Marcelo Colussi
Si bien el término “niños de la calle” es
muy impreciso, hay consenso tanto en círculos académicos como políticos en
considerarlo como una realidad derivada de la pobreza estructural y de la
aglomeración en grandes centros urbanos. El fenómeno cobra especial relevancia
en los países del Sur, históricamente pobres en el reparto del mundo que se
viene dando desde la modernidad. Cantidades enormes de niños en distintas
ciudades del mundo, fundamentalmente en las regiones más pobres, viven hoy en
las calles sin la atención ni supervisión de adultos. Su número exacto no está
precisado, pero se considera que, como mínimo, puede haber no menos de cien
millones.
En el trabajo con niños de la calle se
pone un especial énfasis en la dimensión educativa. Quienes se dedican a ello habitualmente
son llamados “educadores”. La idea que alienta las intervenciones tiene que ver
con lo pedagógico: los niños deben ser reeducados, o educados, dado que, por
sus circunstancias de vida, lo han sido poco o nada. Pero quizá aquí pueda
abrirse una pregunta: aquello de que carecen ¿es sólo educativo? ¿Su cambio
existencial pasa por enseñarles un nuevo estilo de vida?
La experiencia nos demuestra que los
menores que viven en las calles saben acerca de su condición,
sobre los problemas que les trae aparejado su modo de vida y los beneficios que
les traería otra alternativa. Pero curiosamente es más probable que no
abandonen la calle. Pareciera que el saber no garantiza nuevas actitudes.
Es ante este acto siempre incomprensible
para el sentido común que surge el interrogante sobre sus motivaciones. Si
saben acerca de los daños que ocasiona la droga, ¿por qué siguen usándola? Si
en los albergues de las instituciones que cuidan de ellos se les brinda todo lo
que no tienen: comida, abrigo, amor, respeto, ¿por qué se marchan tan frecuentemente
de ellos? Si están más que informados que la vida en la calle lleva casi invariablemente,
previo paso por cárceles y hospitales, a la muerte, ¿por qué no cambian sus
hábitos?
Todas estas preguntas -quizá por lo
intrincado de sus respuestas- nos hacen pensar en que, tal vez, no sólo se
trate de reeducar. Probablemente también sea necesario intentar profundizar más
en las determinantes de estas conductas. Dicho en otros términos: habrá que
averiguar por qué los niños de la calle son como son. ¿Y cómo son?
La marginalidad, fundamento de la callejización
A todas luces los niños callejizados son
distintos de los niños llamados “normales”. Lo normal, en nuestro medio social,
es crecer en el seno de una familia. Cuando esto se cumple -y es lo que pasa
regularmente- se es hijo de papá y mamá. Pero ser de la calle es ser de nadie.
Para estudiar la psicología de los
menores callejizados deberíamos partir por conocer aquella del niño considerado
normal, para luego establecer comparaciones. Sabemos que no hay, en términos
rigurosos de salud mental, un sujeto normal asintomático; pero hay, sí, una
media socialmente aceptada, cultural, que funciona como paradigma. Es normal
que el sujeto humano se constituya como tal a partir de otros humanos. Esto es:
un recién nacido puede devenir un adulto adaptado a su entorno, socialmente
útil, con una identidad sexual definida y con capacidad para gozar de la vida
después de transitar por los difíciles vericuetos de la humanización, de la
socialización. Llegar a ser ese sujeto normal adulto no es un hecho asegurado
biológicamente. El ser humano, en su sentido más pleno, se hace en el contacto con los otros: desde bebé, con su familia,
con las cargas simbólicas que va recibiendo en su crecimiento, con la
incorporación de su cultura. Hacerse ser humano es ingresar al mundo de la Ley , al mundo de las prohibiciones,
de lo que va más allá del instinto. La
Ley -la norma, el consenso social- es lo que dice qué se
puede y qué no se puede. Asumir ese bagaje simbólico, entrar a él y hacerse
cargo del mismo, se da necesariamente a través de otros pares; y en nuestro mundo
generalmente cumple esa función el núcleo familiar. Cuando ello se cumple a
medias, o cuando directamente falla, sobrevienen problemas en el proceso de la
socialización, problemas de integración que llamamos trastornos psicológicos (alguna disfunción no orgánica que
impide una buena adecuación al ambiente y produce displacer y que puede ir,
abarcando un amplísimo arco, desde por ejemplo síntomas de enuresis hasta una
psicosis).
