúe instigándosela.
Lo cual lleva entonces a reformular el orden económico-social global
vigente. ¡Esta locura no puede seguir así!
Si bien es cierto que en las prósperas sociedades de consumo del Norte
surgen voces llamando a una ponderada responsabilidad social (consumos
racionales, energías alternativas, reciclaje de los desperdicios, ayuda al
subdesarrollado Sur), no hay que olvidar que esas tendencias son marginales, o
al menos no tienen la capacidad de incidir realmente sobre el todo.
Recordemos, por ejemplo, el movimiento hippie de los años 60 del pasado
siglo: aunque representaba un honesto movimiento anti-consumo y un cuestionamiento
a los desequilibrios e injusticias sociales, el sistema finalmente terminó
devorándolo. Dicho sea de paso: las drogas o el rock and roll, sus insignias de
las décadas de los 60 y 70, acabaron siendo otras tantas mercaderías de consumo
masivo, generadoras de pingües ganancias (no para los hippies precisamente, por
cierto).
Una vez fomentado el consumismo, todo indica que es muy fácil -muy
tentador sin dudas- quedar seducido por sus redes. Por ejemplo: los polímeros
(las distintas formas de plástico) constituyen un invento reciente en la
historia; en el Sur recién se van conociendo a mediados del siglo XX, luego que
ya eran de consumo obligado en el Norte, pero hoy ya ningún habitante de sus
empobrecidos países podría vivir sin ellos, y de hecho, en proporción, se
consumen más ahí que en el mundo desarrollado donde comienza a haber una
búsqueda del material reciclado. Por diversos motivos (¿para estar a la moda
que le impusieron?), es más probable que un pobre del Tercer Mundo compre una
canasta de plástico que de mimbre. El consumismo, una vez puesto en marcha,
impone una lógica propia de la que es muy difícil tomar distancia. Es "adictivo",
podría decirse.
Del mismo modo, y siempre en esa dinámica, veamos lo que sucede con el automóvil.
Actualmente es archisabido que los motores de combustión interna -es decir: los
que le rinden tributo a la monumental industria del petróleo en definitiva- son
los principales agentes causantes del efecto invernadero negativo; y sabido es
también que producen un muerto cada dos minutos a escala planetaria por
accidentes de tránsito, inconvenientes todos que podrían verse resueltos, o
minimizados al menos, con el uso masivo de medios de transporte público, más
seguros en términos de seguridad individual y ecológica (un solo motor puede
transportar cien personas, por ejemplo, pero hasta no acabar la última gota de
petróleo no habrá vehículos impulsados por energías limpias: agua o sol por
ejemplo).
Un motor quemando combustibles fósiles por persona no es sostenible a
largo plazo en términos medioambientales, pero curiosamente para los primeros
veinticinco años del siglo en curso las grandes corporaciones de fabricantes de
automóviles estiman vender mil millones de unidades en los países del Sur, y
los habitantes de estas regiones del globo, sabiendo de las lacras arriba mencionadas
y conocedores de los disparates irracionales que significa moverse en ciudades
atestadas de vehículos, no obstante todo aquello están gozosos con el boom de estas máquinas fascinantes.
En esa lógica entonces, quien puede, aún endeudándose por años, hace lo
imposible por llegar al "cero kilómetro". Todo lo cual nos lleva a
dos conclusiones: por un lado pareciera que todos los seres humanos somos
demasiado manipulables, demasiado fáciles de convencer (los publicistas lo
saben a la perfección). No otra cosa nos dice la semiótica, o la psicología
social de cuño estadounidense centrada en el manejo mercadológico de las masas.
De no ser así George Bush hijo, un alcohólico recuperado bastante poco ducho en
las lides políticas, no podría haber sido presidente de su país en dos
ocasiones (gracias a un video sensacionalista en su segunda campaña
presidencial, por ejemplo, que explotó los miedos irracionales del electorado);
o el cabo del ejército alemán Adolf Hitler no podría haber hecho creer al "educado"
pueblo alemán ser una raza superior y llevarlo a un holocausto de proporciones
dantescas.
