Marcelo Colussi
"El
poder del país se basó ante todo en este hemisferio, a veces llamado Fortaleza
América"
Documento Santa Fe IV: "Latinoamérica hoy". Estados Unidos,
2000
Una historia de violencia
La región
latinoamericana tiene características bastante peculiares en tanto bloque. Si
bien hay diferencias, marcadas incluso, entre algunas zonas -el Cono Sur con
Argentina, Chile y Uruguay es muy distinto a Centroamérica, por ejemplo; o sus
países más industrializados, Brasil y México, difieren grandemente de las islas
caribeñas-, en su composición hay más elementos estructurales en común que dispares.
Los rasgos comunes
que unifican a toda la región son, al menos, dos: a) todos los países que la
componen nacieron como Estado-nación modernos luego de tres siglos de
dominación colonial europea (española fundamentalmente, o portuguesa); y b)
todos se construyeron integrando a los pueblos originarios en forma forzosa a
esos nuevos Estados por parte de las élites criollas. Estas características
marcan a fuego la historia y la dinámica actual del área. En otros términos: la
violencia estructural es una matriz para toda la región, que sin solución de
continuidad se viene manteniendo hasta la actualidad desde hace cinco siglos.
En un sentido, toda
la historia de Latinoamérica en su recorrido como unidad político-social y
cultural, es una historia de monumental violencia, de profundas injusticias, de
reacción y luchas populares. Siempre, desde las primeras épocas post colombinas
cuando puede pasar a ser considerada una unidad en sí misma, el destino de
Latinoamérica estuvo signado a una potencia externa: España (o Portugal)
durante los primeros 300 años posteriores a la llegada del primer "hombre
blanco"; Gran Bretaña luego, ya no como invasor militar sino a través de
mecanismos de sujeción económica. Y desde mediados del siglo XIX,
acrecentándose en forma exponencial en el XX, Estados Unidos de América.
Todo el siglo
pasado fue, en realidad, una profundización de la doctrina del tristemente
célebre presidente estadounidense James Monroe; es decir, con un país como
Estados Unidos convertido en potencia, creciendo sin parar durante cien años,
el subcontinente latinoamericano corrió la maldita suerte de pasar a ser su
"patio trasero" sin que le quedaran muchas opciones.
En otros términos:
desde el momento mismo del nacimiento de las aristocracias criollas, su
proyecto de nación fue siempre muy débil. Estas aristocracias y "sus"
países no nacieron -distintamente a las potencias europeas, o al propio Estados
Unidos en tierra americana- al calor de un genuino proyecto de nación
sostenible, con vida propia, con vocación expansionista; por el contrario,
volcadas desde su génesis a la producción agroexportadora primaria para
mercados externos (materias primas con muy poco o ningún valor agregado), su
historia está marcada por la dependencia, incluso por el malinchismo. Oligarquías
con complejo de inferioridad, buscando siempre por fuera de sus países los
puntos de referencia, racistas y discriminadoras con respecto a los pueblos
originarios -de los que, claro está, nunca dejaron de valerse para su
acumulación como clase explotadora-, toda su historia como segmento social, y
por tanto la de los países donde ejercieron su poder, va de la mano de las
potencias externas, y desde la doctrina Monroe en adelante, de Estados Unidos.
Para Latinoamérica
todo el siglo XX estuvo marcado por la referencia al imperio estadounidense. "Los Estados Unidos [...] parecen
destinados por la Providencia para plagar la América de miserias en nombre de
la libertad", decía ya en el año 1829 Simón Bolívar; palabras
premonitorias, sin dudas. Los nuevos Estados latinoamericanos, más allá del
sueño integracionista del Libertador, nacieron divididos, con clases dirigentes
entregadas visceralmente a las potencias extrajeras. La Gran Patria
Latinoamericana, popular, con acento indígena y sin complejo de inferioridad
ante la "civilización de los blancos", de momento al menos no ha
pasado de ser una aspiración. Toda vez que se intentó algo en sentido
contrario, fue brutalmente decapitado.
Las oligarquías
nacionales fueron siempre portavoz del imperio del norte, su gerente, su socio
menor. Se dio así una imbricada articulación entre Washington y aristocracias
criollas, donde poder y ganancias fueron más o menos compartidos. Y para
custodiar a ambos actores, ahí estuvieron las fuerzas armadas nacionales,
muchas veces preparadas incluso en territorio estadounidense. Pero incluso,
también estuvieron las tropas del norte. Europa, a regañadientes, debió
replegarse de estas tierras, quedándose sólo con pequeñas posesiones en el
Caribe que la despojaron de su papel de potencia dominante.