En el curso de la vida de un ser humano,
ya desde el nacimiento se van estableciendo estructuras y modalidades propias
en el plano psicológico que habrán de marcarlo indeleblemente. Todo se juega en
torno a esto: cómo un sujeto ingresa al mundo de la Ley. Y no hay tantas
posibilidades al respecto: a) vive al margen de ella: psicosis; b) la reconoce
pero no la acepta, vive en el borde: psicopatía; y c) la asume y se hace cargo
de ella: la normalidad, que no es sino el campo de las neurosis. Neurosis,
psicosis y psicopatías; son las tres estructuras de base posibles entre los
seres humanos. Todos estamos cortados por la misma tijera; también los niños de
la calle.
En la infancia, y a través de las figuras
parentales, es donde el ser en formación se moldea. En ese difícil trabajo de
“modelado” pueden ocurrir disrupciones; lo común es que, no sin dificultades y
con menor o mayor grado de ansiedades, los niños crecen y terminan siendo
adaptados a su medio reproduciendo las normas sociales que se le impusieron.
Los síntomas neuróticos infantiles (trastornos de aprendizaje, enuresis, angustia,
dificultades de integración) hablan de traspiés en ese proceso; con tratamiento
psicológico (que necesariamente incluye trabajo con los padres) se resuelven
positivamente. Incluso las psicosis infantiles debidamente tratadas (incluyendo
siempre el entorno familiar) pueden tener buen pronóstico. ¿Y los niños de la
calle? ¿Deben ser abordados desde la psicopatología? ¿Por qué siempre se
incluyen psicólogos en los equipos de trabajo que los atienden?
“Niño de la calle” no es una entidad
gnosográfica en sí misma, no es una entidad entre las enfermedades mentales. No
se puede curar a nadie de esta “patología”. Pero todo el
fenómeno, si bien de orden social en su raíz -síntoma de la descomposición de
las sociedades más pobres en su no planificado paso de agrarias a urbanas,
índice de la marginación de vastos sectores “sobrantes” para la lógica del
capital- comporta una lectura, y una intervención por tanto, desde la
psicología clínica. Un niño de la calle puede ser neurótico, psicótico o
psicópata (la experiencia indica que, al igual que en el resto de la población,
la prevalencia fundamental es neurosis); pero si algo diferencia su psicología
de la de un niño criado en el seno de una familia (que también puede ser
neurótico, psicótico o psicópata) es justamente eso: la ausencia de familia. El lugar de donde tiene que venir la Ley falla, por tanto falla el
ingreso al mundo de la Ley.
Psicológicamente un niño de la calle es
ante todo un niño marginal, un niño que “sobra”. El trabajo de acompañamiento
de todos los días con ellos enseña que la experiencia más común es que
provienen de hogares repletos de niños, donde su existencia concreta no es
sentida por sus progenitores como un triunfo ni un milagro sino más bien como
una carga. No son niños deseados, racionalmente planificados. Sus padres viven
agobiados por la pobreza, por la descarnada lucha por sobrevivir; en muchos
casos son bebedores severos o alcohólicos. Por tanto, no queda mayor tiempo
para el cuidado y el amor. En muchos casos estos niños fueron regalados,
abandonados, pasaron de mano en mano o terminaron siendo criados en orfelinatos.
En muchas ocasiones ni siquiera fueron inscriptos legalmente; es decir: no
existen en términos de ciudadanía. Infinidad de veces se dan casos de abuso
sexual; y casi como constante encontramos violencia física, del más variado
estilo y calibre. Todas estas experiencias -dramáticas, durísimas-, más que
hacer sentir que son lo primordial en el hogar, los marca como estando de más.
¿Y qué le puede esperar a alguien que se le dice que “sobra”?