Pero por otro, como segunda conclusión -y esto es sin dudas el nudo
gordiano del asunto- las relaciones económico-sociales que se han desarrollado
con el capitalismo no ofrecen salida a esta encerrona de la dinámica humana. El
gran capital no puede dejar de crecer, pero no pensando en el bien común:
crece, al igual que un tumor maligno, en forma loca, desordenada, sin sentido.
¿Para qué la gran empresa tiene que continuar expandiéndose? Porque su lógica
interna lo fuerza a ello; no puede detenerse, aunque eso no sirva para nada en
términos sociales. ¿Por qué los millonarios dueños de sus acciones tienen que
seguir siendo más millonarios? Porque la dinámica económica del capital lo
fuerza, pero no porque ese crecimiento sirva a la población. Y ese crecimiento,
justamente -como tejido canceroso- se hace a expensas del organismo completo,
del todo social en este caso, haciendo consumir, consumir lo innecesario,
depredando recursos naturales, y volviéndonos cada vez más tontos, manipulando
nuestras emociones a través de las técnicas de mercadeo para que sigamos
comprando. "Pobrecitos. Aúllan de
tristeza, porque no tienen cerca un ‘moll’ donde ir a comprar"…
Dictando modas, fijando patrones de consumo, obligando a cambiar innecesariamente
los productos con ciclos cada vez más cortos (obsolescencia programada),
haciendo sentir un "salvaje primitivo" a quien no sigue esos niveles
de compra continua, con refinadas -y patéticas- técnicas de comercialización
(propaganda engañosa, manipulación mediática que no da respiro, crédito
obligado), el gran capital, dominador cada vez más omnímodo de la escena
económica-político-cultural planetaria, impone el consumo con más ferocidad que
las fuerzas armadas que lo defienden lanzan bombas sobre territorios díscolos
que se resisten a seguir ese guión.
Por cierto
que, dadas ciertas circunstancias, el "consumismo" irrefrenable podría
ser considerado como una conducta patológica. De hecho en la Clasificación Internacional
de las Enfermedades -CIE- de la Organización Mundial de la Salud, así como en
el Manual de Transtornos Mentales de la Asociación de Psiquiatras de Estados
Unidos -DSM, versión IV- aparece como una posible forma de las compulsiones. Y
desde esa matriz médico-psiquiatrizante pudo llegar a describirse la
"compra compulsiva" como una categoría diagnóstica determinada. "Preocupación
frecuente por las compras o el impulso de comprar, que se experimenta como
irresistible, intrusivo y/o sin sentido. Compras más frecuentes de lo que uno
se puede permitir y de objetos que no se necesitan, o sesiones de compras durante
más tiempo del que
se pretendía".
Sin
negar que ello exista como variable psicopatológica ("Se calcula que la compra compulsiva afecta entre 1.1% y el 5.9%
de la población general y es más común entre las mujeres que entre los
hombres"), el consumismo voraz que nos impone el sistema es más que
una conducta compulsivo-adictiva individual. En todo caso, nos habla de una "enfermedad"
intrínseca al sistema mismo. Si las jovencitas del ejemplo con que se abría el
presente texto son tan "estúpidas", frívolas y superficiales, no son
sino el síntoma de un transtorno que se mueve a sus espaldas. Transtorno que,
por cierto, no se arregla con ningún producto farmacéutico, con un nuevo
medicamento milagroso, con otra mercadería más para consumir, por más bien
presentada y publicitada que esté. Se arregla, en todo caso, cambiando el curso
de la historia.
lunes, 9 de julio de 2012
GUATEMALA.- La respuesta a las negociaciones: instalación de bases militares
Por Marcial Rivera
Desde la firma de los acuerdos de paz entre el Estado de Guatemala y la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG), el papel del ejército ha sido uno de los temas que ha estado siempre en el tintero de la discusión. Sin embargo, han sido los últimos gobiernos quienes, con la premisa de los altos niveles de inseguridad, -generados principalmente por la delincuencia común, pandillas juveniles y narcotráfico- han utilizado cada vez de forma más acentuada al ejército nacional para labores de seguridad pública que corresponden a la Policía Nacional Civil.