En términos
generales esa fue la matriz que fijó la historia del subcontinente durante cien
años. Pero no fue una historia pasiva, donde los dominadores impusieron sus
condiciones sin resistencias; por el contrario, fue una historia de luchas
feroces, de violencia extrema, de sufrimientos extremos. Historia que, por
cierto, lejos está de haber terminado. Desde la suprema violencia inaugural que
trajo la conquista europea (genocidio militar y cultural, con el agregado de la
gripe como arma más mortífera que los arcabuces), la violencia ha sido una
constante en las relaciones sociales. Con los tiempos cambiaron sus formas,
pero se mantuvo invariable como rasgo distintivo.
De las primeras rebeliones
indígenas a la actual propuesta del ALBA (la Alianza Bolivariana para los
Pueblos de Nuestra América, como proyecto de integración no salvajemente
capitalista), o el CELAC (Comunidad de
Estados Latinoamericanos y Caribeños, en tanto mecanismo de integración
política sin la tutela de Washington), las fuerzas progresistas han
jugado siempre un importante papel. Las izquierdas
políticas, entendidas en sentido moderno (con un talante socialista
podríamos decir, marxistas incluso), han estado siempre presentes en los
movimientos del pasado siglo. De hecho, con diferencias en sus planteamientos
pero con un mismo norte, en casi todas las sociedades latinoamericanas se
dieron procesos populares de construcción de alternativas socialistas, o
nacionalistas antiimperialistas, o reformistas al menos, pero siempre en
búsqueda de mayores niveles de justicia. En algunas llegando a ocupar aparatos
de Estado: en Guatemala con la "primavera democrática" entre 1944 y 1954
con su reforma agraria, en Chile en la década del 70 con Salvador Allende, Cuba
con su heroica revolución, Nicaragua con los sandinistas en toda la década de
los 80, la actual Venezuela y su Revolución Bolivariana, o Bolivia y Ecuador,
con sus dinámicos movimientos indígenas que terminaron en propuestas políticas
socializantes. Y en otras experiencias, peleando desde el llano: movimientos
sindicales, reivindicaciones campesinas, insurgencias armadas.
Sin ánimo de hacer
un pormenorizado estudio de esta historia, lo que vemos entrado ya el siglo XXI
es que la izquierda no está en franco ascenso (de todas esas experiencias, sólo
Cuba es una experiencia popular y revolucionaria que se mantiene, en tanto
Venezuela, Bolivia y Ecuador intentan profundizar sus procesos políticos, con
suertes distintas). Pero en modo alguno ha muerto la lucha por mayores niveles
de justicia, tal como el omnímodo discurso neoliberal actual pretende
presentar. Es más: luego de la furiosa y sangrienta represión de los proyectos
progresistas de las décadas de los 70/80 del siglo pasado y de la instauración
de antipopulares políticas fondomonetaristas en los 90, después del derrumbe
del campo socialista y un período donde los movimientos por mayores cuotas de equidad
parecían totalmente dormidos, en estos últimos años asistimos a un renacer de
la reacción popular.
¿Estamos entonces
realmente ante un resurgir de las izquierdas, de nuevos, viables y robustos
proyectos de cambio social?
Las nuevas izquierdas
Suele hacerse la
diferencia entre izquierdas políticas e izquierdas sociales. Hay, sin dudas, un
cierto retraso de las primeras en relación a las segundas. Para decirlo de otro
modo: los planteos políticos de fuerzas partidarias a veces han quedado cortos
en relación a la dinámica que van adquiriendo los movimientos sociales. Muchas
veces las reacciones, protestas, o simplemente la modalidad que, en forma
espontánea, han tomado las mayorías, no se ven correspondidas por proyectos
políticos articulados provenientes de las agrupaciones de izquierda. Con
variaciones, con tiempos distintos, pero sin dudas como efecto generalizado
apreciable en toda Latinoamérica, hay un desfase entre masas y vanguardias. Lo
cierto es que desde hace algunos años (podríamos decir desde fines del siglo
pasado) la reacción de distintos movimientos sociales ha abierto frentes contra
el neoliberalismo rampante que se extiende sin límites por toda la región.
Vale destacar que
esos movimientos, novedosos en muchos casos, no se corresponden totalmente con
esquemas teóricos de dos o tres décadas atrás. Ahí está, por ejemplo, el
despertar de los movimientos indígenas, o las reivindicaciones de las
eternamente postergadas mujeres, que se constituyen en nuevos sujetos sociales
de cambio, con tanto o más empuje que las reivindicaciones de clase. Lo cual
lleva colateralmente (aspecto que no se abordará aquí) a la revisión crítica de
los instrumentos tradicionales de la izquierda y su lectura de la realidad en
términos exclusivos de lucha de clases. Sólo para dejarlo esbozado: no hay
dudas que los conceptos fundamentales del marxismo, definitivamente válidos en
su raíz (lucha de clases como motor de la historia, apropiación del plustrabajo
de una clase por otra), necesitan una lectura circunstanciada para la coyuntura
actual, globalizada, hiper informatizada, donde nuevos actores y eternas
injusticias olvidadas (inequidad de género, diferencia Norte-Sur) plantean nuevos
interrogantes.