El trauma en lo real aquí tiene un peso
decisivo. No se trata, como en la novela familiar del neurótico, de recuerdos
encubridores, de fantasías de abuso. Aquí la violencia está presente a golpes
concretos, inscrita a sangre y fuego. Estos niños son marginales desde su
inicio, pues están al margen de lo que debería ser su primera y más importante
fuente de vida: sus padres. Sobran en la dinámica intrapsíquica de quienes los
concibieron, por tanto sobrarán en lo real.
Marginados y marginales psicológicamente,
luego lo serán también en la estructura social. Si su familia de origen no los
pudo contener, les hizo saber que sobraban, la sociedad más tarde los reafirma
en ese lugar: con reformatorios, con desprecio, incluso con limosnas (¿alguno
de nosotros le daría limosna a su propio hijo?).
Las conductas adictivas
Prácticamente todos los niños de la calle
terminan siendo drogodependientes. Como tales, presentan las mismas
características psicológicas que cualquier adicto: labilidad afectiva,
actitudes manipuladoras, un talante general psicopático, baja tolerancia a la
frustración, compulsión al consumo. El estupefaciente viene a ocupar un lugar
central en sus vidas. Pero si bien la adicción a psicotrópicos presenta esa
preeminencia en sus historias, difieren en algo del narcómano que tiene una
familia, que no es un paria. Este tiene algo que perder; un niño de la calle ya
lo perdió todo de entrada, por eso es lo que es. Sin quitarle la importancia
enorme que tiene el hecho de ser adicto a una droga (en este caso más a las
sustancias solubles volátiles que a otros productos más caros: cola de
zapatero, thinner, incluso gasolina, característicos de otros estratos
sociales), podríamos concluir que los niños de la calle son “adictos”, antes
que nada, a su condición de marginales. La drogadicción viene por añadidura.
La callejización, psicológicamente
considerada, es un proceso complejo que indica la compulsión a seguir viviendo
en condiciones de exclusión social en las calles. Fenómeno intrincado, que si
bien es producto de una profunda injusticia económico-social de base, necesita
también de razones subjetivas. No todo niño pobre termina en la calle. Para un
menor callejizado, la calle es todo; la calle intenta suplir aquello que faltó
originalmente. Vivir en las calles -más allá de lo que el sentido común puede
apreciar como un infierno, y que de hecho lo es ciertamente en un sentido-
tiene una arista fascinante. El callejizado, aquel que no fue contenido en una
estructura familiar, aquel que deambuló los primeros años de su vida entre la
apatía o la violencia de quienes lo trajeron al mundo, queda atado a ese mundo
cerrado de los que viven en su misma condición, encontrando ahí un reconocimiento
que le fue vedado en otra parte. La vida en la calle atrapa; opera -simbólicamente-
como cualquier droga. Alguien puede hacerse “adicto” a ese estilo de vida, que
en cierta forma es “fascinante”, “fabuloso”; allí no hay normas que respetar,
todo es posible: no se cumplen horarios, no se soportan padres autoritarios,
hay sexo cuando uno quiere, hay dinero fácil; y hay además el placer del
narcótico. Si no fuera por ese mecanismo adictivo que se establece, no podría
entenderse por qué tantos niños “prefieren” volver a la calle abandonando los
centros de rehabilitación que se les ofrecen como propuesta alternativa. La
lógica indica que la vida callejera es terriblemente difícil, displacentera:
hambre, frío, violencia, desprecio. Pero la psicología humana no sabe mucho de
lógica. ¿Por qué tan pocos niños y jóvenes logran abandonar realmente esa vida?
(se considera, con objetividad, que apenas un 5% de niños callejizados logra
realmente dejar esa condición).
Como toda conducta adictiva también la
“adicción a la calle” (a la vida sin normas más precisamente dicho, a la
transgresión) produce una profunda dependencia, haciendo que el círculo vicioso
se cierre cada vez más. A esto se le suma la dificultad práctica concreta que
encuentra aquel que intenta romper ese circuito: exclusión por parte de la
gente, prejuicios que lo condenan a la marginación perpetua, una dramática
carencia de “gimnasia” social: falta de documentación, falta de preparación
laboral, desconocimiento de las reglas de convivencia.