Con el arribo al poder del General Otto Pérez Molina, distintas organizaciones de la sociedad civil, "analistas" e inclusive algunos tanques de pensamiento avizoraban un gobierno abiertamente represivo, incluso con la utilización del ejército para este propósito. Lo cierto es que a la fecha no se ha propiciado esta lógica; sin perder de vista que la dirección del Estado Guatemalteco, con un militar al frente, la reconfiguración de la institucionalidad del Estado es inequívocamente en función de un mayor protagonismo de la institución militar.
Estado civil con características militares
De manera que la instalación de la nueva base militar en San Juan Sacatepéquez no responde precisamente al combate a nichos de criminalidad y violencia, sino más bien al mantenimiento del status quo para un nivel de inversiones propicio para el empresariado nacional e internacional. Particularmente para Cementos Progreso, cuyas operaciones constituyen un enorme daño ambiental y ecológico para los y las habitantes de dicho municipio y para el Departamento de Guatemala en general. Evidentemente, es alta la cantidad de recursos financieros que se gastarán en la instalación de las distintas bases militares y en la de San Juan Sacatepéquez particularmente. Esto evidencia la doble moral que constituye uno de los hilos conductores de la vida política, pues por un lado existen exigencias hacia el Congreso de la República para la aprobación de algunas partidas presupuestarias, pero por otro estas son utilizadas en aperturar nuevos destacamentos militares.
Base en San Juan Sacatepéquez
La instalación de esta base militar constituye un retroceso en las negociaciones entre el gobierno y distintas organizaciones campesinas que realizaron la marcha de 9 días en abril. Dentro de los puntos en negociación, debía suspenderse la instalación de bases militares, cuya sola instalación jugaría un papel coactivo hacia la población, pero en lo práctico su rol sería el de acompañar los futuros procesos represivos, que se darán producto de las movilizaciones a raíz de la instalación de una planta productora de cemento de la empresa Cementos Progreso en ese lugar.
Si bien es cierto el coordinador del Sistema Nacional de Diálogo Permanente Miguel Ángel Balcárcel dijo que la deuda agraria quedaba condonada. No obstante esta condonación, la petición relacionada a la no instalación de la base militar de San Juan Sacatepéquez no fue escuchada, ni tomada en cuenta, ya que solo se reubicará, pero siempre será instalada. Esto acentúa los niveles de tensión y conflictividad social existentes con los actuales patrullajes del ejército. En palabras del Rafael González líder del Comité de Unidad Campesina "pretende intimidar a la población que se opone a la instalación de la cementera", y "defender los intereses de los empresarios".
Evidentemente la respuesta de la población ante la instalación de esta base militar fue la movilización masiva; más de seis mil personas marcharon en repudio a esta acción gubernamental. No debe perderse de vista que algunas de las acciones gubernamentales del General Pérez Molina van encaminadas a fortalecer la imagen del Estado de Guatemala a nivel internacional, y la presencia de éste en el Consejo de Seguridad de la ONU. En este orden de ideas, las políticas en materia de seguridad también se enmarcan en la reciente visita del Secretario de Estado adjunto para conflictos y operaciones de estabilización.
Listos para movilizarnos
Si bien es cierto no existe un proceso escalonado de represión hacia la población, no hay que dejar de mencionar que debe leerse entre líneas la instalación de las distintas bases militares. La población debe estar a la expectativa de cómo se desarrolla este proceso, estar listos para movilizarnos, y rechazar el papel que el gobierno da a la institución castrense, así como la supeditación de este a los intereses gringos.
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