Toda esta izquierda
social ha tenido impactos diversos, con agendas igualmente diversas, o a veces
sin agenda específica: frenar privatizaciones de empresas públicas,
organización y movilización de campesinos sin tierra, o de habitantes de
asentamientos urbanos precarios, derrocamiento de presidentes como fueron los
casos de Argentina, Bolivia o Ecuador, oposición a políticas dañinas a los intereses
populares. Y algo fundamental desde donde empezar a considerar los nuevos
tiempos post Guerra Fría: la suma de todas estas movilizaciones impidió la
entrada en vigencia del Área de Libre Comercio para las Américas -ALCA- tal
como lo tenía previsto Washington para enero del 2005.
El abanico de
protestas y movilizaciones es amplio, y a veces, por tan amplio, difícil de
vertebrar. Los piqueteros en Argentina o los movimientos campesinos con una
importante reivindicación étnica en Bolivia, Ecuador, Perú o Guatemala, el
zapatismo en el Sur de México o la movilización de los Sin Tierra en Brasil, son formas de reacción a un sistema injusto
que, aunque haya proclamado que "la historia terminó", sigue sin dar
respuesta efectiva a las grandes masas postergadas. ¿Hay un hilo conductor,
algún elemento común entre todas estas expresiones?
Hoy por hoy,
diversas expresiones de la izquierda política, de posiciones moderadas que se
podrían hacer caer en el difuso campo de la "centro-izquierda" (¿o
del "capitalismo serio"?) -la que en estos momentos es posible:
moderada y de saco y corbata- tienen en sus manos el aparato de Estado en
varios países: Brasil, Uruguay, Argentina, Nicaragua, El Salvador. A todo esto
habría que sumar otras expresiones, definitivamente mucho más intragables para
Washington: Cuba en primer lugar, junto a procesos más moderados como Venezuela,
Bolivia o Ecuador.
Las posibilidades
de transformaciones profundas desde las estructuras estatales, tal como están
las cosas (deudas externas abultadas, creciente presencia militar del imperio
en la región), y dada la coyuntura con que arribaron a las administraciones gubernamentales
(voto en elecciones de democracias representativas, que no es lo mismo que
revoluciones políticas populares), esas expresiones de las izquierdas
eleccionarias son limitadas. Más aún: son izquierdas que, en todo caso, pueden
administrar con un rostro más humano situaciones de empobrecimiento y
endeudamiento sin salida en el corto tiempo. Pero quizá no más que eso.
En modo alguno
podría decirse que son "traidores", "vendidos al
capitalismo", "tibios gatopardistas". Eso, más que análisis
serio, es una consigna principista. La izquierda constitucional hace lo que
puede, y seguramente no puede pedírsele más. Hoy, en los marcos de la post
Guerra Fría, con el triunfo de la gran empresa y el unipolarismo vigente -más
aún en la región latinoamericana, histórico "patio trasero" de la
superpotencia hegemónica- es poco lo que tiene por delante: si deja de pagar la
ominosa deuda externa, si piensa en plataformas de expropiaciones y poder
popular y si se atreve a armar a sus pueblos, sus días están contados. Pero los
actuales mandatarios "progresistas" ¿hablaron en algún momento de
revolución socialista en sus campañas proselitistas? ¿Levantó alguno de ellos
recientemente las mismas consignas que, tres décadas atrás, proponían los
movimientos armados que, sin ningún complejo ni temor, hablaban de comunismo y
de confiscaciones, y a la que directa o indirectamente ellos pertenecían o
apoyaban? Sin ningún lugar a dudas que no. Por eso es demasiado superficial
quedarse con la idea de "traidores".
La feroz represión
que vivió toda la región entre las décadas de los 70 y los 80 en el pasado
siglo tuvo un efecto fríamente buscado por el imperio -en combinación con los
factores de poder locales-, y sin dudas conseguido: amansó al movimiento
popular, quebró su resistencia, lo llenó de terror. Hoy, con los planes
neoliberales que se padecen, aún se siguen pagando las consecuencias de esa
estrategia de terror. Las guerras sucias que en mayor o menor grado vivieron
todos los países latinoamericanos, con desapariciones de personas, centros
clandestinos de detención y tortura, arrasamiento de aldeas rurales y un
virtual etnocidio en Guatemala (180.000 indígenas mayas muertos,
invisibilizados en la prensa internacional dado que ese país no es de los "importantes"),
todo eso no pasó en vano: logró lo que buscaba, que era justamente
desmovilizar. Si no, no hubiera sido posible implementar las políticas de
ajuste estructural impuestas por los organismos financieros del gran capital
internacional: el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Sobre esos
miles de muertos, desaparecidos y torturados se domesticó la protesta; de ahí
que, en estos últimos años, aparece esta izquierda bien presentada, de saco y
corbata, que prescinde del incendiario discurso de años atrás y que ve en la
labor política en el marco de las democracias representativas el campo -a veces
el único campo- de posible trabajo político.