Hacia una “clínica” de los niños de la calle
Digámoslo una vez más: nadie se cura de
ser niño de la calle; esto no es una enfermedad mental. Es, en todo caso, una
disfunción psicosocial donde la psicología puede aportar algo. Pero seamos
claros en esto: con la actual tendencia económica global no hay solución para el problema. Los niños de la calle son un
síntoma de una sociedad injusta que no resuelve sus diferencias estructurales,
que hace que “sobre” gente en el mundo.
Un niño o un joven de la calle necesita,
entre otros, un abordaje desde una perspectiva psicológica. Es cierto que
ninguno de ellos consulta espontáneamente un servicio de salud mental. Pero
entonces ¿qué autoriza nuestra intervención como psicólogos en programas de
asistencia que intentan ayudarlos? Sencillamente una ética. De lo que se trata
en nuestro trabajo es facilitarles la posibilidad de confrontarse consigo
mismo, ayudarles a desarrollar la pregunta sobre quiénes son, por qué son así, quieren seguir siendo así.
Nosotros, en tanto psicoterapeutas, no
seremos quizá quienes los movamos de su situación de menores marginados. Ni
tampoco quien le provea alimento, ropa o medicamentos. O tal vez la sumatoria
de todo esto lo logre. Lo cierto es que vale la pena intentar modificar su
situación -que es además una forma de preguntar por qué se llega a esto, lo que
lleva a intentar evitar que siga ocurriendo-. Lo que la experiencia indica es
que una actitud represiva no logra ningún cambio (ningún reformatorio reformó a
un menor transgresor sino que, por el contrario, lo reafirmó en su lugar de
marginalización). Tampoco una posición caritativa; esto, por el contrario, los
reafirma más aún en su posición de marginales, de “pobres víctimas”. Ni el
supuesto “amor” bondadoso de propuestas eclesiales: no olvidar que en muchos
casos, las mismas personas que los atienden tan “bondadosamente” terminan
siendo sus violadores, fenómeno nada infrecuente en este mundillo de la
atención de niños de la calle).
Trabajar psicológicamente con niños de la
calle es facilitarles la ocasión para que rehagan su vida en términos simbólicos:
no pasar a ser los padres que no tuvieron sino recuperar -a través de las
palabras- ese espacio legal al que no pudieron acceder. Es común decir que
estos niños necesitan mucho amor. Innegablemente, pero creo que esto solo no
alcanza. Por otro lado vemos que aunque ofrezcamos desinteresadamente una y
otra mejilla en una actitud de amor incondicional, eso no transforma su
situación profunda; finalmente terminan decepcionándonos y no dejan la calle.
¿Pero qué se espera acaso de esa abnegación? A un hijo no le damos todo a
cambio de nada; ¿por qué lo haríamos con un niño de la calle? A la prole se le
da, sabiéndolo o no, un modelo de vida: cuidados diversos, amor, y límites. Son los límites los que impiden que
alguien se haga psicótico o psicópata.
Al abordar clínicamente estos niños
deberíamos plantearnos no reemplazar lo que faltó (el padre alcohólico que
abandonó el hogar, la madre agobiada con una docena de hijos que no sabía cómo
criar) sino ayudar a procesar esa falta. La carencia material -la comida
siempre escasa, el juguete ausente en cada cumpleaños, la palabra de estímulo-
puede llegar a suplirse; y eso es lo que hacen habitualmente las organizaciones
que asisten a los niños en riesgo: llenan esos vacíos. Distinto es el caso de
la falta de Ley. El trabajo psicológico con niños de la calle debe apuntar a
problematizar esa instancia. Sólo si alguien se hace cargo de su historia
personal puede ser uno más de la serie, adaptado e integrado.
Pero junto a lo anterior no puede dejarse
de considerar en todo momento que el fenómeno en su conjunto, los cien millones
de niños que pululan por las calles, son producto de estructuras sociales
injustas y que, en tanto las mismas continúen, no dejará de haber niños en esas
condiciones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario