Tomás Borge
Mayo 24, 2011
Compañeros del Foro de Sao Paulo y de la Conferencia de Partidos Políticos de América Latina y el Caribe (COPPAL):
Estoy enterado. Casi nadie lo está. El foro de Sao Paulo acordó solidarizarse con los 5 prisioneros cubanos en cárceles norteamericanas. Fue una decisión más del Foro. Buena decisión, hija de un sagrado compromiso aunque, a mi juicio, intrascendente y de carácter formal. Igual sentencia ha tomado —nadie lo sabe— el importante organismo interpartidario, COPPAL.
Desde mi punto de vista es necesario hacer una colosal denuncia de esta tragedia, asumir una conducta solidaria, práctica, en la búsqueda de resultados exactos.
La cárcel es terrible. Lo sabemos por experiencia. Algunos hermanos nuestros protagonizaron la desfalleciente experiencia de las prisiones somocistas. Los mártires José Benito Escobar, Julián Roque, Oscar Benavidez y los compañeros Daniel Ortega, Jacinto Suarez, Lenin Cerna, Leopoldo Rivas, Manuel Vallecillo, entre otros, fueron crucificados en la cárcel de Tipitapa durante más de seis años. Tal experiencia marcó sus vidas para siempre. Semejante sacrificio otorga méritos históricos que ninguna circunstancia, salivazo u otras circunferencias de la vida, puede borrar. A estos compadres hay que adicionarles, el mérito de su militancia posterior: digna, firme, sin vacilaciones en las horas difíciles, sin caídas en estado de pánico por calumnias, mentiras y otros odios y conductas indecorosas del adversario. No obstante, estos hermanos nuestros con toda y la dureza y los riesgos de la cárcel estaban juntos y tenían el consuelo de la visita familiar. Ellos fueron liberados gracias a la excelencia de una acción del FSLN que los condujo a Cuba, donde los esperaba Carlos Fonseca —progenitor intelectual de su liberación— y la concordia efusiva de la isla fraterna.
Los prisioneros cubanos, llamados héroes con plena justicia, están aislados entre sí, en celdas solitarias, oscuras, deprimentes, con rostro de sepulcros. Solo Satanás es capaz de una crueldad semejante. Están condenados a larguísimas penas. Uno de ellos a dos cadenas perpetuas, más 15 años. Llevan trece años de aislada y torturante prisión. La crueldad ha sido insólita y bestial. Las condenas son a todas luces injustas, desproporcionadas, una profanación a los derechos humanos. Está comprobada —lo saben hasta sus rabiosos enemigos—, su inocencia. Trece largos años no se dice jugando. Tal dignidad y firmeza, casi inconcebible, tan sólo puede ser explicada por la herencia del heroísmo martiano y por el ejemplo de Fidel. La libertad de esos seres humanos es para los cubanos y para Fidel una insistente y obligada prioridad.
No bastan las declaraciones formales. Es necesario convertir nuestra voluntad solidaria en un inmenso jurado de nuestros pueblos para romperle el tímpano al imperio y a Barak Obama, el sospechoso premio Nobel de la Paz, obligándolos a ponerle fin a semejante atropello.
Si logramos la libertad de esos hombres, el pueblo de Cuba y Fidel se pondrán felices, y es obligación nuestra otorgarles esa dicha, por elemental reciprocidad a la solidaridad ilimitada de Cuba y de Fidel con todos los pueblos del mundo. Hay que recoger millones de firmas —¡millones de firmas!— realizar miles de actos públicos —¡miles de actos públicos!— sonar tambores y clarines para que los oiga el sordo e insensible presidente norteamericano. Más aún, además de nuestras luchas por los intereses de nuestros pueblos, tal demanda debiera de estar en la primera línea de combate.
Estoy seguro: que la terquedad de Fidel y del pueblo cubano —terquedad igual a la mula de Sandino o a la de José Martí cuando cabalgó hacia el martirio—, logrará la libertad de esos muchachos. Algún día ellos caminarán por el malecón de La Habana cogidos de las manos con sus madres, esposas e hijos oyendo el oleaje de las olas y de las multitudes, disfrutando de una victoria tan esperada como inevitable. Estamos obligados a participar en el dibujo de semejante paisaje. Cuando se produzca ese milagro —yo creo en los milagros— todos nosotros seremos más libres.
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