¿Un nuevo escenario o más de lo mismo?
Luego de los años
de dictadura y de terror que barrieron Latinoamérica, el retorno de las raquíticas
democracias que tiene lugar para la década de los 80 del siglo pasado puede ser
sentido como un importante paso adelante. Aunque sean democracias de cartón,
vigiladas, condicionadas absolutamente, sin la más mínima posibilidad de
alterar la estructura real de poder de cada país, luego de la monstruosa
tormenta vivida con las guerras civiles pueden ser consideradas como un momento
de calma. Y muchas expresiones de la izquierda, por desconcierto, por
agotamiento, por oportunismo o por considerarlas un paso táctico en una lucha
que no se da por perdida, comenzaron a aprovechar esos resquicios de las
democracias formales.
De todos modos debe
quedar claro que los sistemas políticos que brindan esas democracias
representativas constituyen un espacio más, uno de tantos, en una estrategia de
construcción revolucionaria, pero no más que eso, y se debería ser muy
precavido respecto a los resultados finales que las luchas en esos ámbitos
pueden traer para una verdadera transformación estructural. Los movimientos insurgentes
que, desmovilizados, pasaron a la arena partidista con su actual nuevo perfil
de "presentables bien portados con saco y corbata", no han logrado
grandes transformaciones reales en las estructuras de poder contra las que
luchaban armas en mano tiempo atrás (veamos el caso de las guerrillas
salvadoreñas o guatemaltecas, por ejemplo, o el movimiento M-19 en Colombia).
¿Fueron "traidores" sus dirigentes? Insistamos una vez más (aunque no
lo acometamos en este trabajo) con la necesidad de revisar conceptos básicos
del marxismo: ¿qué significa "revolucionar" una sociedad? ¿Por qué
pareciera que es tan fácil, o al menos se repite tanto la "traición"
de las dirigencias? ¿No habrá que replantear -con un hondo sentido crítico
constructivo, obviamente- el tema del sujeto humano y el poder? ¿Cómo es
posible que se reitere tanto esto de las "traiciones"? Lo cual lleva
a pensar que se debe abordar el análisis con nuevos instrumentos conceptuales;
la categoría de "traición", quizá, sigue estando cargada de la antinomia
"bueno-malo", probablemente desechable. Los "imprescindibles"
que llegan hasta el fin en realidad son pocos, más bien rara avis. ¿Se trata de buscar super hombres al modo del Che
Guevara para garantizar las revoluciones? ¿Y qué pasa si no aparecen esos
líderes casi mesiánicos? Dejamos indicado una vez más la necesidad de revisar
algunos postulados básicos de la izquierda: para el caso, la relación de las
vanguardias con las masas.
Lo que está claro
es que en el escenario de esta post Guerra Fría luego del derrumbe del Muro de
Berlín, con el papel hegemónico unipolar que ha ido cobrando Estados Unidos y
su plan de profundización de poderío global, Latinoamérica es ratificada en su
papel de reserva estratégica. Ante la desaceleración de su empuje económico (el
imperio no está muriéndose, pero comienza a ver amenazado su lugar de intocable
a partir de nuevos actores más pujantes como la República Popular China, en
menor medida la Unión Europea, o las grandes nuevas economías emergentes), el
área latinoamericana es una vez más un reaseguro para la potencia del Norte,
apareciendo ahora como obligado mercado integrado donde generar negocios,
proveedor de mano de obra barata y fuente de recursos naturales a buen precio
(o robados), por supuesto bajo la absoluta supremacía y para conveniencia de
Washington, y secundariamente de los pequeños socios locales, las tradiciones
aristocracias criollas. De esa lógica se deriva la nueva estrategia de
recolonización que se dio en años recientes con los Tratados de Libre Comercio.
En realidad la iniciativa de esta absoluta
liberalización comercial representa un proyecto geopolítico de Washington que,
aunque comience con la creación de una zona de "libre" comercio para
todos los países del continente americano, busca en realidad el establecimiento
de un orden legal e institucional de carácter supranacional que permitirá al
mercado y las trasnacionales estadounidenses una total libertad de acción en
todo el área, en cuenta Latinoamérica como su ya tradicional área de influencia
donde nadie puede entrar ("América
para los americanos" sentenciaba la doctrina Monroe. Del Norte, claro
está). Los marines, por supuesto, son la garantía final.
Con la firma de estos acuerdos -para nada muy "libres" que se diga- los países que los suscriban deben "constitucionalizar" los
arreglos surgidos de esas normativas, viendo así debilitada su capacidad de
negociación y debiendo renunciar a su soberanía en la implementación de
políticas de desarrollo. ¿Quién podría creer que pequeñas economías como
Bolivia, Haití o incluso Colombia, por ejemplo, negocian de igual a igual con
el gigante Estados Unidos? ¿De qué libertad se habla ahí?
Dicho en forma muy sintética
el ALCA, aunque no se haya firmado como originalmente estaba planteado
reemplazándose por acuerdos bilaterales o regionales (el RD CAFTA, por ejemplo)
apunta a los siguientes temas básicos: 1) Servicios: todos los servicios públicos deben abrirse a la
inversión privada, 2) Inversiones:
los gobiernos se comprometen a otorgar garantías absolutas para la inversión extranjera,
3) Compras del sector público:
las compras del Estado se abren a las transnacionales, 4) Acceso a mercados: los gobiernos se
comprometen a reducir, llegando a eliminar, los aranceles de protección a la
producción nacional, 5) Agricultura:
libre importación y eliminación de subsidios a la producción agrícola, 6) Derechos de propiedad intelectual:
privatización y monopolio del conocimiento y las tecnologías, 7) Subsidios: compromiso de los
gobiernos a la eliminación progresiva de barreras proteccionistas en cualquier
ámbito, 8) Política de competencia:
desmantelamiento de los monopolios nacionales, 9) Solución de controversias: derecho de las transnacionales de
enjuiciar a los países en tribunales internacionales privados. Según expresara con la más total naturalidad Colin Powell, ex Secretario de Estado de
la administración Bush (hijo): "Nuestro
objetivo con el ALCA es garantizar para las empresas americanas el control de
un territorio que va del Ártico hasta la Antártida y el libre acceso, sin
ningún obstáculo, a nuestros productos, servicios, tecnología y capital en todo
el hemisferio."
Pero ahí está la
fuerza de las izquierdas, políticas y sociales: unirse como bloque regional. Esa
unión, que no es un proyecto de expropiaciones precisamente, no deja de
resultar una piedra en el zapato para la geopolítica del imperio.
Uno de los primeros movimientos que se dio el ALBA fue, justamente, el
proyecto Petrocaribe, que consiste en suministrar crudo venezolano a precios
preferenciales y con facilidades financieras para la región centroamericana. Las
luces de alarma se encendieron inmediatamente en Washington. Cuando, por
ejemplo, en el 2009 el presidente hondureño Manuel Zelaya coqueteó con esa
idea, inmediatamente fue reemplazado con un golpe de Estado (no cruento, sino
de nuevo tipo, tal como hace unos años viene ensayando el gobierno
estadounidense: los golpes "suaves", en su nueva
terminología).
Si bien la propuesta original del ALCA a
nivel continental no se implementó como algunos años atrás habían planificado
los técnicos de Washington, eso no impidió que se pusieran en marcha otros
mecanismos alternos de desunión y nueva postración de cada país: se firmaron
por toda la región tratados comerciales bilaterales, al par que se daban todas
las facilidades necesarias para la instalación de nuevos destacamentos
militares norteamericanos. Nunca como hoy Latinoamérica estuvo penetrada de
bases estadounidenses. ¿Puede acaso cada una de las débiles economías
latinoamericanas, incluida la más grande del área, la brasileña, negociar en un
pie de igualdad con el gigante del Norte? Sin dudas que no. ¿Pueden, o quieren,
negociar con dignidad los gobiernos latinoamericanos y las oligarquías a
quienes representan, como países autónomos, y rechazar las imposiciones de
Washington? Sin dudas que no. ¿Pueden las actuales tibias izquierdas
en el poder fijar nuevas perspectivas? Eso es, justamente, lo que abre un nuevo
escenario.
A las imposiciones de "libre" comercio impulsadas por el
gobierno de Estados Unidos se unen las iniciativas militares de la gran potencia y los nuevos demonios que circulan la región
preparando el escenario para eventuales futuras intervenciones bélicas: la
lucha contra el narcotráfico y contra el terrorismo internacional. A partir de
estos nuevos fantasmas, las fuerzas armadas estadounidenses profundizan su
presencia en el subcontinente. Ahí está el Plan Colombia y su intento de
extirpar a los movimientos guerrilleros colombianos FARC y ELN -que controlan
un tercio del territorio nacional-, y base de operaciones para una nada
improbable intervención contra la Revolución Bolivariana en Venezuela (el Plan
Balboa, ya listo y a la espera de ser efectivizado en algún momento). Ahí está
la enorme base -con capacidad para 16.000 soldados- creada en Paraguay (para
asegurar el acuífero guaraní, principal reserva de agua dulce del planeta, y el
gas boliviano); ahí están el reguero de bases por toda el área, los ejercicios
provocativos en aguas del Caribe (léase: demostración contra Cuba y Venezuela),
las bases en la Patagonia argentina. Si el gigante del Norte está en
decadencia, en la región latinoamericana su presencia no ha desaparecido; quizá
por ese mismo declive el tradicional "patio trasero" sale más
perjudicado que nunca, dado que es su retaguardia. En un futuro no muy lejano,
el petróleo que a Washington se le podrá complicar en Medio Oriente sin dudas
saldrá de América Latina. Y el agua dulce también, así como minerales
estratégicos, o los biocombustibles.
¿Hacia una nueva relación Estados Unidos-Latinoamérica, o "más de lo
mismo"?
Latinoamérica es la región del orbe con mayor
inequidad; sus diferencias entre ricos y pobres son mayores que en ninguna otra
parte. Con los planes de achicamiento de los Estados y las recetas neoliberales
que la atravesaron estas últimas décadas, la exclusión social creció en forma
agigantada: en los inicios de la década del 80 había 120
millones de pobres, pero esta cifra aumentó a más de 230 millones en los
últimos 20 años, y de ellos más de 100 millones son población en situación de
miseria absoluta. Así como creció la pobreza, igualmente creció la acumulación
de riquezas en cada vez menos manos. El caso casi anecdótico del mexicano
Carlos Slim (la persona más adinerada del mundo en la actualidad) es un
elocuente símbolo de esa tendencia. La deuda externa de toda la región hipoteca
eternamente el desarrollo de los países, y sólo algunos grandes grupos locales
-en general unidos a capitales transnacionales- crecen; por el contrario, las
grandes masas, urbanas y rurales, decrecen continuamente en su nivel de vida. Lo
que no cesa es la transferencia de recursos hacia Estados Unidos, ya sea como
pago por servicio de deuda externa o como remisión de utilidades a las casas
matrices de las empresas que operan en la región.
Como contrapartida de este enriquecimiento de
muy pocos, las masas trabajadoras han retrocedido en derechos mínimos: sus salarios son equivalentes a lo que recibían 30 años atrás al mismo
tiempo que han perdido conquistas ganadas en décadas de lucha en el transcurso
del siglo XX. Se han envilecido o perdido la estabilidad laboral, la
negociación colectiva, los seguros sociales, el derecho a la sindicalización. En
el campo se encuentran situaciones de tanta precariedad como a principios del
siglo pasado y el éxodo ilegal hacia Estados Unidos como recurso último de
salvación se agiganta día a día, pese a la crisis financiera que atraviesa el
país del Norte. En ese marco de retroceso social han aparecido nuevos
elementos, sin dudas ligados indirectamente a las políticas neoliberales:
aumento de la narcoactividad y del crimen organizado, creciente delincuencia y
clima de violencia urbana, explosión de niñez desprotegida que termina viviendo
en la calle. No son infrecuentes los casos de esclavitud encubierta así como el
turismo sexual, las adopciones ilegales de niños por familias del Norte, las
pandillas juveniles armadas y violentas, el aumento escandaloso del trabajo
infantil, todos ellos síntomas de un deterioro social y humano explosivo.
Ante todo este desolador panorama -en algún
sentido nada distinto en Latinoamérica de lo que la caída del socialismo
soviético permitió por parte del gran capital transnacional en todas las
latitudes del mundo, incluido el Norte desarrollado-, y después de unos
primeros años de repliegue del campo popular producto del terror dejado por las
guerras sucias, vemos en los últimos años del pasado siglo y en los primeros
del presente nuevas oleadas de luchas. Independientemente que las llamemos
"socialistas" o no, son luchas con un claro signo popular,
reivindicatorio, antiimperialista. He ahí el ejemplo más vivaz de la izquierda
social que, como decíamos, no siempre se ve correspondida por las izquierdas
políticas.
Aunque no hay en la
actualidad una clara propuesta articulada de proyecto político transformador
-como lo hubo décadas atrás, a partir del que se desatara la salvaje represión
ya mencionada-, las luchas populares continúan. Es más: en estos últimos años
se van viendo incrementadas. Ya son varios los presidentes -De la Rúa en
Argentina, Bucaram, Mahuad y Gutiérrez en Ecuador, Sánchez de Losada y Meza en
Bolivia- removidos de sus cargos producto de esas movilizaciones al no dar
respuestas a los acuciantes problemas sociales. Y vuelve a hablarse sin temor
de antiimperialismo, de la política exterior y del gobierno de Estados Unidos
como "enemigos". De todos modos, toda esa efervescencia, por sí sola
no constituye un proyecto revolucionario en sí mismo. Pero es un germen, sin
dudas. De ahí que para la estrategia hemisférica de Washington este alza en las
protestas constituye siempre un foco de preocupación.
Las actuales
administraciones políticas con talante izquierdizante
a que asistimos en Latinoamérica (izquierdas no cuestionadoras de la estructura
del sistema, repitamos), sin ser "traidoras" a la causa
revolucionaria en sentido estricto (¿quién y desde dónde dice eso?), están en
una situación ambigua. Llegaron al poder con el apoyo popular, pero su proyecto
no es gobernar en función de un cambio profundo. Ninguno de estos presidentes
ha hablado, por ejemplo, de suprimir la propiedad privada. De todos modos no
son descarnados neoliberales sentados sobre las bayonetas de dictaduras
militares: representan propuestas con una "tendencia social", con una
"preocupación social" (digámoslo con ese neologismo), y por tanto
tienen en el gran capital estadounidense, les guste o no, su gran enemigo. Pero
su misma ambigüedad no les permite ir abiertamente contra él. De hecho, en una
relación de marchas y contramarchas no exenta de tensiones, la misma
administración republicana de la Casa Blanca ha alabado en más de un caso a
estas izquierdas alineadas (y las seguirá alabando, siempre y cuando continúen
pagando la deuda, no impidan seguir ganando cantidades siderales de dinero a
las empresas estadounidenses y le abran sus puertas a las fuerzas armadas del
Pentágono). Esas izquierdas, si no se quitan el "saco y la corbata",
seguirán siendo bendecidas por el imperio.
Pero hay otras
izquierdas que hacen gobierno desde otra perspectiva: Cuba, o recientemente Venezuela
con su Revolución Bolivariana. Justamente por ello son el blanco de ataque del
gran capital y de todas las administraciones estadounidenses. Jamás serán
bendecidos; al contrario, están en la mira de los cañones imperiales. En el
caso de Venezuela, principal reserva de petróleo del mundo, su situación podría
llegar a resultar trágica incluso (¿un nuevo Irak?). El socialismo del siglo XXI
y esas reservas son demasiada provocación para la élite de la gran potencia.
Lo que sí preocupa
a Washington, ahora tanto como en todo el transcurso del siglo XX, es el
movimiento popular, la organización de base. Las izquierdas que ocupan aparatos
de gobiernos pueden ser más manejables; las masas, no tanto.
Por eso, como parte
de una política que no ha cambiado en lo sustancial en los últimos cien años, la
opción militar nunca ha desaparecido. Si bien es cierto que hoy por hoy en la
estrategia hemisférica de Estados Unidos no son necesarias las dictaduras
militares como lo fueron durante el auge de la Guerra Fría en el marco de la
Doctrina de Seguridad Nacional, en estos últimos años las frágiles democracias
latinoamericanas han permanecido siempre vigiladas por la atenta mirada
castrense. Pero no la de las fuerzas armadas vernáculas, sino directamente por militares
del norte. Y cuando fueron necesarias intervenciones -el "golpe suave"
de Honduras, por ejemplo, o los intentos de desestabilización que tuvieron Evo
Morales en Bolivia o Rafael Correa en Ecuador- permiten ver que la opción
militar, disfrazada quizá, o con ropajes nuevos, nunca ha desaparecido.
Distintos
documentos de la política exterior a largo plazo y planificación estratégica de
Washington reafirman tanto su supuesto derecho a intervenir en la región (su
eterno "patio trasero"), así como la apelación a la acción armada
toda vez que lo estime necesario. Tanto el "Documento Santa Fe IV 'Latinoamérica
hoy'" -clave filosófica de los actuales halcones republicanos que son
quienes realmente fijan la política exterior- como el "Documento
Estratégico para el año 2020 del Ejército de los Estados Unidos" o el
Informe "Tendencias Globales 2015" del Consejo Nacional de
Inteligencia, organismo técnico de la Agencia Central de Inteligencia (CIA),
presentan las hipótesis de conflicto social desde una óptica de conflicto
militar, completamente. La reducción de la pobreza y el combate contra la
marginación recogidas en la ambiciosa (y quizá incumplible en los marcos del
capitalismo) agenda de los "Objetivos y Metas del Milenio" de
Naciones Unidas es algo que no entra en los planes geoestratégicos del imperio.
Al que proteste, palo; no hay otra respuesta. Y los recursos naturales ubicados
en Latinoamérica (petróleo, agua dulce, biodiversidad de sus selvas y minerales
estratégicos) son considerados como propios. Por supuesto que a quien proteste:
también palo. El Plan Colombia, las estrategias de Tres Fronteras, Alcántara,
Misiones, Cabañas 2000, la Iniciativa Regional Andina o la cohorte de bases
militares por toda la región, entre otras cosas, nos lo recuerdan.
El principal enemigo de Washington siguen siendo los movimientos populares, lo que podríamos llamar la izquierda social y no tanto las izquierdas políticas (hoy, al ocupar posiciones de gobierno, fieles pagadoras de la deuda externa y preocupadas, más que nada, por salir en televisión). Según el referido informe de la CIA: "Tales movimientos se incrementarán, facilitados por redes transnacionales de activistas de derechos indígenas, apoyados por grupos internacionales de derechos humanos y ecologistas". El "papel amenazante a la estabilidad regional" (léase: amenaza a los intereses de la oligarquía estadounidense), según esta lógica, está dado por "organizaciones sociales, pueblos indígenas y organismos no gubernamentales de derechos humanos y ambientalistas"; a lo que, como parte de una bien articulada propuesta de manipulación informativa, se suman el "narcotráfico" y el "terrorismo internacional" (hasta las pandillas juveniles -las famosas "maras"- están ligadas a Al Qaeda, según esta orquestación). De hecho, aunque resulte risible, en algún momento el gobierno estadounidense habló de la presencia de escuelas coránicas de fundamentalistas musulmanes en la triple frontera argentino-brasileño-paraguaya, justamente donde está la enorme reserva de agua dulce apetecida por la estrategia imperial. ¿Es el principal problema de Latinoamérica la violencia delincuencial que se vive en casi todos los países, o eso es un efecto de la pobreza estructural? O más aún: ¿cuánto hay de manipulación mediática en todo el fenómeno?
Las
actuales izquierdas que gobiernan algunos países latinoamericanos no son la
principal fuente de preocupación del imperio; pero sí la idea de unión que
entre ellas se podría dar. El fantasma de la integración latinoamericana sí
inquieta.
Como
bien lo dijo el premio Nobel de la Paz, el argentino Adolfo Pérez Esquivel: "el único país que tiene un proyecto
estratégico para América Latina, lamentablemente, es Estados Unidos, y no es,
precisamente, el que necesita nuestro continente".
Las
actuales propuestas de profundización del ALBA, y eventualmente su complemento,
el CELAC, constituyen una interesante iniciativa en la dirección de la
integración hemisférica con un sentido social. Las mismas pretenden fundamentarse
en la creación de mecanismos para crear ventajas cooperativas entre las
naciones que permitan compensar las asimetrías existentes entre los países del
hemisferio. Se basa en la creación de Fondos Compensatorios para corregir las
disparidades que colocan en desventaja a las naciones débiles frente a las
principales potencias; otorga prioridad a la integración latinoamericana y a la
negociación en bloques subregionales, buscando identificar no solo espacios de
interés comercial sino también fortalezas y debilidades para construir alianzas
sociales y culturales. Como sintetizó el presidente Chávez
el corazón de todo esto: "Es hora de
repensar y reinventar los debilitados y agonizantes procesos de integración
subregional y regional, cuya crisis es la más clara manifestación de la
carencia de un proyecto político compartido. Afortunadamente, en América Latina
y el Caribe sopla viento a favor para lanzar el ALBA como un nuevo esquema
integrador que no se limita al mero hecho comercial sino que sobre nuestras
bases históricas y culturales comunes, apunta su mirada hacia la integración
política, social, cultural, científica, tecnológica y física".
"Hay una alianza
izquierdista y populista en la mayor parte de América del Sur. Esta es una
realidad que los políticos de Estados Unidos deben enfrentar, y nuestro mayor
desafío es neutralizar el eje Cuba-Venezuela", escribió algunos años atrás Otto Reich, ex
secretario de Estado adjunto para Asuntos del Hemisferio Occidental, en el
artículo titulado "Los dos terribles
de América Latina", en la revista derechista estadounidense National Review. No era esa sólo la opinión en
solitario de un funcionario de la administración Bush; por el contrario habla
de la verdadera política de los halcones de la Casa Blanca hacia la considerada
su natural zona de influencia. Y son ellos, su estrategia como clase, los que
realmente fijan la dirección del imperio, más allá que la administración de
turno sea republicana o demócrata.
Ahí
están las claves de la relación del imperio con sus súbditos. Una nueva
izquierda remozada, que dejó atrás las armas de la guerrilla, que no habla de
confiscaciones y poder popular (porque no puede, porque se quebró, por ambas
cosas, etc.) es tolerable. Incluso, como parte de las dinámicas del interjuego
político, hasta deseable en la lógica de dominación; es una manera de demostrar
que aquellos "sueños juveniles" del socialismo eran irrealizables, y
ahora, sin barba y bien peinados, estos nuevos funcionarios ratifican "el
fin de la historia". Lula, el ahora ex presidente de Brasil, lo dijo sin
pelos en la lengua: "socialismo
moderado, dejando atrás los sueños juveniles".
Pero
cuando las relaciones se plantean de igual a igual, cuando la dignidad no se
negocia, vuelven a sonar los tambores de guerra por parte de la gran potencia. Esa
matriz no ha cambiado. La historia tampoco ha terminado, y de lo que se trata
es de ver cómo esa izquierda social (movimientos indígenas, campesinos sin
tierra, desocupados, insurgentes que no se han resignado, lo que para
Washington continúan siendo las "amenazas a la estabilidad regional",
y lo que quede de clase obrera organizada, movimientos de mujeres,
intelectuales progresistas) puede articularse en una propuesta de integración
regional, de Patria Grande, como pretendió Bolívar. En un mundo de
globalización, de grandes bloques y políticas a escala planetaria, la izquierda
social, la izquierda desde abajo, popular, sólo unida puede enfrentarse con
posibilidades de éxito al todavía poderoso imperio estadounidense.
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